Cristal

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Cristal

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Sam Savage

Cristal

ePub r1.0

dacordase 28.10.13

Título original:

Glass

Sam Savage, 2011

Traducción: Ramón Buenaventura

Editor digital: dacordase

ePub base r1.0

Sería maravilloso superar de un salto determinados obstáculos y hallarse en una posición por encima de la que se halla uno. Uno ve que está, en cierto sentido, indefendiblemente preocupado por las propias preocupaciones. Tiene uno que tener las ideas que tiene, no puede uno tener las ideas que le gustaría a uno tener.

JASPER JOHNS

(en conversación con Deborah Solomon,

New York Times, 19 de junio de 1988)

Estuve demasiado lejos toda mi vida y no saludando con la mano sino ahogándome.

STEVIE SMITH

Soy de mucho pensar. A Clarence le encantaba decírmelo cuando le ponía objeciones a alguna de las pamplinas que largaba, especialmente cuando ya le había tumbado unas cuantas. No voy a entrar en eso ahora, ni en cuánto bebía ni en sus pamplinas, ya que en este momento no estoy pensando en Clarence más allá de lo que no puedo evitar si quiero al menos mencionarlo —no se puede hablar de alguien sin pensar en ese alguien en

tal sentido—. En lo que verdaderamente estaba pensando era en viajar, aunque tampoco en viajar en el sentido de considerarlo un acto potencial —precipitarme a la estación de autobuses y etcétera—, como si pudiera hacer un viaje si quisiera, aunque en realidad sí quiero en algún sentido del verbo querer, en algún sentido del verbo viajar. Querer de ese modo es tener un deseo sin atribuirlo a ningún acto previsible —deseo sin esperanza, digo yo que será—. Creo que la palabra para esta modalidad de deseo es

veleidad. Estoy descubriéndome cada vez más veleidades estos últimos días, y una de ellas es la de viajar, unas ganas sin más esperanza que la de peregrinar a algún sitio. Pero pensándolo un poco más descubro que incluso «veleidad» podría resultar demasiado fuerte, ya que sugiere un leve impulso, tan terriblemente débil estos últimos días. Ateniéndonos estrictamente a los hechos, el caso es que no tengo deseo alguno de viajar, ni siquiera como algo sin esperanza e imposible, no en el momento actual, no cuando acabo de ponerme otra vez a darle a la tecla. Es más bien que a veces me gusta imaginar los sitios a los que podría ir si hiciera un viaje, y en eso estaba hace un momento, antes de que me distrajera la idea de Clarence, que se presentó sin que nadie la invitara. Estaba sentada a la mesita de al lado de la ventana, donde desayuno y donde por el momento está la máquina de escribir. Aquí sigo sentada, evidentemente. Estoy en posición erguida, con los codos separados, los antebrazos ligeramente inclinados hacia abajo; llevo un vestido azul. Tengo intención de teclear sobre toda clase de asuntos, además de Clarence, y entre ellos alguno habrá, espero, que aún no me haya surgido en la cabeza. Digo esto y se me ocurre que dentro del enorme montón de cosas amontonadas en mi cabeza Clarence ha quedado reducido a un mero tema. Antes de decirlo —sin querer, como acabo de explicar— no había pensado en él exactamente de ese modo. La mesa es pequeña, redonda, con patas cónicas de madera y tablero de formica. Me pongo aquí el desayuno porque la ventana da al este y puedo estar sentada delante con mi taza de café cuando sale el sol. Sale lanzando destellos por encima de la fábrica de helados, la luz se cuela por el ventanal, y doy el primer sorbito. A veces con ese primer sorbo las palabras «sorbo y destello» me vienen a la cabeza y destellan dentro. Momentos así, supongo, son los que la gente llama pequeños placeres de la existencia. El sol sale, la fábrica de helados ruge, y a veces imagino que ese rugido es el sonido del sol naciente, como en el poema de Kipling que me encantaba de niña, donde el alba sube como un trueno procedente de China desde el otro lado de la bahía1. Todas las ventanas de esta habitación dan al este, pero el sol se cuela solamente por una de ellas, la del centro —son tres—, la clara entre las dos oscurecidas, porque están cubiertas casi por entero de notas y trozos de cinta a cuyo través el sol únicamente alcanza a rezumar, aparte de unas cuantas astillas oblicuas que asoman por los intersticios, trazando dibujos pinchosos en el suelo. Si Rudyard Kipling pudiera ver el sol saliendo por la fábrica de helados de la acera de enfrente, se llevaría una desilusión, estoy segura. Hay días en que las nubes son tan espesas que no sé muy bien dónde se encuentra el sol exactamente, y esos días tengo tal sensación de opresión que me cuesta trabajo encontrarle sentido a seguir adelante, y cuando los días nubosos vienen unos detrás de otros sin interrupción entre ellos, como ha estado ocurriendo con mayor frecuencia en años recientes, las cosas llegan a tal punto que me encuentro llorando por tonterías. Con las «cosas» me refiero más que nada a mis pensamientos. Abrir el frigorífico una mañana y encontrarme con que no hay leche es una tontería, pero el caso fue que me dejé caer en el sillón y me puse a llorar. Cuando me desperté estaba otra vez lloviendo. Me quedé acostada en la cama escuchando la lluvia y me consolé pensando que al cabo de unos minutos iba a estar acurrucada con mi café en el sillón grande de al lado de la ventana, me imaginé mirando la lluvia desde el interior y dando gracias por estar seca y abrigada. Pero luego me toca levantarme medio a oscuras y trasladarme a la cocina y descubrir que la leche se ha cortado y comprender que voy a verme obligada a beberme el café solo o a ir a la tienda, con la que está cayendo… como es natural, lo que hice fue sentarme y, eso: llorar. Además de la mesa tengo un sillón con su escabel delante, y ese es, junto con un sofacito,

una estantería para libros, la rinconera del teléfono y dos sillas de respaldo recto que hacen juego con la mesa, todo el mobiliario del cuarto de estar, si no contamos la radio —una Sony amarilla colocada en al alféizar, lo más cerca posible del sillón—. Cuando me siento en el sillón pongo los pies en el escabel, como me han recomendado, porque se me hinchan los tobillos, aunque no es por eso por lo que lo hago —lo hago porque así estoy más cómoda—. Me siento y me miro los pies por encima de los bultos de las rodillas, una visión que se hace cada vez más dolorosa en los últimos años, con esos deltas fluviales de venas azules. He conseguido identificar el Zambeze y, creo, el Magdalena, aunque este último tengo que comprobarlo con un atlas mejor. El tapizado del sillón es de un material aterciopelado de color marrón, el escabel también es marrón, pero no del mismo marrón, mis pies están tapizados de carne que por debajo de la epidermis escamosa se ha vuelto como de esponja, últimamente, y se le quedan marcados los hoyos si la aprieto. Una vez, de niña, oí decir a mi padre que mi madre estaba en un estudio color marrón, y pensé «Qué cosas tan raras dice», porque todos estábamos viéndola ahí sentada en su coche, en el camino de acceso al garaje2. Desde aquel día me gustó la expresión, por las imágenes tan divertidas que trae consigo, aunque jamás la pronuncio en voz alta, porque ninguno de mis conocidos actuales sabría lo que significa, pero cuando estoy en mi sillón marrón a veces lo pienso. «Edna está en un estudio de color marrón» es como lo pienso entonces. Cuando digo «mis conocidos» me refiero a las personas con quienes he hablado últimamente, a saber diversos jóvenes de detrás del mostrador de Starbucks, la camarera de la cafetería, Potts, las chicas de la agencia, el señor de la tienda de máquinas de escribir y un conductor de autobús, hasta donde me alcanza la memoria. Tengo otros conocidos que seguramente sí sabrían lo que es un estudio marrón, pero no he hablado con ninguno de ellos últimamente, aunque, entiéndase bien, lo de no hablar con ellos no quiere decir que les haya retirado la palabra, por alguna animosidad; lo que pasa es que últimamente no he dicho nada estando ellos cerca —fue el verano pasado cuando dejé de decir cosas estando ellos cerca—. Otra expresión que me gusta es «en el punto de partida», como si hubiera un pináculo o elevación de algún tipo con ladera de partida en un lado y ladera de permanencia en el otro. Visto así, la permanencia viene a ser como dejarse caer hacia atrás: dejarme caer en mi gran sillón marrón. Hay otras frases así, como «al borde de la desesperación», por ejemplo. De hecho, hay muchísimas parecidas: «a punto de volverse loco», «al borde de la ruina», «al margen de la sociedad respetable», y etcétera. Solo por estas frases ya se ve que hay trampas en todos los ámbitos de la vida. No lo digo como excusa. Llevo sin ir a trabajar desde la segunda semana de enero. Una mañana temprano, a una hora en que cualquier día laborable habría estado bajando las escaleras a toda prisa en dirección a la calle, con miedo a perder el autobús, no bajé a toda prisa las escaleras. Permanecí en el rellano por un momento, y luego me volví a meter en casa. No lo hice intencionadamente; no hubo en ello intención alguna. La sensación fue de «Edna tuvo que parar en seco porque se le quedó en blanco la cabeza». Quiero decir, por supuesto, ir a toda prisa mentalmente, impulsada por el miedo a llegar tarde, no porque bajara corriendo la escalera, lo cual habría sido casi un suicidio, a mi edad. No tuve, durante el último día que estuve en el trabajo, la intención de no volver nunca. No recogí mis cosas como es debido y me dejé las orejeras de borrego colgando del respaldo de una silla. Al día siguiente llamé diciendo que estaba enferma, y luego lo hice cada pocos días. Pasado un tiempo dejé de llamar, preferí esperar a que ellos me llamaran a mí. Ahora nadie me llama por teléfono. No iba a trabajar porque era demasiada molestia. Tiene algo de misterioso que la máquina de escribir vuelva a estar encaramada a la mesa. La coloqué hace ya unas cuantas semanas. La extraje del fondo del armario, habiendo retirado antes, para alcanzarla, muchas otras cosas —ropa, libros, mantas, piezas de una silla rota—, que amontoné encima de la cama. Tenía intención de ponerme a teclear nada más colocarla, y de hecho pulsé las teclas unas pocas veces, para ver si seguían funcionando, e inmediatamente vi que la cinta se había secado. Lo cual era de esperar, claro, porque la máquina llevaba años en el armario, aunque yo no lo esperara en absoluto, porque no había pensado para nada en la cinta y lo que esperaba era sentarme y ponerme a teclear, sin más. No sé exactamente cuántos años, diez u once, desde luego, porque llevo catorce viviendo en este piso y transcurridos los dos o tres primeros dejé por completo de usar la máquina. Lo misterioso es por qué de pronto tomé la decisión de utilizarla de nuevo, ponerme de nuevo a darle a la tecla, tras tantos años sin hacerlo. Un día estoy mirando por la ventana o tomándome los copos de avena tranquilamente o, como ya he dicho, llorando, y al día siguiente estoy dándole a la máquina. No diré que dándole alegremente, ni siquiera con gusto, pero dándole, con precisión y a buena velocidad, dentro de lo posible. Cuando me mudé a este piso aún les escribía cartas a varias personas, aunque cada vez me resultaba más difícil conseguir que se me ocurriera algo que contarles, más allá de lo de siempre, que si cómo estáis, que si yo estoy bien —dentro de lo posible—, a no ser que estuviera recuperándome de una gripe, o algo así, y entonces sí, claro, eso siempre podía mencionarlo. Al cabo de un tiempo se me hizo evidente que no estaba contando nada que no hubiera cabido en una postal, y empecé a mandar postales, y entonces fue cuando dejé de escribir a máquina, porque las postales están entre las cosas que se escriben a mano, y seguramente fue poco después cuando guardé la máquina en el armario, porque se había convertido en un bulto más que esquivar. Ya, claro,

no es imposible escribir una postal a máquina. Habría el inconveniente de que saldrían alabeadas y habría que ponerles un libro encima hasta que se alisaran de nuevo, y también que escribiendo a máquina cabe mucho más texto que escribiendo a mano y habría que meter más palabras en la tarjeta, en flagrante contradicción con el motivo de escribir postales en vez de cartas. Acabaría uno insertando otra vez toda clase de soserías irrelevantes, solo para llenar el espacio en blanco, y para mí que esa es la razón de que la gente por lo general no recurra a la máquina para escribir postales. A fin de cuentas, la verdad es que no tiene nada de malo enviar postales alabeadas; no hay, desde luego, ninguna norma postal que lo impida, porque de todas formas saldrían alisadas de la máquina de poner matasellos, o como se llame el aparato que imprime esos trazos ondulados encima de los sellos. Cuando dije que otra vez estoy tecleando a buena velocidad, dentro de lo posible, me refería a mis años: estoy tecleando a buena velocidad para una persona de mi edad, con unas manos como las mías. Tengo tendencia a afirmar que mis dedos parecen garras. Mis dedos no parecen garras, aunque se han vuelto más finos que nunca y tengo los nudillos hinchados. Creo que tengo las manos como cualquier otra persona normal de mi edad. Las mangas de mi vestido van sujetas a la muñeca con cuatro botones blancos. Coleccionaba sellos cuando era pequeña, sin entusiasmo, porque los mayores consideraban que debía hacerlo. Las compañías de mi padre recibían correspondencia del mundo entero, y él hacía que me guardasen todos los sellos internacionales, los mismos que los empleados seguramente se habrían llevado a casa para sus hijos. No disfrutaba coleccionando sellos y nunca me molesté en pegarlos a los grandes álbumes azules que papá me compraba, pero guardaba los más bonitos cerca de la cama, en una caja de caoba que tenía en la tapa en bajorrelieve un barco antiguo de velas cuadradas, y de vez en cuando los miraba. Los que más me gustaban eran los de países que nunca había oído nombrar, partes remotas del Imperio Británico y del África Ecuatorial Francesa, lugar que, por su nombre, se me antojaba infinitamente deseable. Era ya ridículamente mayor y seguían obligándome a dar una cabezada todas las tardes, de modo que en vez de dormir sacaba los sellos de la caja y los miraba e imaginaba que iba de viaje a los sitios de donde procedían los sellos y que montaba en elefantes, tropezaba con cocodrilos y cosas de esa naturaleza. La verdad es que no recuerdo mis sueños diurnos de aquella época, solo que pasaba en ellos una buena cantidad de tiempo, o sea que más bien estoy adivinando cuando digo que había cocodrilos y elefantes. Por qué no iba a haberlos, ¿verdad? Según transcurría el tiempo y mi situación se iba haciendo cada vez más intolerable, más a menudo soñaba, no solo a la hora de la siesta, y más tiempo permanecía allá. Permanecía alejada en los sueños diurnos, soñando que me hallaba lejos. Al decir «situación» me refiero a la vida corriente, que en aquel tiempo incluía a Mamá y Papá. Debía de andar por los cuatro o cinco años cuando por fin me di cuenta de que la vida cotidiana con ellos se me había hecho intolerable. Me acompañaron el primer día al jardín de infancia, en este caso Mamá y la Niñera, una alemanota que se ocupaba de mí mientras mamá mariposeaba en sociedad. Supongo que tendría nombre, pero se me ha olvidado, si es que alguna vez lo supe. Las palabras «Gertrude Klemmer» sobrevuelan algunos de mis primeros recuerdos, pero quizá se trate de algún personaje literario. Se llamara como se llamara, el caso es que era mi Niñera, y la veía con bastante más frecuencia que a Mamá o Papá. Se marchó cuando yo tenía cinco o seis años y en su lugar vino toda una serie de mujeres, ninguna de las cuales duró mucho. No estoy segura, de que fuese alemana; lo mismo era holandesa. Acabé viajando varias veces a Europa, ya de mayor, y también a México, Venezuela y una vez a África Oriental, por poco tiempo, pero nunca estuve en ninguno de los países de mis sellos preferidos. Viajar de mayor, con todas las cargas y desdichas de ser mayor, no resultó, ni de lejos, tan agradable como había pensado que sería al imaginármelo de pequeña.

La línea en blanco significa que dejé de darle a la tecla en este punto y fui a buscar una foto de la Niñera. Me he estado preguntando si era alemana u holandesa, y me vino la idea de echarle otro vistazo a su foto. Por supuesto que es ridículo pensar que mirando una foto se pueda averiguar si una persona es alemana u holandesa, pero fui a buscarla, de todas formas. Vengo observando que últimamente se me ocurren muchas ideas que no acaban de tener sentido. Como sucedió antes, cuando me quejé de que me hubiera distraído la idea de Clarence, a la que acusé de haberse presentado sin que nadie la invitara. De hecho, pensándolo un poco mejor, no está claro que una idea pueda ser invitada, como al parecer sugerí en aquel momento. A fin de cuentas, a duras penas podría hallarme en condiciones de invitar a una idea, extrayéndola del enorme montón de todas las ideas posibles, si no estuviera ya pensándola, en algún sentido del verbo pensar, en algún sentido de «ya», y desde luego no es tanto un montón como una maraña, una enorme maraña de ideas posibles, igual que una jungla. Invitar a una idea sería como sacar a un extraño de una multitud para preguntarle cómo se llama. Bueno, supongo que podría hacerse mediante gestos o gritando o acercándose a él y tirándole de la manga, como haríamos si un día viéramos en una estación de ferrocarril a alguien cuyo nombre nos gustaría conocer, quizá porque tiene pinta de persona con la que nos gustaría trabar amistad. Para que la analogía funcione hay que imaginar que no somos capaces de acercarnos a dicha persona, quizá porque estamos impedidos o terriblemente cansados o nos han arrestado y estamos esposados a un policía. Vemos a esa persona que nos gustaría conocer, quizá alguien famoso que podría sacamos de nuestro aprieto, pero no se nos permite, por acción de alguna misteriosa fuerza en que no vamos a entrar ahora, ni gritar ni agitar la mano ni siquiera sugerir algo con la mirada. El único modo en que se nos permite llamar su atención es gritando su nombre, cuando eso es justo lo que no sabemos y esperábamos averiguar. Hay que dar por sentado, claro está, que las personas con quienes estamos, el policía, el médico, lo que sea, tampoco saben su nombre, o si lo saben se niegan a decírnoslo, porque piensan que nos perjudicaría entrar en contacto con esa persona, o quizá que los perjudicaría a ellos, que perjudicaría su posición social, sobre todo si nos han detenido sin razón válida, o quizá lo hagan por puro despecho. Tengo la impresión de que no me estoy explicando con claridad. Estoy tratando de demostrar algo muy sencillo, es decir que en modo alguno cabe invitar a una idea: las ideas surgen, y la cuestión parece complicada solo porque en realidad es muy simple. Suele ocurrir, supongo, que las cosas simples resulten escurridizas, porque no tienen esquinas que permitan agarrarlas bien. Me ayuda pensar que la mente es como una calle: coches y gente y lo que sea, perros, hojas, van llegando, dando la vuelta o caminando o traídos por el viento, trozos de papel y tierra, por ejemplo, además de hojas, y no hay modo de saber qué será lo próximo que se presente, ni se puede fisgar desde una esquina a ver qué llega, para quizá evitado de una forma u otra, tal vez plantándose en el cruce y moviendo los brazos como hacen los policías de tráfico; mandar un coche en tal dirección y otro coche en tal otra dirección, y donde digo «coches» entiéndase ideas, y por «en tal o tal dirección» entiéndase hacia la mente o no. Así pensando, recurriendo solo a imágenes concretas, es fácil comprender lo absurdo que resulta pensar que podemos invitar a las ideas. Surgen, y ya. Hay otra cuestión relacionada con esta, de un modo que ahora mismo no tengo claro. Quizá pudiera aclararme si pensara un poco más en ello, pero es que enseguida me canso de todo el asunto. Creo que estoy difuminándolo todo, a pesar de que me puse a ello con intención de resolverlo. Cuando me puse a darle a la tecla, quiero decir. Me puse para ser clara y concisa, y no había transcurrido un segundo cuando ya irrumpieron cientos de cosas, introduciéndose por voluntad propia, invadiendo, en realidad, y, como acabo de señalar, sin que nadie las hubiera invitado para nada. Esto hay que matizarlo —y las matizaciones son otra de las cosas, además de las intrusiones, que tienden a interferir—: aunque no se pueda invitar a las ideas, les guste o no, por las buenas, lo cierto es que una vez que se presentan, aunque solo sea en parte, que asoman la punta de la nariz, por así decirlo, podemos ponerlas en fila para irlas pensando, como quien reparte números a los parroquianos en una carnicería. Por ejemplo, cuando me salió el trocito sobre las veleidades, también estuve a punto de poner otras cosas, pero a estas las obligué a hacer cola hasta que terminara de hablar de las veleidades, y luego, claro, hubo una acumulación de cosas, los muebles, la leche cortada, la colección de sellos, y etcétera, hasta el hombre en la estación de ferrocarril. La experiencia me dice que no es posible enunciar más que unos pocos números a la vez, o por lo menos no es posible enunciarlos en la cabeza. Cuando muchísimas cosas se me acumulan, las apunto en un papel, para que no se me olvide pensar en ellas. A veces pego el papel en una ventana donde pueda verlo. La foto que estaba buscando es de la Niñera y yo en el jardín de casa. Creí que la había vuelto a meter en la caja de las cartas, o sea en la caja de cartón en que guardo las cartas que me importa conservar, así como casi todas las fotos. No la

llamo así exactamente, o por lo menos nunca he pronunciado esas cuatro palabras, ni una sola vez, a no ser que contemos las veces que con casi total seguridad las dije, cuando vivíamos en Inglaterra, donde le llaman «caja de las cartas» al buzón3. Solo estuvimos tres semanas, de modo que no puedo haberlo dicho muy a menudo ni siquiera entonces, pero hace un momento, cuando me estaba preguntando dónde habría ido a parar la foto de la Niñera, estoy segura de que pensé algo como «tiene que estar en la caja de las cartas». De otro modo, ¿cómo habría sabido que era allí donde ir a buscar? A no ser, claro, que tuviera una imagen de la caja en la cabeza en ese momento. Estoy segura de que no tenía una imagen así en la cabeza en ese momento. Suelo tener palabras en la cabeza, unas veces palabras mías, otras veces palabras ajenas, fragmentos de conversaciones, trocitos y fragmentos de canciones y poemas, charlas insustanciales, y pequeños anuncios como «Voy a abrir la ventana» justo antes de abrir la ventana, pero rara vez tengo imágenes. La foto no estaba en la caja de las cartas. La usé de marcapáginas, por fin me acuerdo, en

El señor de los anillos, que intenté leer hace unos años, y ahora estoy intentándolo de nuevo, bueno, por lo mucho que se ha hablado del libro cuando pusieron la película, pero el caso es que me aburrí lo mismo que la primera vez, hace ya tantos años; y cuando volví a ponerlo en la estantería quizá no me acordara de sacar el marcapáginas. Evidentemente, no me acordé, porque ahí estaba, sobresaliendo del libro. Normalmente utilizo cintas como marcapáginas, no fotos. Clarence solía enfadarse cuando iba para atrás y para delante de este modo, diciendo una cosa y luego otra, con la segunda contrarrestando la primera de un modo que podría parecer voluble, y derivando hacia los lados en lugar de lanzarme ininterrumpidamente hacía delante, aunque yo no lo llamaría derivar, que suena flojo y temblón. Él lo llamaba vacilar, pero para mí es pensar, y nada más. La mente de Clarence siempre iba directamente a lo que quería, y decía que lo mío de ir para atrás y para delante lo sacaba de quicio. Pero francamente había algo casi brutal, en su manera de pensar, si eso puede llamarse pensar. No tenía, noción de lo difícil, que nos resulta a algunos lo de ir hacia delante. Es justo afirmar que Clarence no era un pensador. De hecho, si era capaz de hacer lo que hacía y dicho sea de paso, de escribir del modo en que escribía, era por su ceguera a las alternativas: sus frases desfilaban por la página como soldaditos, armado cada uno de ellos de un pequeño verbo peligrosamente activo. Y había a quienes les gustaba, porque las frases los llevaban a cuestas, y, como lectores, solo tenían que dejarse conducir, sin pararse a considerar adónde iban. Siempre he pensado eso de su modo de escribir; si alguien me lo hubiera preguntado, lo habría dicho, por más que las frases de

El bosque de noche no sean ni por asomo tan horribles como las que vinieron más adelante. Digo horribles en ese aspecto concreto; en otros aspectos son maravillosas, claro. Espero que en el futuro quiera dejar de darle a la tecla por una diversidad de otros motivos, aparte de buscar una foto, y preveo que dejaré blancos también en esos sitios. He parado ya varias veces, haciendo pausas subrepticias, por decirlo así, pero hasta ahora no se me había ocurrido lo de los blancos, y ahora ya no me acuerdo de dónde fueron esos sitios, para volver ahí e insertar los blancos. Necesitar un par de minutos para pensar algo puede ser un motivo, y en ese caso lo que haré será dejar las manos en suspenso sobre el teclado, en espera de proseguir, a no ser, claro, que el pensamiento me lleve a instalarme en el pasado o incluso meditar, como fácilmente puede ocurrir, y en ese caso tendré que descansar las manos en el regazo. Seguramente miraré por la ventana, si toca meditar. Dejar por completo de darle a la tecla podría ser otro motivo para animarme a añadir un espacio en blanco —por completo

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