Criminal

Criminal


Capítulo diez

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Capítulo diez

Sábado 12 de julio de 1975

Amanda jamás había sido muy hábil a la hora de mentir, especialmente cuando se trataba de su padre. Desde muy pequeña, Duke conseguía mirarla de una forma muy especial que hacía que le contase la verdad sin importar las consecuencias. No podía imaginar lo enfadado que se pondría si se enteraba de que estaba pasando la tarde en casa de Evelyn Mitchell. Eso le recordaba todas las historias sobre el escándalo Nixon. La mentira siempre termina por salir a la luz.

Y esa era una de las grandes. Amanda no solo se había inventado una función en la iglesia, sino que había involucrado a Vanessa Livingston y le hizo prometer que respaldaría su historia hasta las últimas consecuencias. Amanda esperaba que Duke estuviese tan inmerso en su caso que no quisiera ahondar en su historia. Había estado hablando por teléfono con su abogado durante toda la mañana. La decisión del Tribunal Supremo en el caso de Lars Oglethorpe había cambiado las tornas en la comisaría de policía. Duke apenas se había dado cuenta de su presencia mientras limpiaba su casa y le planchaba las camisas.

Lo único que deseaba en ese momento era ver con sus propios ojos a Evelyn para asegurarse de que estaba bien. Después de marcharse el día anterior de Techwood, ninguna había intercambiado palabra. Evelyn la había dejado en comisaría y se había marchado sin ni siquiera despedirse. Lo que le había hecho Rick Landry en el pasillo parecía haberla dejado sin habla.

Amanda se dirigió a Monroe Drive. No frecuentaba esa parte de Piedmont Heights. Mentalmente, aún la consideraba una zona agrícola, aunque hacía tiempo que se había convertido en un área industrial. De pequeña, había visitado con su madre Monroe Gardens, donde habían observado durante horas los arriates mientras cogían pensamientos y rosas para plantarlos en el jardín trasero. Aquel lugar, sin embargo, ahora lo habían transformado en una serie de edificios de oficinas para la Cruz Roja, pero aún podía recordar las hileras de narcisos.

Torció a la izquierda en Montgomery Ferry. El Plaster’s Bridge estrechaba la carretera y la convertía en una de un solo carril. Los neumáticos del Plymouth traqueteaban sobre el asfalto lleno de surcos. Le corrió un sudor frío al pasar por el Ansley Golf Club, aunque sabía que su padre no estaba jugando aquel día. Siguió la curva hacia Lionel Lane y luego giró a la derecha en Friar Truck, que llevaba directamente hasta Sherwood Forest.

La casa de Evelyn era una de esas de estilo ranchero que se habían construido a millares para albergar a los veteranos que habían regresado. Eran casas de una sola planta, con la cochera abierta a un lado, igual que la casa de al lado, que era una réplica exacta de la siguiente, y de la de más allá.

Aparcó en la calle, detrás de la camioneta de Evelyn y se miró en el retrovisor. El calor le había estropeado el maquillaje. Tenía el pelo aplastado y sin brillo. Había pensado en lavárselo aquel día, pero la idea de sentarse bajo el secador le resultaba nauseabunda y no podía dejar que se secara al aire libre porque le quedaba muy áspero.

Apagó el motor y oyó el zumbido de una sierra circular. La entrada estaba ocupada por un Trans Am color negro y un Ford Galaxie convertible como el que llevaba Perry Mason. Al aproximarse a la casa, vio que estaban construyendo un cobertizo en el lado abierto del garaje. Habían levantado los tabiques de la pared exterior y el techo, pero nada más. Vio a un hombre en el garaje inclinado sobre un trozo de madera contrachapada apoyada sobre un par de caballetes. Llevaba puestos unos vaqueros cortos e iba sin camisa. El logotipo de su visera color naranja era fácilmente visible, aunque no reconoció el emblema de los Florida Gators hasta que estuvo cerca de la entrada.

—¡Hola! —dijo el hombre dejando la sierra.

Amanda dedujo que sería Bill Mitchell, aunque lo había imaginado más glamuroso. Era un tipo normal, de la misma altura que Evelyn, con el pelo color castaño y algo de barriga. Tenía la piel roja por el sol. Esbozaba una sonrisa agradable, aunque ella se sintió muy incómoda hablando con un hombre que estaba semidesnudo.

—Amanda —dijo tendiéndole la mano—. Soy Bill. Encantado de conocerte. Ev me ha hablado mucho de ti.

—Lo mismo te digo —respondió Amanda estrechándole su sudorosa mano. Tenía serrín pegado en los brazos y en el pecho.

—Vamos a la sombra. Hace un calor insoportable.

Le puso la mano en el codo mientras la conducía hacia la parte sombreada del garaje. Amanda vio una mesa de pícnic en el jardín trasero. La barbacoa ya estaba desprendiendo humo. De repente, sintió una oleada de culpabilidad. Había estado tan preocupada por el estado mental de Evelyn que se había olvidado de que era una fiesta y de que debería haberle llevado un regalo a la anfitriona.

—¿Bill?

Evelyn entró en el garaje con un bote de mayonesa en la mano. Iba descalza y llevaba un traje de tirantes de color amarillo. Tenía la melena perfecta. No llevaba maquillaje, pero no parecía necesitarlo.

—Hola, Amanda. Has venido. —Le dio el bote de mayonesa a su marido y añadió—: Cariño, ponte una camisa. Estás más colorado que un cangrejo.

Bill miró a Amanda. Abrió el bote de mayonesa antes de devolvérselo a su esposa.

Evelyn se dirigió a Amanda.

—¿Te ha presentado a Kenny? Bill, ¿dónde está Kenny? —No le dio tiempo a responder—. ¿Kenny?

—Estoy aquí debajo —dijo una voz grave procedente de debajo del cobertizo. Amanda vio un par de piernas velludas, luego unos vaqueros cortos y después el torso desnudo de un hombre que salió de debajo del suelo de madera contrachapada. Le sonrió a Amanda y dijo—: Hola. —Luego se dirigió a Bill y añadió—: Creo que necesitamos más puntales.

—Están construyendo un cobertizo —explicó Evelyn—, así puedo tener un lugar seguro donde guardar la pistola.

—Y abono —añadió Kenny. Le tendió la mano a Amanda—. Soy Kenny Mitchell. El hermano de Bill.

Amanda le estrechó la mano. Estaba caliente y áspera. Notó que se sonrojaba bajo el sol. Era el hombre más atractivo que había visto fuera de una película de Hollywood. Su pecho y su estómago eran puro músculo. Tenía el bigote recortado, mostrando unos labios muy sensuales.

—Ev, no me habías dicho que tu amiga fuese tan guapa.

Amanda se sonrojó de pies a cabeza.

—¡Kenny! —exclamó Evelyn reprendiéndolo—. La estás avergonzando.

—Lo siento, señorita —dijo.

Le hizo un guiño a Amanda mientras se metía la mano en el bolsillo y sacaba un paquete de cigarrillos. Amanda trató de no mirar la línea de vello que empezaba en el ombligo y continuaba bajando.

—Se parece al cachas ese que sale en los anuncios de Safeguard, ¿verdad que sí? —dijo Evelyn. Le hizo un gesto a Amanda para que la siguiera al interior de la casa—. Ven. Dejemos a los chicos con lo suyo.

Bill las detuvo y se dirigió a Amanda.

—Gracias por cuidar ayer de mi chica. Es una pésima conductora. Se mira más al espejo que a la carretera.

Evelyn se adelantó a Amanda.

—Le conté que estuvimos a punto de atropellar a un hombre en la calle. —Se llevó la mano al pecho, justo al mismo lugar donde Rick Landry le había clavado la linterna—. El volante me ha dejado un cardenal tremendo.

—Debes tener más cuidado —dijo Bill dándole una palmada en el trasero—. Y ahora entra antes de que te coma a besos.

Evelyn le besó en la mejilla.

—Bebe mucha Coca-Cola. No querrás deshidratarte con este calor.

Cogió el bote de mayonesa y lo apretó contra el estómago mientras recorría el garaje. Amanda la siguió. Quería preguntarle por qué le había mentido a su marido, pero la baja temperatura del interior de la casa la dejó sin habla. Por primera vez en muchos meses, no estaba sudando.

—¿Tienes aire acondicionado?

—Bill lo compró cuando me quedé embarazada y ya no podemos vivir sin él.

Puso el bote sobre la encimera, al lado de un enorme recipiente lleno de patatas cortadas, huevos y pimientos. Las mezcló con la mayonesa y dijo:

—Lo único que sé preparar es ensalada de patatas. A mí no me gusta mucho, pero a Bill le encanta. —Parecía embobada, con aquella sonrisa—. ¿No es maravilloso? Es un libra perfecto.

A juzgar por la casa de Evelyn, Bill debía de ser un libra muy feliz. La cocina era extremadamente moderna: encimeras laminadas de color blanco que hacían juego con unos electrodomésticos color verde aguacate. Los tiradores de cromo de los armarios brillaban con la luz del sol. El linóleo tenía un estampado sutil. Las cortinas de la ventana dejaban entrar una luz amarillenta. Había una habitación adosada a la cocina con una lavadora y una secadora. Unos vaqueros de niño colgaban del tendedor interior. Era el tipo de casa que Amanda creía que solo existía en las revistas.

Evelyn guardó la ensalada de patatas en la nevera.

—Gracias por no decirle nada a Bill —dijo poniéndose la mano en el pecho—. Solo serviría para que se preocupase.

—¿Te encuentras bien?

—Oh —respondió sin añadir nada más. Puso la mayonesa al lado de la ensalada, pero se detuvo cuando estaba a punto de cerrar la nevera—. ¿Quieres una cerveza?

Amanda jamás había probado la cerveza, pero estaba claro que Evelyn la necesitaba.

—Bueno.

Evelyn sacó dos latas de Miller de la puerta. Tiró de las anillas y las arrojó al cubo de basura. Le estaba dando la cerveza a Amanda cuando empezó a funcionar de nuevo la sierra circular.

—Ven por aquí.

Le hizo una señal mientras cruzaban el comedor y entraban en un enorme salón.

El comedor estaba un escalón más bajo. La temperatura era casi glacial, gracias al aparato de aire acondicionado que había encima de una de las ventanas. Amanda notó que el sudor de su espalda se enfriaba. Sus zapatos se hundieron en la suntuosa moqueta de color ocre. El techo tenía unos relieves muy bonitos. Había un sillón tapizado de chintz verde y un sofá amarillo. Unas butacas de orejeras que hacían juego enmarcaban las puertas correderas de cristal. Se oía música de McCartney en el equipo de alta fidelidad. Una de las paredes estaba repleta de libros. Un televisor consola del tamaño de un carrito para bebés servía de centro. La única cosa fuera de lugar era aquella enorme tienda de campaña en medio de la habitación.

—Dormimos aquí por el aire acondicionado —explicó Evelyn, que se sentó en el sofá. Amanda tomó asiento a su lado—. Tenemos un aparato en el dormitorio, pero no me pareció justo con Zeke, y su cuna es demasiado grande para que quepa en el dormitorio.

Dio un largo sorbo a la cerveza.

A Amanda se le daban bien las conversaciones, no las frases cortas.

—¿Cuántos años tiene?

—Casi dos —dijo gruñendo, lo que le hizo pensar a Amanda que era algo malo—. Cuando era pequeño, Bill lo metía en el cajón de la cómoda y lo dejaba allí cuando necesitábamos algo de intimidad. Pero ahora ya está empezando a caminar… —Señaló la tienda—. Gracias a Dios, duerme muy bien, aunque no esta mañana. Chillaba de lo lindo, por eso Bill se lo llevó con su madre antes de que me volviera loca del todo. Voy a cambiar el disco. —Se levantó y se dirigió al tocadiscos—. ¿Has visto lo que está haciendo John Lennon?

Hablaba como si hubiese metido un gato en un saco y le diese vueltas por una habitación pequeña, pero Amanda murmuró:

—Sí. Me parece muy interesante.

—Creo que Bill le ha prestado el disco a Kenny —dijo Evelyn hablando consigo misma mientras pasaba los discos. O puede que hablase con Amanda. Sin embargo, no parecía importarle que ella le respondiera—. ¿Simon y Garfunkel? —preguntó, aunque ya estaba poniendo el disco.

Amanda miró la mesa de centro, intentando encontrar una buena excusa para marcharse. Jamás se había sentido tan fuera de lugar. No estaba acostumbrada al trato social, especialmente con extraños. Para ella solo existían la iglesia, el trabajo, la escuela y su padre. Resultaba obvio que Evelyn se encontraba bien después de la experiencia del día anterior. Tenía a su marido y a su cuñado. Tenía la tienda de campaña para practicar sexo en el salón y una casa la mar de bonita. Tenía su ejemplar de Cosmo encima de la mesa, donde todo el mundo pudiera verlo.

Amanda notó que se volvía a sonrojar mientras miraba aquellos titulares tan morbosos. Sería desastroso si un rayo les caía a las dos y su padre la encontraba en casa de Evelyn con una lata de cerveza en la mano y la revista Cosmopolitan ante ella.

Evelyn se acomodó en el sofá.

—¿Te encuentras bien?

—Tengo que marcharme.

—Pero si acabas de llegar.

—Solo quería saber si te encontrabas bien después de que Rick…

—¿Fumas? —preguntó Evelyn cogiendo una caja de metal de la mesa.

—No, gracias.

—Yo lo dejé cuando me quedé embarazada de Zeke —admitió—. Por alguna razón, no podía soportar el sabor. Es curioso, porque antes me encantaba. —Dejó la caja en la mesa—. Por favor, no te vayas. Me alegra mucho que hayas venido.

Amanda se sintió avergonzada por el comentario. Y atrapada. Ahora no podía marcharse sin ser grosera. Volvió a hablar de su hijo porque parecía el único tema que no resultaba espinoso.

—¿Zeke es un nombre de familia?

—Su nombre es Ezekiel. He intentado que Bill no se lo abreviase, pero… —Se calló—. El único criterio que tiene Bill para escoger un nombre es imaginar cómo suena cuando lo digan por los altavoces del estadio de Florida.

En lugar de reírse de su chiste, se quedó callada. Observó a Amanda.

—¿Qué sucede? —preguntó Amanda.

—¿Vamos a seguir con nuestras cosas?

Amanda no tuvo que preguntar a qué cosas se refería. Iban a vigilar el edificio de oficinas para encontrar al señor del traje azul. Amanda pensaba llamar al Departamento de Viviendas. Evelyn revisaría los informes de personas desaparecidas en otras zonas. El día anterior les parecía un plan sólido, pero ahora, visto con cierta perspectiva, parecía poco profesional y muy peligroso.

—¿Crees que debemos seguir con eso?

—¿Y tú?

Amanda no supo responder. Después de lo sucedido con Rick Landry estaba asustada. También le preocupaban todas las indagaciones que ya habían hecho. Ambas habían llamado a personas con las que no debían haber hablado. Amanda había pasado toda una mañana leyendo ediciones pasadas del Journal y del Constitution. Si Duke tenía razón y recuperaba su trabajo, lo primero que haría sería averiguar qué había estado haciendo, y eso no le gustaría.

—Sabes, estaba pensando… —empezó Evelyn. Se puso la mano en el pecho. Sus dedos cogieron uno de los botones de nácar—. Lo que me hizo Landry. Lo que Juice intentó hacerte. Es curioso que, sean blancos o negros, lo primero que hagan es tirarse a por lo que tienes entre las piernas. Eso es lo único que valemos.

—O de lo que carecemos.

Amanda terminó su cerveza. Estaba un poco achispada.

—¿Por qué solicitaste ese trabajo? ¿Fue por tu padre?

—Sí —respondió ella, aunque solo era cierto en parte—. Quería ser una chica Kelly[8]. Trabajar en una oficina distinta cada día. Tener un bonito apartamento.

Amanda no terminó de contarle cuál era su fantasía, pues también imaginaba un marido, quizás un hijo, alguien a quien pudiese cuidar.

—Ya sé que suena un poco superficial.

—A mí me parece una razón mejor que la mía —respondió Evelyn acomodándose de nuevo en el sofá—. Yo solía ser una sirena.

—¿Cómo dices?

Evelyn se echó a reír. Parecía encantada con la expresión de sorpresa de Amanda.

—¿Nunca has oído hablar de Weeki Wachee Spring? Está a una hora de Tampa.

Negó con la cabeza. Ella solo había estado en Florida Panhandle.

—Me dieron el trabajo porque podía estar sin respirar durante noventa segundos. Y por esto. —Señaló sus pechos—. Me pasaba el día nadando. —Hizo un gesto con los brazos en el aire—. Y bebiendo toda la noche. —Bajó los brazos. Sonreía.

Lo único que pudo decir Amanda fue:

—¿Lo sabe Bill?

—¿Dónde crees que nos conocimos? Fue a visitar a Kenny a la base aérea McDill. Amor a primera vista. —Puso los ojos en blanco—. Me fui con él a Atlanta. Nos casamos. Me aburría de estar en casa, así que decidí buscar un trabajo cerca. —Sonrió, como si fuese a contar una historia graciosa—. Fui al centro, a los juzgados, a rellenar una solicitud. Había visto un anuncio en el periódico diciendo que el Comisionado de Impuestos necesitaba personal, pero me equivoqué de habitación. Entré y vi a un hombre vestido de uniforme. Un gilipollas. Me miró y me dijo: «Muchachita. Te has equivocado de sitio. Esta habitación es para la policía. Y, por el aspecto que tienes, te aseguro que no vas a entrar».

Amanda se rio. Evelyn lo imitaba muy bien.

—¿Qué hiciste?

—La verdad es que estaba furiosa —dijo enderezando la espalda—, así que le dije: «No, señor, el que se equivoca es usted. Yo he venido para ingresar en la policía, y tengo derecho a hacer la prueba». —Se echó hacia atrás—. Pensé que no aprobaría, pero una semana después me llamaron para una entrevista. No sabía si debía ir. No se lo había dicho ni a Bill. Pero me presenté y supe que había aprobado porque me dijeron que me presentase en la academia la semana siguiente.

Amanda no podía imaginar semejante descaro.

—¿Qué dijo Bill?

—«Diviértete, pero ten cuidado». —Extendió los brazos y añadió—: Así me convertí en policía.

Amanda se quedó consternada al oír aquella historia, pero al menos era mejor que la de Vanessa, que había visto un letrero en el tablón de anuncios de la prisión cuando la estaban procesando por conducir en estado de embriaguez.

—No estaba segura de que pudiera regresar después de tener a Zeke —prosiguió Evelyn. Respiró profundamente—. Pero luego pensé en lo bien que me sentía cuando respondía a una llamada y una mujer veía que yo estaba al mando, y que su novio, su marido o quienquiera que fuese que la había estado maltratando tenía que responder a mis preguntas. Me hace sentir que estoy haciendo algo bueno. Imagino que los negros se sienten igual cuando ven aparecer un policía negro. Sienten que están hablando con alguien que los comprende.

Amanda jamás lo había visto de esa manera, pero supuso que tenía sentido.

—Quiero hacerlo. Realmente quiero hacerlo —dijo Evelyn cogiéndole la mano. Había cierto tono de urgencia en su voz—. Esas chicas. Kitty, Mary, Lucy, Jane, que descansen en paz. En realidad, no son muy diferentes de nosotras, ¿verdad que no? Alguien decidió que no importaban. Y es cierto. No importaban. No, dadas las circunstancias. No cuando tipos como Rick Landry se pueden permitir el lujo de decir que Jane Delray se suicidó y el único problema es quién va a limpiar sus restos.

Amanda no respondió, pero Evelyn parecía leerle el pensamiento.

—¿Qué sucede?

—No fue Jane.

—¿A qué te refieres? ¿Cómo lo sabes?

—Yo mecanografío todos los informes de Butch. No fue Jane quien saltó del edificio. La chica se llamaba Lucy Bennett.

Evelyn parecía confusa. Tardó unos instantes en procesar la información.

—No lo comprendo. ¿Alguien la ha identificado? ¿Su familia se ha presentado?

—Encontraron el bolso de Lucy en el apartamento C de la quinta planta.

—Ese es el apartamento de Jane.

—Las notas de Butch dicen que la víctima era la única persona que vivía en el apartamento. Su bolso estaba en el sofá. Encontraron su carné y la identificaron.

—¿Le tomaron las huellas digitales?

—Lucy no estaba fichada. No hay forma de comparar las huellas.

—Eso no cuadra. Es una prostituta. Todas están fichadas.

—No, no cuadra.

A menos que fuese nueva en el oficio, no había forma de que Lucy Bennett hubiera evitado un arresto. Algunas chicas incluso se dejaban arrestar a propósito para pasar una noche en comisaría cuando sus chulos estaban cabreados.

—Lucy Bennett. ¿Su carné estaba en el bolso? —Evelyn se quedó pensativa—. No creo que Jane tuviera un carné tirado por ahí. Ella nos dijo que esas chicas habían desaparecido hace meses, y Lucy hacía un año. Jane intentaba cobrar su ayuda gubernamental. O bien el carné de Lucy lo tenía Jane, o bien está en la caja de cartón del Five Points.

Amanda ya había pensado en eso.

—Butch siempre me da los recibos de las pruebas para que pueda anotarlos en el informe. —Habían llevado el bolso al depósito central, donde el sargento de guardia catalogaba cada artículo que se almacenaba—. Según el recibo, el bolso de Lucy no contenía ningún carné.

—El sargento de guardia no puede mentir a ese respecto. Perdería su trabajo si algo se pierde.

—Sí.

—¿Tenía dinero en la cartera?

Amanda se sintió aliviada al no ser la ingenua por una vez. Todos los bolsos y carteras encontrados en los casos de homicidio que se dejaban en el depósito, por obra de algún milagro, nunca contenían dinero.

—No importa —dijo Evelyn. Luego repitió el nombre de la chica—. Lucy Bennett. Y yo pensando todo este tiempo que era Jane.

—¿Significa algo su nombre? ¿Aparece en alguno de los informes de personas desaparecidas?

—No. —Evelyn se mordió el labio. Luego miró a Amanda y dijo—: ¿Te importa si te presento a alguien?

Amanda sintió un temor que le resultaba familiar.

—¿A quién?

—A mi vecina. —Se levantó del sofá. Cogió la lata de cerveza de Amanda y la puso en la mesa, al lado de la suya—. Ha trabajado en el Departamento de Policía de Atlanta. A su marido lo han trasladado al aeropuerto. Bebe mucho. Un buen elemento. —Fue hasta las puertas correderas. Amanda no pudo hacer otra cosa que seguirla. Evelyn continuó hablando mientras cruzaban el jardín trasero—. Roz es un poco gruñona, pero es una buena mujer. Ha visto muchos cadáveres en su vida. ¿Te importa que sea judía?

Amanda no supo a qué venía aquella pregunta.

—¿Por qué me iba a importar?

Evelyn dudó antes de continuar cruzando el patio.

—Bueno, el caso es que Roz es fotógrafa de escenas criminales. Revela todas las fotos en su casa. No quieren que lo haga en comisaría porque es una bocazas. Creo que lleva diez años con ese trabajo. ¿No te ha hablado tu padre de ella?

Amanda negó con la cabeza cuando Evelyn la miró.

—La vi esta mañana y estaba muy nerviosa.

Pasaron al lado de un Corvair aparcado en el garaje. La casa tenía la misma estructura que la de Evelyn, pero tenía un porche cubierto entre el garaje y la casa.

Evelyn bajó la voz.

—No digas nada de su cara. Como ya te he dicho, su marido es un buen elemento. —Abrió la puerta y dio unos golpecitos con los dedos en la ventana de la cocina—. ¿Hola? ¿Roz? Soy yo, Ev. —Después de unos segundos sin oír respuesta, se dirigió a Amanda y dijo—: Voy por delante.

—Yo me quedó aquí.

Amanda apoyó la mano en la lavadora que ocupaba casi la mitad del porche. La sensación de incomodidad aumentó al pensar en lo que estaba haciendo. Jamás había estado en casa de una judía, y no sabía lo que podía esperar.

Evelyn tenía razón; Amanda no salía mucho. Llevaba años sin ir a una fiesta. Tampoco visitaba a sus vecinos. No solía sentarse en un salón a escuchar música y beber alcohol. Había tenido muy pocas citas en su vida. Cualquier muchacho que quisiera salir con ella tenía que pedirle primero su consentimiento a Duke, y no muchos habían sobrevivido a su escrutinio. Solo un muchacho que había conocido en la escuela secundaria había conseguido convencerla de que se acostase con él. Tres veces, pero ella no pudo soportarlo más. La asustaba tanto quedarse embarazada que la experiencia le resultó tan desagradable como hacerse sacar una muela.

Evelyn regresó.

—Sé que está en casa —dijo llamando a la puerta de la cocina—. No sé por qué no responde.

Amanda miró su reloj, intentando encontrar una buena excusa para irse. Estar al lado de Evelyn Mitchell solo incrementaba su sentimiento de mortificación. Se sentía como una vieja sirvienta. La ropa que llevaba, la falda negra, la camisa blanca de manga corta, sus zapatos y sus medias marcaban la diferencia. Evelyn parecía una hippie desenfadada. A Kenny solo le habría bastado con mirarla a ella para calificarla de lo que era: una carroza.

—¿Hola? —dijo Evelyn llamando de nuevo a la puerta.

Se oyó una voz en el interior de la casa.

—Esperen un momento, por Dios.

Evelyn le sonrió a Amanda.

—No dejes que te amedrente. A veces puede ser muy desagradable.

La puerta se abrió. Una mujer mayor con bata y zapatillas las miró fijamente. Tenía la cara magullada: el labio partido, un ojo morado.

—¿Por qué has llamado a la puerta principal y luego te vas al otro lado?

Evelyn ignoró la pregunta.

—Roz Levy, esta es mi amiga Amanda Wagner. Amanda, te presento a Roz.

Roz la miró con los ojos entrecerrados.

—Eres la hija de Duke Wagner, ¿verdad?

Normalmente, la gente hacía ese comentario con respeto, pero de la voz de aquella mujer emanaba algo muy parecido al odio.

—Es una buena chica, Roz. Dale una oportunidad —dijo Evelyn.

Roz se quedó inmóvil. Luego le preguntó a Amanda:

—¿Sabes que te llaman Wag[9]? Siempre meneando la cola, intentando contentar a todo el mundo.

Amanda se sintió sorprendida. El estómago le dio un vuelco.

—Cállate de una vez, Roz —dijo Evelyn cogiendo a Amanda del brazo y metiéndola en la casa—. Quiero que mi amiga vea las fotos que me has enseñado.

—Dudo que pueda soportarlo.

—En eso te equivocas. Amanda puede aguantar más de lo que crees.

Evelyn le apretó el brazo mientras recorrían la cocina.

La casa no se parecía en absoluto a la de Evelyn. No tenía aire acondicionado. De hecho, parecía como si hubiesen extraído el aire. Unas cortinas marrones y gruesas cubrían todas las ventanas, impidiendo la entrada del sol. El comedor estaba tres escalones por debajo y decorado con tonos marrones oscuros. Evelyn la empujó para que pasara de largo ante un sofá que apestaba a sudor. Había latas de cerveza al lado de una mecedora, y colillas fuera del cenicero. Subieron tres escalones. Evelyn la tenía cogida mientras recorrían el pasillo y solo la soltó cuando entraron en el dormitorio de Roz.

Al igual que el resto de la casa, la habitación estaba a oscuras, y el ambiente, muy cargado. La puerta del armario estaba abierta. Una bombilla roja pendía de un cable sobre varias bandejas y agentes químicos. Había un diván viejo repleto de cámaras de todas las formas y tamaños. El escritorio estaba atestado de papeles. Había raquetas de tenis y patines apilados por toda la habitación.

—Organiza rastrillos —explicó Evelyn—. La primera vez que Bill la vio dijo que le recordaba al tipo que trabajaba para la baronesa Bomburst en Chitty Chitty Bang Bang. —Vio la expresión de Amanda y añadió—: Cariño, no te molestes. Ella dice cosas muy desagradables a veces. Es su forma de ser.

Amanda se cruzó de brazos, sintiéndose expuesta. Wag. Jamás había oído ese apodo. Sabía que en la comisaría la consideraban una chica muy formalita, y ella aceptaba esa reputación. Podían llamarla cosas peores. No era una belleza, pero hacía bien su trabajo, era amable y servicial.

La llamaban Wag porque siempre intentaba complacer a todo el mundo.

Tragó saliva, intentando contener las lágrimas. Ella intentaba complacer a la gente. Complacer a su padre haciendo todo lo que le decía. Complacer a Butch mecanografiando sus informes. Complacer a Rick Landry llevándose a Evelyn de Techwood. ¿Por qué lo había hecho? ¿Por qué no le había dicho que la dejase? La había agredido prácticamente con su propia linterna. Tenía un cardenal en el pecho, y Dios sabe en qué otras partes. Y su respuesta había sido cogerla y salir corriendo como un perrito con el rabo entre las patas.

Meneando la cola.

Al final, Roz Levy se dignó a unirse a ellas. Amanda vio la razón de su retraso al entrar en la habitación. Se había parado para coger un Tab. Tiró de la anilla y la arrojó dentro de un recipiente de cristal encima del escritorio.

—¿Qué pasa? ¿Hoy estáis jugando a policías y ladrones?

—Ya te he dicho que estamos investigando un caso —respondió Evelyn con un tono sorprendentemente seco.

—Mírala —dijo Roz dirigiéndose a Amanda—. Cree que algún día la dejarán trabajar en Homicidios.

—Puede que lo hagan —respondió Amanda.

—Ah. —En realidad, no se rio—. La liberación de la mujer, ¿verdad que sí? Podéis hacer lo que se os antoje siempre y cuando hagáis lo que os digan.

—Nosotras estamos en la calle todos los días, igual que ellos —replicó Evelyn.

—Os creéis muy guais porque os han dejado ir a la academia y os han dado una placa y una pistola. Pero sabéis una cosa: solo os dejarán subir lo bastante alto como para que os rompáis el cuello al caer. —Le dio un sorbo al Tab. Luego se dirigió a Amanda—: ¿Crees que tu viejo ganará su caso?

—Si sientes curiosidad, pregúntale tú misma.

—Ya tengo un ojo morado, gracias. —Se puso el Tab en la frente. La lata estaba fría. El sudor le caía por las mejillas. Miró a Amanda—. ¿Tienes algún problema?

—No. Pero empiezo a entender por qué te pega tu marido.

Evelyn dio un grito ahogado. Roz la miró.

—¿De verdad?

Amanda se mordió la lengua para no disculparse por lo que había dicho. La miró fijamente a los ojos.

Roz soltó una carcajada seca.

—Eve tiene razón. Eres dura de pelar. —Bebió de la lata, esbozando un gesto de decepción al ver que el líquido se acababa. Tenía cardenales amarillentos en el cuello—. Siento lo de antes. He tenido sofocos toda la mañana. Me ponen de mala uva.

Amanda miró a Evelyn, que se encogió de hombros.

—El cambio. Pronto lo tendréis vosotras mismas. —Roz se metió en el armario y empezó a rebuscar entre un montón de fotos—. Joder. Las dejé en la cocina.

Amanda esperó hasta que salió de la habitación.

—¿De qué habla?

—Es algo que padecen todas las mujeres mayores que son judías.

—No me refiero a eso. ¿Tú has visto a alguien llamarme por ese apodo? ¿Wag?

Evelyn tuvo la delicadeza de no apartar la mirada. Fue Amanda quien no pudo aguantarla. Miró al interior del armario, a los montones de fotografías que mostraban escenas sangrientas.

—Fotos —murmuró Amanda. Ahora comprendía por qué Evelyn la había llevado allí—. Ayer Roz fotografió la escena en Techwood.

—Las fotos son muy desagradables. Realmente desagradables. Jane, o mejor dicho, Lucy, saltó desde la planta más alta.

—Desde el tejado —corrigió Amanda. Ella conocía todos los detalles por los informes de Butch—. Hay una escalera de acceso al fondo del pasillo. Subió hasta una trampilla que da al tejado. Consiguió romper el candado. Butch cree que utilizó un martillo. Encontraron uno en el suelo, en el fondo de la escalera. Lucy subió al tejado y saltó.

—¿De dónde sacó el martillo?

—No vi ninguna herramienta en el apartamento —señaló Amanda—. Puede que el técnico utilizase uno para reparar el tragaluz.

—Sí, supongo que se necesita un martillo para hacer ese trabajo —respondió Evelyn, poco convencida—. ¿Se puede romper un candado con un martillo?

—¿Un martillo? —Roz Levy entró en la habitación. Llevaba un sobre amarillo en la mano—. ¿Esos gilipollas creen que accedió al tejado utilizando un martillo? ¿Por qué no se tiró por la ventana? Vivía en la planta de arriba. ¿Creen que estaba tan colocada que no sabía lo que hacía? —Empezó a abrir el sobre, pero se detuvo. Miró fijamente a Amanda—. Si vomitas encima de la moqueta, la limpias hasta que quede reluciente. Y no me importa si tienes que usar un cepillo de dientes.

Amanda asintió, a pesar de sentir una oleada de náuseas. Ya tenía el estómago revuelto, y la cerveza le estaba repitiendo.

—¿Estás segura? —preguntó Roz—. Porque no pienso limpiar lo que ensucies. Ya tengo bastante con limpiar la mierda que deja ese gilipollas con el que me casé.

Amanda volvió a asentir, y la mujer sacó las fotografías. Estaban del revés.

—Si caes de pie desde una altura así, los intestinos te salen por el culo como la crema de una manga pastelera.

Amanda apretó los labios.

—Te sangran los oídos. La cara se te despega del cráneo como si fuese una máscara. La nariz, la boca y los ojos…

—Por el amor de Dios —exclamó Evelyn quitándole las fotos a Roz. Se las enseñó a Amanda una a una—. Respira por la boca —le aconsejó—. Inspira y espira. Lentamente.

Amanda siguió sus consejos y respiró a bocanadas aquel aire enrarecido. Esperaba desmayarse. Para ser sinceros, esperaba terminar la tarde de rodillas limpiando la vieja moqueta de Roz Levy con un cepillo de dientes. Pero no sucedió nada de eso. Las fotos no eran reales. Lo que le había sucedido a Lucy Bennett era tan horrible que su cerebro no podía aceptar que lo que estaba viendo era un ser humano de verdad.

Amanda cogió las fotos. Tenían mucha definición y la luz era tan intensa que se podían ver todos los detalles. La chica estaba vestida por completo. El tejido de su camisa de algodón rojo estaba rígido, pegado a la piel. La falda le colgaba, ya que tenía rota la cintura elástica. Amanda dedujo que fue por la caída, porque también le faltaba el zapato izquierdo.

Observó el rostro de Lucy Bennett. Roz tenía razón en gran parte de lo que había dicho, pero no en lo que se refería a la piel del cráneo. La carne de Lucy parecía colgar del hueso. Los ojos se le habían salido de las órbitas y la sangre le brotaba por todos los orificios.

Parecía una farsa, algo sacado de una película de terror.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Evelyn.

—Ahora comprendo que creyeses que era Jane Delray.

Salvo por el pelo rubio, la máscara horripilante de su cara podía haber pertenecido a cualquier chica de la calle. Tenía las mismas marcas en los brazos, los mismos agujeros en los pies, idénticos pinchazos en la parte interna de los muslos.

—Me pregunto si tiene familia —dijo Evelyn.

—Todo el mundo tiene familia. Que lo admitan o no es otra cuestión —señaló Roz.

Amanda miró de nuevo las fotos. Solo había cinco. Tres del rostro de la chica: del lado izquierdo, del derecho y del centro. Otra mostraba un primer plano de su cuerpo destrozado, tomada probablemente desde una escalera. En la última se veía un plano más amplio de la escena, con el edificio de Coca-Cola en el horizonte.

—¿Tienes más fotos? —preguntó Amanda.

La anciana sonrió. Le faltaba uno de los dientes de arriba.

—Mírala. ¿Quién lo diría? Si le gusta la sangre.

—¿Tienes algún primer plano de sus muñecas? —concretó Amanda.

—No. ¿Por qué?

—¿Crees que eso es una cicatriz? —preguntó Amanda mostrándole la foto a Evelyn.

Esta miró fijamente, luego negó con la cabeza.

—No sabría decirte. ¿Adónde quieres llegar?

—Jane tenía cicatrices en las muñecas.

—Lo recuerdo —respondió Evelyn mirando con más atención la fotografía—. Si es Lucy Bennett, ¿por qué tiene cicatrices en las muñecas como Jane Delray?

—La prostitución no es precisamente una buena razón para vivir —señaló Roz.

No obstante, abrió uno de los cajones de su escritorio y sacó una lupa. Las dos mujeres se turnaron para mirar con más atención.

—No puedo asegurarlo. Parece una cicatriz, pero puede ser la luz —dijo Evelyn.

—Eso es culpa mía —señaló Roz, que, aunque resultase un tanto extraño, parecía estar pidiendo disculpas—. El flash me dio algunos problemas, y Landry me estaba metiendo prisa porque quería fichar en su otro trabajo.

—Butch no mencionó ninguna cicatriz en sus notas.

—Ese idiota no lo haría. —Roz parecía encantada de sus palabras—. De acuerdo, Wag. Es hora de ver de qué pasta estás hecha.

Amanda sintió otra oleada de miedo. Le daba la sensación de estar en una noria.

—No creo que sea necesario… —dijo Evelyn.

—Cierra el pico, muñeca —le soltó Roz riendo socarronamente, como una bruja—. Pete ya te dará gustito en el coño esta tarde. Si tenéis tantos cojones como decís, puedo hacer una llamada y os darán un asiento en primera fila para ver la autopsia.

Amanda sabía que algunos agentes utilizaban el depósito de cadáveres como escondrijo cuando estaban de servicio, especialmente en verano. Resultaba más cómodo echarse a dormir en un edificio con aire acondicionado, siempre y cuando no te molestara dormir al lado de un cadáver.

Había estado muchas veces en Decatur Street para recoger informes o dejar las pruebas, pero jamás había entrado en la parte de atrás. Solo pensar en lo que sucedía allí le producía repelús. No obstante, guardó silencio mientras Evelyn la conducía al interior del edificio, aunque a cada paso que daba le parecía que le estaban haciendo un nuevo agujero en el cinturón.

Las dos cervezas que se había tomado tampoco la ayudaban. En lugar de relajarse, se sentía a la vez mareada y muy concentrada. Fue un milagro que no estrellase su Plymouth contra un poste de teléfono.

—¿Conoces a Deena? —preguntó Evelyn, empujando la puerta de vaivén.

Estaban en un laboratorio pequeño. Había dos mesas arrinconadas en la parte trasera de la sala, con un microscopio en cada una de ellas, y algunos instrumentos médicos a su lado. Un enorme ventanal ocupaba la pared trasera. Las cortinas verdes de hospital estaban descorridas, mostrando lo que debía ser la sala de autopsias. Había azulejos amarillos desde el suelo al techo, dos lavabos de metal, y dos balanzas que parecían más apropiadas para un puesto de frutería.

Y un cuerpo. Una figura cubierta por una tela verde. Y una enorme lámpara, como la que utilizan los dentistas. Una mano colgaba al lado de la mesa. Las uñas estaban pintadas de rojo. La mano estaba bocabajo, y no se veía la muñeca.

—Odio las autopsias —dijo Evelyn.

—¿Cuántas has visto?

—La verdad es que no las he visto —confesó—. ¿Sabes que se puede nublar la vista a propósito?

Amanda asintió.

—Eso es lo que hago. Nublo la vista y digo «mm» y «sí» cuando me hacen una pregunta o señalan algo interesante. Luego voy al cuarto de baño y vomito.

Parecía un plan tan bueno como cualquier otro. Oyeron pasos en la entrada.

—Deena tiene una cicatriz muy fea en el cuello. Intenta no mirarla —dijo Evelyn.

—¿Una qué?

Las palabras de Evelyn se entremezclaron en el cerebro de Amanda y no adquirieron sentido hasta que una despampanante mujer negra cruzó la puerta. Iba vestida con una bata de laboratorio encima de unos vaqueros azules y una blusa naranja estampada. Llevaba el pelo al estilo afro, y los párpados pintados con sombra azul. Parecía que la habían querido estrangular poniéndole una soga alrededor del cuello.

—Hola, guapetona —dijo Deena, poniendo una bandeja encima de una de las mesas. Contenía portaobjetos, con manchas blancas y rojas entre los cristales.

—¿Qué haces aquí?

—Roz me ha hecho un favor —respondió Evelyn.

—¿Por qué sigues hablando con esa vieja judía tan desagradable? —Miró cariñosamente a Amanda—. ¿Quién es esta amiga tan guapa que te acompaña?

Evelyn la cogió del brazo.

—Amanda Wagner. Ahora es mi compañera.

La sonrisa despareció del rostro de Deena.

—¿Es familia de Duke?

Por primera vez en su vida, Amanda quiso mentir sobre su padre. Si hubieran estado a solas, quizá lo hubiera hecho, pero admitió:

—Sí, soy su hija.

—Hm.

Deena le lanzó una mirada de reproche a Evelyn y se dio la vuelta para coger los portaobjetos.

—Ella es de confianza —dijo Evelyn—. Vamos, Dee. ¿Crees que traería a alguien que…?

La mujer se dio la vuelta. Le temblaban los labios de rabia.

—¿Sabes cómo me hice esto? —dijo Deena señalando la horrible cicatriz que tenía en el cuello—. Trabajando en la tintorería en Ponce, planchando las togas para personas como tu padre.

Evelyn intervino:

—Eso no es culpa suya. No se puede culpar a nadie por lo que haya hecho su padre.

Deena levantó una mano para hacerla callar.

—Un día mi madre se pilló una mano en una máquina. No había forma de apagarla. El señor Guntherson era demasiado tacaño para pagar un electricista. Cogí el cable y se me enroscó en el cuello. Descarga eléctrica. Bum. Se oyó una explosión; uno de los transformadores estalló. El edificio se quedó sin luz durante dos días. Salvé la vida, pero no la de mi madre.

Amanda no sabía qué decir. Había estado en la tintorería muchas veces, pero jamás había pensado en las mujeres negras que trabajaban en la parte de atrás.

—Lo lamento.

—Ella no puede controlar lo que hace su padre —aseguró Evelyn.

Deena se apoyó contra la mesa. Cruzó los brazos.

—¿Recuerdas lo que te dije sobre mi cicatriz, Ev? Te dije que me la taparía el día que no importase. —Miró a Amanda—. Pero me sigue importando.

Evelyn acarició la espalda de Amanda.

—Ella es mi amiga, Deena. Estamos llevando juntas un caso, intentando encontrar a unas mujeres desaparecidas. Kitty Treadwell, otra llamada Mary. Puede que estuviesen conectadas con Lucy Bennett.

—¿Has mirado el archivo de negros muertos? —preguntó dirigiéndose a Amanda—. Así lo llamáis, ¿no es verdad? Hay uno en cada comisaría. ¿Verdad que sí, Wag?

Amanda estaba demasiado avergonzada para mirarla.

—Supongo que sabrás que yo también perdí a mi madre. —Lo que le había sucedido a Amanda Wagner lo sabía todo el cuerpo. Cuando Duke bebía más de la cuenta, contaba la historia con un machismo embriagador. Amanda añadió—: No eres la única que tiene cicatrices.

Deena dio algunos golpecitos en la mesa con los dedos. La cadencia empezó fuerte, pero luego quedó en nada.

—Mírame.

Amanda se esforzó por levantar la mirada. Había sido muy fácil con Roz, pero se debió a que, ante la anciana judía, la había dominado un sentimiento de entereza, no de culpabilidad.

Deena la observó detenidamente. La cólera empezó a desaparecer de sus ojos. Al final, asintió.

—De acuerdo —dijo—. Vale.

Evelyn exhaló lentamente. Tenía una sonrisa forzada en el rostro. Como de costumbre, trataba de calmar las cosas.

—Dee, ¿te he dicho lo que hizo Zeke el otro día?

Deena se giró hacia las bandejas.

—No, dime.

Amanda no escuchó la historia. Miró el depósito. Aún se sentía aturdida por la cerveza, o quizá por los acontecimientos de aquel día. Parecía como si algo en su interior estuviese cambiando. Los últimos días habían cuestionado los veinticinco años de su vida. No era seguro de que fuese algo positivo. Sinceramente, no estaba segura de nada.

—¡Hola!

Se oyó una voz masculina en el interior del depósito.

—Es Pete —dijo Evelyn.

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