Criminal

Criminal


Capítulo diez

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—No dejes que te amedrente. A veces puede ser muy desagradable.

La puerta se abrió. Una mujer mayor con bata y zapatillas las miró fijamente. Tenía la cara magullada: el labio partido, un ojo morado.

—¿Por qué has llamado a la puerta principal y luego te vas al otro lado?

Evelyn ignoró la pregunta.

—Roz Levy, esta es mi amiga Amanda Wagner. Amanda, te presento a Roz.

Roz la miró con los ojos entrecerrados.

—Eres la hija de Duke Wagner, ¿verdad?

Normalmente, la gente hacía ese comentario con respeto, pero de la voz de aquella mujer emanaba algo muy parecido al odio.

—Es una buena chica, Roz. Dale una oportunidad —dijo Evelyn.

Roz se quedó inmóvil. Luego le preguntó a Amanda:

—¿Sabes que te llaman

Wag[9]? Siempre meneando la cola, intentando contentar a todo el mundo.

Amanda se sintió sorprendida. El estómago le dio un vuelco.

—Cállate de una vez, Roz —dijo Evelyn cogiendo a Amanda del brazo y metiéndola en la casa—. Quiero que mi amiga vea las fotos que me has enseñado.

—Dudo que pueda soportarlo.

—En eso te equivocas. Amanda puede aguantar más de lo que crees.

Evelyn le apretó el brazo mientras recorrían la cocina.

La casa no se parecía en absoluto a la de Evelyn. No tenía aire acondicionado. De hecho, parecía como si hubiesen extraído el aire. Unas cortinas marrones y gruesas cubrían todas las ventanas, impidiendo la entrada del sol. El comedor estaba tres escalones por debajo y decorado con tonos marrones oscuros. Evelyn la empujó para que pasara de largo ante un sofá que apestaba a sudor. Había latas de cerveza al lado de una mecedora, y colillas fuera del cenicero. Subieron tres escalones. Evelyn la tenía cogida mientras recorrían el pasillo y solo la soltó cuando entraron en el dormitorio de Roz.

Al igual que el resto de la casa, la habitación estaba a oscuras, y el ambiente, muy cargado. La puerta del armario estaba abierta. Una bombilla roja pendía de un cable sobre varias bandejas y agentes químicos. Había un diván viejo repleto de cámaras de todas las formas y tamaños. El escritorio estaba atestado de papeles. Había raquetas de tenis y patines apilados por toda la habitación.

—Organiza rastrillos —explicó Evelyn—. La primera vez que Bill la vio dijo que le recordaba al tipo que trabajaba para la baronesa Bomburst en

Chitty Chitty Bang Bang. —Vio la expresión de Amanda y añadió—: Cariño, no te molestes. Ella dice cosas muy desagradables a veces. Es su forma de ser.

Amanda se cruzó de brazos, sintiéndose expuesta.

Wag. Jamás había oído ese apodo. Sabía que en la comisaría la consideraban una chica muy formalita, y ella aceptaba esa reputación. Podían llamarla cosas peores. No era una belleza, pero hacía bien su trabajo, era amable y servicial.

La llamaban Wag porque siempre intentaba complacer a todo el mundo.

Tragó saliva, intentando contener las lágrimas. Ella intentaba complacer a la gente. Complacer a su padre haciendo todo lo que le decía. Complacer a Butch mecanografiando sus informes. Complacer a Rick Landry llevándose a Evelyn de Techwood. ¿Por qué lo había hecho? ¿Por qué no le había dicho que la dejase? La había agredido prácticamente con su propia linterna. Tenía un cardenal en el pecho, y Dios sabe en qué otras partes. Y su respuesta había sido cogerla y salir corriendo como un perrito con el rabo entre las patas.

Meneando la cola.

Al final, Roz Levy se dignó a unirse a ellas. Amanda vio la razón de su retraso al entrar en la habitación. Se había parado para coger un Tab. Tiró de la anilla y la arrojó dentro de un recipiente de cristal encima del escritorio.

—¿Qué pasa? ¿Hoy estáis jugando a policías y ladrones?

—Ya te he dicho que estamos investigando un caso —respondió Evelyn con un tono sorprendentemente seco.

—Mírala —dijo Roz dirigiéndose a Amanda—. Cree que algún día la dejarán trabajar en Homicidios.

—Puede que lo hagan —respondió Amanda.

—Ah. —En realidad, no se rio—. La liberación de la mujer, ¿verdad que sí? Podéis hacer lo que se os antoje siempre y cuando hagáis lo que os digan.

—Nosotras estamos en la calle todos los días, igual que ellos —replicó Evelyn.

—Os creéis muy guais porque os han dejado ir a la academia y os han dado una placa y una pistola. Pero sabéis una cosa: solo os dejarán subir lo bastante alto como para que os rompáis el cuello al caer. —Le dio un sorbo al Tab. Luego se dirigió a Amanda—: ¿Crees que tu viejo ganará su caso?

—Si sientes curiosidad, pregúntale tú misma.

—Ya tengo un ojo morado, gracias. —Se puso el Tab en la frente. La lata estaba fría. El sudor le caía por las mejillas. Miró a Amanda—. ¿Tienes algún problema?

—No. Pero empiezo a entender por qué te pega tu marido.

Evelyn dio un grito ahogado. Roz la miró.

—¿De verdad?

Amanda se mordió la lengua para no disculparse por lo que había dicho. La miró fijamente a los ojos.

Roz soltó una carcajada seca.

—Eve tiene razón. Eres dura de pelar. —Bebió de la lata, esbozando un gesto de decepción al ver que el líquido se acababa. Tenía cardenales amarillentos en el cuello—. Siento lo de antes. He tenido sofocos toda la mañana. Me ponen de mala uva.

Amanda miró a Evelyn, que se encogió de hombros.

—El cambio. Pronto lo tendréis vosotras mismas. —Roz se metió en el armario y empezó a rebuscar entre un montón de fotos—. Joder. Las dejé en la cocina.

Amanda esperó hasta que salió de la habitación.

—¿De qué habla?

—Es algo que padecen todas las mujeres mayores que son judías.

—No me refiero a eso. ¿Tú has visto a alguien llamarme por ese apodo? ¿Wag?

Evelyn tuvo la delicadeza de no apartar la mirada. Fue Amanda quien no pudo aguantarla. Miró al interior del armario, a los montones de fotografías que mostraban escenas sangrientas.

—Fotos —murmuró Amanda. Ahora comprendía por qué Evelyn la había llevado allí—. Ayer Roz fotografió la escena en Techwood.

—Las fotos son muy desagradables. Realmente desagradables. Jane, o mejor dicho, Lucy, saltó desde la planta más alta.

—Desde el tejado —corrigió Amanda. Ella conocía todos los detalles por los informes de Butch—. Hay una escalera de acceso al fondo del pasillo. Subió hasta una trampilla que da al tejado. Consiguió romper el candado. Butch cree que utilizó un martillo. Encontraron uno en el suelo, en el fondo de la escalera. Lucy subió al tejado y saltó.

—¿De dónde sacó el martillo?

—No vi ninguna herramienta en el apartamento —señaló Amanda—. Puede que el técnico utilizase uno para reparar el tragaluz.

—Sí, supongo que se necesita un martillo para hacer ese trabajo —respondió Evelyn, poco convencida—. ¿Se puede romper un candado con un martillo?

—¿Un martillo? —Roz Levy entró en la habitación. Llevaba un sobre amarillo en la mano—. ¿Esos gilipollas creen que accedió al tejado utilizando un martillo? ¿Por qué no se tiró por la ventana? Vivía en la planta de arriba. ¿Creen que estaba tan colocada que no sabía lo que hacía? —Empezó a abrir el sobre, pero se detuvo. Miró fijamente a Amanda—. Si vomitas encima de la moqueta, la limpias hasta que quede reluciente. Y no me importa si tienes que usar un cepillo de dientes.

Amanda asintió, a pesar de sentir una oleada de náuseas. Ya tenía el estómago revuelto, y la cerveza le estaba repitiendo.

—¿Estás segura? —preguntó Roz—. Porque no pienso limpiar lo que ensucies. Ya tengo bastante con limpiar la mierda que deja ese gilipollas con el que me casé.

Amanda volvió a asentir, y la mujer sacó las fotografías. Estaban del revés.

—Si caes de pie desde una altura así, los intestinos te salen por el culo como la crema de una manga pastelera.

Amanda apretó los labios.

—Te sangran los oídos. La cara se te despega del cráneo como si fuese una máscara. La nariz, la boca y los ojos…

—Por el amor de Dios —exclamó Evelyn quitándole las fotos a Roz. Se las enseñó a Amanda una a una—. Respira por la boca —le aconsejó—. Inspira y espira. Lentamente.

Amanda siguió sus consejos y respiró a bocanadas aquel aire enrarecido. Esperaba desmayarse. Para ser sinceros, esperaba terminar la tarde de rodillas limpiando la vieja moqueta de Roz Levy con un cepillo de dientes. Pero no sucedió nada de eso. Las fotos no eran reales. Lo que le había sucedido a Lucy Bennett era tan horrible que su cerebro no podía aceptar que lo que estaba viendo era un ser humano de verdad.

Amanda cogió las fotos. Tenían mucha definición y la luz era tan intensa que se podían ver todos los detalles. La chica estaba vestida por completo. El tejido de su camisa de algodón rojo estaba rígido, pegado a la piel. La falda le colgaba, ya que tenía rota la cintura elástica. Amanda dedujo que fue por la caída, porque también le faltaba el zapato izquierdo.

Observó el rostro de Lucy Bennett. Roz tenía razón en gran parte de lo que había dicho, pero no en lo que se refería a la piel del cráneo. La carne de Lucy parecía colgar del hueso. Los ojos se le habían salido de las órbitas y la sangre le brotaba por todos los orificios.

Parecía una farsa, algo sacado de una película de terror.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Evelyn.

—Ahora comprendo que creyeses que era Jane Delray.

Salvo por el pelo rubio, la máscara horripilante de su cara podía haber pertenecido a cualquier chica de la calle. Tenía las mismas marcas en los brazos, los mismos agujeros en los pies, idénticos pinchazos en la parte interna de los muslos.

—Me pregunto si tiene familia —dijo Evelyn.

—Todo el mundo tiene familia. Que lo admitan o no es otra cuestión —señaló Roz.

Amanda miró de nuevo las fotos. Solo había cinco. Tres del rostro de la chica: del lado izquierdo, del derecho y del centro. Otra mostraba un primer plano de su cuerpo destrozado, tomada probablemente desde una escalera. En la última se veía un plano más amplio de la escena, con el edificio de Coca-Cola en el horizonte.

—¿Tienes más fotos? —preguntó Amanda.

La anciana sonrió. Le faltaba uno de los dientes de arriba.

—Mírala. ¿Quién lo diría? Si le gusta la sangre.

—¿Tienes algún primer plano de sus muñecas? —concretó Amanda.

—No. ¿Por qué?

—¿Crees que eso es una cicatriz? —preguntó Amanda mostrándole la foto a Evelyn.

Esta miró fijamente, luego negó con la cabeza.

—No sabría decirte. ¿Adónde quieres llegar?

—Jane tenía cicatrices en las muñecas.

—Lo recuerdo —respondió Evelyn mirando con más atención la fotografía—. Si es Lucy Bennett, ¿por qué tiene cicatrices en las muñecas como Jane Delray?

—La prostitución no es precisamente una buena razón para vivir —señaló Roz.

No obstante, abrió uno de los cajones de su escritorio y sacó una lupa. Las dos mujeres se turnaron para mirar con más atención.

—No puedo asegurarlo. Parece una cicatriz, pero puede ser la luz —dijo Evelyn.

—Eso es culpa mía —señaló Roz, que, aunque resultase un tanto extraño, parecía estar pidiendo disculpas—. El

flash me dio algunos problemas, y Landry me estaba metiendo prisa porque quería fichar en su otro trabajo.

—Butch no mencionó ninguna cicatriz en sus notas.

—Ese idiota no lo haría. —Roz parecía encantada de sus palabras—. De acuerdo, Wag. Es hora de ver de qué pasta estás hecha.

Amanda sintió otra oleada de miedo. Le daba la sensación de estar en una noria.

—No creo que sea necesario… —dijo Evelyn.

—Cierra el pico, muñeca —le soltó Roz riendo socarronamente, como una bruja—. Pete ya te dará gustito en el coño esta tarde. Si tenéis tantos cojones como decís, puedo hacer una llamada y os darán un asiento en primera fila para ver la autopsia.

Amanda sabía que algunos agentes utilizaban el depósito de cadáveres como escondrijo cuando estaban de servicio, especialmente en verano. Resultaba más cómodo echarse a dormir en un edificio con aire acondicionado, siempre y cuando no te molestara dormir al lado de un cadáver.

Había estado muchas veces en Decatur Street para recoger informes o dejar las pruebas, pero jamás había entrado en la parte de atrás. Solo pensar en lo que sucedía allí le producía repelús. No obstante, guardó silencio mientras Evelyn la conducía al interior del edificio, aunque a cada paso que daba le parecía que le estaban haciendo un nuevo agujero en el cinturón.

Las dos cervezas que se había tomado tampoco la ayudaban. En lugar de relajarse, se sentía a la vez mareada y muy concentrada. Fue un milagro que no estrellase su Plymouth contra un poste de teléfono.

—¿Conoces a Deena? —preguntó Evelyn, empujando la puerta de vaivén.

Estaban en un laboratorio pequeño. Había dos mesas arrinconadas en la parte trasera de la sala, con un microscopio en cada una de ellas, y algunos instrumentos médicos a su lado. Un enorme ventanal ocupaba la pared trasera. Las cortinas verdes de hospital estaban descorridas, mostrando lo que debía ser la sala de autopsias. Había azulejos amarillos desde el suelo al techo, dos lavabos de metal, y dos balanzas que parecían más apropiadas para un puesto de frutería.

Y un cuerpo. Una figura cubierta por una tela verde. Y una enorme lámpara, como la que utilizan los dentistas. Una mano colgaba al lado de la mesa. Las uñas estaban pintadas de rojo. La mano estaba bocabajo, y no se veía la muñeca.

—Odio las autopsias —dijo Evelyn.

—¿Cuántas has visto?

—La verdad es que no las he visto —confesó—. ¿Sabes que se puede nublar la vista a propósito?

Amanda asintió.

—Eso es lo que hago. Nublo la vista y digo «mm» y «sí» cuando me hacen una pregunta o señalan algo interesante. Luego voy al cuarto de baño y vomito.

Parecía un plan tan bueno como cualquier otro. Oyeron pasos en la entrada.

—Deena tiene una cicatriz muy fea en el cuello. Intenta no mirarla —dijo Evelyn.

—¿Una qué?

Las palabras de Evelyn se entremezclaron en el cerebro de Amanda y no adquirieron sentido hasta que una despampanante mujer negra cruzó la puerta. Iba vestida con una bata de laboratorio encima de unos vaqueros azules y una blusa naranja estampada. Llevaba el pelo al estilo afro, y los párpados pintados con sombra azul. Parecía que la habían querido estrangular poniéndole una soga alrededor del cuello.

—Hola, guapetona —dijo Deena, poniendo una bandeja encima de una de las mesas. Contenía portaobjetos, con manchas blancas y rojas entre los cristales.

—¿Qué haces aquí?

—Roz me ha hecho un favor —respondió Evelyn.

—¿Por qué sigues hablando con esa vieja judía tan desagradable? —Miró cariñosamente a Amanda—. ¿Quién es esta amiga tan guapa que te acompaña?

Evelyn la cogió del brazo.

—Amanda Wagner. Ahora es mi compañera.

La sonrisa despareció del rostro de Deena.

—¿Es familia de Duke?

Por primera vez en su vida, Amanda quiso mentir sobre su padre. Si hubieran estado a solas, quizá lo hubiera hecho, pero admitió:

—Sí, soy su hija.

—Hm.

Deena le lanzó una mirada de reproche a Evelyn y se dio la vuelta para coger los portaobjetos.

—Ella es de confianza —dijo Evelyn—. Vamos, Dee. ¿Crees que traería a alguien que…?

La mujer se dio la vuelta. Le temblaban los labios de rabia.

—¿Sabes cómo me hice esto? —dijo Deena señalando la horrible cicatriz que tenía en el cuello—. Trabajando en la tintorería en Ponce, planchando las togas para personas como tu padre.

Evelyn intervino:

—Eso no es culpa suya. No se puede culpar a nadie por lo que haya hecho su padre.

Deena levantó una mano para hacerla callar.

—Un día mi madre se pilló una mano en una máquina. No había forma de apagarla. El señor Guntherson era demasiado tacaño para pagar un electricista. Cogí el cable y se me enroscó en el cuello. Descarga eléctrica. Bum. Se oyó una explosión; uno de los transformadores estalló. El edificio se quedó sin luz durante dos días. Salvé la vida, pero no la de mi madre.

Amanda no sabía qué decir. Había estado en la tintorería muchas veces, pero jamás había pensado en las mujeres negras que trabajaban en la parte de atrás.

—Lo lamento.

—Ella no puede controlar lo que hace su padre —aseguró Evelyn.

Deena se apoyó contra la mesa. Cruzó los brazos.

—¿Recuerdas lo que te dije sobre mi cicatriz, Ev? Te dije que me la taparía el día que no importase. —Miró a Amanda—. Pero me sigue importando.

Evelyn acarició la espalda de Amanda.

—Ella es mi amiga, Deena. Estamos llevando juntas un caso, intentando encontrar a unas mujeres desaparecidas. Kitty Treadwell, otra llamada Mary. Puede que estuviesen conectadas con Lucy Bennett.

—¿Has mirado el archivo de negros muertos? —preguntó dirigiéndose a Amanda—. Así lo llamáis, ¿no es verdad? Hay uno en cada comisaría. ¿Verdad que sí, Wag?

Amanda estaba demasiado avergonzada para mirarla.

—Supongo que sabrás que yo también perdí a mi madre. —Lo que le había sucedido a Amanda Wagner lo sabía todo el cuerpo. Cuando Duke bebía más de la cuenta, contaba la historia con un machismo embriagador. Amanda añadió—: No eres la única que tiene cicatrices.

Deena dio algunos golpecitos en la mesa con los dedos. La cadencia empezó fuerte, pero luego quedó en nada.

—Mírame.

Amanda se esforzó por levantar la mirada. Había sido muy fácil con Roz, pero se debió a que, ante la anciana judía, la había dominado un sentimiento de entereza, no de culpabilidad.

Deena la observó detenidamente. La cólera empezó a desaparecer de sus ojos. Al final, asintió.

—De acuerdo —dijo—. Vale.

Evelyn exhaló lentamente. Tenía una sonrisa forzada en el rostro. Como de costumbre, trataba de calmar las cosas.

—Dee, ¿te he dicho lo que hizo Zeke el otro día?

Deena se giró hacia las bandejas.

—No, dime.

Amanda no escuchó la historia. Miró el depósito. Aún se sentía aturdida por la cerveza, o quizá por los acontecimientos de aquel día. Parecía como si algo en su interior estuviese cambiando. Los últimos días habían cuestionado los veinticinco años de su vida. No era seguro de que fuese algo positivo. Sinceramente, no estaba segura de nada.

—¡Hola!

Se oyó una voz masculina en el interior del depósito.

—Es Pete —dijo Evelyn.

El forense era un hombre rechoncho, con una coleta y una barba que, al parecer, llevaba días sin lavar, al igual que su camiseta de colores y sus gastados vaqueros. Su bata de laboratorio tenía las mangas estrechas. Un cigarrillo le colgaba del labio. Se detuvo al lado de la ventana, mostrando sus dientes amarillentos. Amanda no era ese tipo de persona que creía en las vibraciones, pero, aunque hubiera habido una luna de cristal entre los dos, se habría percatado de la repugnancia que irradiaba su cuerpo.

—Deena, cariño —dijo—. Estás guapísima esta tarde.

Deena se rio, aunque puso los ojos en blanco.

—Cierra el pico, loco.

—Loco por ti, cariño.

—Siempre hacen lo mismo —intervino Evelyn.

—Vaya.

Amanda simuló que veía a diario hombres blancos flirteando con mujeres negras.

—Por favor, Dee —continuó Pete dando golpecitos en la ventana—. ¿Me vas a dejar que te invite a una copa?

—Sí, espérame a las diez y nunca. —Corrió las cortinas—. Os dejo con lo vuestro. —Se dirigió a Amanda—. Cuando vomites, hazlo cerca del desagüe que hay en suelo. Así será más sencillo limpiarlo con la manguera.

—Gracias —respondió Amanda.

Siguió a Evelyn hasta el interior de la sala de autopsias. Tal como era de esperar, hacía frío, pero el olor la cogió desprevenida. Olía a limpio, a Clorox y Pine-Sol de manzana; no era lo que esperaba.

Durante su época de agente de uniforme, había respondido a dos llamadas de personas desaparecidas, pero en ambas ocasiones las encontró cerca de sus casas. Una había sido de un hombre que se había quedado encerrado en el maletero. La otra, de un niño que se había quedado atrapado en una vieja nevera que la familia tenía en el porche. En ambas ocasiones había notado un olor desagradable y llamó pidiendo refuerzos. No sabía lo que había sucedido con aquellos casos, porque estaba en la comisaría rellenando informes cuando sacaron los cuerpos.

—¿Quién es esta mujer tan elegante? —preguntó Pete Hanson mirando a Amanda.

—Es…

—Amanda Wagner —dijo ella misma—. La hija de Duke Wagner.

Pete se detuvo.

—Entonces eres… Duke es todo un personaje, ¿verdad?

Amanda se encogió de hombros. Ya había recibido demasiados comentarios desagradables sobre su padre ese día.

—Pete —intervino Evelyn con su habitual tono alegre, aunque se pasó los dedos por el cabello en señal de incomodidad—. Gracias por dejarnos mirar. Nosotras estuvimos en el apartamento de Lucy el lunes pasado. No la conocíamos, pero ha sido todo un

shock enterarnos de su suicidio.

—¿Lucy? —preguntó Pete con el ceño fruncido—. ¿De dónde has sacado eso?

—Su nombre aparecía en el informe de Butch —interrumpió Amanda—. Lo vio en su carné.

Pete fue hacia un escritorio grande y desordenado. Había montones de papeles mezclados, pero encontró el apropiado.

El cigarrillo humeaba mientras leía el informe preliminar. El papel era delgado. Amanda reconoció la letra de Butch Bonnie en el reverso, donde había colocado el papel carbón del revés.

—Bonnie no es que sea el más listo de todos, pero al menos no es tan gilipollas como Landry. —Dejó el informe en el escritorio—. En un caso como este, el carné es el último recurso. Yo suelo preferir el historial dental, las huellas dactilares o un familiar que identifique el cadáver. Lo aprendí en Vietnam. No envías a alguien en una bolsa a menos que sepas que la verdadera familia está esperando al otro lado.

Amanda sintió alivio al oír esas palabras. A pesar de sus excentricidades, el hombre parecía hacer bien su trabajo.

—Bueno, dime —dijo Pete quitando la ceniza del cigarrillo—. ¿Qué ha estado haciendo Kenny? No le he visto desde hace mucho tiempo.

—Sus cosas —respondió Evelyn mientras observaba los movimientos de Pete: la forma en que se limpiaba la nariz con un pañuelo de papel, la forma en que movía el cigarrillo al hablar. Mientras tanto, ella se tiraba tan fuerte del pelo que parecía que se lo iba a arrancar—. Hoy está construyendo un cobertizo con Bill. —Se mordió el labio durante unos segundos—. Vamos a hacer una barbacoa después. Deberías venir.

Pete sonrió a Amanda.

—¿Tú también estarás allí?

Se sintió un tanto desolada. Era su destino sentirse atraída por personas como Kenny Mitchell, pero solo tipos como Pete Hanson le pedían una cita.

—Quizá —respondió.

—Fantástico.

Pete se inclinó sobre la bandeja de metal. Había escalpelos, tijeras, una sierra.

Evelyn miró los instrumentos. Estaba pálida.

—Debería llamar a Bill. Nos fuimos sin decirle cuándo volveríamos.

No era del todo cierto. Evelyn había dejado claro que no estaban seguras de a qué hora regresarían. Bill, como de costumbre, se había acomodado a su bella esposa.

—Voy a llamarle —repitió Evelyn. Salió de la sala prácticamente corriendo.

Dejó a Amanda con Pete. Sola.

La estaba mirando, pero ahora lo hacía con amabilidad.

—Es toda una mujer, pero este es uno de los deportes más difíciles.

Amanda tragó saliva.

—¿Quieres que te vaya explicando el proceso?

—Yo… —Tenía la garganta agarrotada—. ¿Por qué tienes que hacer una autopsia si es un suicidio?

Pete pensó en la pregunta antes de cruzar la sala. Había un interruptor en la pared. Lo encendió y las luces parpadearon.

—La palabra «autopsia» significa, literalmente, «ver por ti mismo». —Le hizo un gesto—. Acércate, cariño. A pesar de los rumores, no muerdo.

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