Criminal

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Capítulo dieciséis

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—Fue durante esa época en que el estado exigía a los profesores blancos que firmaran un compromiso para renegar de la integración. Perdían su trabajo si se negaban.

Sara jamás había oído hablar de tal compromiso, pero no le sorprendía.

—Duke, el padre de Amanda, estaba fuera cuando circuló el compromiso. —Pete sopló dentro de unos guantes de cirujano empolvados antes de ponérselos—. Miriam, la madre de Amanda, se negó a firmar el compromiso. Su abuelo era un hombre muy poderoso, un alto cargo de la compañía Southern Bell, y la envió a Milledgeville.

Sara notó que la boca se le abría por la sorpresa.

—¿Encerró a su hija en un hospital de salud mental?

—Entonces era más bien un almacén, especialmente para los veteranos y los delincuentes que estaban mal de la cabeza. Y para las mujeres que no obedecían a sus padres. —Pete movió la cabeza—. Eso la dejó hecha polvo. Dejó hecha polvo a mucha gente.

Sara intentó hacer sus cálculos.

—¿Había nacido Amanda?

—Tenía cuatro o cinco años, creo. Duke estaba en Corea, por eso su suegro tenía la tutoría. Creo que nadie le dijo a Duke lo que estaba pasando realmente. Nada más llegar a Georgia, cogió a Amanda y sacó a su esposa de Milledgeville. Jamás volvió a dirigirle la palabra a su suegro. —Pete le dio un par de guantes a Sara—. Todo parecía ir bien, pero, un día, Miriam salió al jardín trasero y se colgó de un árbol.

—Es terrible —dijo Sara poniéndose los guantes quirúrgicos. Por eso Amanda era tan introvertida. Era peor incluso que Will.

—No dejes que eso te conmueva —le advirtió Pete—. Te mintió cuando estábamos en mi oficina. Ella te quería aquí por un motivo.

En lugar de preguntarle sobre aquel motivo, siguió su mirada hasta la puerta. Will estaba allí. Miró a Sara completamente consternado. Jamás le había visto con tan mal aspecto. Tenía los ojos enrojecidos. Estaba ajado y sin afeitar. Se tambaleaba por el cansancio. Su dolor era tal que a Sara se le desgarró el corazón.

Su primer impulso fue acercarse a él, pero también estaba Faith, Amanda y Leo Donnelly. Sabía que manifestar sus sentimientos en público solo serviría para empeorar las cosas. Lo vio en su rostro. Se había quedado completamente perplejo al verla allí.

Sara miró a Pete, para que viera que se sentía furiosa. Amanda podía haberle engañado diciendo que no era un caso de Will, pero él era quien le había convencido para ir al depósito. Se quitó los guantes y se dirigió hacia donde estaba Will. Obviamente, no quería que ella lo viese en ese estado. Sara pensó en llevarlo a la oficina de Pete y explicarle lo que había pasado, además de disculparse, pero la expresión de Will la detuvo.

De cerca tenía incluso peor aspecto. Sara tuvo que contenerse para no ponerle las manos en el rostro y dejar que él apoyara la cabeza en su hombro. Su cuerpo emanaba agotamiento. Sus ojos reflejaban tanto dolor que sintió que, de nuevo, se le desgarraba el corazón.

Habló en voz baja.

—Dime qué quieres que haga. Puedo marcharme o quedarme. Lo que sea mejor para ti.

Will respiraba con dificultad. Tenía tal mirada de desesperación que Sara tuvo que contenerse para no echarse a llorar.

—Dime qué hago —rogó ella—. Qué necesitas que haga.

Sus ojos se posaron en la camilla, en la víctima que había sobre la mesa.

—Quédate —farfulló.

Sara soltó un suspiró interrumpido antes de darse la vuelta. Faith no podía mirarla, pero Amanda observó. Sara jamás había comprendido la relación tan voluble que Will mantenía con su jefa, pero, en aquel momento, no le preocupó lo más mínimo. Despreciaba a Amanda Wagner por encima de todo. Obviamente, estaba jugando algún tipo de juego con Will. Y resultaba evidente que él iba perdiendo.

—Empecemos —sugirió Pete.

Sara se colocó al lado de Pete, enfrente de Will y de Faith, con los brazos cruzados. Trató de contener su rabia. Will le había pedido que se quedase. No sabía por qué, pero ella no necesitaba incrementar la tensión que reinaba en la sala. Una mujer había sido asesinada. Eso era lo principal.

—De acuerdo, damas y caballeros. —Pete utilizó el pie para encender el dictáfono y grabar todo el procedimiento. Enumeró la información de costumbre: hora, personas presentes y la supuesta identidad de la víctima—. La identificación aún tiene que confirmarla la familia, aunque también comprobaremos su historial dental, que ya ha sido digitalizado y enviado al laboratorio de Panthersville Road. —Se dirigió a Leo Donnelly—: ¿Viene su padre de camino?

—Un coche patrulla ha ido a recogerlo al aeropuerto. Estará aquí en cualquier momento.

—Muy bien, detective. —Le lanzó una mirada severa y añadió—: Espero que se guarde cualquier comentario desagradable o racista.

Leo levantó las manos.

—Solo estoy aquí para la identificación, así puedo asignar el caso.

—Gracias.

Sin preámbulos, Pete cogió la parte superior de la sábana y la retiró. Faith soltó un grito ahogado y se puso la mano en la boca. Igual de rápido, se giró hacia un lado. Le dio una arcada, pero no parpadeó. Nunca había tenido estómago para esas cosas, pero parecía decidida a contenerse.

Inusualmente, Sara compartió su incomodidad. Después de tantos años, pensaba que estaba hecha a todos los horrores de la violencia, pero el cuerpo de la mujer estaba en tal estado que se le revolvieron las tripas. No solo la habían asesinado. La habían mutilado. Tenía moratones en el torso, y diminutos edemas en la piel. Una de las costillas le había atravesado la piel y los intestinos le colgaban entre las piernas.

Sin embargo, eso no era lo peor.

Sara jamás había creído en el demonio. Siempre pensó que era una excusa, una forma de explicar una enfermedad mental o la depravación. Una palabra que servía para ocultar, en lugar de para afrontar la realidad de que los seres humanos son capaces de cometer los actos más deplorables, que somos capaces de actuar siguiendo nuestros impulsos más básicos.

Sin embargo, «demonio» fue la única palabra que se le vino a la cabeza cuando miró a la víctima. No eran los moratones ni los pinchazos, ni las marcas de mordiscos lo que la dejó perpleja. Eran los cortes que le había hecho en las partes internas de sus piernas y de sus brazos. Era el dibujo de una cruz que le había hecho en las caderas y en el torso, tan perfecto que parecía haber utilizado una regla. El agresor le había rasgado la carne de la misma forma que se rasga un descosido en un traje.

Y además estaba su rostro. Sara aún no entendía qué le había hecho en la cara.

—Los rayos X muestran que le han fracturado el hioides —dijo Pete.

Sara reconoció el moratón peculiar alrededor del cuello de la mujer.

—¿La tiraron de un edificio después de estrangularla?

—No —respondió Pete—. La encontraron fuera de un edificio de una planta. El prolapso intestinal se debe, probablemente, al trauma externo

pre mortem. Un objeto romo o una mano. ¿Te parecen esas estrías señales de dedos, quizás un puño cerrado?

—Sí.

Sara apretó los labios. Los golpes que le habían propinado a la víctima debieron de ser tremendos. El asesino era obviamente un hombre fuerte, probablemente corpulento, y sin duda lleno de rabia. A pesar de que el mundo había cambiado, seguía habiendo hombres que aún odiaban a las mujeres.

—Doctor Hanson —preguntó Amanda—, ¿puede darnos una estimación de la hora de la muerte?

Pete sonrió al escuchar la pregunta.

—Creo que entre las tres y las cinco de la mañana.

Faith intervino:

—El corredor que vio la furgoneta verde salió sobre las cuatro y media. No sabe el modelo ni la marca. —Seguía sin poder mirar a Sara—. Hemos dado una orden de busca, pero probablemente no sirva de nada.

—Las cuatro y media se ajusta a la hora de la muerte —dijo Pete—. Pero, como todos sabéis, la hora de la muerte no es una ciencia exacta.

—Como en los viejos tiempos —dijo enfurruñada Amanda.

—¿Doctora Linton? —la animó Pete, haciendo un gesto para que Sara participase—. ¿Por qué no mira el lado izquierdo mientras yo observo el derecho?

Sara se puso unos guantes nuevos. Will se apartó para dejarla pasar. Estaba demasiado callado, y no respondía a sus miradas inquisitivas. Sara aún sentía la necesidad de hacer algo por él, pero también sabía que, en aquel momento, debía poner su atención en la víctima. Algo le dijo que dedicarse a ella le resultaría de más ayuda a Will. Era su caso, no importaban las mentiras que le había dicho Amanda. No había duda de que existía un vínculo emocional. Sara jamás había visto a nadie tan desolado.

Comprendió que Pete le hubiese pedido que alguien de confianza testificase. El cuerpo de aquella víctima, cada centímetro de él, reclamaba justicia. Quien la hubiera agredido y asesinado no solo quiso hacerle daño, sino destruirla.

Sara notó un sutil cambio en su cerebro mientras se preparaba para la autopsia. Los jurados habían visto suficientes episodios de

CSI para comprender los principios básicos de una autopsia, pero el trabajo del forense consistía en mostrarles científicamente cada descubrimiento. La cadena de custodia era algo sagrado. Todos los números de diapositivas, las muestras de tejidos, las pruebas se catalogaban en el ordenador. El conjunto se cerraba con una cinta precintada que solo se podía abrir dentro del laboratorio del GBI. Las pruebas y los tejidos se analizaban en busca de ADN. Se esperaba que este coincidiera con un sospechoso, y que lo detuvieran basándose en las pruebas irrefutables.

—¿Empezamos? —le preguntó Pete a Sara.

Había dos bandejas metálicas preparadas con el mismo instrumental: sondas de madera, pinzas, reglas flexibles, frascos y portaobjetos. Pete tenía una lupa, que acercó a su ojo mientras se inclinaba sobre el cuerpo. En lugar de empezar por la cabeza, examinó la mano de la víctima. Al igual que sucedía con las piernas y el torso, la carne del brazo, desde la muñeca hasta el antebrazo, estaba abierta en línea recta. Continuaba formando una U debajo del brazo, y luego bajaba hasta las caderas.

—¿No la has lavado? —preguntó Sara. Parecía que le hubiesen frotado la piel. Y olía levemente a jabón.

—No —respondió Pete.

—Parece limpia —señaló Sara, para que quedase grabado en la cinta—. Le han afeitado el vello púbico. Tampoco tiene vello en las piernas. —Utilizó el pulgar para presionar la piel alrededor de los ojos—. Tiene las cejas depiladas en forma de arco. Y pestañas postizas.

Se concentró en el cuero cabelludo. Las raíces del pelo eran oscuras, mientras que el resto era una mezcla de amarillo y blanco.

—Tiene extensiones rubias. Las lleva muy cerca del cuero cabelludo, por lo que deben de ser nuevas.

Utilizó un peine de dientes delgados para extraer cualquier partícula del pelo. El papel que había colocado debajo de la cabeza de la chica mostraba restos de caspa y asfalto. Sara apartó las muestras para procesarlas más tarde.

Luego examinó el nacimiento del pelo, buscando huellas de agujas u otras marcas. Utilizó un otoscopio para las fosas nasales.

—Hay corrosión nasal. La membrana está desgarrada, aunque no perforada.

—Metanfetaminas —dedujo Pete, lo cual era lo más probable, teniendo en cuenta la edad de la víctima. Alzó la voz, puede que porque el dictáfono estuviese viejo o porque no estaba acostumbrado a utilizarlo—. Un profesional le ha hecho la manicura. Tiene las uñas pintadas de rojo brillante. —Luego se dirigió a Sara—: Doctora Linton, ¿puede comprobar su lado?

Sara cogió la mano de la mujer. El cuerpo estaba en la fase inicial del

rigor mortis.

—Lo mismo en esta mano. Le han hecho la manicura.

Sara no sabía por qué le prestaba tanta atención a las uñas. En Atlanta había salones para hacerse la manicura por todos lados.

—El color de la pedicura es distinto —señaló Pete.

Sara miró los dedos de los pies de la chica. Las uñas estaban pintadas de negro.

—¿Es normal pintarse las uñas de los pies de diferente color? —preguntó Pete.

Ella se encogió de hombros, al igual que Faith y Amanda.

—Bueno —dijo Pete, pero el inicio de la canción

Brick House le interrumpió.

—Disculpen —se disculpó Leo Donnelly sacando el móvil del bolsillo. Leyó la identificación de la persona que le llamaba—. Es el agente que he enviado al aeropuerto. Probablemente, el padre de Snyder esté fuera. —Respondió a la llamada mientras se dirigía hacia la puerta—: Donnelly.

La sala estaba en silencio, salvo por el zumbido del motor de la nevera. Sara intentó captar la atención de Will, pero él miraba al suelo.

—Maldita sea —exclamó Faith, que no maldecía a Donnelly. Lo dijo mirando el rostro de la víctima—. ¿Qué demonios le ha hecho?

Se oyó un ruido cuando Pete apagó el dictáfono con el pie. Se dirigió a Sara, como si fuese ella la que hubiese hecho la pregunta.

—Le ha cosido la boca y los ojos. —Pete tuvo que utilizar ambas manos para mantener abierto uno de los desgarrados párpados. Los tenía cortados en gruesas tiras, como la cortina de plástico de la nevera de un carnicero—. Se puede ver por dónde el hilo le atravesó la piel.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Sara.

Pete no respondió a su pregunta.

—Las líneas en el torso, en los brazos y las piernas muestran que utilizó un hilo muy grueso para impedir que se moviera. Creo que utilizó una aguja de tapizar, probablemente un hilo encerado o uno de seda gruesa. Seguro que encontramos muchas fibras para analizar.

Pete le pasó la lupa a Sara, que examinó las laceraciones. Al igual que con la boca y los ojos, le habían desgarrado la piel, por lo que la carne le colgaba a intervalos uniformes. Podía ver las marcas rojas por donde había pasado el hilo. Unas cuantas veces. Los círculos eran como los agujeros que se había hecho de pequeña en los lóbulos de las orejas.

—Probablemente, ella misma se separó del colchón o de donde la hubiera cosido cuando empezó a golpearla.

Pete expuso su hipótesis.

—Sí, sería una respuesta descontrolada. Le golpea en el estómago y ella se enrosca como una pelota. Abre la boca y los ojos. Y él la golpea una y otra vez.

Sara negó con la cabeza. Pete estaba sacando unas conclusiones muy precipitadas.

—¿Qué se me está escapando?

Pete se metió las manos en los bolsillos vacíos de su bata, observando silenciosamente a Sara con la misma intensidad que cuando enseñaba un nuevo procedimiento.

—No es la primera víctima de nuestro asesino —dijo Amanda.

Sara seguía sin entender nada. Se dirigió a Pete y le preguntó:

—¿Cómo lo sabes?

Will se aclaró la garganta. Sara casi se había olvidado de que estaba en la sala.

—Porque le hizo lo mismo a mi madre —respondió.

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