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III. La zona euro » Capítulo 14. Grecia 2010: «extend & pretend»

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Capítulo 14

GRECIA 2010: «EXTEND & PRETEND»*

En verano de 2009, una vez que se hubo cauterizado la crisis del sector bancario, las economías europea y estadounidense empezaron a recuperarse. Pero las réplicas continuaron. Con el aislamiento que brindaban la Reserva Federal y el Departamento del Tesoro, en Estados Unidos esas réplicas ya no se manifestaban como un estrés agudo del sistema financiero, sino como la miseria que se propagaba entre millones de familias que se enfrentaban a cuotas hipotecarias inasumibles y casas cuyo valor ya no equivalía a la deuda que se les había atribuido. La oleada de ejecuciones hipotecarias en hogares estadounidenses no alcanzó su apogeo hasta principios de 2010. En otras palabras, los deudores seguían incumpliendo los pagos, pero el desastre no planteaba riesgos sistémicos. Eran los desamparados que apenas recibían ayuda de la administración de Obama u otros. El principal respaldo para la economía, al margen de la generosa provisión de liquidez de la Reserva Federal, eran los estabilizadores automáticos del aparato fiscal, que dejaron una profunda merma en las finanzas públicas, no solo en Estados Unidos, sino en todas las economías avanzadas. En 2010, ello tendría repercusiones negativas globales que exigían la consolidación económica y un regreso a la agenda de sostenibilidad fiscal tan cacareada antes de la crisis. Controlar la ratio de deuda/PIB se convertiría en un mantra. Después de la esplendidez de los rescates bancarios de 2008 vino la austeridad, aunque no para los mismos, por supuesto. Pero el dinero es fungible. En última instancia, la atención sanitaria, la educación y los servicios gubernamentales locales eran elementos del mismo presupuesto que debía dar cabida a los costes del rescate financiero.

En la zona euro, el salto de la generosidad de la crisis bancaria a la posterior austeridad adoptaría una forma especialmente dramática, ya que, en tres de sus Estados miembro más pequeños, el impacto económico de la crisis fue abrumador. Después de la debacle de 2008, Grecia, Irlanda y Portugal se sumieron en una situación presupuestaria cada vez más insostenible. De los tres, la coyuntura de Grecia e Irlanda era la más grave. La deuda pública griega simplemente era demasiado grande y debía ser reestructurada. Irlanda se vio abrumada por las consecuencias del aterrador anuncio el 30 de septiembre de 2008 de que garantizaría 440.000 millones de euros en pasivos. Teniendo en cuenta las presiones a las que estaban sometidas Grecia e Irlanda en 2009, la única manera razonable de proceder era llevando a cabo una reestructuración de deuda, también conocida como recorte de valoración para los tenedores de bonos o, de manera más eufemística, participación del sector privado. En Grecia, ello tendría que implicar a prestamistas del Estado. En Irlanda, eran los acreedores bancarios cuyas demandas no podían satisfacerse razonablemente. Como en cualquier bancarrota, esto conllevaba una violación de los derechos de propiedad y generaría incertidumbre. El riesgo de contagio era grave. Si Grecia o Irlanda se reestructuraban, ¿quién sería el siguiente? Teniendo en cuenta la debilidad de los bancos europeos, podía ser peligroso infligirles más pérdidas. Y, dado su nivel de interconexión con el sistema financiero estadounidense, esa preocupación no quedaría relegada a Europa. Por tanto, no es de extrañar que las situaciones de Grecia e Irlanda, seguidas de Portugal, causaran estrés político y económico y que ello se propagara a ambos lados del Atlántico. Pero lo que sucedió en la zona euro a partir de 2010 fue extraordinario.

La negación y la falta de iniciativa y coordinación que habían caracterizado la primera respuesta de Europa a la crisis bancaria en septiembre y principios de octubre de 2008 fueron un presagio de lo que se avecinaba. En otoño de 2008, la primera fase de la crisis, el estrés todavía podía contenerse en el ámbito nacional. En 2010, se desbordó en una batalla general por el futuro de Europa. La moneda única europea a punto estuvo de quedar hecha añicos. Grecia, Portugal, Irlanda y España se sumieron en depresiones inéditas desde la década de 1930. Italia se convirtió en un daño colateral. El crédito soberano de Francia corría peligro. Algunos primeros ministros fueron destituidos. Algunos partidos políticos se hundieron. Las pasiones nacionalistas se avivaron hasta su punto de ebullición. La administración de Obama hacía frente a la posibilidad de que la nueva crisis europea repercutiera en Estados Unidos. En la primavera de 2009, Francia y Alemania habían dado lecciones de estabilidad económica a Reino Unido y EE. UU. Un año después, se veían obligadas a recurrir al FMI para que ayudara no solo a Grecia, sino a la zona euro en su conjunto. Y eso no era suficiente. Dos años después, la crisis de la zona euro seguía amenazando la estabilidad económica global.

I

Vistos desde la perspectiva más amplia de la crisis global que llegaba desde Wall Street hasta Seúl, los problemas de Grecia e Irlanda no eran inusuales y para explicarlos no es necesario echar mano de rasgos idiosincrásicos de los gobiernos de la zona euro.1 Irlanda era un enorme paraíso fiscal. Los costes del rescate que se impuso Dublín eran suficientes para poner en peligro al Estado fiscalmente más seguro. Era la pesadilla de Lagarde de octubre de 2008 hecha realidad: una crisis del sistema económico europeo demasiado grande como para que un país anfitrión la resolviera por sí solo. Los políticos de Dublín se vieron condicionados por el pánico y sus estrechos lazos con la comunidad bancaria local, pero el veto de Merkel a cualquier solución colectiva para Europa convirtió la situación de Irlanda en algo insostenible. Cuando, el 15 de enero de 2009, Dublín se vio obligada a nacionalizar Anglo Irish Bank, ya había rumores de una intervención del FMI. Los bonos soberanos de Irlanda fueron liquidados y su riesgo de impago se disparó incluso por encima del de Grecia.2

Si en 2008 Grecia hubiera estado en la situación de Hungría, que era miembro de la UE pero se hallaba fuera de la zona euro, con toda probabilidad se habría unido a los países de Europa del Este en la primera ronda de programas anticrisis del FMI.3 Grecia no se vio directamente atrapada en la crisis económica transatlántica. Sus bancos tenían, a lo sumo, intereses regionales. La crisis llegó a Grecia a través de sus sectores exportador y turístico. Entonces intervinieron los estabilizadores fiscales. Los ingresos tributarios se desplomaron. Nada de esto era inusual en 2008 y 2009. Lo que distinguía a Grecia era la precariedad de su posición fiscal cuando sobrevino la crisis. Cabe insistir en que Grecia no había aprovechado su pertenencia a la zona euro para excederse en la solicitud de préstamos. El grueso de su deuda se acumuló en los años ochenta y noventa, cuando sus dos partidos principales, el PASOK (socialdemócrata) y Nueva Democracia (democristiano), captaron votos con la promesa de la modernidad y opulencia de Europa occidental.4 En 2006, el nivel de deuda griega en relación con el PIB era más bajo que cuando se incorporó a la zona euro en 2001. Pero no se redujo demasiado, y sin los retoques habría sido peor. El error de Atenas fue no aprovechar el período excepcional de crecimiento rápido y tipos de interés bajos para reducir su deuda. Cualquier aumento repentino del déficit o los tipos de interés probablemente la arrastrarían de la mera gestión a la insolvencia. Eso es exactamente lo que ocurrió en 2008. En respuesta a la crisis, el gobierno conservador de Nueva Democracia abandonó cualquier restricción fiscal y, al mismo tiempo, los tipos de interés para Grecia como prestatario soberano más débil se dispararon.

En julio de 2009, Atenas alertó al Eurogrupo de que su déficit podía estar ascendiendo al 10 % del PIB o más. Pero, en aquel momento, ninguna de las dos partes consideró oportuno hacerlo público. La ruptura se produjo el 4 de octubre, cuando el electorado griego echó al partido de centro-derecha Nueva Democracia y otorgó una gran mayoría a un gobierno PASOK de mentalidad reformista. Dos semanas después, la administración de George Papandreou rompió su silencio.5 Atenas anunció a Eurostat, la agencia estadística europea, que su déficit rebasaría el 12,7 %. De repente, las revisiones presupuestarias para 2009 llevaron la deuda griega del 99 % al 115 % del PIB. Unos déficits de decenas de miles de millones que se sumaban continuamente a la deuda ya existente y el aumento de los tipos de interés pronto harían que el problema fuera imposible de contener. Solo en 2010, Grecia debía efectuar enormes reembolsos que ascendían a 53.000 millones de euros, lo cual habría sometido a presión a cualquier prestatario. Pero Grecia no tenía problemas de liquidez. Era un país insolvente. Según un cálculo, para estabilizar sus deudas tendría que recaudar beneficios tributarios equivalentes a un 14 % del PIB y recortar el gasto en el mismo porcentaje, lo cual era políticamente imposible. Lo que debía hacer Grecia era reestructurar y pactar con sus acreedores una reducción de sus exigencias. Hacer cualquier otra cosa, sumar nuevos préstamos a una carga de deuda que ya se hacía insoportable, pospondría el problema, pero al precio de aumentar su envergadura.

Por supuesto, la reestructuración era una opción impopular entre los acreedores. En 2007, los bonos de Grecia prácticamente tenían los mismos rendimientos que los de Alemania. A finales de 2009, de los 293.000 millones de euros de deuda pública pendientes, 206.000 eran de propiedad extranjera, 90.000 eran propiedad de bancos europeos y más o menos la misma cantidad correspondía a fondos de pensiones y seguros. Rebajar esas valoraciones de los acreedores aliviaría la carga griega. Pero también echaría a Grecia del club de los prestatarios europeos respetables. En un momento anterior de su historia, el PASOK tal vez habría convertido una bancarrota nacional en una ruptura liberadora.6

En 2009 ya no era un movimiento de esa índole. La reestructuración sumiría a Atenas en negociaciones humillantes con sus acreedores. Con toda probabilidad, intervendría el FMI. De hecho, la reestructuración no solo era impopular, sino innombrable. Si alguien quería postergar lo inevitable y avanzar como pudiera, lo crucial era mantener la confianza. Una mera mención a la posibilidad de una reestructuración probablemente sembraría el pánico, cancelaría la financiación a corto plazo y haría que el impago inmediato fuera inevitable. Sin embargo, llegado el momento las matemáticas eran inexorables, con independencia de la táctica adoptada. Las deudas de Grecia eran demasiado grandes y no dejaban de crecer. La reestructuración era ineludible. Pero, más que un corte limpio, lo que trascendió fue una acción prolongada y agonizante en la retaguardia nublada por la ofuscación y la táctica incesantemente repetida de «extend & pretend».

¿Dónde comenzó esta retorcida senda? Un punto de partida tan bueno como otro cualquiera es la primavera de 2010, cuando el primer ministro griego Papandreou visitó París para reunirse con el presidente Sarkozy y su gobierno. Los franceses dejaron claro que no querían una crisis. Tampoco querían oír hablar de reestructuraciones. Su intención era movilizar fondos para rescatar a los griegos. Desde la agitación del otoño de 2008, cuando Budapest se vio empujada a los brazos del FMI, un comité secreto integrado por los Estados europeos más importantes había mantenido diversas reuniones para debatir cómo respondería la zona euro si uno de sus miembros se veía arrastrado por una crisis al estilo húngaro.7 París y la Comisión Europea estaban unidas en el deseo de una solución para toda Europa. Para los griegos, sin duda era tranquilizador. Tal como ocurriría durante toda la crisis de la zona euro, en Francia había poca o ninguna histeria antirrescate.8 Aunque los franceses aportarían casi tanto como Alemania en términos per cápita a todas las medidas de rescate de la zona euro y solo un poco menos en términos generales, la cuestión nunca fue politizada en igual grado. Pero eso plantea la pregunta: ¿por qué París estaba tan dispuesta a malgastar dinero en Grecia?

El presidente Sarkozy nunca dejaba escapar la oportunidad de ganar puntos a costa de las finanzas anglosajonas. Resultaba aún más bochornoso que, en Grecia, fueran los bancos franceses los que se encontraban más desprotegidos. Paribas era el mayor titular extranjero de deuda griega. Crédit Agricole tenía una gran exposición a través de una subsidiaria griega. Y la entidad más frágil de todas era Dexia.9 La hoja de balance de BNP Paribas era lo suficientemente sólida como para absorber pérdidas en Grecia. La exposición directa de Dexia a Grecia ascendía a tan solo 3.000 millones de euros. En condiciones normales, no era una amenaza potencialmente fatal. El hecho de que constituyera un motivo de preocupación obedecía, en primer lugar, al pésimo estado de la hoja de balance de Dexia. Sin duda era un talón de Aquiles y, en 2010, nadie quería solucionarlo. La ciudadanía no toleraría otro rescate bancario. Y las inquietudes iban más allá de Dexia y los de su clase. Todo el modelo de negocio de los bancos más importantes de Europa, incluso campeones nacionales franceses como BNP Paribas, era inquietante. Seguían recurriendo a las finanzas al por mayor. Si su crédito empezaba a fallar, se encontraban a merced de los títulos comerciales y los mercados de reportos. La confianza en los mercados financieros no se había recuperado de las sacudidas que habían sufrido desde 2007. Un golpe a la confianza en la zona euro podría ocasionar una retirada general de la financiación. No solo estaba en juego Grecia, sino toda la red de deuda transfronteriza, en la que la apuesta francesa, como la de otros prestamistas ricos, era verdaderamente enorme.

En total, los préstamos bancarios concedidos a lo que vino en llamarse la periferia de la zona euro —Grecia, Irlanda, Portugal y España— superaba los 2,5 billones de dólares. De ese total, las entidades francesas tenían en juego unos 500.000 millones de dólares y las de Alemania más o menos la misma cifra. Buena parte de esos préstamos no tenían como destinatarios a los gobiernos. España e Irlanda se habían visto engullidas por la gigantesca inflación del sector inmobiliario, que ahora estaba deshinchándose. Sobre todo en España, había razones para temer por la estabilidad no de las finanzas del gobierno, sino de los prestamistas hipotecarios nacionales. Más allá de la periferia, resultaba aún más preocupante la deuda de Italia. Su situación presupuestaria estaba controlada de manera mucho más estricta que la de Grecia. De hecho, antes de la crisis, contaba con superávits primarios (antes de los pagos de intereses). Pero su nivel de deuda era inquietantemente elevado y, en mayo de 2008, la presidencia italiana había sido conquistada por Silvio Berlusconi, quien, pese a sus credenciales como empresario y a sus socios conservadores de coalición, era considerado un oportunista peligroso. Nadie quería que las llamas del pánico llegaran a Italia. Además de este último estaban Bélgica y la propia Francia. Fue esta estructura de deuda en tres niveles la que impulsó las políticas de la crisis de la zona euro desde el punto de vista francés: los pequeños deudores soberanos en bancarrota —Grecia y Portugal— en la parte más baja; las víctimas del boom inmobiliario con grandes pasivos de la crisis bancaria —Irlanda y más tarde España—; y, por último, los deudores públicos realmente grandes, encabezados por Italia. En lo que respectaba a París, la sostenibilidad a largo plazo de la deuda griega era menos importante que mantener la integridad de esa gigantesca pirámide.

Nota:

(1) Las otras exposiciones incluyen contratos derivativos, garantías y compromisos de crédito.

(2) Las cifras de la exposición sectorial para Italia en el primer cuarto de 2010 se han calculado aplicando las proporciones del último cuarto de ese mismo año.

(3) Las cifras de otras exposiciones a Italia en los casos de Alemania, España y Francia se han calculado aplicando proporciones relativas a las reclamaciones extranjeras totales en el último cuarto de 2010.

Fuentes: Estadísticas bancarias consolidadas del Banco de Pagos Internacionales y BIS Quarterly Review, septiembre de 2010: http:// www.bis.org/publ/qtrpdf/r_qt1009.pdf

Desde luego, una acogida tan afable en París fue tranquilizadora para Atenas. Pero ello debería haber hecho saltar las alarmas. ¿Deseaba Grecia ser el lugar en el que Francia libraría su batalla por la estabilidad económica de la zona euro? ¿Un rescate estaba concebido para minimizar el riesgo de los bancos europeos con una expansión excesiva y evitar un bochorno a los políticos que probablemente interesaría a los contribuyentes griegos? Los riesgos para Grecia eran obvios. En el lado francés también cabía preguntarse si, en caso de que el propósito fuera solidificar el euro, la mejor táctica era demorar una resolución sencilla y exhaustiva para la enorme deuda de Grecia. Si se trataba de elegir una línea de contención, ¿Grecia era realmente el lugar donde uno defendería su posición? Por utilizar la fea metáfora que pronto se extendería por toda la zona euro, ¿no habría sido mejor amputar el miembro gangrenoso, esto es, empujar agresivamente a Grecia hacia la reestructuración?10 Había riesgos en ambos bandos y París optó también por «extend & pretend».

Al principio, parecía que en el lado alemán podía imponerse una actitud similar. Los bancos alemanes, al igual que los franceses, estaban muy desprotegidos ante los prestatarios más débiles de la zona euro. La lógica de la estabilidad sistémica no fue algo que Berlín pasara por alto.11 En febrero de 2009, cuando se intensificó la presión contra Grecia e Irlanda, Peer Steinbrück, el ministro de Economía, había calmado a los mercados anunciando: «Si un país de la zona euro está en apuros, colectivamente tendremos que ayudarlo. Los tratados de la región no prevén ayudas para países insolventes, pero, en realidad, los demás Estados tendrían que rescatar a quienes estén pasando por dificultades».12 Un año después, cuando el gobierno de Papandreou buscaba ayuda, intervino Josef Ackermann, el enérgico consejero delegado de Deutsche Bank y presidente del IIF. Viajó a Atenas a principios de 2010 para proponer un préstamo público-privado de 30.000 millones de euros.13 Es verosímil que, con Berlín y París a bordo, aplicar una tirita hubiera calmado a los mercados y reducido los rendimientos al punto de que Grecia pudiera avanzar renqueante. Pero la deuda se acumulaba inexorablemente. Y ¿qué habría sucedido cuando la zona euro se hubiera visto azotada por la siguiente oleada proveniente de Irlanda o Portugal? Para un prestatario insolvente, una nueva deuda es un parche, no una solución.

Sea como fuere, en la primavera de 2010 las hipótesis eran irrelevantes. Cuando los alemanes acudieron a las urnas el 27 de septiembre de 2009 tras una campaña extremadamente disputada, echaron a Steinbrück y el SPD del poder. Angela Merkel siguió como canciller, pero ahora con el FDP, partidario del mercado libre y las bajadas de impuestos.14 Eran más del gusto ideológico de la canciller, pero ahora actuaba desde una base política más reducida y tendría que prestar aún más atención al frente nacional. Para satisfacción de los conservadores, Steinbrück fue sustituido por Wolfgang Schäuble como ministro de Economía. Schäuble era un integrador europeo convencido perteneciente a la generación de Helmult Kohl en los años ochenta. Como conservador cristiano de la etapa de la guerra fría, poseía una amplia visión estratégica de la UE como defensora de la civilización occidental en una era de globalización.15 Para Schäuble, el Rechtsstaat, el Estado de derecho, era el pilar de este concepto de Occidente y, como ministro de Economía, el freno de deuda plasmado en la Constitución era su máxima preocupación legal. El FDP, nuevo socio de coalición de CDU, era un partido favorable a las empresas y los recortes tributarios, así que ello limitaba a Schäuble en el ámbito de los ingresos. Lo que necesitaban Alemania y Europa era disciplina fiscal. Si Grecia no podía estar a la altura, desde los años noventa Schäuble había sido un defensor acérrimo de la visión de una Europa con varias velocidades, en la que un grupo central marcaba el ritmo mientras las naciones menos competitivas y disciplinadas seguían a la cola. El 11 de febrero de 2010, el gobierno de Merkel asombró a los mercados al acordar con sus socios la adopción de medidas urgentes para respaldar al euro como tal, pero el veto a cualquier oferta de ayuda concreta para Grecia. Como decía un alto cargo de la UE a los periodistas: «Alemania está pisando a fondo el freno de la ayuda económica. Por cuestiones legales, por cuestiones constitucionales y por principios».16

La negativa de Berlín a ceñirse al guion del rescate era preocupante para los franceses y estremecedora para los griegos. Pero no debería haber sorprendido a nadie. El artículo 125.º del tratado de Maastricht prohibía los rescates mutuos. El tratado de Lisboa que finalmente entró en vigor en diciembre de 2009, justo cuando estalló la crisis griega, había reforzado la prioridad de la responsabilidad del Estado nación. También bloqueaba la ruta hacia la mutualización de la deuda, que tal vez habría permitido que un consorcio europeo compartiera la carga que conllevaba el respaldar cierto porcentaje de las deudas de Grecia. En un juicio crucial al tratado de Lisboa celebrado el 30 de junio de 2009, el Tribunal Constitucional alemán había puesto otro obstáculo a cualquier avance hacia la integración de la UE.17 Karlsruhe aplicó una rigurosa prueba de responsabilidad democrática antes de que pudieran transferirse más competencias a Bruselas. Lo que aceptaría Berlín el 11 de febrero de 2010 fue un apoyo de último recurso al euro como tal, pero no quedaba claro qué significaba eso para una «manzana podrida» como Grecia. Sin duda, el país recortaría el déficit y emprendería una reforma del mercado laboral para potenciar el crecimiento. Pero Alemania no estaba de humor para un rescate. La gran mayoría de los políticos y la opinión pública de Alemania parecían dispuestos a permitir que los mercados se salieran con la suya tanto con Grecia como con sus acreedores. Si era necesaria una rebaja de la deuda, que así fuera. Si Atenas no podía pagar, todo el espectro político alemán respaldaba la reestructuración de la deuda a expensas de los bancos.18 Los sondeos demostraban que dos tercios de quienes apoyaban la ayuda para Grecia exigían también que los bancos realizaran aportaciones al paquete de medidas.19 Esos llamamientos se vieron reforzados por grupos de presión como la liga de contribuyentes alemanes, que exigía la participación del sector privado.20 Era un planteamiento riguroso y muy arriesgado cuyo atractivo para la ciudadanía alemana era congruente con el hecho de que esta solía culpar a los bancos «de otros países» y subestimar el peligro que corrían las instituciones financieras de su propio país.

Este era el dilema básico de la crisis de deuda de la zona euro. Grecia necesitaba una rebaja. Los alemanes no se oponían a ello y eran favorables al recorte de valoración de los acreedores. Pero el Gobierno griego del PASOK no quería pagar el precio de un problema creado en buena medida por su predecesor. No solo habría que reestructurar las deudas estatales, sino también el sistema bancario griego. Estaba en juego todo el tejido social y político del país. Los franceses se oponían a la rebaja de la deuda y París no solo contaba con el apoyo de otras naciones deudoras europeas, sino también del BCE. A este último le horrorizaba la posibilidad de un impago soberano en la zona euro. ¿Y los riesgos de contagio? Sin duda, lo que necesitaba Grecia era una saludable dosis de disciplina económica. Esa era la respuesta popular. La austeridad sería el medicamento que tendrían que tragar los griegos en los próximos años. Pero el ajuste presupuestario exigido era poco realista y su impacto en la economía griega resultó devastador. Puesto que la reestructuración era, a la postre, inevitable, la cuestión debería haber sido cómo llevarla a cabo de forma segura, cómo crear un marco en el que la deuda pudiera ser rebajada e infligir deudas a los acreedores sin causar un pánico generalizado. El problema era que el mero hecho de decirlo en voz alta significaba sembrar el error antes de que la red de seguridad estuviera preparada. Mientras se prolongaba y fingía y se negaba la necesidad de reestructuración, era difícil generar impulso para una iniciativa colectiva europea destinada a la creación de instituciones. Y no podría hacerse sin Alemania, la cual, aunque no descartaba reestructurar a Grecia y sus acreedores, no mostraba el menor entusiasmo por poner en marcha los mecanismos necesarios para que dicha reestructuración fuera segura.

La renuencia alemana era corta de miras, pero comprensible. Ya en la primavera de 2010 estaba claro que una solución exhaustiva al problema de la crisis de deuda soberana exigía (1) una recapitalización agresiva de los bancos europeos para permitirles sobrevivir a las pérdidas, un proyecto en el que Europa ya iba por detrás de Estados Unidos en 2009; (2) que un fondo europeo respaldara esa recapitalización bancaria, ya que, de lo contrario, la iniciativa podía desestabilizar las frágiles finanzas de los Estados más pequeños, una propuesta que Berlín ya había vetado en octubre de 2008; (3) que el BCE estabilizara los mercados de bonos, ya fuera proporcionando liquidez a los bancos europeos o mediante compras activas en la línea de los programas de la Reserva Federal, aunque una monetización completa de la deuda estaba prohibida por el tratado del BCE y la opinión conservadora en Alemania detestaba una intervención de esa índole; (4) un TARP («banco malo») europeo respaldado con el presupuesto de los gobiernos nacionales para comprar la deuda soberana de los Estados europeos más débiles, una propuesta que bloqueó la prohibición del tratado de Lisboa a la mutualización.

Para que todo esto fuera menos inconcebible en términos políticos se llegó a la disciplina fiscal (5). Los contribuyentes de países solventes del norte como Holanda y Finlandia, pero, sobre todo Alemania, debían saber que no estaban aprovechándose de ellos. Antes de que pudiera darse una mutualización de responsabilidades, debería existir un acuerdo sobre las normas fiscales. El listón se había fijado en mayo de 2009 con la enmienda constitucional del freno de deuda alemán. Para Berlín, menos que eso significaba ceder. Trabajar en esos problemas interrelacionados haría que la senda hacia la contención, por no hablar de la resolución de la crisis de deuda griega, fuera sumamente agónica. Entre tanto, los mercados financieros observaban con una mezcla de ansiedad e impaciencia y un ojo puesto en los beneficios especulativos que podían obtenerse al comerciar con la incertidumbre.

II

La búsqueda de una solución comenzó a principios de 2010 en el Ministerio de Economía de Schäuble. Aparentemente sin coordinación previa con la cancillería de Angela Merkel, Schäuble propuso que la UE creara un Fondo Monetario Europeo (FME) capaz de desempeñar en la zona euro el papel de reestructuración, estabilización y disciplina que llevaba a cabo el FMI en el escenario global.21 Una versión de la idea del FME, impulsada entre otros por Thomas Mayer, el economista jefe de Deutsche Bank, era que el fondo respaldara las deudas de un país hasta un límite del 60 % del PIB. Por encima de ese nivel, la deuda debía ser reestructurada y los tenedores de bonos sometidos a un recorte de valoración proporcional y uniforme.22

Era una propuesta de lo más ambiciosa que reflejaba los profundos compromisos federalistas de Schäuble con respecto a Europa. Quería utilizar la crisis para sacar adelante la agenda de la integración europea, que había quedado inacabada en Maastricht en 1992. Si Berlín hubiera prestado su pleno apoyo a la idea de un FME y si su presupuesto hubiera tenido una envergadura apropiada (se necesitaban cientos de miles de millones de euros), es posible que la crisis hubiera tomado otro rumbo. Si Berlín hubiera aceptado el desafío, es inconcebible que el resto de los gobiernos de la zona euro hubieran podido resistirse. Algo muy parecido a esto es lo que decidirían apresuradamente en 2012. Pero esa oportunidad de liderazgo alemán para la crisis no tenía vacante. En la primavera de 2010, el plan de Schäuble fue abatido por fuego amigo.23 La canciller Merkel no era una federalista europea. No sentía el menor deseo de reabrir las condiciones del tratado de Lisboa por las que tanto había luchado y que tan solo habían empezado a entrar en vigencia. Tampoco iba a ceder a Bruselas su fondo monetario. Era demasiado escéptica con respecto a la capacidad de Europa para la autodisciplina y debía pensar en el dictamen del Tribunal Constitucional alemán sobre Lisboa. Entendía que eran necesarias unas medidas radicales, pero su propuesta, más que crear un FME, era simplemente lograr que el FMI sancionara a la zona euro.

Obligar a Grecia a que acudiera al FMI resultaba atractivo para los conservadores alemanes.24 El Fondo, con su ambicioso director general, el francés Dominique Strauss-Kahn, estaba dispuesto a involucrarse. Pero también había dudas. El FMI ya había invertido decenas de miles de millones de euros en Europa del Este. La zona euro había recibido aún más. En una nueva era de globalización, ¿un compromiso profundo en Europa era la dirección adecuada para el FMI? Y, al tratar con países europeos con una poderosa representación en la junta directiva del Fondo, ¿sus economistas podían estar seguros de que se impondría su experiencia? Más concretamente, ¿aceptaría Europa los consejos del FMI en la cuestión de la reestructuración? ¿Comprendía siquiera las políticas que debía poner en práctica el FMI? Después de su desastrosa experiencia en la crisis argentina de 2001, el FMI había establecido nuevas reglas.25 El Fondo solo haría préstamos a países solventes; en caso contrario, debía producirse una reestructuración. Y si realizaba el préstamo, insistiría en hacerlo pronto, antes de que cundiera el pánico. Dada la magnitud del arsenal especulativo que podía movilizarse en los mercados financieros apalancados, prestar una vez que se hubiera instalado el miedo probablemente sería caro e ineficaz. En vista de lo mucho que había progresado la crisis en Grecia en los primeros meses de 2010, era difícil argumentar que cumpliera alguno de esos criterios.

De nuevo podemos ver la posibilidad de un camino alternativo: ¿podría haber respaldado Berlín la exigencia del FMI de una reestructuración inmediata en Grecia? Sin duda, el análisis retrospectivo llevado a cabo por el Fondo indica que habría sido una opción más adecuada.26 Pero el veto de Merkel a la idea del Fondo Monetario Europeo deja entrever el principal obstáculo de semejante estrategia. No estaba dispuesta a plantearse las medidas adicionales que serían necesarias para que la reestructuración fuese segura. Y la propuesta de intervención del FMI puso al resto de Europa en su contra. De hecho, Schäuble, el ministro de Economía de Merkel, hizo público que consideraría la intervención del FMI una «humillación» para Europa.27 Para Sarkozy, cualquier injerencia del FMI era impensable: «Olvídense del FMI. El FMI no es para Europa. Es para África. ¡Es para Burkina Faso!», dijo al Gobierno griego a principios de marzo.28 El BCE, por su parte, también se negó de plano a cualquier medida que conllevara una reestructuración de la deuda y la intervención del FMI. Ya era bastante negativo que los bonos hipotecarios estadounidenses hubiesen desencadenado la crisis bancaria. Para Trichet, era simplemente impensable que la firma soberana de la deuda pública en la zona euro no se cumpliera en su totalidad. E involucrar al FMI en los asuntos internos de Europa era echar sal a la herida. La objeción de Trichet no era que el FMI fuera para África, sino que fuese «estadounidense».29

Trichet tenía motivos para estar preocupado por el mundo exterior, ya que, cuando se trataba de la zona euro, todas las miradas se volvían hacia el BCE. Si este era un banco central como la Reserva Federal o el Banco de Inglaterra, no había necesidad de que existiera una crisis de deuda soberana. Grecia no había solicitado préstamos en dólares, sino en euros, y había delegado al BCE el poder soberano para imprimir su divisa. Su destino y el del resto de la zona euro estaba en manos de Trichet. Lo único que debía hacer el BCE para frenar la oleada de inestabilidad en los tipos de interés griegos era actuar como lo hacían los bancos centrales en todo el mundo: comprar bonos soberanos. Por supuesto, la compra de bonos no era una solución a largo plazo. Grecia necesitaba reestructuración, disciplina fiscal y crecimiento económico. Pero estaba en juego la estabilidad financiera de una gran zona económica. La deuda pública griega era solo un pequeño elemento del sistema financiero europeo. Los tratados fundacionales del BCE limitaban su derecho a comprar deuda griega emitida recientemente. Pero podía comprar bonos en circulación como parte de una campaña de estabilización del mercado. Si el BCE no intervenía, no era una cuestión económica, sino política, y en el invierno de 2009-2010 parecía que los banqueros centrales de Europa estaban decididos a adoptar una línea dura. En lugar de mantener la generosa provisión de liquidez que había ofrecido en 2009, el BCE permitió que expiraran los LTROs.30 En abril de 2010 empezó a debatir un nuevo régimen en el que aplicaría recortes graduales a los bonos soberanos con una calificación inferior, lo cual limitaría su atractivo para los bancos.31 Trichet había entrado en el peligroso juego de sustituir la presión en los mercados de bonos por las estructuras federales de gobierno fiscal y económico que no existían en la zona euro. Bajo la atenta mirada del BCE, el aumento de los rendimientos de los bonos obligaría a los griegos a ponerse serios con la disciplina fiscal y emprender reformas económicas. Al adoptar esta estrategia, Trichet no solo estaba cumpliendo su propia agenda. También estaba apaciguando al Bundesbank y al profesor Axel Weber, su ortodoxo director. Cualquier compra de bonos por parte del BCE era vista en Alemania como una amenaza inflacionista. Asimismo, y más pertinentemente, se interpretaba como una mutualización encubierta de la deuda. Por medio de la hoja de balance del BCE, los contribuyentes alemanes acabarían siendo acreedores del resto de la zona euro.32 Por supuesto, lo mismo ocurriría con todos los demás accionistas del BCE. Pero lo que preocupaba a los euroescépticos germánicos era el porcentaje de Alemania.

Durante los primeros meses de 2010, la discusión llegó a un punto muerto. La presión de los mercados sobre Grecia se intensificó. Los inversores extranjeros estaban deshaciéndose de toda la deuda griega que pudieran vender. Los europeos de línea dura podían interpretarlo como una manera legítima de imponer disciplina, pero, para los inversores, la falta de decisión resultaba inquietante. ¿Quién sería el próximo? ¿Irlanda? ¿Italia? Para el Gobierno griego era francamente aterrador. El 19 de mayo de 2010, Atenas debía realizar un pago de 8.900 millones de euros. No estaba claro de dónde sacaría el dinero. Desesperado por encontrar una solución, el gobierno del PASOK buscó ayuda al otro lado del Atlántico.

En la primavera de 2010, los europeos portadores de malas noticias no eran bienvenidos en la Casa Blanca. La administración de Obama había seguido de cerca el desarrollo de la crisis de deuda griega y había apelado a los europeos a actuar con rapidez.33 Pero su gobierno también se hallaba hundido en lodazales políticos internos. Gracias a las chapuceras elecciones especiales celebradas en Massachusetts en enero tras la muerte de Teddy Kennedy, los demócratas habían perdido su mayoría a prueba de filibusteros en el Senado. La aprobación de la reforma de la sanidad se había convertido en una extenuante guerra de desgaste. Dodd-Frank parecía estar varado. Lo último que necesitaban el Tesoro y la Reserva Federal era una nueva crisis. Pero, en la primavera de 2010, estaba claro que la negativa de los europeos a negociar con Grecia amenazaba precisamente con eso.

Sesenta y tres años antes, una crisis política en Grecia había desencadenado una transformación en la política de EE. UU. El 12 de marzo de 1947, cuando los británicos declararon su incapacidad para derrotar a la insurgencia comunista en la guerra civil griega, el presidente Truman anunció la doctrina de contención, uno de los primeros movimientos de la guerra fría. Ese verano, el general George Marshall, secretario de Estado de Truman, respaldó la contención con su legendaria promesa de ayuda económica a Europa. En 2010 no existía un antagonista como la Unión Soviética que presionara a la administración de Obama. Lo que convertía a Grecia en un problema para Estados Unidos no era un choque global de ideologías, sino el dinero que fluía por el sistema circulatorio de las finanzas transatlánticas. Los fondos de cobertura estadounidenses tenían centenares de miles de millones de dólares en juego en los bancos europeos, sobre todo franceses. Eran esos mismos bancos los que corrían peligro en Grecia. Y las sucursales estadounidenses de esos mismos bancos europeos también eran grandes prestamistas de familias y empresas de EE. UU. Cualquier crisis económica en la zona euro tendría repercusiones en Estados Unidos.

El 9 de marzo de 2010, un mes después de que Alemania bloqueara la iniciativa de un rescate rápido para Grecia, el presidente Obama y sus principales asesores económicos, Larry Summers y Tim Geithner, se reunieron con el presidente griego y su delegación. El mensaje de Obama fue alentador. Washington aprobaría su aportación del 17 % en ayudas del FMI y respaldaría que Merkel solicitara apoyo a la UE.34 La oposición a la intervención del FMI por parte de Francia y el BCE podría ser superada. Pero la Casa Blanca dejó clara una cosa: no podía mencionarse una reestructuración de la deuda. «No podemos vivir otro Lehman», zanjó Obama. Que la deuda griega fuera sostenible no preocupaba a Estados Unidos. La prioridad de Washington era impedir el contagio económico. No podía barajarse la posibilidad de una reestructuración hasta que los europeos hubieran encontrado la manera de estabilizar los mercados de bonos y estuvieran dispuestos a llevar a cabo una recapitalización total de los bancos de Europa. Y, debido al estancamiento franco-alemán, ese acuerdo no parecía probable.

De este campo de fuerza de intereses nació la primera iteración de «prolongar y fingir». Europa entró en un régimen de emergencia que no estaba definido por un único autor soberano, sino por la ausencia de una autoridad de esa índole.35 En una cumbre de la UE celebrada el 25 de marzo de 2010, Merkel, que obvió las objeciones de Francia y el BCE y tenía a Washington de su parte, forzó la intervención del FMI.36 Sería una acción conjunta de la Unión Europea y el FMI, como ya había sucedido en los países bálticos el año anterior. Pero, en esta ocasión, el BCE participaría plenamente. Un comité integrado por la UE, el BCE y el FMI formaría lo que pronto sería la impopular «troika», que dictaría políticas a Grecia y los demás «países receptores de ayuda financiera». Sin embargo, la reestructuración fue descartada. En eso, Washington se alineó con los franceses y el BCE. La deuda griega existente se pagaría con nuevos préstamos de la troika, con independencia de si el resultado era sostenible o no. El FMI tendría que adaptar sus procedimientos de actuación a las circunstancias. Para satisfacer la insistencia de Merkel en las normas de Lisboa, el componente «europeo» no consistiría en medidas adoptadas colectivamente por medio de las instituciones centrales de Bruselas o financiadas por los Estados miembros; ello exigiría un cambio del tratado y podía sobrepasar la línea trazada por el Tribunal Constitucional alemán. Por el contrario, consistiría en créditos nacionales individuales para Atenas sobre una base bilateral y voluntaria coordinada en todo el Eurogrupo, la poderosa pero informal reunión de los ministros de Economía de la eurozona. Para evitar la apariencia de un rescate —prohibido por Maastricht—, los préstamos no se harían en condiciones favorables. Los tipos de interés serían altos y se impondría una tasa administrativa a fin de compensar las inconveniencias para los prestamistas. Por último y más importante, dicho apoyo no se prestaría de manera preventiva para impedir una pérdida de confianza de los mercados. Se ofrecería únicamente como último recurso si Grecia perdía acceso a los mercados. Estaría en manos del país, por medio de la austeridad, eludir ese momento el máximo tiempo posible.

Para los griegos de a pie, ello equivalía a recortes salariales en todo el sector público. Los trabajadores eventuales no serían renovados. El límite a los despidos en el sector privado fue eliminado. Se elevó la edad de jubilación, así como el IVA y otros impuestos al consumo. Una economía que ya estaba bajo presión sufrió otra contracción. Una población que ya tenía uno de los niveles de vida más bajos de Europa bajó varios escalafones más. El movimiento obrero griego se movilizó en una furiosa protesta. Pero al menos bastó para satisfacer a los mercados de bonos. En los últimos días de mayo de 2010, Atenas pudo emitir una última porción de deuda a largo plazo: 5.000 millones de euros en siete años a algo menos del 6 %. Como cabía esperar, la demanda entre los inversores fue tibia.37 Europa estaba preparando una red de seguridad. La única pregunta era cuándo caería Grecia por el precipicio.

III

El 30 de marzo, los mercados no se vieron sacudidos por noticias provenientes de Grecia, sino de Irlanda. La factura por recapitalizar los bancos irlandeses que habían entrado en bancarrota estaba disparándose. Solo para Anglo Irish Bank, Dublín estaba presupuestando ahora 34.000 millones de euros, más de lo que había ingresado Irlanda por tributaciones en 2010. Pronto, el déficit irlandés sería peor que el de Grecia.38 En Irlanda eran los bancos los que estaban rebajando el bono soberano. En Grecia, el mecanismo funcionaba a la inversa. Los depositantes astutos de los bancos griegos eran conscientes de que sus ahorros se habían invertido en los bonos gubernamentales que Atenas estaba intentando cubrir. En los primeros meses de 2010, fueron retirados 14.000 millones de euros de los bancos griegos y trasladados a otros lugares de la zona euro. Los primeros fueron los oligarcas, que movieron grandes sumas a través de Chipre, pero pronto los siguieron depositantes de clase media que retiraban unos pocos miles de euros cada vez.39 Despojadas de fuentes de financiación, las entidades griegas recurrieron a su banco central, la sucursal local del BCE, donde Trichet seguía permitiéndoles recomprar bonos del mercado griego cuya calificación se había visto rebajada. Era un sistema de soporte vital muy importante que otorgaba al banco central autoridad no solo sobre el Gobierno griego, sino también sobre la sociedad griega y la economía en general. Sin la aprobación de Fráncfort no habría dinero en los cajeros automáticos, pero tampoco se llevaría a cabo una reestructuración de la insostenible deuda griega.

En abril, mientras la troika discutía quién aportaría qué y cuál sería la envergadura del paquete de rescate para Grecia, el tiempo se agotaba.40 Una reducción de categoría por parte de la agencia de calificación Fitch hizo que las rentabilidades de deuda del Gobierno griego se dispararan al 7,4 %. La mañana del 22 de abril, Eurostat anunció que su cálculo del déficit griego en 2009 se había elevado ahora al 13,6 % del PIB. El de Irlanda era aún mayor, un 14,3 %. Los diferenciales de los bonos griegos se dispararon a 600 puntos básicos, lo cual incrementó el tipo deudor al 9 %, expulsando así a Grecia del mercado. Había llegado el momento de optar por el último recurso. Alentado por Schäuble y Geithner, el Gobierno griego puso en marcha el mecanismo de emergencia. Grecia necesitaba mucho dinero y no había tiempo que perder.

Fue una coincidencia, pero simbólica. La noche del 22 de abril, horas después de que el anuncio de Eurostat hiciera temblar los mercados, la élite económica mundial se reunió en Washington, D. C. para la cumbre semianual del FMI. El acto tendría lugar en la embajada canadiense y había llegado la hora de mantener una conversación sincera. La crisis se había extendido fuera del territorio europeo. Ahora, la zona euro representaba una amenaza para la estabilidad económica global. Desde marzo, China había exigido medidas para defender el valor de las inversiones globales en los activos denominados en euros.41 Según recordaba Alistair Darling, ministro de Hacienda británico, el ambiente era de urgencia: «Es innegable que Estados Unidos, cada vez más incrédulo y ansioso, estaba observando la incapacidad de Europa para actuar [...] El mensaje era: “¿Por qué no podéis tomar medidas? Sabéis que tenéis que hacer algo”».42 En palabras de The Financial Times, el hecho de que la zona euro no restituyera la estabilidad en sus propios términos significó que, en abril de 2010, el «rescate» del euro, «la expresión definitiva de la integración europea, dependiera de extranjeros pertenecientes a instituciones internacionales y a la administración de EE.UU.».

Pero de Washington no salió ningún acuerdo. La troika tan solo estaba empezando a regatear con Atenas las condiciones de un préstamo para el rescate. Los mercados estaban en vilo. El 28 de abril de 2010, todo se precipitó. La crónica oficial del Ministerio de Economía alemán es, como cabría imaginar, un documento sobrio. Así describe el devenir de los mercados de bonos soberanos y dinero interbancario de aquel día:

«La crisis se ha vuelto extremadamente grave. Las primas de riesgo para los bonos gubernamentales en algunos Estados miembros europeos como Portugal, Irlanda y España aumentan con rapidez y alcanzan niveles iguales a los que impidieron a Grecia acceder a los mercados financieros en abril. En un eco de las últimas y dramáticas fases de la crisis económica [de 2008], prácticamente no existen préstamos interbancarios entre las entidades europeas. En un período de tiempo muy corto hay indicios generalizados de una marcada crisis sistémica».43

Lo que oculta esta crónica oficial es el papel de Berlín en la gestación de la «marcada crisis». Antes de las vitales elecciones regionales de principios de mayo, la oposición de la ciudadanía alemana a las ayudas para Grecia era feroz. El FDP, socio de coalición de Merkel, cuya popularidad entre los partidarios nacionalistas del mercado libre estaba hundiéndose, esgrimió sin inhibiciones la carta antigriega, lo cual redujo el margen de maniobra de la canciller. Para recordar a Merkel lo que se jugaba el planeta, el 28 de abril, Dominique Strauss-Kahn y Jean-Claude Trichet viajaron a Berlín.44 Pero, a pesar de que el pánico iba en aumento, no hubo desviaciones del guion minimalista que había redactado Berlín el 25 de marzo. De hecho, Merkel atizó las brasas de la especulación al recordar a la prensa que admitir a Grecia en el euro había sido un error y que la aportación alemana a las medidas de rescate sería una decisión voluntaria tomada según las condiciones estipuladas en Berlín.45 No era la clase de discurso que calma a los mercados. Los diferenciales griegos se dispararon a 1.000 puntos básicos y, al final de la jornada, Washington estaba suficientemente alarmada como para que Obama llamara personalmente a la cancillería.46 El de Merkel no fue el único teléfono que sonó en Europa. Los registros de Geithner y su Gabinete plasman contactos casi diarios entre Washington, Berlín, Fráncfort y París.47 Gobiernos de todo el mundo estaban presionando a la UE para que actuara.

Finalmente, en los primeros días de mayo se llegó a un acuerdo. Grecia pactó con la troika no solo la reducción del déficit, sino intentar alcanzar el superávit. Prometió un vuelco en su balance presupuestario de un impactante 18 % del PIB.48 Solo en 2010, la reducción del déficit equivaldría a un 7,5 % del PIB. Todos los ámbitos de la vida pública griega se verían afectados, desde el personal de limpieza de los Ministerios hasta la privatización de activos estatales. Todo estaba a la venta. A cambio, Grecia recibiría un rescate mucho mayor del que se había imaginado: 110.000 millones de euros, de los cuales 80.000 provendrían de la UE y 30.000 del FMI, y se abonarían en plazos trimestrales a lo largo de tres años. Los tipos de interés eran altos y estaba claro que abonarlos provocaría un shock en 2013, pero era lo máximo que estaban dispuestos a ofrecer los países prestamistas. Merkel prometió un voto afirmativo del Bundestag para el 7 de mayo. La cuestión era si los mercados darían tanto tiempo a Europa.

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