Crash

Crash


IV. Las réplicas del terremoto » Capítulo 24. Trump

Página 52 de 61

Si no podían revocar el Obamacare, ni cambiarlo por otra ley, ¿qué podían hacer? En el verano de 2017 parecía que la incoherencia de los republicanos, cuando se enfrentaba a la realidad compleja de los gobiernos modernos, quizá les impediría emprender ninguna acción eficaz.58 La lucha contra la LCA había dejado poco espacio en la agenda legislativa. El programa de infraestructuras que Trump había prometido era una quimera. De la reforma tributaria se hablaba mucho, pero no parecía que se hiciera nada. Entre tanto, no podían eludirse las cuestiones financieras básicas. El techo de deuda seguía en vigor, y cuando el Tesoro alcanzó el límite de endeudamiento, en la primavera de 2017, tuvo que recurrir a los parches de costumbre.59 El secretario del Tesoro, Mnuchin, apeló al Congreso para que ampliara el techo, sin éxito. Durante el verano, la Cámara Baja se marchó de vacaciones sin haber votado. Entre tanto, se había elegido como nuevo director de la Oficina de Administración y Presupuesto a Mick Mulvaney, uno de los fundadores del Caucus de la Libertad, que en 2011 y 2013 había tentado a la suerte con el impago.60 Mulvaney no quería hacer concesiones ni a los centristas ni a los demócratas. El recorte de presupuesto extremo que exigían los viejos amigos del Caucus de la Libertad no gozaba de mayoría. Para el director de presupuesto de Trump, bloquear los pagos no era la peor opción. Si Estados Unidos chocaba contra el techo de deuda y se veía obligado a priorizar entre las facturas —un impago en toda regla, salvo por el nombre—, pues que así fuera.61 Increíblemente, el presidente parecía estar de acuerdo. En mayo de 2017, Trump tuiteó alegremente sobre un «buen bloqueo».62

Cuando el verano se aproximaba a su fin, parecía que los republicanos —a pesar de que controlaban tanto la Casa Blanca como el Congreso— no lograrían resolver la cuestión presupuestaria. La verdadera cuestión era si los demócratas permitirían que lanzaran a Estados Unidos por el precipicio fiscal. Cuando Obama estaba en la Casa Blanca, los demócratas habían acusado a los republicanos de no asumir la carga de gobierno que les correspondía llevar. ¿Podrían negarse a apoyar al presidente, aunque este fuera Trump? Antes de que el dilema les estallara en las manos, intervino un desastre natural. Después de que el huracán Harvey asolara una buena parte de Texas y otro huracán se estuviera adentrando en Florida, ni Trump ni los demócratas quisieron parecer inactivos.63 En una reunión celebrada en el Despacho Oval el 6 de septiembre, el presidente dio un giro brusco. No solo plantó a los jefes de los congresistas republicanos, sino que cortó a su propio secretario del Tesoro, a media frase, para llegar a un acuerdo con los demócratas. El cambio fue tan vertiginoso que a los expertos no les quedó otra que buscar ejemplos históricos de presidentes «independientes» que se hubieran alzado por encima del sistema de partidos nacional.64 La realidad era más espinosa. Después de que los líderes demócratas del Senado y el Congreso, Chuck Schumer y Nancy Pelosi, hubieran salvado al gobierno del bloqueo presupuestario, Trump acogió con gusto la posibilidad de vitorear a los republicanos, cuando volvieron al ataque.65 Recortar el Obamacare quizá no fuera viable, como propuesta política, pero sin duda rebajar impuestos sí que lo sería.

En las dos Cámaras, los republicanos empezaron a trabajar con ahínco en una «reforma fiscal».

La ley tributaria resultante, aprobada por las dos Cámaras en diciembre de 2017, fue sumamente controvertida. La píldora venía dorada por reducciones generales en la tributación de los ingresos personales y un descenso de las exenciones fiscales que afectaba ante todo a los contribuyentes locales de ingresos altos de estados que votaban demócrata. Pero eran medidas limitadas. A los pocos años, muchos estadounidenses de pocos ingresos pagarían más impuestos. En cambio, para los muy ricos había un beneficio más duradero: el umbral de la exención fiscal estatal se elevó hasta los 11 millones de dólares. Y lo que realmente importaba fue un recorte del 40 % en la carga fiscal de las empresas, que les permitía retener esos beneficios para el crecimiento o bien pagar dividendos a los accionistas. Ante la inmensa desigualdad en la distribución de la riqueza, y en particular en la propiedad de renta variable —el 90 % de la renta variable corporativa está en manos del 20 % con más ingresos del país—, era obvio que quien sacaba tajada de la medida eran los ricos. Por si era poco, el Senado añadió, en materia de salud, la eliminación del fondo único obligatorio (el sistema «de pagador único»), que obligaba a todos los estadounidenses a suscribir un seguro de salud. Sin esta norma, según la mayoría de cálculos, 13 millones de estadounidenses se quedarían sin cobertura. A medida que las personas de bajo riesgo dejaran los planes de seguro, las primas de los que se quedaban se encarecerían. Todo vino a confirmar, más que de sobras, los temores de DeLong. Por su impacto redistributivo y la escala de gasto, 2017 resultaba comparable a la gran rebaja fiscal de Reagan, en 1981, y las de Bush en 2001 y 2003.66

Para facilitar el paso de las medidas fiscales por el Congreso, y calmar los nervios de los republicanos tributariamente conservadores, el Tesoro y los economistas republicanos de esa misma cuerda quitaron importancia a las implicaciones sobre el déficit.67 Recurrieron a los viejos argumentos de la era de Reagan, según los cuales reducir los impuestos impulsaría el crecimiento y, por lo tanto, elevaría la recaudación gubernamental. Regresó incluso la infame «curva Laffer», que pretendía demostrar una relación positiva entre la rebaja fiscal y los ingresos gubernamentales.68 Pero la inmensa mayoría de los economistas no se dejaba engañar. Era innegable que la rebaja fiscal incrementaría el déficit. Simpson y Bowles, que habían encabezado la comisión nacional de Obama sobre la reforma y la responsabilidad fiscal, denunciaron que el plan tributario suponía volver a la era de la «negación del déficit».69 No había tanto negacionismo, de hecho, como un cálculo político inflexible. En realidad, no había modo de reducir la carga fiscal corporativa hasta un mero 21 % sin incurrir en déficits.70 Pero esto no arredró a los activistas republicanos. Desde su perspectiva, cuanto mayores fueran los déficits, más urgente sería pasar a la segunda fase de su programa.71 Con una rebaja fiscal que amenazaba con sumar 1,5 billones de dólares a la deuda nacional, sería imprescindible recortar el gasto. Medicaid se amputaría hasta el mínimo que permitiera la ley y el resto del gobierno federal quedaría igualmente en los huesos. No era la táctica republicana de los años ochenta, sino de los noventa. Los congresistas republicanos dejarían morir de hambre a la bestia.

Los liberales, como es lógico, se indignaron con la cruda injusticia de la propuesta fiscal. El relator especial de Naciones Unidas sobre la pobreza extrema, que casualmente estaba en Estados Unidos, donde visitaba los hogares de algunos de los 40 millones de ciudadanos que vivían en condiciones de auténtica miseria, denunció que el plan tributario suponía «avanzar en hacer de Estados Unidos el campeón mundial de la desigualdad extrema».72 Pero incluso si dejamos de lado la cuestión de la equidad, matar de hambre a la bestia, como simple estrategia fiscal, era una estrategia fallida. Históricamente, los recortes de gasto que se suponía debían seguir a las rebajas fiscales no llegaban. Era más fácil protestar contra las exenciones fiscales que lograr que se anularan. En las inversiones en bienestar, había ámbitos clave que contaban con partidarios incluso entre las filas de los republicanos. Al mismo tiempo, el proyecto republicano de aumentar el Ejército de Tierra un 10 % y la Armada hasta los 355 barcos de combate incrementaría el gasto militar —el apartado más elevado de los gastos discrecionales— en 683.000 millones de dólares, o un 12 %, durante toda una década, hasta 2027.73 La táctica fiscal republicana no tendría como efecto principal encoger un gobierno muy desarrollado, sino probablemente seguir reduciendo la base tributaria de Estados Unidos, pese a que ya era del todo inadecuada. Después de la rebaja fiscal, el gobierno federal tan solo gastaría un 17 % del PIB, una cifra más propia de un Estado con un mercado emergente que del gobierno de una economía avanzada.74

En 2009, cuando desde la Casa Blanca un demócrata pedía al Congreso que aprobara un plan de estímulo de la economía estadounidense, que se estaba sumiendo en la crisis más grave desde la década de 1930, los republicanos habían votado en contra, sin excepciones. Denunciaron que el plan de Obama, la Ley de Reinversión y Recuperación, era una demostración ruinosa de irresponsabilidad fiscal. Ahora, con el desempleo en mínimos —no se habían visto cifras tan bajas desde el auge de 2007—, pero con Trump en la Casa Blanca, se esforzaban por sacar adelante un estímulo de diez años, por valor de 1,4 billones de dólares. En su defensa quizá se podía decir que, dada la lentitud de la recuperación, y la gran cantidad de personas que se habían retirado de la población activa durante la crisis, era razonable dar un empujón a la economía.75 Pero incluso a los que abogaban por esa aventura les resultaba difícil justificar la propuesta tributaria republicana.76 Los más ricos de Estados Unidos no necesitaban más ventajas. La inversión era relativamente baja, desde luego, pero no porque faltaran fondos. Las corporaciones estadounidenses tenían a su alcance una liquidez de varios billones de dólares. Lo que sin lugar a dudas se echaba de menos, y desde hacía tiempo, era un programa de inversión pública que corrigiera las vergonzosas deficiencias de las infraestructuras del país. Pero en el Congreso, la idea despertaba poco entusiasmo. Los republicanos necesitaban culminar el primer año de mandato de Trump con un subidón. Y necesitaban recompensar a sus donantes.77 La «reforma fiscal» de 2017 cumplió con las dos cosas.

Cuando los halcones del presupuesto, dentro de los gobiernos de Clinton y Obama, se habían preocupado por los déficits, lo que tenían en mente era la confianza de los mercados. ¿Cómo reaccionarían los mercados a la última ronda de dispendios republicanos? Aumentar el déficit, a lo largo de diez años, en quizá 1,5 billones de dólares, sin duda tenía que provocar una reacción. Los mercados de títulos se habían mostrado nerviosos desde el sorprendente resultado de las elecciones.78 Los mercados preveían que la administración de Trump emprendería un plan de infraestructuras a lo grande y añadiría más estímulos por medio de la reforma fiscal, y en consecuencia esperaban que la Fed siguiera elevando los tipos de interés. Durante el invierno de 2016-2017, esto aceleró la venta de títulos y el aumento de sus rendimientos. Con el BCE y el Banco de Japón entregados a la expansión cuantitativa, el dólar se apreció bruscamente, lo que generó cierta incertidumbre entre los endeudados en dólares de todo el mundo. Los costes de devolución de los préstamos crecían. Pero entonces, cuando se puso de manifiesto la realidad de la caótica administración de Trump, y que los congresistas republicanos no lograban abandonar su propia paralización, estalló la fiebre. A impulsos de la euforia por las tecnológicas, el mercado de valores seguía decididamente al alza. La Fed insistía en que continuaría incrementando, escalón a escalón, los tipos de interés. Pero en el mercado de títulos había pocos signos de pánico.79 La rebaja fiscal con la que los republicanos cerraron el año se recibió con indiferencia en los mercados de bonos. En palabras de un comentarista: «Sea cual fuere la categoría que se asigne al resultado final, los economistas y el mercado de bonos están añadiendo un “menos” a esa categoría. Así que si piensas que es una “B”, el mercado cuenta con una “B negativa”».80 Los mercados no daban indicios de entusiasmo, pero la administración de Trump tampoco tenía a vigilantes detrás.

Las luchas internas del Congreso, por el Obamacare y la reducción fiscal republicana, eran pura y descarnada política estadounidense. Pero un porqué de la relativa calma de los mercados cabía hallarlo en la misma serie de influencias que también habían preservado la tranquilidad frente a los déficits de la era Bush, en los primeros años de la década de 2000: la demanda global y la oferta de activos seguros. En otoño de 2017, el FMI publicó una tabla llamativa, que mostraba la emisión de deuda desde 2010.81 Los datos revelaron que la austeridad y la expansión cuantitativa habían conducido a una profunda reestructuración de las carteras de valores. Dadas las estrictas medidas de control presupuestario adoptadas en Europa, la compra activa de bonos por parte del BCE y la intervención todavía más resuelta del Banco de Japón, en un futuro predecible, para los inversores globales, estos no eran emisores de primera categoría, en lo que atañía a los activos seguros. Además de que el BCE estaba absorbiendo bonos de la zona euro, Alemania, la fuente principal de activos seguros de Europa, había optado por el superávit presupuestario. En una escala global, durante los cinco años siguientes, solo Estados Unidos podría ofrecer activos seguros. Así pues, pensara cada cuál lo que pensase sobre la administración de Trump, quien necesitaba aparcar una gran cantidad de fondos en deuda gubernamental segura no tenía alternativa a los bonos del Tesoro estadounidense.

Fuente: FMI, Global Financial Stability Report, octubre de 2017, p. 19, figura 1.13, gráfico 4.

IV

Las campañas republicanas en contra del Obamacare y a favor de una rebaja fiscal tenían una larga historia. Por el contrario, la hostilidad de Trump con Wall Street, en su campaña electoral, era más novedosa. Electoralmente tenía sentido, sin embargo. Casi una década después de la crisis financiera, los bancos seguían siendo sumamente impopulares. Una encuesta de verano de 2017 reflejaba que el 60 % de los estadounidenses seguía pensando que Wall Street era un «peligro para nuestra economía», y solo el 27 % consideraba que la regulación era excesiva o representaba «una amenaza para la innovación o el crecimiento económico». No menos del 47 % de los votantes de Trump querían «mantener o ampliar» la ley de Dodd-Frank, frente a tan solo un 27 % que prefería anularla o atenuarla. En lo que respectaba a los servicios y productos financieros, el 87 % de los republicanos y el 90 % de los independientes eran favorables a la regulación.82 Los grupos de presión de Wall Street quizá se lamentaban por la existencia de Dodd-Frank, pero en el interior de la administración de Obama se sabía bien que ellos eran los que habían frenado la marea popular que se alzaba contra los bancos. Trump, según se pudo comprobar, no era distinto.

Los ataques de campaña de Trump eran pura y simple política. A los capitostes de Wall Street, el candidato republicano nunca les había gustado; era obvio que preferían la marca Clinton. Pues bien, Trump les había pagado con la misma moneda y había ganado. Ahora no cabía duda de quién mandaba. Una vez en la presidencia, Trump no tuvo reparos en virar 180 grados. Era un presidente-jefe y actuaría como tal. Haría una hoguera con las regulaciones, y en particular con las de su predecesor. Al presidente le apetecía «cargarse» la Dodd-Frank. Y además le gustaba conceder favores y recibir el aplauso de quienes defendían intereses poderosos, incluidos aquellos a los que había fingido atacar. Según dijo ante una reunión de grandes ejecutivos, en abril de 2017: «A los que sean banqueros, esto les va a encantar».83 Que los colmara de favores el mismo hombre que en campaña los había puesto en la picota podría parecer el mundo al revés. Pero los banqueros no se quejaban. Según un comentario del Financial Times: «Imagínense que van a las carreras, apuestan el 98 % al favorito [Clinton], que pierde en la última recta, y se marchan a casa con unas ganancias colosales».84 En lo que respectaba a Wall Street, resultó que el juego de la política era: «cara, yo gano; cruz, tú pierdes». Ni los políticos ni Wall Street dedicaron un minuto a pensar en los votantes indignados que, con su decisión, habían situado a Trump en la Casa Blanca.

Para ayudar a cargarse Dodd-Frank no faltaron voluntarios entre los grupos de presión de los bancos y los economistas más favorables a los intereses empresariales. En la Cámara Baja, los congresistas también acogieron la idea con entusiasmo. Encabezados por Jeb Hensarling, que en 2008 ya había sido la punta de lanza de la oposición a los rescates y en ese momento presidía el Comité de Servicios Financieros, el Congreso aprobó con rapidez la Financial CHOICE Act: Ley de Elección Financiera, donde CHOICE son además las siglas de «crear esperanza y oportunidades para los inversores, consumidores y emprendedores». No era solo quitarle fuerza a la Dodd-Frank: era puro libertarismo. Liquidaría la regla de Volcker y las pruebas de resistencia se realizarían cada dos años, no anualmente. Eliminaba la Autoridad de Liquidación Ordenada y hacía hincapié en que las entidades en bancarrota debían acudir, sencillamente, a los tribunales especializados.85 Sorprendentemente, en nombre de la libertad de elección, la Ley CHOICE prometía deshacerse incluso de la Oficina para la Protección Financiera del Consumidor, de Elizabeth Warren.86

Para una administración a la que habitualmente se acusa de populista, lo llamativo es que esa clase de legislación habría resultado de una impopularidad espectacular. Al igual que la cancelación de la Ley de Cuidado Asequible, la CHOICE apenas contaba con alguna posibilidad, o quizá ninguna, de superar la posición de bloqueo que los demócratas tenían en el Senado. Como en la guerra contra el Obamacare, esta batalla se libraba mejor lejos de los focos. Aunque Dodd-Frank siguiera en vigor, era fácil atacar el régimen regulatorio. Ello se debía a que la citada ley se basaba en una concepción discrecional de la gobernanza financiera. Para gozar de la máxima libertad frente a las interferencias del Congreso, el Tesoro de Geithner había insistido en disponer del mayor margen posible en su labor reguladora. Ahora esa misma discreción podía utilizarse para modificar la esencia del régimen de supervisión bancaria sin necesidad de aprobar una legislación al respecto. El Tesoro de Mnuchin empezó a preparar una serie de informes sobre cómo abordar la regulación financiera y, con ese fin, abrió la puerta a los grupos de presión de los bancos.87 Se ha calculado que no menos del 75 % de las recomendaciones de los banqueros se incorporaron al nuevo modelo regulador del Tesoro.88, 89 Se puso sobre la mesa la regla de Volcker — que había requerido casi cuatro años de trabajo— y se empezó por preguntar a los bancos qué modificarían de ella.90 En noviembre de 2017 — en lugar de eliminar la Autoridad de Liquidación Ordenada y recuperar la función de los tribunales de bancarrota, según se proponía en la Ley CHOICE—, el Tesoro decidió que prefería mantener el control sobre la liquidación de un megabanco, en caso de crisis.91 Incluso si no había más rescates, la perspectiva de otro Lehman no era atractiva. La administración de Trump puso de manifiesto la debilidad básica del diseño regulador de Geithner: dependía de que quienes ejercían el poder tuvieran un compromiso programático con la estabilidad del sistema. Sin ello, la legislación per se quedaba reducida a muy poca cosa.

Probablemente, la sección más radical de la Ley CHOICE era la referida a la Fed. Representaba una guerra sin cuartel contra el activismo del banco central según lo practicaba Ben Bernanke. CHOICE exigía que, en el futuro, hubiera una transparencia casi absoluta en todas las reuniones de la Fed. Pedía que el FOMC estableciera una regla matemática para justificar sus decisiones con respecto al tipo de interés. A tal fin, la ley especificaba por defecto la «regla de Taylor», denominada así por John B. Taylor, de la Universidad de Stanford, un favorito de la derecha y viejo rival académico de Ben Bernanke. Esta regla especificaba que los tipos de interés debían calcularse con la suma de:

• la tasa de inflación durante los cuatro trimestres precedentes; ;

• la mitad de la diferencia entre el PIB real y un cálculo del PIB potencial; ;

• a mitad de la diferencia entre la tasa de inflación, durante los cuatro trimestres anteriores, y el 2 %; ;

• una previsión de tipo de interés real del 2 %.

Era una fórmula mecánica, que suponía ajustar al alza los tipos de interés cuando la inflación era alta y el desempleo, bajo, y a la baja en el caso inverso. Si la Fed prefería una regla distinta, la Ley CHOICE estipulaba que debía formularse expresamente de un modo parecido, en términos mecánicos, y demostrar con argumentos econométricos que su modelo era preferible al de Taylor.

Los autores de la propuesta legislativa eran plenamente conscientes de que grabar esta fórmula en la ley implicaba plantear toda una historia alternativa de la política monetaria de Estados Unidos, hasta la crisis e incluso antes. Taylor y sus discípulos culpaban del hundimiento al hecho de que, en los primeros años de la década de 2000, con Greenspan, los tipos habían sido demasiado bajos.92 Durante la crisis, por otro lado, si se hubiera aplicado la fórmula de Taylor, los tipos habrían entrado en territorio negativo. Una aplicación estricta de la regla tayloriana, en el otoño de 2008, habría exigido situar los tipos por debajo del cero, de hecho un impuesto sobre los depósitos de ahorro. A él le parecía así de impracticable que Bernanke hubiera adoptado la expansión cuantitativa. La Ley CHOICE impediría tal clase de improvisaciones. Una vez hubiera pasado la crisis aguda, en vez de una segunda y una tercera fase de expansión cuantitativa, la fórmula de Taylor habría supuesto una subida de los tipos. Nadie se habría preocupado por el fin del programa de adquisición de títulos, ni en el país ni en el extranjero. De hecho, no se habría prestado ninguna consideración a las condiciones de ningún otro lugar del mundo, solo a Estados Unidos, salvo que la Fed tuviera la osadía de incluir esa inquietud general y global como una variable más de su propia ecuación de los tipos de interés.

Fuente: Fed de Atlanta.

La Ley CHOICE era, antes que nada, un gesto político. La promesa de poner freno a la libre discreción de la Fed se escuchaba a gusto, en el bando republicano. Pero en cualquier caso, en la sustancia de la propuesta no había desacuerdo. Fuera con la regla de Taylor o no, se consideraba evidente que 2017 era una temporada de ajustes, de subida de tipos y de ir probando a deshacer el colosal balance acumulado durante los años de la expansión.93 Tras poner fin a la compra de valores de la tercera fase de la expansión cuantitativa en octubre de 2014, la Fed había dado un primer paso hacia el aumento de tipos en diciembre de 2015. Luego había hecho una pausa antes de subir otro escalón en diciembre de 2015, marzo de 2017 y junio de 2017. El FOMC terminó 2017 anunciando que, en 2018, preveía tres subidas más.

Como siempre, entre el FOMC y los mercados se estaba jugando una partida sutil. Janet Yellen demostró ser magistral en este juego, pues logró transmitir a la sociedad la idea del incremento de los tipos sin desatar el pánico. Pero nunca fue muy probable que Trump fuera a conservarla en su puesto.94 Se habló de que el propio John B. Taylor podría ser candidato a ocupar el lugar de Yellen. A Trump le gustaba el aspecto de Kevin Warsh, un reyezuelo neoyorquino sin la cualificación necesaria, al que la Casa Blanca de Bush había desembarcado en la junta de la Fed en 2006. Pero al final optó por Jerome Powell. Fue una decisión sorprendentemente convencional. Powell era un republicano, ejecutivo de la banca de inversión, al estilo de Mitt Romney-Hank Paulson. La administración de Obama lo había tenido en buena consideración porque, dentro del Partido Republicano, había hecho campaña contra la parálisis presupuestaria de 2011.95 En diciembre de 2011, en consecuencia, lo habían seleccionado para la junta de la Fed, donde se distinguió por su lealtad tanto a Bernanke como a Yellen. También se creía que era partidario del marco de Dodd-Frank.96 Es probable que, desde el punto de vista de Trump, lo interesante fuera su condición personal. No era un economista de la universidad. Era un hombre de negocios, y millonario. Con un patrimonio neto valorado en más de 100 millones de dólares, Powell era, con diferencia, el presidente más rico de la Fed desde la década de 1930. A diferencia del profesor Taylor, por otro lado, a la hora de tomar medidas Powell no era doctrinario. Bajo su mando, la Casa Blanca no tendría que temer subidas innecesariamente dolorosas de los tipos de interés.

V

Organizar la nueva administración y determinar las prioridades de la política nacional eran tareas complejas y largas, para las que Trump y sus amigos estaban mal preparados. Su enfoque de las relaciones internacionales, donde la Casa Blanca y el ejecutivo gozaban de mucho más margen, fue tanto más contundente. El viernes 20 de enero de 2017, Trump tomó posesión de la presidencia y antes de cuarenta y ocho horas había anunciado su intención de renegociar el NAFTA. Un día después, el lunes 23 de enero, retiró a Estados Unidos del acuerdo transpacífico (TPP). El TTIP, objeto de años de laboriosas negociaciones con la Unión Europea, también quedó en vía muerta.

Fue una inversión espectacular de una pieza clave de la política económica exterior de los años de Obama. El TPP era la joya de la gran estrategia de Estados Unidos en una era multipolar. Para los aliados de Estados Unidos, fue una conmoción. Comprometerse con el TPP había costado un importante capital político a muchos países asiáticos, muy en especial a Japón. Si se cancelaba la gran alianza regional, ¿dónde quedaban el pivotar hacia Asia de Obama y Clinton, y la política de contención de facto de China? En realidad, abandonar el TPP y el TTIP no suponía solo romper con la era de Obama, sino invertir el apoyo de Estados Unidos a la política comercial multilateral, que se remontaba hasta la década de 1940.97 En la primera reunión del G20 a la que asistió el secretario del Tesoro Mnuchin —en Baden-Baden, en marzo de 2017— fue imposible llegar a un acuerdo, ni siquiera sobre el simple voto «de resistirse a toda forma de proteccionismo».98 Wolfgang Schäuble lo describió sin ambages, como acostumbraba: la reunión había acabado en un «impasse».99 Todo lo que Mnuchin podía ofrecer, a modo de clarificación, era que el nuevo gobierno tenía un «punto de vista distinto, en materia de comercio». Philip Hammond, el canciller de Hacienda del Reino Unido, advirtió a sus colegas que era mejor dar tiempo a la administración de Trump: «Si les exigimos que nos den ahora mismo una respuesta clara, mucho me temo que esa respuesta no nos gustará».100

Entre tanto, en Washington se libraba una batalla furiosa por el NAFTA. En opinión de Trump, era «uno de los peores acuerdos nunca vistos».101 A los tres meses de presidencia, dijo ante los periodistas que «estaba listo y preparado de verdad para acabar» con él.102 Se notaba el placer con que lo afirmaba. Bannon y el asesor económico Peter Navarro, un economista próximo al nacionalismo comercial, lo apremiaron a dejarse llevar por el instinto. Para el anuncio habían escogido un mitin previsto para el 29 de abril de 2017, para celebrar los primeros cien días de presidencia, en Harrisburg (Pensilvania). Para México y Canadá habría representado un golpe brutal. Habiendo comprendido la gravedad de la situación, corrieron a coordinar su posición. A su vez, con el deseo ferviente de evitar que se produjera una ruptura precipitada, cientos de directores de empresas hicieron presión en la Casa Blanca. Desde los propios ministerios, el secretario de Agricultura de Estados Unidos, el de Comercio y el de Estado solicitaron un aplazamiento. A la postre, el argumento decisivo parece ser que fue un mapa que mostraba cuánto «territorio Trump» se vería gravemente afectado por la retirada. ¿El presidente quería comprometer de verdad la suerte de Texas? El mapa «muestra que tengo una base muy amplia entre los que trabajan el campo, y eso es bueno —dijo más adelante el presidente—.

Trump les gusta, pero ellos me gustan a mí y yo les voy a ayudar».103 Esto no significaba no cancelar el NAFTA. Washington lo renegociaría. Sin embargo, lo haría desde una posición de debilidad. El gobierno de Obama había pasado años regateando sobre una mejora en el acceso a los mercados agrícolas canadienses, la licencia transfronteriza de los servicios financieros y una mayor exigencia en los estándares de trabajo con México. Para tal fin no se había servido de simples amenazas, sino del atractivo de un acuerdo comercial aún mayor, el TPP, un proyecto para el que Estados Unidos había captado a México y Canadá en 2012, en la cumbre del G20 en Los Cabos. En ausencia del TPP, todas las concesiones que ya se habían acordado sobre el NAFTA pasaron a la papelera de la historia.104 Trump tendría que renegociar desde cero y con poco que ofrecer, más allá de las amenazas.

El NAFTA, el TPP y el TTIP eran tratados regionales. El foro auténticamente global de la política comercial era la Organización Mundial del Comercio. Esta entidad era un producto original del momento de fundación del globalismo estadounidense, en la década de 1940.105 Estados Unidos había sido, desde hacía mucho, su pilar principal. El presidente Trump no solo no asistió a la fiesta de celebración del septuagésimo aniversario de la OMC —que tuvo lugar en el edificio Ronald Reagan de Washington D. C.—, sino que envió sus peores deseos a través de Fox News. «La OMC se creó en beneficio [de] todos, salvo nosotros [...] Se han aprovechado de nuestro país de una forma increíble», dijo al canal de noticias.106 Como representante en materia de comercio Trump nombró a un veterano en esas lides, Robert Lighthizer, que en los años ochenta había sido el responsable de forzar a los principales competidores de Estados Unidos a limitar voluntariamente sus exportaciones de acero al país. Lighthizer empezó con una andanada. Criticó a la OMC por el activismo judicial de su panel de arbitraje comercial; por plegarse a las peticiones especiales de grandes países en desarrollo como la India; por su incapacidad de abordar las áreas de sobrecapacidad industrial crónica, como el acero; y en particular por su incapacidad para responder al desafío sin precedentes que, para el liberalismo económico, representaba el ascenso del capitalismo estatal chino.107 Desde el punto de vista de Washington, la OMC debería limitarse a proporcionar un foro para la negociación entre las principales potencias comerciales. Estados Unidos abandonaría toda contención en las represalias contra aquellas economías que, a su entender, lo discriminaran. Pero en vez de traducir esta visión en propuestas positivas, la administración de Trump abordó la relación con la OMC con las tácticas que los republicanos habían empleado ya, con eficacia, en el Congreso. Así, Estados Unidos se negó a permitir que se nombraran nuevos árbitros para los equipos de expertos de la OMC, lo que amenazaba con vaciar la institución y convertirla en una entidad cada vez menos funcional y legítima. Si en la reunión de la OMC de diciembre de 2017 no hubo aplausos reales, la falta de avances, en cualquier ámbito de la liberalización comercial, fue muy poco prometedora.108 Lighthizer ni siquiera se dignó a quedarse hasta el final de la cumbre.

La nueva administración estadounidense había soliviantado a las instituciones económicas globales, con una intensidad inédita desde la década de 1930. El terremoto se notó especialmente en Europa. En los primeros días, ni siquiera se tenía claro si el equipo de Trump reconocía a la Unión Europea como homólogo o si entendía que Estados Unidos ya no mantendría más relaciones comerciales bilaterales con los distintos países europeos. En una entrevista concedida pocos días antes de asumir el cargo, Trump mostró su desdén por la Unión Europea, tildándola de «instrumento de Alemania». Según fuentes internas, algunos miembros del entorno de Trump estaban llamando a los líderes europeos para determinar qué países podrían ser los «siguientes en salir».109 La gente de Trump se había tragado las exageraciones del brexit. En Europa, por otro lado, se tenía miedo a la expansión del trumpismo. Londres estaba a punto de activar el artículo 50 y los procedimientos formales de salida de la UE. En las elecciones de Austria, los Países Bajos y Francia había mucho en juego. En la Casa Blanca había fuerzas que apoyaban abiertamente no ya el brexit, sino a Marine Le Pen y el Frente Nacional.110

Cuando pasó la impresión inicial, las fuerzas internacionales empezaron a concertar sus posiciones. México y Canadá colaboraron estrechamente con miras a intentar salvar el NAFTA. Los otros socios del TPP decidieron seguir adelante sin Estados Unidos. A finales de mayo, cuando Trump visitó Europa por primera vez, el espectro del «populismo» se había desvanecido. En París, el poder había quedado en manos de Macron. Cuando el presidente estadounidense se negó a subrayar en público el compromiso de su país con el artículo 5 del tratado de la OTAN y comunicó que pretendía retirarse del acuerdo de París sobre el cambio climático, a Merkel se le acabó la paciencia. Alemania estaba inmersa en unas elecciones generales y el espectacular movimiento de la opinión pública europea contra Trump cargaba a Merkel de toda clase de razones para actuar. El 28 de mayo de 2017, un día después de que Trump se marchara, la canciller alemana, que tenía ante sí a una multitud entusiasta, en Múnich, anunció que Europa debería ajustarse a una nueva realidad.111 Después de Trump y el brexit, era evidente que Europa ya no podía fiarse del todo de los que habían sido aliados durante mucho tiempo: Estados Unidos y Gran Bretaña. «Los días en los que podemos contar plenamente con los demás se han terminado, en cierta forma, según he podido comprobar estos últimos días. Los europeos realmente tenemos que tomar nuestro destino en nuestras propias manos. Por descontado que es necesario tener relaciones de amistad con Estados Unidos y el Reino Unido y otros vecinos, Rusia incluida. Pero tenemos que luchar nosotros mismos por nuestro futuro.»112

Sin duda, se trató de un momento crucial. Según tuiteó el estadounidense Richard Haass, presidente del Consejo de Relaciones Exteriores (CFR, por sus siglas en inglés): «Que Merkel diga que Europa no puede confiar en los demás y tiene que asumir su propia responsabilidad es un hito, un hito que Estados Unidos intentaba evitar desde la [segunda guerra mundial]».113 Pero en la práctica, esto ¿qué suponía? El proceso de consolidación de la propia Europa, en la estela de la crisis, parecía estancado. El presidente Macron, desde Francia, planteó una visión atrevida del futuro de Europa, en un discurso importante, en la Sorbona.114 Pero ¿a quién se dirigía? Después de las elecciones alemanas de septiembre de 2017, que no fueron concluyentes, en Berlín solo había un gobierno de transición. Italia se tambaleaba por el peso de años de recesión. El intento de independencia de Cataluña había sumido a España en el caos. Por otro lado, cualquier movimiento que aumentara la integración y autodeterminación continental estaba abocado a topar con resistencia. Gran Bretaña se marchaba, pero no así los europeos del Este, que eran difíciles. En julio de 2017, en su segundo viaje a Europa, para la reunión del G20 en Hamburgo, Trump insistió en detenerse en Polonia. Frente a una muchedumbre de partidarios del gobierno de Ley y Justicia, Trump encontró a un público europeo que lo adoraba. Las banderas ondeaban mientras proclamaba el compromiso de Estados Unidos con la OTAN como bastión de la civilización y de aquellas personas que en Occidente «aún levantan la voz diciendo: “Queremos a Dios”».115 Trump había pasado del «América primero» a un «choque de civilizaciones», pero ni lo uno ni lo otro iba a caer bien entre la congregación multicultural que aguardaba a Estados Unidos en la reunión del G20. Como había señalado Hammond, el ministro de Hacienda británico, a veces era mejor no empujar a la administración de Trump a aclarar su posición como fuera; había razones para temer que a uno no le gustaría la respuesta.

Claramente, la visión de Merkel sobre una Europa unida que batallaba por su propio futuro se enfrentaría a serias divisiones internas. Además, el ascenso del nacionalismo europeo de derechas no era el único punto de diferencia. El proteccionismo de Trump no se dirigía solo contra los competidores asiáticos, sino que también tenía Alemania en el punto de mira. Como siempre, el ministro de Hacienda Schäuble respondió con rapidez: no pensaba aceptar más críticas de Trump y Mnuchin que las que le habían planteado Obama, Geithner, el FMI o los demás europeos.116 Desde la perspectiva alemana, el superávit comercial era, antes que nada, una recompensa a la competitividad exportadora. Pero la clase de déficit gigantesco de Estados Unidos apuntaba también a desequilibrios macroeconómicos más profundos. Como era de esperar, si Alemania tenía superávit presupuestario, y el Gobierno de Estados Unidos, un déficit importante y creciente, habrían diferencias en sus cuentas comerciales. Este era el repertorio de argumentos típico del comercio transatlántico. Pero en esta ocasión, Schäuble añadió una vuelta de tuerca. Era cierto —admitió— que las exportaciones alemanas disfrutaban de una ventaja competitiva: el euro estaba infravalorado. Pero no era Alemania quien determinaba los tipos de interés o el valor del euro; era el BCE. Para espanto de los ahorradores alemanes, la expansión cuantitativa de Draghi estaba empujando el rendimiento de los bonos al terreno negativo y reducía el valor del euro. En una visita a Washington, en abril de 2017, Schäuble dijo a su audiencia estadounidense que ya había advertido a Draghi de que la política monetaria expansiva del BCE tendía a inflar el superávit comercial de Alemania.117 Era predecible que eso estuviera causando tensiones con Estados Unidos. El BCE se mantuvo en su posición y el FMI apoyó la continuidad de la expansión cuantitativa en Europa. Pero Schäuble ya había anunciado de qué forma los ataques de Trump se podían instrumentalizar en la argumentación de largo plazo sobre la política económica de la zona euro. El furor en torno de Trump no debería hacernos olvidar que, en los años «buenos», con Obama, europeos y estadounidenses habían discutido agriamente sobre política económica.

La tardía expansión monetaria del BCE, en coincidencia con los ajustes de la Fed, representó una fuente directa de desequilibrio transatlántico y trajo a la memoria la falta de armonía, en materia de política monetaria, que había marcado la economía mundial desde el principio de la crisis; una falta de armonía a la que, desde Alemania, las voces conservadoras habían contribuido tanto como el que más.118 A su vez, los superávits crónicos de Alemania, los Países Bajos y China no eran el fruto de la imaginación de Trump, sino que apuntaban a desequilibrios reales y persistentes de la economía mundial. En la política comercial global, como en tantas otras áreas, los escándalos provocados por la torpe beligerancia de la administración de Trump oscurecían con demasiada facilidad la realidad de los problemas que se denunciaban. En el G20, la atmósfera fue de autocomplacencia. La OMC se felicitaba por haber pilotado la economía mundial, hasta que salió de la crisis financiera de 2008, mucho mejor de lo que se hizo durante la Gran Depresión de la década de 1930. No había habido un impulso catastrófico hacia el proteccionismo y la elevación de los aranceles.119 No se había vuelto a una ley proteccionista como la de Smoot-Hawley, de 1930. El sistema de gobernanza global del siglo XXI quizá no fuera popular, pero había funcionado; o así se decía, al menos. Diez años después de la crisis, por lo tanto, se consideraba que recaer en un nacionalismo económico encrespado era el summum de la irresponsabilidad populista. Para los defensores del statu quo, Trump era un enemigo de fácil caricaturización, contra el que reafirmar la panacea del liberalismo. Pero esto desviaba la atención de una realidad más compleja y ambigua. La idea de que Trump constituía una ruptura repentina y traumática frente al dominio del relato del éxito del liberalismo se basa en una visión demasiado optimista del contexto global. Esto se aplica por igual al comercio que a la política monetaria. De hecho, el último gran intento de negociar un tratado comercial global, la ronda de Doha, había concluido de forma abrupta en el verano de 2008. El comercio mundial se había recuperado del desastre de 2008-2009, pero desde 2010, el volumen de los intercambios se había estancado, y en 2015 había menguado.120 Esto se debía, en parte, al ciclo económico. La agitación derivada del fin del programa de adquisición de títulos, de la Fed, unida al revés en los precios de los productos básicos, había hecho tambalearse a los mercados emergentes. Pero también reflejaba una oleada de medidas proteccionistas, adoptadas por países de todo el mundo, que no se concentraban en los aranceles sino en una variedad de barreras distintas.121 Nadie imaginaba que las ideas personales de Trump reflejaban un conocimiento misterioso de nuevos tipos de proteccionismo; estaba regurgitando opiniones formadas por vez primera en las décadas de 1970 y 1980. Pero si el equipo de expertos que rodeaba a Lighthizer buscaba munición para demostrar que las exportaciones estadounidenses estaban discriminadas, la tenía a mano. Por medio de las exenciones fiscales, los subsidios y los sistemas de créditos para la exportación —por no hablar aquí del capitalismo estatal chino— el comercio mundial dependía cada vez más no solo de las cadenas de valor corporativo, sino también de la intervención estatal. Buena parte del colosal déficit comercial de Estados Unidos no se explicaba solamente por la discriminación comercial de China; también se debía a una pérdida de beneficios de la exportación que se desviaban por paraísos fiscales offshore, situados no solo en el Caribe, sino también en la Unión Europea.122 A este respecto, la idea de que la globalización era un proceso natural e inevitable —algo que en otro momento se había dado por sentado— estaba perdiendo su poder de convicción. Los halcones del comercio que representaban a Trump no abogaban por volver a los años treinta, pero tampoco estaban dispuestos a continuar con la ficción de que el triunfalismo ingenuo de 1989, que se apresuró a dar por hecha la victoria del capitalismo democrático, «sencillamente [tenía] que ver con los hechos». Según la sombría predicción de la estrategia de seguridad nacional que se dio a conocer en diciembre de 2017: «Ningún “arco de la historia” garantiza que el sistema de libertad económica y política de Estados Unidos vaya a imponerse automáticamente».123

VI

Esta clase de referencias, desde luego, pretendía sugerir un profundo conocimiento de la realidad. Pero de hecho era menos sintomática de una visión del mundo novedosa y coherente o atrevida, que del estado de ánimo de Washington, no poco desesperado. Resultaba especialmente ridícula en boca de una administración cuyos partidarios, desde el Congreso, habían intentado sabotear repetidamente las medidas de lucha contra la crisis, en nombre de unos supuestos valores estadounidenses de origen divino; unos congresistas que ahora exigían que la Fed garantizase lo mejor de todos los mundos posibles rigiendo sus medidas por una regla automática, no discrecional. El «arco de la historia» que los halcones trumpianos de la seguridad habían rechazado sonoramente, claro está, lo había invocado antes el presidente Obama.124 Pero con esa metáfora no había hecho alusión a ninguna filosofía de la historia de carácter determinista y neoconservador, sino a la voz profética de una de las mayores luchas de Estados Unidos por la libertad. No había ninguna determinación. La cuestión era cómo derrotar el proceso implícito en ese arco. Incluso si uno aceptaba alguna versión del relato que, sobre la economía mundial, ofrecía el bando de Trump, la cuestión era cómo responder. ¿El «America first», anteponer Estados Unidos a todo, era una solución adecuada, incluso para el propio Estados Unidos? Se responda como se responda a esa pregunta, la realidad era que el resto del mundo debía lidiar con el hecho de que el electorado estadounidense había confiado el poder a un nacionalista narcisista y errático, que ya no se comprometía con sostener ningún orden internacional, salvo que este se relacionara de forma directa e inmediata con los intereses nacionales de su país (independientemente de cómo se definan). Dadas las dimensiones y el alcance del Estado nación y la economía de Estados Unidos, esto tenía consecuencias globales de un enorme calado.

En 2008, Estados Unidos había estado en el epicentro de la crisis. Tanto las administraciones de Bush como de Obama habían tenido que enfrentarse al hecho de que el funcionamiento del sistema financiero global no tenía nada, o casi nada, de automático. Así, se habían requerido esfuerzos sin precedentes, encabezados por Estados Unidos y el resto del G20, para estabilizar tanto la economía mundial como el «sistema de libertad económica y política de Estados Unidos». En 2017, la potencia norteamericana volvía a hallarse en el centro de la inquietud mundial, pero en esta ocasión la clave era la incertidumbre que emanaba de su nuevo gobierno, por su carácter errático.125 Y una vez enmarcada de este modo, la pregunta que Paulson había planteado en verano de 2016 resultaba ineludible. ¿Cómo le podían ir las cosas a Estados Unidos, en una futura crisis financiera, con el presidente Trump? ¿Sería capaz de concertar una respuesta? Si el tira y afloja por el techo de deuda de 2017 podía servir de referencia, todo volvería a reducirse a un pacto entre los congresistas demócratas y los centristas republicanos más pragmáticos.

Por descontado, sobre el futuro podemos saber muy poco. Así pues, ¿qué lecciones podemos extraer del pasado? Si alguna cuestión pudiera arrojar luz sobre nuestra perspectiva futura, no es tanto cómo Trump podría haber actuado en 2008, o cómo calculamos que actuaría ante una contingencia futura, sino por qué en 2017, cuando asumió el poder, no tuvo que hacer frente a una implosión económica global. Puede parecer una pregunta perversa. En 2017, el crecimiento económico en Estados Unidos era constante. El desempleo había vuelto a bajar a niveles anteriores a la crisis. Los mercados estaban en expansión. En Europa la economía por fin se recuperaba. No se preveía ninguna crisis inmediata. La auténtica fuerza de la pregunta se comprende, en suma, cuando dirigimos la atención no hacia Estados Unidos y Europa, el viejo núcleo de la globalización transatlántica, sino a China y los mercados emergentes, donde se iba a decidir el futuro de la economía mundial. Allí, en los años previos a 2017 había habido de todo, menos calma.

Ir a la siguiente página

Report Page