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III. La zona euro » Capítulo 17. La espiral destructiva

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Capítulo 17

LA ESPIRAL DESTRUCTIVA

El 1 de septiembre de 2011, Pedro Passos Coelho, el nuevo presidente de Portugal, hizo su primera visita a Berlín. Su anfitriona, la canciller Merkel, inició la rueda de prensa conjunta anunciando cuánto se alegraba de oír que la troika acababa de enviar su primer informe sobre el programa de ajustes estructurales de Portugal y que se había mostrado satisfecha con los progresos realizados. También estaba encantada de saber que Coelho no veía obstáculos para incorporar un freno de deuda al estilo alemán en la Constitución portuguesa. En el posterior turno de preguntas y respuestas, pareció que la canciller Merkel se iba de la lengua. Interpelada sobre la cuestión del control parlamentario del Fondo Europeo de Estabilidad Financiera, ordenado recientemente por el Tribunal Constitucional alemán, Merkel respondió impávida: «Vivimos en una democracia y eso nos gusta. Es una democracia parlamentaria. Eso significa que el presupuesto es un derecho clave del Parlamento. Por tanto, encontraremos maneras de organizar la codeterminación parlamentaria de manera que cumpla con los mercados y aparezcan en ellos los indicadores adecuados. Según nuestros especialistas en presupuestos, son conscientes de esta responsabilidad».1

Una codeterminación que cumpliera con los mercados. ¿A eso se había visto reducido la democracia europea en otoño de 2011? ¿Era esa la agenda oculta de los programas de la troika, impuestos no solo a los Parlamentos de Grecia, Irlanda y Portugal, sino también al Bundestag, para que cumplieran con los mercados? Para muchos manifestantes que participaron en las protestas de 2011, las palabras de Merkel confirmaron sus prejuicios sobre la UE, a la que veían como poco más que un contenedor para el dominio de los mercados, o esa nueva expresión en boga sobre la crisis: «neoliberalismo».2 Merkel apenas hizo nada por aclarar la situación. El 22 de septiembre, días antes de la reunión del FMI en Washington, recibió en la cancillería a Benedicto XVI, el primer papa alemán. Preguntada por periodistas curiosos, Merkel dijo que la crisis europea había sido uno de los temas principales de su conversación: «Hablamos de los mercados financieros y del hecho de que los políticos deberían tener el poder para hacer política para las personas y no verse condicionados por los mercados [...] Es una tarea muy, muy importante en estos tiempos de globalización».3

En su esquiva generalidad, esas afirmaciones son sintomáticas de la profundidad de la crisis en otoño de 2011. En el espacio de apenas tres semanas, la canciller alemana se las arregló para decirle a la prensa que los políticos debían ser responsables ante los mercados y al papa que los políticos debían gobernar para «la gente» y ajenos a esos mercados. ¿Era una contradicción o insinuaba una especie de síntesis? De ser así, ¿la cuestión era buscar una forma de expresión conforme a los mercados que permitiera a los políticos ejercer su poder arteramente o, por el contrario, una manera de someter a la democracia a tal conformidad que ningún mercado debía temer las políticas del Parlamento? ¿Lo sabía alguien en Berlín? No es de extrañar que Gregor Gysi, el elocuente portavoz de Die Linke, tildara la gestión que estaba haciendo Merkel de la crisis en la zona euro de motor del caos y la confusión.4

Lo mínimo que podemos deducir es que el dogma optimista por el cual la democracia y los mercados eran vistos como complementos naturales y necesarios —el mantra después de la guerra fría— estaba muerto.5 En su lugar, la crisis había situado entre ambos una conciencia más realista de la tensión potencial. Pero esa generalización también entraña sus riesgos, especialmente cuando se da por sentado que son los mercados financieros y no la política los que fuerzan la tensión. Desde luego, durante la crisis de la zona euro, ese no había sido el caso. La presión a la que se hallaban sometidos los miembros más frágiles de la zona euro no dependía de un enfrentamiento ineludible de personas y mercados o de capitalismo global y democracia.6 Venía dictada sobre todo por la voluntad o no del BCE de comprar bonos. En los mercados, muchos bancos y operadores bursátiles no solo estaban exhortando a la UE a que tomara medidas de estabilización, sino que apostaban miles de millones a que finalmente lo haría. Lo que demoró la estabilización y agravó el conflicto entre la democracia y los mercados hasta niveles extraordinarios fue la lucha entre Alemania, Francia y el BCE por el futuro gobierno de la zona euro, una cuestión en la que la política y la economía estaban entrelazadas. Irónicamente, el resultado, como en 2010, fue una intensificación de la crisis hasta el punto que los asuntos europeos ya no podían quedar en manos de sus ciudadanos.

I

El compromiso del 21 de julio para un nuevo paquete de ayudas a Grecia supuestamente debía estar flanqueado por una nueva tanda de compra de bonos por parte del BCE. Se consideraba que como mínimo Irlanda y Portugal estaban haciendo progresos suficientes en sus programas supervisados por el FMI. Así pues, el 4 de agosto de 2011, el BCE anunció que estaba de nuevo en el mercado de bonos. Los precios y las ganancias no tardaron en estabilizarse. Ese fue el animado telón de fondo para la visita de Coelho a Berlín. Pero, en el caso de Italia y España, Trichet no quería liberarlas tan fácilmente. El BCE necesitaba más pruebas de conformidad. Para plantear sus argumentos, el 5 de agosto Trichet envió un memorándum confidencial a los presidentes Zapatero y Berlusconi en el que exponía lo que deberían hacer para proteger las compras de bonos por parte del BCE.7 En el caso de Italia, la misiva adquirió más peso con la firma de Mario Draghi, director del banco central italiano y sucesor de Trichet en el BCE.

Ni España ni Italia habían solicitado un programa de la troika, pero eso no impidió que el BCE exigiera grandes recortes del gasto gubernamental y una subida de impuestos. En el caso italiano, Trichet y Draghi hicieron un llamamiento a la privatización de servicios públicos locales, una propuesta que había sido rechazada recientemente en un referéndum nacional.8 El BCE también pidió unos cambios drásticos en la política del mercado laboral que infringían los derechos de los sindicatos italianos y españoles. Esos cambios eran necesarios, insistía el BCE, para reducir el desempleo y potenciar el crecimiento. Era un intento manifiesto de alterar el equilibrio de poder social y político por medio de la política monetaria, pobremente disfrazado con la cláusula del BCE según la cual había que garantizar que la protección social permaneciera intacta. Si esas impopulares medidas se encontraban con oposición, Trichet y Draghi proponían que el Gobierno italiano aplicara el artículo 77.º de la Constitución, que permitía acciones ejecutivas «en casos de necesidad y urgencia extraordinarias». Dicho artículo, originalmente concebido para combatir el espectro de la insurrección comunista durante la guerra fría, eran unos paños calientes invocados repetidamente desde los años setenta para tapar «medidas de emergencia».9 Su uso excesivo había sido criticado por los tribunales italianos. Si a Berlusconi le preocupaba la legalidad de esos procedimientos, Trichet y Draghi aconsejaban que debía solicitar una aprobación parlamentaria con carácter retroactivo. Como cabría esperar, los miembros del Gabinete de Berlusconi más concienciados con la legalidad se preguntaban si era su sospechoso primer ministro o Draghi y Trichet quien representaba un peligro más grande para el Estado de derecho.

El Gobierno español decidió mantener en secreto la carta del BCE. Si había de sufrir una humillación, prefería que los hechos no salieran a la luz. En un gesto de aceptación, los dos grandes partidos políticos españoles aceptaron modificar la Constitución española, que no se había visto alterada en treinta años, para incluir la estabilidad presupuestaria.10 En cambio, Berlusconi aceptó las condiciones de Trichet, pero en medio de una protesta ciudadana. Más tarde aseguraría que las instrucciones del BCE les hacían parecer «un gobierno ocupado».11 Pero, lejos de sonrojar al BCE, las protestas de Roma solo sirvieron para aumentar la fama de severo de Trichet, lo cual, en un giro irónico, le dio carta blanca. El 7 de agosto, el BCE empezó a comprar bonos italianos y españoles bajo el llamado Securities Market Program (SMP).12

Eso bastó para calmar a los mercados y contener el riesgo inmediato de desastre. Pero el gobierno de Berlusconi era poco concreto sobre la escala de las medidas de austeridad que estaba dispuesto a adoptar. La economía italiana estaba al borde de una recesión grave. Los mercados seguían siendo inestables. Y, como todo el mundo sabía, las cosas irían a peor. El compromiso sobre Grecia adquirido el fin de semana del 20 y 21 de julio había sido inadecuado desde el principio. En lugar de conseguir la sostenibilidad, el programa de consolidación de Grecia llevaba un retraso sistemático. Para evitar la insolvencia, Grecia necesitaba una rebaja mucho mayor que la impuesta a los banqueros en verano: no un 21 %, sino algo más próximo al 50 %. Si se pretendía evitar el pánico, habría que contextualizarlo en un acuerdo franco-alemán firme sobre el futuro gobierno de la zona euro. Francia era la última línea de defensa. Si la crisis se extendía de Roma a París, todo habría terminado. En un hecho poco halagüeño, en otoño de 2011, mientras el BCE intervenía para frenar la deuda pública italiana, el diferencial de los bonos franceses a diez años en relación con los alemanes subió a 89 puntos básicos.13 Ante ello, Merkel y Sarkozy afianzaron su alianza. Lo que necesitaba Sarkozy desesperadamente era un alud de dinero. Con el BCE desarrollando una estrategia de tensión, la única manera de calmar a los mercados sería ampliar el EFSF o aceptar una mutualización general de la deuda pública de la zona euro. Fue la aceptación agónicamente lenta de estos hechos básicos por parte de Berlín lo que marcó el ritmo de la crisis.

El 29 de septiembre, el Bundestag votó finalmente la exigua ampliación del fondo de estabilización de los mercados de bonos pactada el 21 de julio, lo cual era visto como un momento decisivo para el futuro de la coalición de Merkel.14 Si bien el EFSF contaba con el apoyo de la mayoría del Bundestag, en la derecha alemana la compra de bonos por parte del BCE había desencadenado una reacción furiosa. En la crucial reunión de la junta directiva del BCE celebrada en agosto, Jens Weidmann, un hombre de línea dura elegido por Merkel para dirigir el Bundesbank alemán y en su día alumno aventajado de Axel Weber y asesor económico personal de la canciller, no solo votó en contra de la compra de bonos, sino que hizo pública su oposición.15 El 9 de septiembre, Jürgen Stark, el miembro alemán de la junta del BCE y economista jefe del banco —quien se creía que estaba detrás de las subidas de los tipos de interés aplicadas ese mismo año— dimitió a modo de protesta. Para contener el impulso de la rebelión conservadora, Merkel debía ganar la votación sobre el EFSF en el Bundestag, no con los votos de la oposición proeuropea del SPD, sino sobre la base de su Kanzlermerheit con los votos de sus compañeros de coalición. Finalmente, el 29 de septiembre Merkel consiguió los votos, pero por un margen extraordinariamente reducido. De los 330 miembros de la coalición, solo 315 votaron a favor de la moción, cuatro más de los 311 necesarios. Merkel había ganado, pero tenía poco margen de maniobra.

Sea como fuere, en cuanto el Bundestag hubo votado quedó claro que se había visto superado por los acontecimientos. Como sabían todos los actores de los mercados, el EFSF acordado en verano era demasiado pequeño. El voto del Bundestag el 29 de septiembre era tan solo una ocasión para empezar a hablar de cómo apalancar los fondos, algo que había sido descartado explícitamente por Schäuble antes de la votación.16 A menos que los mercados se calmaran repentinamente, el gobierno de Merkel pronto debería lanzar de nuevo el dado parlamentario.

II

En verano se había reconocido por fin que cualquier reestructuración de la deuda griega requeriría un rescate total de sus bancos. Eran propietarios de tanta deuda pública que sus hojas de balance no sobrevivirían a la reducción del valor de sus activos. Lo que todavía no aceptaban los gobiernos europeos era que el problema era mucho mayor. La política de «extend & pretend» podría haber tenido la ventaja de desviar la atención de los bancos acreedores o los gobiernos prestatarios en bancarrota. Fueron los ciudadanos de los países supervisados por la troika quienes pagaron el precio. Pero también permitió a los políticos europeos enfrentarse a los problemas subyacentes de la estabilidad financiera. Probablemente conjeturaron que, si se les daba tiempo, los bancos cuidarían de sí mismos. Pero, pese a las cifras de cuento de hadas que arrojaban las pruebas de estrés europeas, estaba claro que eran castillos en el aire. De hecho, en otoño de 2011 los bancos europeos se precipitaban hacia el abismo. Tenían que soportar presiones llegadas desde seis direcciones. Las pérdidas acumuladas entre 2007 y 2008 seguían figurando en sus cuentas. Sus posesiones de deuda soberana europea estaban cada vez más desequilibradas. Los problemas económicos de la zona euro eran negativos para las nuevas empresas. El nuevo capital y los requisitos de liquidez de Basilea III exigían un doloroso ajuste de los balances. En sus nichos de mercado más rentables en Estados Unidos, Europa y Asia, los bancos europeos hacían frente a la feroz competencia de las entidades resurgentes de EE.UU. y Asia. Y, a la luz de todo ello, los mercados monetarios se mostraban cada vez más recelosos de ofrecer financiación. Un asunto era una lenta contracción de los balances. Si los mercados financieros cerraban, Europa volvería a vivir los hechos de 2008. Teniendo en cuenta esa gran amenaza, abordar abiertamente los problemas a largo plazo del sector entrañaba sus riesgos. Pero, si no se enfrentaban al problema de la recapitalización, ¿cómo serían seguros los bancos?

En agosto de 2011, cuando fue nombrada directora general del FMI, Christine Lagarde cogió la batuta que había dejado Strauss-Kahn cuando fue trasladado a la prisión de Rikers Island. Ya en 2009, los analistas del FMI habían puesto de relieve la poca idoneidad de la recapitalización de los bancos europeos.17 Dos años después, en vista de la escalada de la crisis de deuda soberana de la zona euro, el FMI calculó que lo mínimo que necesitaban los bancos europeos eran 267.000 millones de euros de nuevo capital.18 Era un desafío amedrentador, pero, sin él, el resto de las medidas anticrisis en el ámbito de la política monetaria carecerían de cimientos sólidos. La ofuscación política en Europa estaba tapando la lección básica de 2009: las cuestiones de política macroeconómica y estabilidad sistémica no podían separarse higiénicamente del funcionamiento de los grandes bancos, ahora conocidos de manera más cortés como instituciones financieras sistémicas.

Los bancos, por supuesto, defendían sus intereses. El Instituto Internacional de Finanzas, que nunca huía del alarmismo en lo tocante a regulaciones bancarias, calculaba que Basilea III y las regulaciones nacionales obligarían a los bancos de todo el mundo a aumentar su capital en 1,3 billones de dólares en 2015.19 Era mucho pedir, y un gran número de bancos tal vez preferirían contraer sus balances y ralentizar la frágil recuperación. En la reunión de la Junta de Estabilidad Financiera celebrada el 23 de septiembre en Washington, Jamie Dimon, de J. P. Morgan, pasó al contraataque. Condenó las nuevas normas de capital y desafió con tal violencia a Mark Carney, presidente del Banco de Canadá y director de la Junta de Estabilidad Financiera, que Lloyd Blankfein, de Goldman Sachs, juzgó necesario intervenir.20 Curiosamente, Dimon tachó las normas de Basilea III de antiamericanas, aunque, en realidad, la presión a la que sometían a los europeos era mucho mayor. En lugar de aumentar capital como sus homólogos estadounidenses, los principales prestamistas europeos estaban desapaláncandose en masa y reduciendo el tamaño de su cartera de préstamos. Basándose en los planes publicados por los propios bancos, los analistas pronosticaron una contracción de entre 480.000 millones y 2 billones de euros. Desde el punto de vista de los reguladores, era exactamente lo que se pretendía. Los bancos necesitaban reducir su exposición. Pero no era solo una cuestión estratégica. Uno de los principales impulsores de la contracción era la caída de la demanda de préstamos, lo cual presagiaba problemas para la economía de la zona euro y un círculo vicioso en el que una mayor depresión obligaría a los bancos a hacer provisiones aún más grandes ante una nueva oleada de préstamos impagados, aumentando así la presión sobre sus hojas de balance.

Bancos europeos bajo presión: otoño de 2011 (en miles de millones de euros)

Activos fijos 2008

Deuda PIIGS

Desapalancamiento previsto

RBS

80

10,4

93-121

HSBC

54,3

14,6

83

Deutsche Bank

51,9

12,8

30-90

Crédit Agricole

28,2

16,7

17-50

Société Générale

27,5

18,3

70-95

Commerzbank

23,8

19,8

31-188

Barclays

20,7

20,3

20

BNP Paribas

12,5

41,1

50-81

Nota: La deuda de los PIIGS se refiere a la tenencia de deuda soberana portuguesa, italiana, irlandesa, griega y española.

Fuentes: Banco de Inglaterra, Financial Stability Report, 30 (diciembre de 2011), y http:// www.fore castsandtrends.com/article.php/770/

No fue la miseria del desempleo juvenil en España y Grecia lo que convirtió a la crisis de la zona euro en un motivo de preocupación global. El mundo despertaría tarde a lo que vendría en llamarse la «amenaza populista». En 2011 fue la posibilidad de una crisis bancaria en Europa lo que llamó la atención de políticos de todo el mundo. Si los gigantescos balances billonarios de los bancos franceses, alemanes, suizos, italianos y españoles temblaban, la City de Londres y Wall Street no estarían a salvo. Y, como en 2008, la influencia era bidireccional. Si la retirada de la financiación estadounidense sometía a los bancos europeos a demasiada presión, ello frenaría drásticamente sus negocios en EE.UU. Como explicaba al Congreso William Dudley, de la Reserva Federal de Nueva York: «Los fondos de inversión de los mercados monetarios que estaban facilitando financiación en dólares a los bancos europeos en verano y otoño [de 2011] empezaron a retirarse. Otros prestamistas, grandes gestores de activos, también estaban distanciándose de los bancos europeos. Y eso estaba haciendo que dichos bancos abandonaran sus operaciones en dólares [...] La situación avanzó a un ritmo bastante trepidante a finales de otoño y principos de invierno».21 El pánico estaba extendiéndose a los bancos estadounidenses. En otoño de 2011, los CDO de los bancos estadounidenses empezaron a aumentar preocupantemente.22

III

La mañana del 16 de septiembre de 2011, Geithner, el secretario del Tesoro, viajó a Varsovia para asistir por primera vez a la reunión mensual de ministros de Economía y banqueros centrales de Europa. En sus publicitadas observaciones, al parecer comenzó de manera humilde.23 «Nuestra política es terrible, tal vez peor que en muchas regiones de Europa», dijo. La batalla por el techo de deuda había terminado en el Congreso tan solo seis semanas antes. «En vista del daño que causamos al mundo en los primeros estadios de la crisis económica y teniendo en cuenta los desafíos a los que nos enfrentamos, no nos encontramos en una posición especialmente fuerte para dar consejos a todos ustedes, así que llego con humildad.» Pero más tarde insistía en que el «conflicto permanente» entre los gobiernos europeos y el BCE era «muy perjudicial». «Gobiernos y bancos centrales deben eliminar el riesgo catastrófico de los mercados.» Maria Fekter, la locuaz ministra de Economía austríaca, comentaba después que el tono del secretario del Tesoro estadounidense había sido «muy dramático».24 Lo que proponía Geithner era la habitual doctrina estadounidense de máxima fuerza. «El cortafuegos que han construido debe ser percibido como algo más grande que la envergadura del problema. No triunfarán reduciendo el problema para que encaje en su nivel actual de compromiso financiero [...] Es más peligroso incrementar gradualmente que utilizar una gran fuerza preventiva.» Según los cálculos del Departamento del Tesoro, la zona euro necesitaba una financiación de al menos 1 billón de euros y preferiblemente de 1,5 billones.25 Adoptando una idea propuesta por Mark Carney, del Banco de Canadá, y Philipp Hildebrand, del Banco Central Suizo, Geithner argumentó que el Fondo Europeo de Estabilidad Financiera debía ser apalancado para que tuviera fuerza suficiente para ejercer de cortafuegos.26 El EFSF podía respaldar un préstamo con el capital invertido en él por los gobiernos de Europa. Era una solución sencilla pero controvertida en Europa, especialmente en Alemania, ya que, aunque aumentaba el poder del fondo, también incrementaba la posibilidad de pérdidas.

Fueron los europeos quienes invitaron a Geithner a Varsovia. Pero, tras la caída de Wall Street en 2008 y la crisis presupuestaria del Congreso en julio de 2011, probablemente no se recordaba un momento en el que Europa hubiera estado menos dispuesta a escuchar consejos financieros de EE. UU. Jean-Claude Juncker se negó de plano a debatir la propuesta del fondo de rescate de Geithner con alguien que no fuera miembro de la zona euro. Geithner salió del encuentro rehusando hacer declaraciones a la prensa. En palabras de un analista de Nueva York: «No sé si ha sido productivo que el secretario Geithner viajara a Polonia teniendo en cuenta el resentimiento europeo hacia EE. UU. [...] Temo que eso pueda llevar a los europeos a salir del fuego para meterse en las brasas».27 Ese diagnóstico trivial era llamativo, pero el desprecio a Estados Unidos era innegable. Cuando Geithner regresó, The New York Times publicó un artículo poco halagador en el que contrastaba la recepción que había tenido con el triunfalismo de los años noventa, cuando la revista Time había calificado a sus mentores —Greenspan, Summers y Rubin— como «El comité para salvar el mundo». En septiembre de 2011, Sheila C. Bair, la vieja némesis de Geithner como presidenta de la Corporación Federal de Seguro de Depósitos, comentaba que el consejo del Departamento del Tesoro habría resultado más convincente si lo hubieran dado conjuntamente Estados Unidos y China, un argumento que este último esgrimiría en la siguiente reunión del G20.28

Cuando los líderes de las finanzas mundiales se dieron cita en Washington para la reunión anual del FMI a finales de septiembre de 2011, el ambiente era lúgubre. Las instituciones financieras del mundo estaban contemplando «el abismo», declararon.29 Desde los márgenes, Larry Summers, recientemente retirado de la Casa Blanca, declaró: «Ahora que esos problemas tienen potencial para alterar el crecimiento en todo el mundo, las naciones están obligadas a insistir en que Europa encuentre una solución viable».30 Los europeos no podían seguir fingiendo que lo único que estaba en juego eran cuestiones de gobierno de la zona euro. La reunión previa del G20 emitió un comunicado que insistía en que, ante la crisis permanente en la zona euro, se comprometía a «tomar todas las medidas que sean necesarias para preservar la estabilidad de los sistemas bancarios y los mercados financieros». Geithner y George Osborne, su homólogo británico, exigieron el final de la «crisis política» en Europa. El énfasis en la política era llamativo. El ministro de Economía canadiense manifestó su incredulidad por que las reuniones globales hubieran estado hablando de Grecia desde enero de 2010.31 Geithner advirtió de una «cascada de incumplimientos, pánicos bancarios y riesgos catastróficos» si Europa no construía un cortafuegos lo bastante fuerte. Lagarde, desde su nueva posición ventajosa en Washington, insistió en que todavía había una «senda hacia la recuperación», pero «mucho más angosta que antes, y está estrechándose aún más».32 Sin embargo, una semana después de la reunión del FMI, el plan del EFSF que Merkel había de presentar en el Bundestag era demasiado escueto y el ministro de Economía Schäuble negó públicamente cualquier propuesta para incrementarlo por medio de apalancamientos. Los europeos, y los alemanes en particular, seguían sin entender la situación.

La primera semana de octubre, como si pretendiera demostrar que las ominosas conversaciones mantenidas en Washington no eran simple alarmismo, se produjo la debacle del banco francobelga Dexia, una de las víctimas de 2008 que estaban más expuestas a la deuda periférica de la Unión Monetaria.33 Una vez más, la Autoridad Bancaria Europea se había puesto en ridículo. Durante el verano, Dexia había superado con nota la tercera prueba de estrés europea. Un examen post mortem reveló que las pruebas de estrés no habían contemplado adecuadamente las pérdidas resultantes de una reestructuración de la deuda griega. Asimismo, habían ignorado por completo la crisis de liquidez. En 2008 fueron los efectos colaterales los que provocaron el desastre en Lehman y AIG. En 2011, ocurrió lo mismo con Dexia.34 El banco había contraído una enorme cartera de intercambio de tipos de interés y ahora hacía frente a demandas por valor de decenas de miles de millones de euros en daños colaterales. Los gobiernos belga y francés se vieron obligados a efectuar un costoso rescate en el peor momento. Teniendo en cuenta el posible impacto sobre la deuda pública francesa, Christan Noyer, gobernador del Banque de France, tuvo que negar las afirmaciones de que la calificación crediticia del país podía correr peligro.35

Entre tanto, desde el otro lado del Atlántico llegó la noticia de que la destacada empresa de corretaje MF Global estaba en apuros. Los reguladores estadounidenses le habían ordenado que aumentara su capital neto debido a su posición de varios miles de millones de dólares en bonos soberanos irlandeses, españoles, italianos y portugueses. Al invertir la legendaria posición corta que habían acumulado los especuladores con los títulos respaldados por hipotecas en 2007, MF Global había abierto una posición larga en deuda soberana de la zona euro. Era apostar por que los otros inversores subestimarían la estabilidad de la zona euro y el valor de los bonos periféricos. Cuando los inversores institucionales, como los fondos de pensiones y seguros, y los bancos se deshicieron de sus títulos de la eurozona, fue MF Global quien los compró. Como había ocurrido en el caso de la posición corta, había una carrera entre el sentimiento del mercado y la capacidad del inversor a contracorriente para mantener la liquidez. En octubre de 2011, a MF Global se le agotó el tiempo. El llamamiento de los reguladores a la obtención de más capital motivó investigaciones sobre sus hojas de balance y reveló que, para subvertir la situación ante las enormes presiones del mercado, había recurrido a fondos de los clientes. A finales de octubre, uno de los inversores más importantes que apostaban por el futuro de la zona euro se derrumbó.36

Era una amarga ironía que, precisamente cuando MF Global solicitó protección, la zona euro empezara a tomar medidas para una resolución más decisiva de la crisis. El 23 de octubre, los líderes europeos celebraron una reunión para comentar el borrador de otro plan de estabilización. Dicho plan contemplaba una profunda reestructuración de la deuda, nuevos préstamos para Grecia, una ampliación del EFSF y una recapitalización de los bancos. Finalmente, todos los elementos de la solución estaban sobre la mesa. De hecho, los problemas empezaban a resultar monótonamente familiares. Sin embargo, eso no significaba que el camino fuera a ser obvio o políticamente sencillo. El 26 de octubre, Merkel se dirigió al Bundestag, donde aseguró que la ampliación del EFSF que habían aprobado el mes anterior no era suficiente y que, finalmente, tal vez sería necesario apalancar el fondo.37 Con la promesa de que, en cualquier circunstancia, la aportación alemana tendría un límite de 211.000 millones de euros, Merkel volvió a obtener la mayoría que necesitaba. Ahora que, al menos formalmente, Alemania había aceptado, los líderes europeos se reunieron por segunda vez en Bruselas la tarde del 26 de octubre para ultimar el tercer paquete de rescate para Grecia.

En esta ocasión, la participación del sector privado sería la piedra angular del acuerdo. El recorte sería profundo. Los bancos y sus accionistas tendrían que reconocer pérdidas por valor de decenas de miles de millones de euros. Corría el rumor de que los alemanes estaban presionando para que fuera un 60 %. Los acreedores, que negociaban desde el sótano del edificio Justus Lipsius de la UE, pedían menos, y eran un grupo poderoso. Pese a la venta continua de bonos periféricos, en 2011 todos los grandes bancos de Francia, Alemania e Italia seguían siendo titulares de bonos griegos, al igual que ocurría con los bancos de Grecia, los grandes fondos de seguros y los fondos de cobertura estadounidenses.

Alterar esta influyente coalición de intereses financieros no solo requirió incentivos económicos, sino también una contundente intervención de Merkel y Sarkozy. El 27 de octubre a las 4.04 de la madrugada se anunció un acuerdo para un «intercambio voluntario de bonos» al 50%.38 El plan prometía reducir la deuda de Grecia por debajo del 120 % del PIB. Para conseguirlo, Grecia recibiría otros 130.000 millones de euros en financiación, lo cual situaría la totalidad de los préstamos de emergencia que había percibido desde 2010 en 240.000 millones de euros, o más del ciento por ciento de su PIB. Para contener los efectos secundarios de esa crucial decisión, todos los Estados miembros de la zona euro reafirmaron solemnemente su «determinación inflexible de cumplir su compromiso soberano individual». El EFSF sería ampliado a cerca de 1,2 billones de euros por medio de apalancamientos o utilizando sus recursos no para hacer préstamos directos, sino como un fondo de seguros para cubrir pérdidas en títulos privados. Y se esperaba que los bancos europeos se recapitalizaran por un total de 106.000 millones de euros, aunque estaba en sus manos cómo conseguían dichos fondos. Por fin, Europa había creado un paquete que, al menos de manera sucinta, reconocía lo más fundamental del problema. La reducción de la deuda, la recapitalización y los préstamos de emergencia eran las claves. Las cuestiones de quién pagaría y cómo se equiparía el EFSF todavía estaban en el aire, pero antes de poder abordar esos aspectos técnicos esenciales, Europa tenía que lidiar con las repercusiones políticas.

Nota: Los cálculos de tenencia de bonos hacen referencia a junio de 2011 y la composición de la junta de acreedores a diciembre de 2011.

Fuente: Jeromin Zettelmeyer, Christoph Trebesch y Mitu Gulati, “The Greek Debt Restructuring: An Autopsy,” Economic Policy, 28, n.º 75 (2013), pp. 513-563.

IV

A finales de octubre de 2011, después de dos años de desastre económico y pánico financiero, el sistema político griego estaba desmoronándose. El desempleo estaba en el 19,7% y había subido un 8% desde 2008. El estado de ánimo ciudadano era pésimo. Desde el comienzo de la crisis, la oposición griega, tanto de derechas como de izquierdas, se había negado sistemáticamente a aunar fuerzas con el gobierno para hacer frente a las exigencias de los acreedores extranjeros. El desastroso programa de austeridad se había aplicado gracias a la mayoría obtenida por el PASOK en octubre de 2009. El partido estaba pagando el precio. La tercera semana de octubre, gigantescas manifestaciones protestaron en toda Grecia por la última ronda de recortes. Las huelgas tuvieron un alcance sin precedentes. «Basureros, profesores, mandos militares ya retirados, abogados e incluso jueces abandonaron sus puestos de trabajo.»39 Un miembro del Partido Comunista murió en los enfrentamientos con la policía. El 28 de octubre, el día que se conmemoraba la resistencia nacional, el venerable presidente de la República Karolos Papoulias, que en su día había sido partisano, fue abucheado por los manifestantes en Tesalónica. Con la intención de recuperar la iniciativa, la noche del 31 de octubre el primer ministro Papandreou convocó una reunión de su partido y anunció que había llegado el momento de que la mayoría del pueblo griego hiciera lo necesario para obligar a la oposición a apoyar las medidas dictadas por la troika.40 Se celebraría un referéndum sobre la última reestructuración de la deuda y el programa de austeridad de la UE.

Era un gesto político razonable por parte de Papandreou, pero ¿tenía Grecia la libertad de maniobra que conllevaba un referéndum? El complejo acuerdo anunciado la madrugada del 27 de octubre fue el resultado de meses de agonizantes debates entre París y Berlín, Bruselas, el BCE y el IIF, que representaba a acreedores de todo el mundo. Merkel había azotado dos veces al Bundestag. El plan del 21 de julio había sido ratificado por todos los Parlamentos europeos. Ahora, sin previo aviso, el primer ministro griego ponía otra traba democrática. Mercados aparte, ¿cómo reaccionarían los otros Parlamentos? ¿Y si los votantes griegos rechazaban la propuesta? Al menos Merkel conocía de antemano la apuesta de Papandreou. Pero el 31 de octubre era la primera vez que París tenía conocimiento de ello y Sarkozy montó en cólera. Los griegos estaban poniendo en duda todo el paquete de estabilización y Francia sabía que ya no estaba segura. El 2 de noviembre, Papandreou fue conminado a dar explicaciones en la reunión del G20 en Cannes, que no era un foro al que Grecia normalmente estuviera invitada.41

En una rueda de prensa celebrada en Cannes, Sarkozy y Merkel expusieron la ley. Si había referéndum, solo constaría de una pregunta: ¿dentro o fuera de la zona euro? «Nuestros amigos griegos deben decidir si quieren seguir el viaje con nosotros [...] Los queremos en el euro, pero deben obedecer las normas.» De lo contrario, no recibirían «ni un céntimo» de los contribuyente franceses y alemanes. De hecho, la mayoría de la clase política griega y Barroso, como presidente de la comisión, consideraban que la propuesta de una campaña de un mes para el referéndum era demasiado arriesgada. El 3 y 4 de noviembre, en varias reuniones paralelas mantenidas en Cannes, Merkel y Sarkozy hablaron con la oposición griega y Evangelos Venizelos, el ambicioso ministro de Economía de Papandreou, para abortar la propuesta de referéndum y destituir al presidente. Papandreou fue sustituido por Lucas Papademos, un tecnócrata que aportaba seguridad. El nuevo primer ministro griego era un economista y banquero central formado en Estados Unidos, además de ex vicepresidente del BCE.42

Pero el verdadero objetivo de la reunión de Cannes, una vez que los griegos fueran puestos a raya, era la búsqueda de una solución para Italia. Si sobrevenía lo peor, Grecia podía marcharse, pero Italia debía ser estabilizada. En una medida preventiva para restablecer la confianza, el FMI había propuesto un programa de 80.000 millones de euros con unas cláusulas económicas tan severas que Berlusconi no tendría ningún margen de maniobra.43 Este rechazó el papel que le había sido asignado. El único resultado público de Cannes fue un acuerdo por el que Roma aceptaba de forma voluntaria la supervisión del FMI por una cuestión de orgullo y autojustificación, pero no como la condición para un préstamo. De hecho, Berlusconi hizo saber que había rechazado una oferta monetaria del FMI. De ese modo, Italia recibió lo peor de ambos mundos: el estigma de haber sido candidata a un programa del FMI y la coacción de la supervisión sin acceso a nuevo dinero.

En aquel momento, aquel parecía ser el desalentador resultado de la conferencia de Cannes: la destitución del primer ministro griego, unas negociaciones estancadas, la ausencia de ayudas para Italia y otra metedura de pata de Berlusconi. Tres años después trascendió que había ocurrido algo mucho más dramático. La propuesta de Lagarde para Italia era una atracción secundaria. La verdadera noticia era que París y Berlín estaban maniobrando para derrocar al primer ministro italiano. Como afirmaba Geithner en unas transcripciones de sus memorias: «Los europeos nos abordaron con prudencia y, antes de aquello [la reunión de Cannes], nos dijeron: “Básicamente, queremos que nos ayudéis a echar a Berlusconi”. Querían que dijéramos que no respaldaríamos el dinero del FMI o cualquier otro incremento de las ayudas a Italia si Berlusconi era primer ministro. Fue interesante».44 Geithner no pudo ocultar su aprobación a la idea básica: «Me pareció que Sarkozy y Merkel estaban haciendo lo correcto; aquello no iba a funcionar. La ciudadanía alemana no iba a apoyar un cortafuegos financiero más grande, más dinero para Europa, si Berlusconi presidía aquel país». Por desgracia, se publicó otra página con unas cándidas observaciones de Geithner. En sus memorias dice que informó al presidente de la «sorprendente invitación» europea, pero concluía: «No podíamos participar en un plan como ese. “No podemos mancharnos las manos con la sangre de Berlusconi”, dijo Geithner al presidente».45

Pero, con independencia de si la Casa Blanca aceptaba la «sorprendente invitación» o no, Berlusconi tenía los días contados. Su gobierno estaba desintegrándose desde dentro. La Liga Norte se negó a cooperar en las reformas del sistema de pensiones que exigían el resto de Europa y el FMI. Tremonti, el ministro de Economía, estaba presionando a Berlusconi para que dimitiera.46 A mediados de octubre, Angela Merkel ya había llamado directamente a Giorgio Napolitano, el presidente italiano, para que explorara alternativas.47 Napolitano, un viejo apparatchik del PCI —y el eurocomunista favorito de Henry Kissinger— coincidía en que su deber era «verificar las condiciones de las fuerzas sociales y políticas» de Italia. El 12 de noviembre, mientras se derrumbaba su coalición, Berlusconi perdió una moción de confianza en el Parlamento y dimitió. Lo que al parecer exigía la «condición» de las «fuerzas sociales y políticas» de Italia era ser gobernada por un tecnócrata. El hombre que se recomendó a sí mismo para el puesto era el profesor Mario Monti.48 Igual que el nuevo primer ministro griego, tenía experiencia como economista académico y conocía Estados Unidos. Como comisario europeo del mercado interno y más tarde de competencia entre 1995 y 2004, recibió el apodo de «El prusiano italiano». Tras abandonar la comisión, Monti fue asesor internacional de Coca-Cola y Goldman Sachs y fundador del think tank Bruegel, el centro de estudios más influyente de Europa.49 En 2011 fue apartado de su cargo como decano de la Universidad Bocconi para convertirse en primer ministro italiano. Para hacer posible esta elevación a jefe de gobierno, Monti, que no ostentaba ningún cargo electo, recibió de manos de Napolitano el puesto honorario de «senador vitalicio».

A mediados de noviembre, los gobiernos de dos miembros de la zona euro estaban liderados por hombres sin credenciales democráticas cuya principal cualificación era que indudablemente se amoldaban al mercado.50 Los detractores ahondaron en la red de contactos que vinculaba a actores clave de la zona euro con Goldman Sachs y sus negocios en el mercado de bonos en Europa.51 Desde luego, no era una coincidencia que Monti, Draghi y Otmar Issing, el asesor económico favorito de Merkel, hubieran trabajado para Goldman. Pero describirlo simplemente como una derrota de la democracia a manos de los mercados globales sería cuando menos engañoso. Muchos gobiernos han cedido ante las presiones del mercado. Pero Geithner tenía razón. La fuerza motriz en la eurozona en otoño de 2011 era política, no económica. Berlusconi debía marcharse porque, de lo contrario, no habría acuerdo con la «ciudadanía alemana», al menos representado por el gobierno de Merkel, para un mayor cortafuegos europeo. La aniquilación de las democracias griega e italiana en 2011 fue el resultado de una combinación tóxica de integración financiera masiva y la testaruda insistencia de Berlín por gobernar Europa a base de pactos bilaterales entre gobiernos. La falta de estructuras globales con las que compensar los efectos asimétricos de la crisis fomentó la conformidad con la visión que tenía Berlín de la rectitud financiera. Después de los cambios en Grecia e Italia, en la cancillería berlinesa no lamentaban la fuerza opresora de los mercados. Podía oírse a altos cargos diciendo: «Cambiamos regímenes mejor que los estadounidenses».52

Pero la lógica retorcida de la crisis estaba lejos de salir totalmente a la luz. Instalar a «prusianos» en la presidencia de dos de los países más endeudados de la zona euro sin duda hacía que Merkel y Schäuble se sintieran más cómodos. Pero, para los mercados, el carácter de los gobiernos nacionales en Italia y Grecia era una preocupación secundaria. Lo que estaban esperando los mercados y el resto del G20 era el siguiente paso: un avance decisivo hacia una mayor integración europea. Era necesaria una decisión del EFSF, y eso no dependía de Grecia o Italia, sino de superar las objeciones alemanas a un fondo de estabilización más amplio.

Ningún miembro de la zona euro podía arriesgarse a un enfrentamiento directo con Berlín, y Merkel lo sabía. Por tanto, la delegación alemana en Cannes se llevó una desagradable sorpresa cuando, el 24 de noviembre a las 21.30, Sarkozy convocó a los jefes de gobierno para una conferencia sobre la cuestión italiana y no era el francés quien ocupaba la butaca, sino Obama. Como decía un miembro de la delegación alemana a The Financial Times: «Fue raro [...] Era una muestra de que Europa no era capaz de hacerlo; era un signo de debilidad».53 Decir que fue una muestra de la fuerza y testarudez de Alemania se habría acercado más a la verdad. Sarkozy cedió la presidencia a Obama con la esperanza de que el peso e influencia de Estados Unidos bastaran para superar las objeciones políticas y legales de Alemania a la solución que la eurozona necesitaba desesperadamente. Obama dijo: «En Estados Unidos preferimos que el BCE actúe un poco como la Reserva Federal». En otras palabras, el BCE debía tranquilizar a los mercados comprando bonos. Si eso era vetado por el Bundesbank porque desdibujaba la línea entre política fiscal y económica, lo que necesitaba Europa era un enorme fondo de compra de bonos respaldado por el gobierno que superara 1 billón de euros y, a ser posible, 1,5 billones. Dadas las limitaciones del EFSF existente, estadounidenses y franceses propusieron una improvisación que implicaba complementar el fondo con derechos especiales de giro emitidos por el FMI y luego apalancar la cantidad total. Era una buena solución técnica, pero el subterfugio resultaba demasiado obvio. El Bundesbank no aceptaría un plan que transferiría un gran poder al EFSF por medio del FMI, unas entidades sobre las cuales no tenía influencia directa.54 Ni siquiera la presión de Obama fue suficiente. Merkel dijo que si Italia aceptaba ser castigada por el FMI, volvería al Bundestag para obtener la autorización para aprobar un aumento del fondo de rescate de la zona euro. Pero no podía aceptar la solución del apalancamiento. Aunque los otros diecinueve miembros del G20 respaldados por todas las autoridades financieras del mundo insistieran en que era la mejor solución, si el Bundesbank se oponía, Merkel preferiría dejar caer los mercados.

En aquel momento, lo único que hizo el G20 fue registrar el resultado negativo de la reunión. Se corrió un tupido velo sobre los detalles de las conversaciones. Nadie tenía dudas sobre dónde estaba el obstáculo. Hasta transcurridos varios años no se determinó gracias a reportajes de investigación lo cerca que había estado Merkel de desmoronarse físicamente por la presión que ejercieron sobre ella Obama y Sarkozy. Al borde de las lágrimas, dijo: «No es justo. Yo no puedo decidir en nombre del Bundesbank. Ich will mich nicht selbst umbringen [«No quiero suicidarme»]. No voy a correr semejante riesgo sin recibir nada a cambio de Italia».55 Entre bastidores ya no se hablaba de globalización, democracia y mercados, las abstracciones que había tratado Merkel con el papa. Lo que definía los parámetros de una solución aceptable para la crisis del euro era la constitución de la República Federal, la autonomía de su banco central y los intereses políticos del centro-derecha alemán. Si a los estadounidenses les resultaba frustrante, protestaba Merkel, solo podían culparse a sí mismos. Fueron ellos quienes crearon el embrión del Bundesbank en 1948 como institución fundacional de Alemania Occidental. En noviembre de 2011, en Cannes, era como si todo el pacto transatlántico desde la segunda guerra mundial hubiera entrado en vigor.

Merkel no estaba fingiendo. Sabía lo corta que era la mayoría de su coalición. Si hubiera vuelto a Berlín con la propuesta franco-estadounidense, probablemente se habría enfrentado a un gran motín de la derecha y a la necesidad de elecciones anticipadas. Teniendo en cuenta los sondeos de opinión del momento, no era una opción atractiva para ella. Con el menguante apoyo de sus socios del FDP, unas elecciones a finales de 2011 podrían haber arrojado una mayoría verdirroja.56 Ese no era el resultado que Sarkozy quería para la crisis del euro. Ante las presiones que estaba soportando, Francia no estaba de humor para riesgos. Los franceses y los estadounidenses se hicieron atrás.

V

El enfrentamiento que se vivió en Cannes en noviembre de 2011 fue un indicativo de lo graves que eran las tensiones en Europa. Sin embargo, la zona euro seguía empantanada en el bloqueo alemán y dividida por su rumbo futuro. En el BCE, que los miembros más radicales del Bundesbank habían abandonado a modo de protesta, la plaza alemana fue ocupada por Jörg Asmussen, un pragmático funcionario de tendencia mercantilista con inclinaciones socialdemócratas al más puro estilo Rubin-Summers-Orszag y uno de los artífices de la globalización económica alemana con la coalición verdirroja a principios de la década de 2000. Al haber sido testigo del funcionamiento del BCE y el G20, comentó el cruel dilema al que se enfrentaba: «O haces lo correcto para Europa y te crucifican en Alemania o eres el héroe del FAZ [el periódico conservador Frankfurter Allgemeine Zeitung] y arruinas Europa».57

La tensión era palpable incluso en un actor financiero tan importante como el Deutsche Bank. Entre la comunidad bloguera de las finanzas circulaba un PowerPoint que mostraba al departamento anglófono del Deutsche en Londres preocupado porque la zona euro había llegado a un punto de inflexión peligroso del cual solo podrían salvarla unas medidas urgentes del BCE. Sin dicha intervención, Europa podía sumirse en un bucle desastroso de insolvencia y falta de liquidez privadas.58 Como en Grecia, las deudas soberanas malas arrastrarían a los bancos. O, como en Irlanda, los bancos fallidos arrastrarían al crédito estatal. Solo el BCE podía romper ese bucle. Era el «ingrediente faltante» en todas las iniciativas europeas de gestión de la crisis hasta la fecha. Mientras tanto, desde la oficina central del Deutsche Bank en Fráncfort, Der Spiegel citaba a su consejero delegado Josef Ackermann siguiendo la línea del Bundesbank.59 «Si empezamos a convertir al BCE en un banco que desempeñe tareas completamente distintas al mantenimiento de la estabilidad de los precios —opinaba el jefe del Deustche—, perderemos la confianza de la gente.» En esto discrepaba con sus propios analistas y los de los grandes bancos del mundo anglosajón, pero en Alemania, la línea de pensamiento dominante era la de Ackermann. El economista jefe de Allianz, el gigante de los seguros, desaconsejaba «rotundamente las compras ilimitadas de bonos gubernamentales». Si un país era incapaz de solventar sus finanzas, afirmaba, debía «dejar hablar a los mercados». Jörg Krämer, economista jefe de Commerzbank, advertía: «Si el virus de la desconfianza llega al BCE, habrá consecuencias graves». Las compras de bonos por parte del BCE transferían permanentemente riqueza del norte al sur de Europa «sin una legitimización democrática y sin que se resolvieran los problemas de la deuda». Por su parte, Alemania ya no era inmune al virus de la inseguridad. El 23 de noviembre de 2011, el Bund sufrió una subasta de bonos que fue descrita por los observadores del mercado como un «desastre total y absoluto», ya que solo 3.644 millones de los 6.000 millones en bonos alemanes a diez años encontraron compradores.60

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