Crash!

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—¿Vas a conducir? Pero tus piernas, James, ¡apenas puedes caminar! Mientras corríamos a más de cien kilómetros a lo largo de la Western Avenue, advertí en la voz de Catherine una nota reconfortante de esposa desesperada. Reclinado en el mullido asiento del coche sport, observé con felicidad cómo ella movía las manos delgadas, pasando de la funda de piel de leopardo del pequeño volante a los cabellos rubios que le caían sobre los ojos. Catherine conducía todavía peor que antes de mi accidente, como si ahora confiara en que las invisibles potestades del cosmos protegerían su errático paso por estas autopistas de cemento.

Señalé a último momento un camión que apareció de pronto frente a nosotros, arrastrando un vagón frigorífico que se balanceaba peligrosamente sobre unos neumáticos demasiado inflados. El menudo pie de Catherine apretó el freno y eludimos el camión cambiando de carril. Guardé el folleto de la compañía de alquiler de automóviles y miré a través de la cerca de alambre las desiertas pistas de aterrizaje. Una paz inmensa parecía reinar sobre el cemento estropeado y el césped reseco. Las torres de vidrio del aeropuerto y los garajes de varias plantas que había detrás eran parte de un dominio encantado.

—¿Vas a alquilar un coche…? ¿Por cuánto tiempo?

—Una semana. Estaré cerca del aeropuerto. Podrás vigilarme desde la oficina. —Eso es lo que haré.

—Catherine, tengo que salir un poco. —Golpeé el parabrisas con los puños—. No puedo pasarme el tiempo sentado en el balcón… Empiezo a sentirme como una planta de maceta.

—Te entiendo.

—No me entiendes.

La semana anterior, luego que un taxi me llevara a casa desde el hospital, me la había pasado tendido en el balcón en una silla reclinable, mirando a través de la barandilla anodizada la vecindad poco familiar diez plantas más abajo. La primera tarde, apenas había reconocido el ilimitado paisaje de cemento y acero que se extendía desde las autopistas al sur del aeropuerto hasta los nuevos edificios construidos a lo largo de la Western Avenue.

Nuestro apartamento en Drayton Park estaba a un kilómetro y medio del aeropuerto, en un agradable islote de viviendas modernas, con estaciones de servicio y supermercados. Un ramal de acceso a la autopista periférica norte se deslizaba frente a nosotros sobre elegantes pilares de hormigón, y nos ocultaba la mole distante de Londres. Yo contemplaba esta inmensa escultura móvil, cuya calzada parecía elevarse por encima de la barandilla en la que yo estaba apoyado. Esa presencia reconfortante, esas familiares perspectivas de velocidad y dirección calculadas me permitieron reorientarme de nuevo. Las casas de nuestros amigos, la tienda en que yo compraba las bebidas, el pequeño cine donde Catherine y yo veíamos películas norteamericanas de vanguardia y films alemanes de educación sexual, todo volvió a alinearse por sí mismo al borde de la autopista. Comprendí que los habitantes humanos de este paisaje tecnológico ya no servían ni como puntos de referencia ni como indicadores de distintas zonas de identidad. Los morosos paseos de Frances Waring, la aburrida mujer de mi socio, por los pasadizos del supermercado, las riñas domésticas de nuestros pudientes vecinos, todas las esperanzas y desvaríos de este plácido distrito suburbano plagado de infidelidades, perdían importancia ante la sólida realidad de las autopistas de geometría constante e inflexible y los precisos contornos de los parques de automóviles.

Al volver del hospital en compañía de Catherine me sorprendió advertir hasta qué punto la imagen del automóvil había cambiado para mí, casi como si el accidente me hubiera expuesto la verdadera naturaleza de esa imagen. Reclinado contra la ventanilla trasera del taxi, me sentí intimidado y excitado por la corriente de tránsito que atestaba los empalmes de la Western Avenue. Los punzantes destellos de la luz de la tarde, reflejada en los bordes cromados de la ventanilla, me irritaban la piel. El áspero zumbido del radiador, el movimiento de los coches que avanzaban hacia el aeropuerto de Londres por las calzadas inundadas de luz, el panorama urbano, los letreros indicadores, todo tenía un aspecto amenazador y supraterrenal, excitante, como si la carretera fuese una siniestra galería de diversiones y yo avanzara entre acelerados billares eléctricos.

Catherine, advirtiendo mi estado se apresuró a llevarme al ascensor. El paisaje había cambiado alrededor de la casa. Apartando a Catherine, me asomé al balcón. Los coches se apretaban en las calles suburbanas, colmaban los parques de los supermercados, trepaban a las pistas. En la Western Avenue dos accidentes menores habían interrumpido el tránsito, y los coches esperaban en filas en el túnel de entrada al aeropuerto. Mientras Catherine me observaba desde la sala apoyando una mano en el teléfono que tenía detrás, contemplé por primera vez nerviosamente esa inmensa membrana de bruñida celulosa que se extendía desde el horizonte sur hasta las carreteras del norte. Tuve una vaga impresión de peligro extremo, como si estuviera a punto de producirse un accidente que implicaría a todos estos coches. Los pasajeros de los aviones que despegaban del aeropuerto se alejaban corriendo del área de emergencia, escapando del autogedón inminente. Estas premoniciones de desastre no me abandonaron en casa. Los primeros días los pasé en el balcón, observando el tránsito que corría por la autopista, decidido a descubrir las primeras señales de ese fin del mundo desencadenado por el automóvil, y del que mi accidente había sido sólo un ensayo privado.

Llamé a Catherine y le señalé una colisión menor en el acceso sur de la autopista. La camioneta blanca de una lavandería acababa de embestir por detrás a un sedán donde viajaban los invitados a una boda.

—Son ensayos, sin duda. Cuando todos hayamos aprendido nuestro papel, empezará la verdadera función. —Un jet bajó desde Londres rumbo al aeropuerto y desplegó el tren de aterrizaje por encima de los techos estremecidos—. Otro cargamento de víctimas impacientes… Casi esperas ver a Breughel y a Hieronymus Bosch recorriendo las pistas en coches alquilados.

Catherine se arrodilló junto a mí, apoyando el codo en el brazo cromado de la silla, donde la luz centelleaba como en el tablero de mi coche cuando sentado detrás del volante roto yo había esperado a que la policía fuera a rescatarme. Mi mujer exploró con cierto interés el nuevo contorno de mi rótula. Había en ella una natural y saludable curiosidad por todas las formas de lo perverso.

—James, tengo que ir a la oficina… ¿Te quedarás tranquilo? —Ella sabía muy bien hasta qué punto yo era capaz de ocultarle la verdad.

—Por supuesto. ¿Está más pesado el tránsito? Parece que hubiera tres veces más coches que antes del accidente.

—En realidad, no he puesto atención. ¿No pedirás prestado el coche del portero? La preocupación de Catherine era conmovedora. Desde el accidente parecía sentirse cómoda conmigo por primera vez en muchos años. Mi choque era una experiencia inusitada que la vida y su propia sexualidad le habían enseñado a entender. Mi cuerpo, que al cabo de un año de matrimonio ella había inmovilizado en una perspectiva sexual muy precisa, ahora la excitaba de nuevo. Las heridas de mi pecho la fascinaban, y las tocaba con los labios húmedos de saliva. Yo también sentía estos cambios felices. Hubo una época en que el cuerpo de Catherine tendido junto a mí me había parecido tan inerte e inexpresivo como una muñeca neumática con vagina de neopreno. Humillándose por sus propios y perversos motivos, Catherine iba tarde a la oficina, y rondaba por la casa exponiéndome partes del cuerpo, sabiendo muy bien que ese rubio orificio que ella tenía entre las piernas era lo que menos me interesaba.

—Bajaré contigo —le dije tomándole el brazo—. No seas tan quisquillosa. Desde el jardín la vi partir rumbo al aeropuerto en el coche sport, exhibiendo una breve señal de semáforo blanco entre los muslos móviles. La variable geometría de ese pubis entretenía a los conductores aburridos que observaban la rotación de los números en las bombas de gasolina.

Cuando Catherine desapareció, bajé a la cochera, donde había una docena de coches, casi todos de las mujeres de los abogados y jerarcas cinematográficos que vivían en el edificio. El espacio reservado para mi automóvil estaba desocupado aún, y el dibujo familiar de las manchas de aceite marcaba el cemento. Bajo esa luz opaca miré los costosos tableros de los coches. Una bufanda de seda yacía en una butaca trasera. Recordé cómo Catherine había descrito nuestros propios bienes personales dispersos en el suelo y los asientos de mi coche después del choque: un mapa de caminos, un frasco vacío de esmalte para uñas, una revista. El aislamiento de estos fragmentos de nuestras vidas, como si una cuadrilla de demolición hubiese arrastrado y expuesto en la calle recuerdos e intimidades intactas, era parte de la misma reformulación de ese lugar común que yo había enunciado trágicamente con la muerte de Remington. Las espiguillas grises de la manga de la chaqueta de Remington, la blancura del cuello de la camisa, perdurarían como fragmentos de la imagen del choque.

Las bocinas de los vehículos atrapados en la autopista se elevaron en un coro desesperado. Miré las manchas de aceite de la cochera y pensé en el hombre muerto. Estas marcas indelebles parecían preservar la totalidad del accidente: la policía, los espectadores y los enfermeros de las ambulancias congelados en distintas posturas mientras yo seguía encerrado en el coche destruido.

Oí una radio de transistores a mis espaldas. El portero, un joven con el cabello casi hasta la cintura, había vuelto a la oficina junto a la entrada del ascensor. Sentado al escritorio metálico, abrazaba a su aniñada amiguita. Ignorando las respetuosas miradas de la pareja, regresé al jardín. La avenida arbolada que llevaba al centro comercial estaba desierta, y los coches se apretaban a la sombra de los plátanos. Feliz de poder caminar sin el riesgo de ser atropellado por una agresiva ama de casa, recorrí la avenida. De vez en cuando me detenía a descansar apoyándome en un bruñido guardabarros. Eran las dos menos un minuto, y en el centro comercial no había nadie. Los coches se alineaban en doble fila en las calzadas laterales, mientras los dueños descansaban a la sombra. Atravesé la galería embaldosada, en el centro del complejo comercial, y subí las escaleras del garaje en la terraza del supermercado. Las cien cocheras estaban ocupadas, y los parabrisas reflejaban el sol como un testudo de vidrio.

Al inclinarme sobre el parapeto de cemento advertí que un silencio inmenso se cernía sobre el paisaje. Por alguna extraña circunstancia, ningún avión estaba a punto de aterrizar o despegar en las pistas del aeropuerto. El tránsito se alejaba rumbo al sur por la carretera en una fila ininterrumpida. A lo largo de la Western Avenue, tanto los coches particulares como los autobuses de las compañías aéreas esperaban que cambiaran las luces. El embotellamiento que se prolongaba hacia el sur de la carretera había inmovilizado tres líneas de vehículos en la rampa del paso elevado.

Durante mis semanas en el hospital, los ingenieros habían prolongado la autopista casi un kilómetro más al sur. Examinando con atención este reino silencioso, que era el paisaje de mi vida, advertí que estaba ahora delimitado por un horizonte invariablemente artificial, parapetos elevados, terraplenes, rampas de acceso, empalmes de autopistas. Los vehículos estaban allí encerrados como entre las paredes de un cráter de varios kilómetros de circunferencia.

El silencio continuaba. Aquí y allá un conductor se acomodaba en el asiento expuesto al sol. Tuve la súbita impresión de que el mundo se había detenido. Las lesiones de mi rodilla y mi pecho eran balizas conectadas a una serie de transmisores cuyas señales, para mí desconocidas, desgarrarían de pronto esta quietud inmensa y lanzarían a los conductores a la verdadera meta de estos vehículos, los paraísos de una carretera eléctrica.

El recuerdo de este silencio extraordinario aún seguía en mí mientras Catherine me llevaba d la oficina de Shepperton. A lo largo de la Western Avenue el tránsito aceleraba y pasaba de un carril a otro. En lo alto, las turbinas de las aeronaves que despegaban del aeropuerto de Londres fatigaban el cielo. Mi visión de un mundo inmóvil, de millares de conductores pasivamente sentados al volante a lo largo del horizonte, concentraba en una imagen excepcional todo este paisaje motorizado, invitándonos a que exploráramos los viaductos de nuestras mentes.

Ante todo yo tenía que salir de la convalecencia y alquilar un coche. Cuando llegamos a los estudios de televisión, Catherine empezó a dar vueltas por el parque, pues no se decidía a dejarme salir. De pie junto al vehículo, el joven empleado de la compañía de alquiler nos observaba mientras nos movíamos alrededor.

—¿Renata irá contigo? —preguntó Catherine.

Me asombró la sagacidad de esta inesperada pregunta.

—Pensé que podría acompañarme… Conducir otra vez puede ser más cansador de lo que imagino. —Me sorprende que se anime a subir contigo a un coche.

—¿No estarás celosa?

—Un poco, quizá.

Evitando toda discusión que pudiera conducir a un entendimiento entre las dos mujeres, me despedí de Catherine. Pasé la hora siguiente en las oficinas de producción, estudiando con Paul Waring las dificultades contractuales en el film comercial de la Ford, para el que esperábamos contar con Elizabeth Taylor. En todo ese tiempo, sin embargo, yo tenía la cabeza en otra parte, el coche alquilado que me esperaba al pie del edificio. Todo lo demás —la irritación de Waring, las estrechas perspectivas de las oficinas, el alboroto de los empleados— era una borrosa penumbra, una toma insatisfactoria que sería eliminada en el montaje.

Apenas presté atención a Renata cuando nos reunimos en el automóvil.

—¿Te encuentras bien? ¿Adónde vamos?

Clavé la mirada en el volante, en el tablero acolchado, atiborrado de esferas y adminículos.

—¿Adónde, si no?

La agresiva estilización de esta cabina producida en serie, las exageradas molduras de los instrumentos, acentuaron mi impresión de que entre mi propio cuerpo y el automóvil había una relación nueva, una intimidad mucho más incitante que las anchas caderas y las torneadas piernas de Renata, ahora ocultas bajo un impermeable de plástico rojo. Me incliné apoyando las heridas del pecho en el borde del volante, y apreté las rodillas contra el encendido y el freno de mano.

Media hora más tarde llegamos al pie de la carretera elevada. El tránsito vespertino avanzaba por la Western Avenue y se dividía en el empalme. Pasé junto al escenario de mi accidente, llegué al desvío que había ochocientos metros al norte, di la vuelta y desanduve el camino d e los minutos previos al impacto. Por casualidad, la ruta estaba desierta. A cuatrocientos metros, un camión subía por la rampa. Un sedán negro apareció en un acceso lateral, pero aceleré dejándolo atrás. En pocos segundos estuvimos en la escena del choque. Aminoré la velocidad y me detuve en el borde de cemento.

—¿Podemos parar aquí?

—No.

—Muy bien… La policía hará una excepción contigo.

Desabotoné el impermeable de Renata y le apoyé la mano en el muslo. Se dejó besar el cuello aterrándome el hombro con la afectuosa firmeza de una institutriz cariñosa.

—Estuvimos juntos poco antes del accidente —le dije—. ¿Te acuerdas? Hicimos el amor. —¿Todavía me mezclas a esa historia?

Le deslicé la mano por el muslo; la vulva era una flor húmeda. El autobús de una compañía aérea pasó junto a nosotros, y los pasajeros, con destino a Stuttgart o Milán, se volvieron a mirarnos. Renata se abotonó el impermeable y sacó un ejemplar de Paris-Match del estante del tablero. Volvió las páginas, mirando las fotografías de las víctimas del hambre en las Filipinas. Esta inmersión en un tema paralelo de violencia era una estratagema protectora. Los graves ojos de estudiante apenas se demoraron ante la foto de un cadáver hinchado que abarcaba toda una página. Los dedos se le movían con precisión sobre esta secuencia de mutilación y muerte, mientras yo seguía mirando el empalme donde a cincuenta metros había matado a otro hombre. El anonimato de este empalme me recordaba el cuerpo de Renata, el cortés repertorio de fisuras y salientes que un día serían tan extrañas y significativas para algún marido suburbano como ahora lo eran para mí estos parapetos y líneas divisorias.

Un convertible blanco se acercó guiñando los faros cuando yo descendí del coche. La rodilla se me dobló fatigada por el esfuerzo y casi perdí el equilibrio. A mis pies había un tendal de hojas muertas, envoltorios de cigarrillos y vidrios rotos. Estos fragmentos de ventanillas rotas, barridos a un costado por generaciones de enfermeros de ambulancia, se apilaban como en un pequeño túmulo. Observé esta franja polvorienta, restos de un millar de accidentes de automóvil. Dentro de cincuenta años, a medida que los coches siguieran chocando, los fragmentos de vidrio se amontonarían en una barranca; en treinta años más habría allí una playa de cristales afilados. Tal vez apareciera entonces una nueva raza de vagabundos que hurgaría en estos cúmulos de parabrisas fracturados buscando colillas de cigarrillo, preservativos usados y monedas perdidas. Sepultada bajo esta nueva capa geológica de la era del accidente de automóvil, estaría mi propia y minúscula muerte, tan anónima como una cicatriz vitrificada en un árbol fósil.

Un coche americano se había detenido a cien metros al borde del camino. El conductor me observaba a través del parabrisas salpicado de barro, los hombros anchos apoyados contra el marco de la portezuela. Mientras yo cruzaba la pista, tomó una cámara provista de un zoom y me siguió con el ojo pegado al visor.

Renata lo miró por encima del hombro, no menos asombrada que yo por esa ostentosa agresividad. Me abrió la portezuela.

—¿Puedes conducir? ¿Quién es ése? ¿Un detective privado?

Mientras nos internábamos en la Western Avenue, la silueta alta del hombre, enfundada en una chaqueta de cuero, caminó carretera abajo. Quise verle la cara, y doblé en el desvío.

Pasamos a tres metros. El hombre seguía las huellas de los neumáticos con pasos lentos y distraídos, como si estuviese reconstruyendo mentalmente una trayectoria invisible. La luz del sol le marcaba las cicatrices de la frente y la boca. Cuando alzó los ojos, reconocí al joven médico que había salido de la sala con Helen Remington, en el hospital de emergencia de Ashford.

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