Crash!

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La reaparición de Vaughan, ángel de pesadilla de las carreteras, puso fin a este plácido idilio doméstico de deliciosas promiscuidades.

Catherine estaría fuera tres días, pues tenía que asistir a una conferencia aeronáutica en París, y por curiosidad decidí llevar a Helen a un espectáculo de acrobacia automovilística en el estadio de Northolt. Algunos de los pilotos que trabajaban en la película de Elizabeth Taylor en los estudios de Shepperton harían una exhibición, y tanto en los estudios como en nuestras oficinas circulaban los pases gratuitos. Renata, aunque no veía con buenos ojos mi relación con la viuda del hombre que yo había matado, me dio un par de billetes, como desafío irónico quizá.

Helen y yo nos sentamos en la tribuna casi desierta y esperamos mientras una hilera de coches a los que habían quitado las carrocerías desfilaba por la pista cenicienta. Una multitud aburrida miraba desde el perímetro del estadio de fútbol reformado. La voz del anunciador retumbó en el aire. Al final de cada demostración, las mujeres de los conductores aplaudían sin demasiado entusiasmo.

Helen se sentó pegada a mí, pasándome el brazo por la cintura y apoyando la cara en mi hombro, aturdida por el rugido continuo de los silenciadores defectuosos.

—Es raro… pensé que esto atraería a más gente.

—El hecho auténtico se puede ver gratis todos los días. —Señalé el programa amarillo—. Esto promete ser más interesante: «Reconstrucción de un choque espectacular».

Despejaron la pista e instalaron unos mojones blancos que representaban la intersección de dos carreteras. Frente a la platea, vimos a un hombre corpulento y sucio de aceite, vestido con una chaqueta tachonada de plata; estaban atándolo al asiento de un coche sin puertas. Los cabellos teñidos de rubio, sujetos atrás con una cinta escarlata, le caían hasta los hombros. La cara rígida era pálida y famélica, como de peón de circo sin trabajo. Reconocí a uno de los pilotos de los estudios, un tal Seagrave, que en una época había sido corredor profesional.

Cinco coches participarían ahora en la representación del accidente, un choque múltiple ocurrido el verano anterior en el circuito periférico norte y donde habían muerto siete personas. Mientras ocupaban sus puestos en el campo, el anunciador trató de despertar el interés del público. Los fragmentos amplificados de sus comentarios reverberaban en las tribunas vacías como si se entrechocaran queriendo escapar.

Señalé un camarógrafo alto con chaqueta de combate que revoloteaba alrededor del coche de Seagrave, y le gritaba instrucciones a través del parabrisas sin vidrio, por encima del rugido del motor.

—Vaughan otra vez. Habló contigo en la clínica.

—¿Es fotógrafo?

—Un fotógrafo muy peculiar.

—Pensé que estaba haciendo una especie de investigación. Quería conocer todos los detalles del accidente.

En el estadio, Vaughan parecía representar otro papel: director de cine. Como si Seagrave fuera la estrella, el desconocido que lo llevaría a la fama, Vaughan se apoyaba contra el borde del parabrisas, mostrando con ademanes agresivos alguna nueva coreografía de colisión y violencia. Seagrave se echó hacia atrás, dando una última chupada al cigarrillo de hachis mal liado que le alcanzaba Vaughan. Se ajustó las correas y se acomodó frente al volante. El cabello rubio teñido era como el centro de atención del estadio. El anunciador informó que un camión fuera de control golpearía el coche de Seagrave arrojándolo como un proyectil hacia la trayectoria de otros cuatro automóviles.

Por último Vaughan desapareció un instante en la cabina del locutor, detrás de nosotros. Siguió un breve silencio, y luego anunciaron con cierta exaltación que Seagrave había pedido a su mejor amigo que condujera el camión. Este añadido melodramático no logró conmover a la multitud, pero Vaughan pareció satisfecho. Cuando bajaba por la pasarela, la boca dura y marcada de cicatrices se le abría en una extraña sonrisa. Al vernos juntos, nos saludó como si Helen Remington y yo fuéramos viejos aficionados a este circo de espectáculos mórbidos.

Veinte minutos más tarde, sentado en mi coche detrás del Lincoln de Vaughan, vi cómo trasladaban al maltrecho Seagrave. La reconstrucción había sido un fiasco. Golpeado por el camión, el coche de Seagrave se había enganchado en el paragolpes como un matador miope que se arroja directamente sobre los cuernos del toro. El camión lo arrastró cincuenta metros antes de aplastarlo contra uno de los coches que se aproximaban corriendo. Esa colisión franca y brutal había puesto de pie a toda la multitud, incluidos Helen y yo.

Sólo Vaughan permaneció imperturbable. Mientras los confundidos pilotos bajaban de las máquinas y sacaban a Seagrave del asiento, Vaughan atravesó rápidamente la pista y le hizo una seña perentoria a Helen Remington. La seguí por el estadio pero Vaughan me ignoró y llevó a Helen entre la multitud de mecánicos y curiosos.

Seagrave se restregaba las manos grasientas en el pantalón plateado y tanteaba el aire como si estuviera ciego. Aunque el piloto podía caminar, Vaughan convenció a Helen de que lo acompañara al hospital de Northolt. En el camino, me costo bastante seguir el coche de Vaughan, el Lincoln polvoriento con un reflector montado en una aleta trasera. Seagrave iba tumbado en el asiento de atrás junto a Helen, y Vaughan conducía velozmente a través del aire de la noche, apoyando un codo en la ventanilla abierta y tamborileando en el techo con la mano. Presumí que era un modo desenfadado de ponerme a prueba, como desafiándome a que yo lo siguiese. Cuando nos deteníamos frente a un semáforo, él me observaba por el espejo retrovisor mientras yo frenaba detrás. En cuanto se encendía la luz amarilla, el Lincoln salía disparado. En el paso elevado de Northolt, Vaughan excedió el límite de velocidad y cometió la imprudencia de pasar a un coche de la policía por la derecha. El conductor guiñó las luces, titubeando cuando vio la cinta empapada de sangre que sujetaba el cabello de Seagrave, y el apremiante destello de mis faros.

Dejamos el paso elevado y nos internamos por una ruta asfaltada que atravesaba West Northolt, un barrio de las cercanías del aeropuerto donde abundaban las casas de una planta con jardín, separadas por cercas de alambre. La zona estaba habitada por personal subalterno de las compañías aéreas, empleados de los garajes, camareras y ex-azafatas. Muchos de ellos trabajaban en turnos y tenían que dormir durante el día, y mientras recorríamos las calles desiertas vimos varias ventanas cerradas.

Llegamos al fin al hospital. Vaughan ignoró el parque de coches a la entrada, dejó atrás la sala de emergencia, y se detuvo en el sitio reservado a los médicos. Saltó fuera del coche y le indicó a Helen que lo siguiera. Seagrave salió de mala gana del compartimiento t rasero, alisándose los cabellos rubios. Aún no se tenía muy bien de pie, y descansó apoyándose en el marco del parabrisas. Mirándole los ojos desencajados y la cabeza magullada, tuve la seguridad de que éste era sólo el último de una larga serie de traumatismos. Mientras Vaughan le sostenía la cabeza, Seagrave se escupió las manos sucias de aceite. Luego se apoyó en el brazo de Vaughan y siguiendo a Helen con paso inseguro entró en la sala de guardia.

Esperamos a que regresaran. Vaughan se sentó en el capó del Lincoln; uno de sus muslos cortaba el haz de luz del faro derecho. Inquieto, se incorporó y se puso a dar vueltas alrededor del coche, alzando la cabeza por encima de las miradas de los visitantes nocturnos que se encaminaban hacia los distintos pabellones. Observándolo desde mi coche, estacionado junto al suyo, advertí que Vaughan continuaba representando un papel dramático, en beneficio de esos transeúntes anónimos, pues se erguía frente a la luz como si esperase que unas invisibles cámaras de televisión lo encuadraran de repente. El actor frustrado se manifestaba en todos esos movimientos impulsivos, que falseaban de un modo irritante mis propias reacciones. Brincando en sus zapatillas blancas de tenis, fue hacia la parte trasera del coche y abrió el baúl.

El reflejo de los faros de Vaughan en las puertas de vidrio del pabellón de fisioterapia me molestaba los ojos, y salí del coche observando cómo Vaughan hurgaba entre las cámaras y los

flashes del baúl. Escogió una filmadora que se empuñaba como un revólver, cerró el baúl y se instaló detrás del volante, apoyando una pierna en el asfalto negro en una pose histriónica.

Abrió la otra portezuela.

—Pase, Ballard… tardarán más de lo que cree la Remington.

Me senté junto a él en el asiento delantero del Lincoln. Pegando el ojo al visor de la cámara, examinó la entrada de la sala de urgencia. En el suelo sucio había unas fotografías de vehículos destrozados. Lo que más me perturbaba en Vaughan era ver cómo adelantaba los muslos y la cadera, en una rara postura, casi como si estuviera a punto de hundir sus genitales en el tablero de instrumentos. Observé cómo contraía los muslos y apretaba firmemente las nalgas mientras miraba con la cámara. Tuve la súbita e irreflexiva tentación de estirar la mano, y meter la cabeza del pene en las esferas luminiscentes. Imaginé la vigorosa pierna de Vaughan apretando el acelerador. Las gotas de esperma empañarían las marcas estilizadas del velocímetro, mientras nos deslizábamos a toda velocidad por las curvas de cemento. Mi relación con Vaughan se inició esa noche y se prolongó durante un año, hasta el día de su muerte, pero todo ese tiempo quedó ya definido en unos pocos minutos, mientras aguardábamos a Seagrave y a Helen Remington frente al hospital. Sentado junto a él, advertí que mi hostilidad se convertía en vaga deferencia, o en subordinación tal vez. El modo de conducir de Vaughan era un buen ejemplo de toda su conducta: agresiva, distraída, irascible, torpe, absorta, y brutal. La segunda velocidad de la caja automática del Lincoln se había estropeado durante una carrera con Seagrave en una autopista, según me explicó Vaughan más tarde. A veces, a lo largo de la Western Avenue, entorpecíamos el tránsito del carril de circulación rápida, avanzando a quince kilómetros por hora mientras esperábamos a que la transmisión defectuosa nos permitiera acelerar. Vaughan solía comportarse como un parapléjico, pues por momentos forcejeaba torpemente con el volante como si se tratara de un coche para tullidos, y los pies le colgaban inútiles mientras nos precipitábamos hacia un taxi frente a un semáforo. A último momento frenaba abruptamente, parodiando su propio modo de conducir.

Las relaciones de Vaughan con las mujeres estaban gobernadas por los mismos juegos obsesivos. A Helen Remington le hablaba en un tono impertinente e irónico, pero en algunas ocasiones era cortés y amable. A veces me hacía confidencias en las letrinas de los hoteles del aeropuerto, y siempre me preguntaba si ella podría tratar a la mujer de Seagrave y a su hijito, o tal vez al mismo Seagrave. Luego, atraído por alguna otra cosa, desdeñaba tanto el trabajo de Helen como sus aptitudes médicas. Aún después de la relación que hubo entre ellos, Vaughan solía pasar de la ternura al aburrimiento más pronunciado. Mientras Helen caminaba hacia nosotros desde las oficinas de inmigración, Vaughan se quedaba sentado al volante mirándole con ojos fríos las eventuales zonas de nuevas heridas.

Vaughan apoyó la filmadora en el borde del volante. Se recostó, apartó las piernas y se acomodó los testículos con una mano. La blancura de los brazos y el pecho y las cicatrices que le marcaban la piel como a mí, eran como un lustre mórbido y metálico que recordaba el tapizado raído del Lincoln. Esas incisiones insignificantes, que parecían trazadas con un cincel, señalaban el abrazo brutal de una cabina hundida, las cuñas abiertas en la carne por la palanca de cambios quebrada y los indicadores de luces pulverizados. Juntos constituían un lenguaje exacto de dolor y sensaciones, de erotismo y deseo. El reflejo de los faros del Lincoln iluminó un semicírculo de cinco cicatrices alrededor de la tetilla derecha de Vaughan, un molde para la mano que le acariciara el pecho.

De pie junto a Vaughan frente a los mingitorios de la sala de guardia, le miré el pene preguntándome si también allí tendría cicatrices. En el glande, que sostenía entre el pulgar y el índice, había una ranura nítida, como un canal destinado a un exceso de esperma o a una secreción venérea. ¿Qué parte de un coche lo había marcado de ese modo? ¿En qué bodas con un cabezal cromado? Mientras seguía a Vaughan hasta el coche, abriéndome paso entre las visitas que dejaban el hospital, no podía dejar de pensar en las terribles excitaciones que habrían acompañado a esta herida. La cicatriz que se desviaba a un lado, como la curva del parabrisas del Lincoln, expresaba cabalmente toda la oblicua y obsesiva trayectoria de Vaughan por los espacios abiertos de mi mente.

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