Cosmos

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IX. Las vidas de las estrellas

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Capítulo IX
LAS VIDAS
DE LAS ESTRELLAS

[Ra, el dios Sol] abrió sus dos ojos y proyectó luz sobre Egipto, separó la noche del día. Los dioses salieron de su boca y la humanidad de sus ojos. Todas las cosas nacieron de él, el niño que brilla en el loto y cuyos rayos dan vida a todos los seres.

Conjuro del Egipto tolemaico

Dios es capaz de crear partículas de materia de distintos tamaños y formas… y quizás de densidades y fuerzas distintas, y de este modo puede variar las leyes de la naturaleza, y hacer mundos de tipos diferentes en partes diferentes del universo. Yo por lo menos no veo en esto nada contradictorio.

ISAAC NEWTON, Óptica

Teníamos el cielo allá arriba, todo tachonado de estrellas, y solíamos tumbarnos en el suelo y mirar hacia arriba, y discutir si las hicieron o si acontecieron sin más.

MARK TWAIN, Huckleberry Finn

Tengo… una terrible necesidad… ¿diré la palabra?… de religión. Entonces salgo por la noche y pinto las estrellas.

VINCENT VAN GOGH

PARA HACER UNA TARTA DE MANZANA necesitamos harina, manzanas, una pizca de esto y de aquello y el calor del horno. Los ingredientes están constituidos por átomos: carbono, oxígeno, hidrógeno y unos cuantos más. ¿De dónde provienen estos átomos? Con excepción del hidrógeno, todos están hechos en estrellas. Una estrella es una especie de cocina cósmica dentro de la cual se cuecen átomos de hidrógeno y se forman átomos más pesados. Las estrellas se condensan a partir de gas y de polvo interestelares los cuales se componen principalmente de hidrógeno. Pero el hidrógeno se hizo en el Big Bang, la explosión que inició el Cosmos. Para poder hacer una tarta de manzana a partir de cero hay que inventar primero el universo.

Supongamos que cogemos una tarta de manzana y la cortamos por la mitad; tomemos una de las dos partes y cortémosla por la mitad; y continuemos así con el espíritu de Demócrito. ¿Cuántos cortes habrá que dar hasta llegar a un átomo solo? La respuesta es unos noventa cortes sucesivos. Como es lógico no hay cuchillo lo bastante afilado, la tarta se desmigaja y en todo caso el átomo sería demasiado pequeño para verlo sin aumento. Pero este es el sistema para llegar a él.

La naturaleza del átomo se entendió por primera vez en la Universidad de Cambridge en Inglaterra en los cuarenta y cinco años centrados en 1910: uno de los sistemas seguidos fue disparar contra átomos piezas de átomos y observar cómo rebotaban. Un átomo típico tiene una especie de nube de electrones en su exterior. Los electrones están cargados eléctricamente, como su nombre indica. La carga se califica arbitrariamente de negativa. Los electrones determinan las propiedades químicas del átomo: el brillo del oro, la sensación fría del hierro, la estructura cristalina del diamante de carbono. El núcleo está dentro, en lo profundo del átomo, oculto muy por debajo de la nube de electrones, y se compone generalmente de protones cargados positivamente y de neutrones eléctricamente neutros. Los átomos son muy pequeños: un centenar de millones de átomos puestos uno detrás de otro ocuparían una longitud igual a la punta del dedo meñique. Pero el núcleo es cien mil veces más pequeño todavía, lo que explica en cierto modo que se tardara tanto en descubrirlo.[55] Sin embargo, la mayor parte de la masa de un átomo está en su núcleo; los electrones comparados con él no son más que nubes de pelusilla en movimiento. Los átomos son en su mayor parte espacio vacío. La materia se compone principalmente de nada.

Átomos del mineral marcasita, aumentados 4.5 millones de veces con un microscopio que utiliza luz visible y rayos X. La marcasita es un cristal donde se repite la unidad FeS2: Fe indica hierro y está representado por las manchas grandes, S indica azufre y está representado por los pares de puntos pequeños que flanquean cada átomo de hierro. (Cedida por el Instituto Profesor Martin J. Buerger, Instituto de Tecnología de Massachusetts).

Yo estoy hecho de átomos. Mi codo, que descansa sobre la mesa que tengo delante, está hecho de átomos. La mesa está hecha de átomos. Pero si los átomos son tan pequeños y vacíos y si los núcleos son todavía más pequeños, ¿por qué me sostiene la mesa? ¿A qué se debe, como solía decir Arthur Eddington, que los núcleos que forman mi codo no se deslicen sin esfuerzo a través de los núcleos que forman la mesa? ¿Por qué no acabo de bruces en el suelo? ¿O cayendo directamente a través de la Tierra?

La respuesta es la nube de electrones. La pared exterior de un átomo de mi codo tiene una carga eléctrica negativa. Lo mismo sucede con todos los átomos de la mesa. Pero las cargas negativas se repelen. Mi codo no se desliza a través de la mesa porque los átomos tienen electrones alrededor de su núcleo y porque las fuerzas eléctricas son fuertes. La vida cotidiana depende de la estructura del átomo. Si apagamos estas cargas eléctricas todo se hundirá en forma de polvo fino e invisible. Sin fuerzas eléctricas, ya no habría cosas en el universo: sólo nubes difusas de electrones, de protones y de neutrones, y esferas gravitando de partículas elementales, restos informes de los mundos.

Si nos proponemos cortar una tarta de manzana y continuar más allá de un átomo solo, nos enfrentamos con una infinidad de lo muy pequeño. Y cuando miramos el cielo nocturno nos enfrentamos con una infinidad de lo muy grande. Estas infinidades representan una regresión sin fin que continúa, no para llegar muy lejos, sino para seguir sin tener nunca fin. Si uno se pone entre dos espejos —por ejemplo en una barbería— verá un gran número de imágenes de sí mismo, cada una reflexión de otra. No podemos ver una infinidad de imágenes porque los espejos no están perfectamente planos ni alineados, porque la luz no se desplaza a una velocidad infinita, y porque estamos en medio. Cuando hablamos del infinito hablamos de una cifra superior a cualquier número por grande que sea.

El matemático norteamericano Edward Kasner pidió en una ocasión a su sobrino de nueve años que inventara un nombre para un número muy grande: diez elevado a cien (10100), un uno seguido por cien ceros. El niño le llamó un gugol. He aquí el número: 10 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000. Cada uno de nosotros puede hacer números muy grandes y darles nombres extraños. Intentadlo. Tiene un cierto encanto, especialmente si la edad de uno resulta ser nueve años.

Si un gugol parece grande, consideremos un gugolple. Es diez elevado a la potencia de un gugol: es decir un uno seguido por un gugol de ceros. Como comparación, el número total de átomos en nuestro cuerpo es aproximadamente 1028, y el número total de partículas elementales —protones y neutrones y electrones— en el universo observable es aproximadamente 1080. Si el universo fuera, por ejemplo, una masa sólida[56] de neutrones, de modo que no quedara ningún espacio vacío, sólo habría unos 10128 neutrones en su interior, bastante más que un gugol pero algo trivialmente pequeño comparado con un gugolple. Y sin embargo estos números, el gugol y el gugolple, no se acercan a la idea de infinito, ni la rozan. Un gugolple está exactamente a la misma distancia del infinito que el número uno. Podríamos intentar escribir un gugolple, pero es una ambición sin salida. Una hoja de papel lo suficientemente grande para poder escribir en ella explícitamente todos los ceros de un gugolple no se podría meter dentro del universo conocido. Afortunadamente hay un método más simple y muy conciso para escribir un gugolple. 10(10)100; e incluso para escribir infinito: ∞ (pronunciado infinito).

En una tarta de manzana quemada, la mayor parte de lo negro es carbono. Con noventa cortes llegaríamos a un átomo de carbono, con seis protones y seis neutrones en su núcleo y seis electrones en la nube exterior. Si fuéramos a extraer un fragmento del núcleo por ejemplo con dos protones y dos neutrones en él no sería el núcleo de un átomo de carbono, sino el núcleo de un átomo de helio. Este corte o fisión de los núcleos atómicos tiene lugar en las armas nucleares y en las centrales nucleares convencionales, aunque allí no se rompen átomos de carbono. Si hacemos el corte número noventa y uno de la tarta de manzana, si cortamos un núcleo de carbono, no obtenemos un trozo más pequeño de carbono, sino algo distinto: un átomo con propiedades químicas completamente diferentes. Si cortamos un átomo transmutamos los elementos.

Pero supongamos que seguimos adelante. Los átomos están compuestos de protones, neutrones y electrones. ¿Podemos cortar un protón? Si bombardeamos protones con otras partículas elementales a grandes energías otros protones, por ejemplo empezamos a vislumbrar unidades más fundamentales que se ocultan dentro del protón. Los físicos proponen actualmente que las llamadas partículas elementales como los protones y los neutrones están compuestas en realidad por partículas más elementales, llamadas quarks, que se presentan en una variedad de colores y de sabores, tal como se han denominado sus propiedades en un conmovedor intento por hacer algo más familiar el mundo subnuclear. ¿Son los quarks los elementos constitutivos últimos de la materia, o también ellos están compuestos por partículas más pequeñas y más elementales? ¿Llegaremos alguna vez al final en nuestra comprensión de la naturaleza de la materia, o hay una regresión infinita hacia partículas cada vez más fundamentales? Este es uno de los grandes problemas sin resolver de la ciencia.

En los laboratorios medievales se perseguía la transmutación de los elementos: una actividad llamada alquimia. Muchos alquimistas creían que toda la materia era una mezcla de cuatro sustancias elementales: agua, aire, tierra y fuego, una antigua especulación jónica. Alterando por ejemplo las proporciones relativas de tierra y de fuego sería posible, pensaban ellos, cambiar el cobre en oro. En esta actividad pululaban fraudes encantadores, timadores como Cagliostro y el conde de Saint Germain, que pretendían no sólo transmutar los elementos sino poseer también el secreto de la inmortalidad. A veces se ocultaba el oro en una varilla con un falso fondo de modo que aparecía milagrosamente en un crisol al final de alguna ardua demostración experimental. La nobleza europea, con el señuelo del dinero y de la inmortalidad, acabó transfiriendo grandes sumas a los practicantes de este dudoso arte. Pero hubo alquimistas más serios, como Paracelso e incluso Isaac Newton. El dinero no se malgastó totalmente: se descubrieron nuevos elementos químicos, como el fósforo, el antimonio y el mercurio. De hecho el origen de la química moderna puede relacionarse directamente con estos experimentos.

Hay noventa y nueve tipos químicamente distintos de átomos existentes de modo natural. Se les llama elementos químicos, y hasta hace poco no había más que esto en nuestro planeta, aunque se encuentran principalmente combinados formando moléculas. El agua es una molécula formada por átomos de hidrógeno y de oxígeno. El aire está formado principalmente por los átomos nitrógeno (N), oxígeno (O), carbono (C), hidrógeno (H) y argón (Ar), en las formas moleculares N2, O2, CO2, H2O y Ar. La misma Tierra es una mezcla muy rica de átomos, principalmente silicio,[57] oxígeno, aluminio, magnesio y hierro. El fuego no está compuesto en absoluto de elementos químicos. Es un plasma radiante en el cual la alta temperatura ha arrancado algunos de los electrones de sus núcleos. Ninguno de los cuatro antiguos elementos jonios y alquímicos es un elemento en el sentido moderno: uno es una molécula, dos son mezclas de moléculas, y el último es un plasma.

Desde la época de los alquimistas se han ido descubriendo cada vez más elementos, tendiendo a ser los descubiertos últimamente los más raros. Muchos son familiares: los que constituyen la Tierra de modo primario, o los que son fundamentales para la vida. Algunos son sólidos, algunos gases y hay dos (el bromo y el mercurio) que son líquidos a temperatura ambiente. Los científicos los ordenan convencionalmente por orden de complejidad. El más simple, el hidrógeno, es el elemento 1, y el más complejo, el uranio, es el elemento 92. Otros elementos son menos familiares: hafnio, erbio, diprosio y praseodimio, por ejemplo, que no los encontramos con demasiada frecuencia en la vida cotidiana. Podemos decir que cuanto más familiar nos resulta un elemento más abundante es. La Tierra contiene gran cantidad de hierro y bastante poca de itrio. Como es lógico hay excepciones a esta regla, como el oro o el uranio, elementos apreciados por convenciones económicas o juicios estéticos arbitrarios, o porque tienen notables aplicaciones prácticas.

El que los átomos están compuestos por tres tipos de partículas elementales —protones, neutrones y electrones— es un descubrimiento relativamente reciente. El neutrón no se descubrió hasta 1932. La física y la química modernas han reducido la complejidad del mundo sensible a una simplicidad asombrosa: tres unidades reunidas de maneras distintas lo forman esencialmente todo.

Los neutrones, como hemos dicho y como su nombre sugiere, no llevan carga eléctrica. Los protones tienen una carga positiva y los electrones una carga negativa igual. La atracción entre cargas opuestas de electrones y de protones es lo que mantiene unido al átomo. Puesto que cada átomo es eléctricamente neutro, el número de protones en el núcleo tiene que ser exactamente igual al número de electrones en la nube de electrones. La química de un átomo depende únicamente del número de electrones, que es igual al número de protones y que se llama número atómico. La química no es más que números, idea que le habría gustado a Pitágoras. Si eres un átomo con un protón eres hidrógeno; con dos, helio; con tres, litio; con cuatro, berilio; con cinco, boro; con seis, carbono; con siete, nitrógeno; con ocho, oxígeno, y así sucesivamente hasta 92 protones, en cuyo caso tu nombre es uranio.

Las cargas iguales (cargas del mismo signo) se repelen fuertemente. Lo podemos imaginar como una intensa aversión mutua contra los de la propia especie, un poco como si el mundo estuviese densamente poblado por anacoretas y misántropos. Los electrones repelen a los electrones. Los protones repelen a los protones. ¿Cómo es posible entonces que el núcleo se mantenga unido? ¿Por qué no salta instantáneamente por los aires? Porque hay otra fuerza de la naturaleza: no la gravedad, ni la electricidad, sino la fuerza nuclear de acción próxima que actúa como un conjunto de ganchos que actúan y sujetan sólo cuando los protones y los neutrones se acercan mucho y consiguen superar la repulsión eléctrica entre los protones. Los neutrones, que contribuyen con sus fuerzas nucleares de atracción y no con fuerzas eléctricas de repulsión, proporcionan una especie de pegamento que contribuye a mantener unido el núcleo. Los eremitas que anhelaban la soledad han quedado encadenados a sus gruñones compañeros y mezclados con otros más propensos a la amabilidad indiscriminada y voluble.

Dos protones y dos neutrones forman el núcleo de un átomo de helio, que resulta ser muy estable. Tres núcleos de helio forman un núcleo de carbono; cuatro, oxígeno; cinco, neón; seis, magnesio; siete, silicio; ocho, azufre y así sucesivamente. Cada vez que añadimos uno o más protones y neutrones suficientes para mantener unido el núcleo, hacemos un elemento químico nuevo. Si restamos un protón y tres neutrones del mercurio hacemos oro, el sueño de los antiguos alquimistas. Más allá del uranio hay otros elementos que no existen de modo natural en la Tierra. Los sintetizan los hombres y en la mayoría de los casos se fragmentan rápidamente. Uno de ellos el elemento 94, se llama plutonio y es una de las sustancias más tóxicas conocidas. Por desgracia se desintegra bastante lentamente.

¿De dónde proceden los elementos existentes de modo natural? Podríamos imaginar una creación separada de cada especie atómica. Pero el universo en su totalidad y en casi todas partes está formado por un 99% de hidrógeno y de helio,[58] los dos elementos más simples. De hecho el helio se detectó en el Sol antes de ser descubierto en la Tierra, de ahí su nombre (de Helios, uno de los dioses sol de Grecia). ¿Es posible que los demás elementos químicos hayan evolucionado de algún modo a partir de hidrógeno y de helio? Para equilibrar la repulsión eléctrica hay que aproximar mucho las piezas de materia nuclear de modo que entren en acción las fuerzas nucleares de corto alcance. Esto sólo puede suceder a temperaturas muy altas, cuando las partículas se mueven con tanta velocidad que la fuerza repulsiva no tiene tiempo de actuar: temperaturas de decenas de millones de grados. En la naturaleza estas temperaturas tan elevadas y sus correspondientes presiones sólo se dan de modo corriente en los interiores de las estrellas.

Hemos examinado nuestro Sol, la estrella más próxima, en varias longitudes de onda, desde las ondas de radio hasta la luz visible normal y los rayos X, radiaciones que proceden únicamente de las capas más exteriores. El Sol no es exactamente una piedra al rojo vivo, como pensó Anaxágoras, sino una gran bola gaseosa de hidrógeno y de helio, que brilla por su elevada temperatura, del mismo modo que un atizador brilla si se le pone al rojo. Anaxágoras tenía razón, por lo menos en parte. Las violentas tempestades solares producen erupciones brillantes que perturban las comunicaciones de radio en la Tierra; y penachos inmensos y arqueados de gas caliente, guiados por el campo magnético del Sol, las prominencias solares, que dejan enana a la Tierra. Las manchas solares, visibles a veces a simple vista al ponerse el sol, son regiones más frías donde la intensidad del campo magnético es más elevada. Toda esta actividad incesante desbordada y turbulenta se da en la superficie visible, relativamente fría. Sólo vemos unas temperaturas de unos 6000° C. Pero el interior oculto del Sol donde se genera la luz solar está a 40 millones de grados.

Las estrellas y sus planetas acompañantes nacen debido al colapso gravitatorio de una nube de gas y de polvo interestelares. La colisión de las moléculas gaseosas en el interior de la nube la calienta hasta el punto en el cual el hidrógeno empieza a fundirse dando helio: cuatro núcleos de hidrógeno se combinan y forman un núcleo de helio, con la emisión simultánea de un fotón de rayos gamma. El fotón sufre absorciones y emisiones por parte de la materia situada encima suyo y se va abriendo paso paulatinamente hacia la superficie de la estrella, perdiendo energía en cada paso, y llegando al final después de una épica jornada que ha durado un millón de años hasta la superficie, donde emerge en forma de luz visible y es radiado hacia el espacio. La estrella empieza a funcionar. El colapso gravitatorio de la nube preestelar ha quedado detenido. El peso de las capas exteriores de la estrella está sostenido ahora por las temperaturas y presiones elevadas generadas en las reacciones nucleares del interior. El Sol ha estado en esta situación estable durante los últimos cinco mil millones de años. Reacciones termonucleares como las que tienen lugar en una bomba de hidrógeno proporcionan energía al Sol gracias a una explosión contenida y continua, que convierte unos cuatrocientos millones de toneladas (4 x 1014 g) de hidrógeno en helio cada segundo. Cuando de noche miramos hacia lo alto y contemplamos las estrellas todo lo que vemos está brillando debido a fusiones nucleares distantes.

En la dirección de la estrella Deneb, en la constelación del Cisne, hay una enorme superburbuja brillante de gas muy caliente, producida probablemente por explosiones de supernovas (las muertes de estrellas) cerca del centro de la burbuja. En la periferia, la materia interestelar se ve comprimida por la onda de choque de la supernova, poniendo en marcha nuevas generaciones de colapsos de nubes y de formación de estrellas. En este sentido las estrellas tienen padres; y como a veces sucede entre los hombres, un padre puede morir cuando nace el niño.

Las estrellas, como el Sol, nacen en lotes, en grandes complejos de nubes comprimidas como la Nebulosa de Orión. Estas nubes vistas desde el exterior parecen oscuras y tenebrosas. Pero en el interior están iluminadas brillantemente por las estrellas calientes que están naciendo. Más tarde las estrellas marchan de la guardería y se buscan la vida en la Vía Láctea como adolescentes estelares rodeadas todavía por mechones de nebulosidad incandescente, residuos de su gas amniótico, que permanecen unidos todavía gravitatoriamente a ellas. Las Pléyades constituyen un ejemplo próximo. Como en las familias humanas, las estrellas que maduran viajan lejos de casa, y los hermanos se ven muy poco. En algún punto de la Galaxia hay estrellas —quizás docenas de estrellas— que son hermanas del Sol, formadas a partir del mismo complejo nebular, hace unos cinco mil millones de años. Pero no sabemos qué estrellas son. Podrían estar perfectamente al otro lado de la Vía Láctea.

La nebulosa Trífida en la constelación de Sagitario, a varios miles de años luz de distancia. Las estrellas incrustadas en la nebulosa inducen al gas a brillar. La mayoría de las estrellas que vemos aquí están relacionadas con la nebulosa, pero están situadas entre ella y nosotros. Las pistas oscuras dentro de la nebulosa están compuestas de polvo interestelar. (NASA/ESA/HST).

La nebulosa de Orión, el mayor complejo de gas y polvo conocido en la galaxia Vía Láctea. La primera persona que resolvió estrellas individuales en la región interior de esta nebulosa fue Christiaan Huygens en 1656. El gas es excitado por la luz de estrellas calientes y jóvenes, formadas recientemente, quizás de sólo 25000 años de edad. La nebulosa puede verse hoy en día a simple vista. ¿La conocieron nuestros antepasados de hace 100.000 años? (NASA/ESA/HST).

Las Pléyades en la constelación de Tauro, examinadas por primera vez con el telescopio por Galileo. El espectro de la nebulosidad azul es el mismo que el de las estrellas cercanas, demostrando que la nebulosidad es polvo, que refleja la luz de estrellas acabadas de formar. Las estrellas más brillantes, situadas a unos 400 años luz de distancia, recibieron por parte de los antiguos griegos el nombre de las hijas de Atlas, el titán que sostenía los cielos. (NASA/ESA/HST).

La conversión del hidrógeno en helio en el centro del Sol no sólo explica el brillo del Sol con fotones de luz visible; también produce un resplandor de un tipo más misterioso y fantasmal: El Sol brilla débilmente con neutrinos, que, como los fotones, no pesan nada y se desplazan a la velocidad de la luz. Pero los neutrinos no son fotones. No son un tipo de luz. Los neutrinos tienen el mismo momento angular intrínseco, o espín, que los protones, los electrones y los neutrones; en cambio, los fotones tienen el doble de espín. La materia es transparente para los neutrinos, que atraviesan casi sin esfuerzo tanto la Tierra como el Sol. Sólo una diminuta fracción de ellos queda detenida por la materia interpuesta. Cuando levanto mis ojos hacia el Sol, durante un segundo pasan por ellos mil millones de neutrinos. Como es lógico no quedan detenidos en la retina, como les sucede a los fotones normales, sino que continúan sin que nada les moleste y atraviesan toda mi cabeza. Lo curioso es que si de noche miro hacia el suelo, hacia la parte donde debería estar el Sol (si no hubiese interpuesta la Tierra), pasa por mi ojo un número casi exactamente igual de neutrinos solares que fluyen a través de esta Tierra interpuesta tan transparente para los neutrinos como una placa de cristal es transparente para la luz visible.

La superficie turbulenta del Sol. Aparece en ella la granulación, provincias solares en las que el gas caliente sube y se hunde. Cada célula turbulenta tiene un diámetro de unos 2000 kilómetros, la distancia de París a Kiev. (Imagen: Thomas Berger, ISP / Real Academia Sueca de Ciencias).

Si nuestro conocimiento del interior solar es tan completo como imaginamos, y si además entendemos la física nuclear que origina los neutrinos, deberíamos poder calcular con bastante precisión los neutrinos solares que debería recibir un área dada como la de mi ojo en una unidad dada de tiempo, por ejemplo un segundo. La confirmación experimental del cálculo es mucho más difícil. Los neutrinos pasan directamente a través de la Tierra y es imposible atrapar un neutrino dado. Pero si su número es grande, una pequeña fracción entrará en interacción con la materia, y si las circunstancias son apropiadas podrá detectarse. Los neutrinos pueden convertir en raras ocasiones a los átomos de cloro en átomos de argón, átomos con el mismo número total de protones y de neutrones. Para detectar el flujo solar predicho de neutrinos se necesita una cantidad inmensa de cloro, y en consecuencia unos físicos norteamericanos vertieron grandes cantidades de líquido detergente en la Mina Homestake de Lea, en Dakota del Sur. Se microfiltra luego el cloro para descubrir el argón de reciente producción. Cuanto más argón se detecta, más neutrinos se supone que han pasado. Estos experimentos indican que el Sol es más débil en neutrinos de lo que los cálculos predicen.

Esto supone un misterio real todavía no resuelto. El bajo flujo de neutrinos solares desde luego no pone en peligro nuestro concepto de la nucleosíntesis estelar, pero no hay duda que significa algo importante. Las explicaciones propuestas van desde la hipótesis de que los neutrinos se desintegran durante su trayecto entre el Sol y la Tierra hasta la idea de que los fuegos nucleares en el interior solar han quedado provisionalmente interrumpidos y que en nuestra época la luz solar se genera parcialmente por una lenta contracción gravitatoria. Pero la astronomía de neutrinos es muy nueva. De momento estamos asombrados por haber creado un instrumento que pueda atisbar directamente el corazón ardiente del Sol. A medida que aumente la sensibilidad del telescopio de neutrinos, será posible, quizás, sondear la fusión nuclear en los interiores profundos de estrellas cercanas.

Primer plano de un grupo de manchas solares en luz roja de hidrógeno. Las manchas solares son regiones relativamente más frías, con intensos campos magnéticos. Las «espículas» oscuras adyacentes están ordenadas por el magnetismo local, como las limaduras de hierro por un imán. Las «playas» brillantes adyacentes están relacionadas con la aparición de grandes tormentas llamadas erupciones solares. (Real Academia Sueca de Ciencias / Instituto de Física Solar).

Bucles de gas caliente e ionizado sobre una región solar activa que se ven obligados a seguir las líneas de fuerza magnética locales, como las limaduras de hierro en el campo de un imán (NASA/TRACE).

Pero la fusión del hidrógeno no puede continuar indefinidamente: en el Sol o en cualquier otra estrella hay una cantidad limitada de hidrógeno combustible en su caliente interior. El destino de una estrella, el final de su ciclo vital depende mucho de su masa inicial. Si una estrella, después de haber perdido en el espacio una cantidad determinada de su masa, conserva de dos a tres veces la masa del Sol, finaliza su ciclo vital de un modo impresionantemente distinto al del Sol. Pero el destino del Sol ya es de por sí espectacular. Cuando todo el hidrógeno central haya reaccionado y formado helio, dentro de cinco o seis mil millones de años a partir de ahora, la zona de fusión del hidrógeno irá migrando lentamente hacia el exterior, formando una cáscara en expansión de reacciones termonucleares, hasta que alcance el lugar donde las temperaturas son inferiores a unos diez millones de grados. Entonces, la fusión del hidrógeno se apagará. Mientras tanto, la gravedad propia del Sol obligará a una renovada contracción de su núcleo rico en helio y a un aumento adicional de las temperaturas y presiones interiores. Los núcleos de helio quedarán apretados más densamente todavía, llegando incluso a pegarse los unos a los otros porque los ganchos de sus fuerzas nucleares de corto alcance habrán entrado en acción a pesar de la mutua repulsión eléctrica. La ceniza se convertirá en combustible y el Sol se disparará de nuevo iniciando una segunda ronda de reacciones de fusión.

Este proceso generará los elementos carbono y nitrógeno, y proporcionará energía adicional para que el Sol continúe brillando durante un tiempo limitado. Una estrella es un fénix destinado a levantarse durante un tiempo de sus cenizas.[59] El Sol, bajo la influencia combinada de la fusión del hidrógeno en una delgada cáscara lejos del interior solar y de la fusión del helio a alta temperatura en el núcleo, experimentará un cambio importante: su exterior se expandirá y se enfriará. El Sol se convertirá en una estrella gigante roja, con una superficie visible tan alejada de su interior que la gravedad en su superficie será débil y su atmósfera se expandirá hacia el espacio como una especie de vendaval estelar. Cuando este Sol rubicundo e hinchado se haya convertido en un gigante rojo envolverá y devorará a los planetas Mercurio y Venus, y probablemente también a la Tierra. El sistema solar interior residirá entonces dentro el Sol.

Dentro de miles de millones de años habrá un último día perfecto en la Tierra. Luego, el Sol irá enrojeciendo e hinchándose lentamente y presidirá una Tierra que estará abrasándose incluso en los polos. Los casquetes de hielo polar en el Ártico y en el Antártico se fundirán inundando las costas del mundo. Las altas temperaturas oceánicas liberarán más vapor de agua en el aire, aumentando la nebulosidad, protegiendo a la Tierra de la luz solar y aplazando un poco el final. Pero la evolución solar es inexorable. Llegará un momento en que los océanos entrarán en ebullición, la atmósfera se evaporará y se perderá en el espacio y una catástrofe de proporciones inmensas e inimaginables asolará nuestro planeta.[60] Mientras tanto, es casi seguro que los seres humanos habrán evolucionado hacia algo muy diferente. Quizás nuestros descendientes serán capaces de controlar o de moderar la evolución estelar. O quizás se limitarán a coger los trastos y marcharse a Marte, a Europa o a Titán, o quizás, al final, como imaginó Robert Goddard, decidirán buscarse un planeta deshabitado en algún sistema planetario joven y prometedor.

La muerte de la Tierra y del Sol. Dentro de varios miles de millones de años, habrá un último día perfecto (arriba a la izquierda). Luego, durante un período de millones de años, el Sol se hinchará, la Tierra se calentará, muchas formas vivas se extinguirán y el borde del mar retrocederá (arriba a la derecha). Los océanos se evaporarán rápidamente (abajo a la izquierda) y la atmósfera escapará al espacio. A medida que el Sol evolucione para convertirse en una gigante roja (abajo a la derecha) la Tierra se convertirá en un lugar seco, estéril y sin aire. Al final el Sol casi llenará el cielo y quizás se trague la Tierra. (Pinturas de Adolf Schaller).

La nebulosa de Roseta, que parece una nebulosa planetaria, pero que está relacionada con muchas estrellas y no con una sola; estas estrellas son calientes y jóvenes (tienen menos de un millón de años), mientras que la estrella central en una nebulosa planetaria suele ser caliente pero de miles de millones de años de edad. La presión de la radiación procedente de las estrellas centrales está empujando el gas rojo de hidrógeno hacia el espacio. (NASA/ESA/HST).

La ceniza estelar del Sol sólo puede reutilizarse como combustible hasta cierto punto. Llegará un momento en que todo el interior solar sea carbono y oxígeno, cuando ya a las temperaturas y presiones dominantes no pueda ocurrir ninguna reacción nuclear más. Cuando el helio central se haya gastado casi del todo, el interior del Sol continuará su aplazado colapso, las temperaturas aumentarán de nuevo poniendo en marcha una última onda de reacciones nucleares y expandiendo la atmósfera solar un poco más. El Sol, en su agonía de muerte, pulsará lentamente, expandiéndose y contrayéndose con un período de unos cuantos milenios, hasta acabar escupiendo su atmósfera al espacio en forma de una o más cáscaras concéntricas de gas. El interior solar, caliente y sin protección, inundará la cáscara con luz ultravioleta induciendo una hermosa fluorescencia roja y azul que se extenderá más allá de la órbita de Plutón. Quizás la mitad de la masa del Sol se perderá de este modo. El sistema solar se llenará entonces de un resplandor misterioso: el fantasma del Sol viajando hacia el exterior.

Cuando miramos a nuestro alrededor, en el pequeño rincón de Vía Láctea que ocupamos, vemos muchas estrellas rodeadas por cáscaras esféricas de gas incandescente, las nebulosas planetarias. (No tienen nada que ver con planetas, pero algunas recordaban, en telescopios menos perfeccionados, los discos azules y verdes de Urano y de Neptuno). Presentan la forma de anillos, pero esto es debido a que vemos más su periferia que su centro, como las pompas de jabón. Cada nebulosa planetaria señala la presencia de una estrella in extremis. Cerca de la estrella central puede haber una corte de mundos muertos, los restos de planetas que antes estaban llenos de vida y que ahora privados de aire y de océanos, están bañados en una luminosidad fantasmal. Los restos del Sol, el núcleo solar desnudo, envuelto primero en su nebulosa planetaria, serán una pequeña estrella caliente, que emitirá su calor al espacio y que habrá quedado colapsada hasta poseer una densidad inimaginable en la Tierra, más de una tonelada en una cucharadita de té. Miles de millones de años más tarde el Sol se convertirá en una enana blanca degenerada, enfriándose como todos estos puntos de luz que vemos en los centros de nebulosas planetarias que pierden sus altas temperaturas superficiales y llegan a su estado final, el de una enana negra oscura y muerta.

Nebulosa planetaria NGC 132 (NASA/ESA/HST).

Dos estrellas de idéntica masa evolucionarán más o menos paralelamente. Pero una estrella de masa superior gastará más rápidamente su combustible nuclear, se convertirá antes en una gigante roja e iniciará primero el descenso final hacia una enana blanca. Tendría que haber, y así se comprueba, muchos casos de estrellas binarias en los que una componente es una gigante roja y la otra una enana blanca. Algunos de estos pares están tan próximos que se tocan, y una atmósfera solar incandescente fluye de la hinchada gigante roja a la compacta enana blanca y tiende a caer en una provincia concreta de la superficie de la enana blanca. El hidrógeno se acumula, comprimido a presiones y temperaturas cada vez más elevadas por la intensa gravedad de la enana blanca, hasta que la atmósfera robada a la gigante roja sufre reacciones termonucleares y la enana blanca experimenta una breve erupción que la hace brillar. Una binaria de este tipo se llama una nova y tiene un origen muy distinto al de una supernova. Las novas se dan únicamente en sistemas binarios y reciben su energía de la fusión del hidrógeno; las supernovas se dan en estrellas solas y reciben su energía de la fusión del silicio.

Fases posteriores de la evolución estelar. La atmósfera estelar luminosa de una binaria de contacto fluye de la estrella gigante roja (izquierda) al disco de acreción alrededor de una estrella púlsar de neutrones (derecha). El disco brilla en rayos X y otras radiaciones en el punto de contacto. (Pintura de Don Davis).

Los átomos sintetizados en los interiores de las estrellas acaban normalmente devueltos al gas interestelar. Las gigantes rojas finalizan con sus atmósferas exteriores expulsadas hacia el espacio; las nebulosas planetarias son las fases finales de estrellas de tipo solar que hacen saltar su tapadera. Las supernovas expulsan violentamente gran parte de su masa al espacio. Los átomos devueltos son, como es lógico, los que se fabrican más fácilmente en las reacciones termonucleares de los interiores de las estrellas: el hidrógeno se fusiona dando helio, el helio da carbono, el carbono da oxígeno, y después en estrellas de gran masa, y por sucesivas adiciones de más núcleos de helio, se construyen neón, magnesio, silicio, azufre, etc.: adiciones que se realizan por pasos, dos protones y dos neutrones en cada paso hasta llegar al hierro. La fusión directa del silicio genera también hierro: un par de átomos de silicio cada uno con veintiocho protones y neutrones se funden a una temperatura de miles de millones de grados y hacen un átomo de hierro con cincuenta y seis protones y neutrones.

Todos estos son elementos químicos familiares. Sus nombres nos suenan. Estas reacciones nucleares no generan fácilmente erbio, hafnio, diprosio, praseodimio o itrio, sino los elementos que conocemos de la vida diaria, elementos devueltos al gas interestelar, donde son recogidos en una generación subsiguiente de colapso de nube y formación de estrella y planeta. Todos los elementos de la Tierra, excepto el hidrógeno y algo de helio, se cocinaron en una especie de alquimia estelar hace miles de millones de años en estrellas que ahora son quizás enanas blancas inconspicuas al otro lado de la galaxia Vía Láctea. El nitrógeno de nuestro ADN, el calcio de nuestros dientes, el hierro de nuestra sangre, el carbono de nuestras tartas de manzana se hicieron en los interiores de estrellas en proceso de colapso. Estamos hechos, pues, de sustancia estelar.

Algunos de los elementos más raros se generan en la misma explosión de supernova. El hecho de que tengamos una relativa abundancia de oro y de uranio en la Tierra se debe únicamente a que hubo muchas explosiones de supernovas antes de que se formara el sistema solar. Otros sistemas planetarios pueden tener cantidades diferentes de nuestros elementos raros. ¿Existen quizás planetas cuyos habitantes exhiben, orgullosos, pendientes de niobio y brazaletes de protactinio, mientras que el oro es una curiosidad de laboratorio? ¿Mejorarían nuestras vidas si el oro y el uranio fueran tan oscuros y poco importantes en la Tierra como el praseodimio?

El origen y la evolución de la vida están relacionados del modo más íntimo con el origen y evolución de las estrellas. En primer lugar la materia misma de la cual estamos compuestos, los átomos que hacen posible la vida fueron generados hace mucho tiempo y muy lejos de nosotros en estrellas rojas gigantes. La abundancia relativa de los elementos químicos que se encuentran en la Tierra se corresponde con tanta exactitud con la abundancia relativa de átomos generados en las estrellas, que no es posible dudar mucho de que las gigantes rojas y las supernovas son los hornos y crisoles en los cuales se formó la materia. El Sol es una estrella de segunda o tercera generación. Toda la materia de su interior, toda la materia que vemos a nuestro alrededor, ha pasado por uno o dos ciclos previos de alquimia estelar. En segundo lugar, la existencia de algunas variedades de átomos pesados en la Tierra sugiere que hubo una explosión de supernova cerca de nosotros poco antes de formarse el sistema solar. Pero es improbable que se tratara de una simple coincidencia; lo más probable es que la onda de choque producida por la supernova comprimiera el gas y el polvo interestelar y pusiera en marcha la condensación del sistema solar. En tercer lugar, cuando el Sol empezó a brillar, su radiación ultravioleta inundó la atmósfera de la Tierra; su calor generó relámpagos, y estas fuentes de energía fueron la chispa de las complejas moléculas orgánicas que condujeron al origen de la vida. En cuarto lugar, la vida en la Tierra funciona casi exclusivamente a base de luz solar. Las plantas recogen los fotones y convierten la energía solar en energía química. Los animales parasitan a las plantas. La agricultura es simplemente la recogida sistemática de luz solar, que se sirve de las plantas como de involuntarios intermediarios. Por lo tanto casi todos nosotros estamos accionados por el Sol. Finalmente, los cambios hereditarios llamados mutaciones proporcionan la materia prima de la evolución. Las mutaciones, entre las cuales la naturaleza selecciona su nuevo catálogo de formas vivas, son producidas en parte por rayos cósmicos: partículas de alta energía proyectadas casi a la velocidad de la luz en las explosiones de supernovas. La evolución de la vida en la Tierra es impulsada en parte por las muertes espectaculares de soles remotos y de gran masa.

Supongamos que llevamos un contador Geiger y un trozo de mineral de uranio a algún lugar situado en las profundidades de la Tierra: por ejemplo una mina de oro o un tubo de lava, o una caverna excavada a través de la Tierra por un río de roca fundida. El sensible contador suena cuando está expuesto a rayos gamma o a partículas cargadas de alta energía como protones y núcleos de helio. Si lo acercamos al mineral de uranio, que está emitiendo núcleos de helio por una desintegración nuclear espontánea, el contaje, el número de chasquidos del contador por minuto, aumenta espectacularmente. Si metemos el mineral de uranio dentro de un bote pesado de plomo, el contaje disminuye sustancialmente; el plomo ha absorbido la radiación del uranio. Pero todavía pueden oírse algunos chasquidos. Una fracción del contaje restante procede de la radiactividad natural de las paredes de la caverna. Pero hay más chasquidos de lo que esta radiactividad explica. Algunos son causados por partículas cargadas de alta energía que entran por el tejado. Estamos escuchando los rayos cósmicos, producidos en otra era en las profundidades del espacio. Los rayos cósmicos, principalmente protones y electrones, han estado bombardeando la Tierra durante toda la historia de la vida en nuestro planeta. Una estrella se destruye a sí misma a miles de años luz de distancia y produce rayos cósmicos que viajan en espiral por la galaxia Vía Láctea durante millones de años hasta que por puro accidente algunos de ellos chocan con la Tierra y con nuestro material hereditario. Quizás algunos pasos clave en el desarrollo del código genético, o la explosión del Cámbrico, o la estación bípeda de nuestros antepasados, fueron iniciados por los rayos cósmicos.

El 4 de junio del año 1054, astrónomos chinos anotaron la presencia de lo que ellos llamaban estrella invitada en la constelación de Tauro, el Toro. Una estrella no vista nunca hasta entonces se hizo más brillante que cualquier otra estrella del cielo. A medio mundo de distancia, en el suroeste norteamericano, había entonces una cultura superior, rica en tradición astronómica, que también presenció esta nueva y brillante estrella.[61] La datación con el carbono 14 de los restos de un fuego de carbón nos permiten saber que a mediados del siglo once algunos anasazi, antecesores de los actuales hopi, vivían bajo una plataforma saliente en el actual Nuevo México. Parece que uno de ellos dibujó en la pared, protegida por el saliente de la intemperie, un dibujo de la nueva estrella. Su posición en relación a la luna creciente habría sido exactamente tal como la dibujaron. Hay también la impresión de una mano, quizás la firma del artista.

Esta estrella notable, a 5000 años luz de distancia, se denomina actualmente la Supernova Cangrejo, porque a un astrónomo, siglos más tarde, le pareció ver, inexplicablemente, un cangrejo cuando observaba los restos de la explosión a través de su telescopio. La Nebulosa Cangrejo está formada por los restos de una estrella de gran masa que autoexplotó. La explosión se vio en la Tierra a simple vista durante tres meses. Era fácilmente visible a plena luz del día, y con su luz se podía leer de noche. Una supernova se da en una galaxia, como promedio, una vez por siglo. Durante la vida de una galaxia típica, unos diez mil millones de años, habrán explotado un centenar de millones de estrellas: un número grande, pero que en definitiva sólo afecta a una de cada mil estrellas. En la Vía Láctea, después del acontecimiento de 1054, hubo una supernova observada en 1572, y descrita por Tycho Brahe, y otra poco después en 1604 descrita por Johannes Kepler.[62] Por desgracia no se ha observado ninguna explosión de supernova en nuestra Galaxia después de la invención del telescopio, y los astrónomos han tenido que reprimir su impaciencia durante algunos siglos.

La nebulosa Cangrejo en Tauro, a 6000 años luz de distancia; está formada por los restos de la explosión de la supernova presenciada en el año 1054 en la Tierra. Sus filamentos se están desenmarañando a unos 1100 kilómetros por segundo. Después de casi un milenio de expansión todavía está perdiendo en el espacio 100.000 veces más energía por segundo que el Sol. En su núcleo hay una estrella de neutrones condensada, un púlsar que destella unas 30 veces por segundo. El período se conoce con mucha precisión. El 28 de junio de 1969 el período era de 0,033099324 segundos, e iba disminuyendo a un ritmo de unos 0,0012 segundos por siglo. La correspondiente pérdida de energía rotacional es suficiente para explicar el brillo de la nebulosa. El Cangrejo es rico en elementos pesados que está devolviendo al espacio para futuras generaciones de formación de estrellas. (NASA/ESA/HST).

Gran Nube de Magallanes (NASA/ESA/HST).

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