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Roy Rowan

 

Espacio el Mundo Futuro/399

 

 

 

 

ADVERTENCIA

 

Los hechos y acontecimientos que, a continuación, se relatan son pura e hipotéticamente imaginarios.

Las diversas nacionalidades de los protagonistas han sido tomadas de esta forma para dar una mayor idea de un hecho, salido de mi imaginación; pero que puede llegar a ser una trágica realidad.

 

Roy Rowan

 

 

 

 

«Voz fue oída en Ramá,

Grande lamentación, lloro y

gemido:

Rachél que llora sus hijos;

Y no quiso ser consolada,

porque perecieron.»

 

(del profeta Jeremías.)

 

 

 

PRÓLOGO

 

El cielo tenía un color grisáceo, triste, de trágicos presagios... Unos jirones de niebla blanquinosa se esparcían por el horizonte como brazos sin cuerpos, como almas de antiguos cuerpos pecadores que vagasen eterna y misteriosamente por un mundo desolado, desierto..., donde todo germen, toda molécula viviente hubiese dejado de existir.

¿Por qué?

¿Por qué el sargento Brian Fullerton se apartó del visor telescópico M—111 y dejó de mirar aquella niebla que parecía penetrar hasta la médula de sus huesos?

Brian Fullerton tenía veintiocho años; era fuerte..., físicamente.

Por dentro, en alma y pensamiento, ya era un cadáver.

Entró en la estancia aislante, donde no podían penetrar los gérmenes nocivos que hubiesen deshidratado su cuerpo, y se quitó la escafandra de vigilancia.

Sus ojos estaban quietos, sin brillo.

¡Ah, si sus tres compañeros de puesto estuviesen allí con él! Hablarían de cosas pasadas, de San Francisco, Denver o Nueva York.

¿Qué más daba una ciudad que otra?

Jimmy era del barrio ex negro de Nueva York, donde unos años atrás se hacinaban unos cientos de miles de personas. Buen muchacho, el tal Jimmy.

¿Y Roberts?

También de Nueva York. ¡Ah, Roberts, el «rubio», siempre tan alegre y animado!

Fullerton los echó de menos. El recuerdo de sus amigos hacía que se le oprimiese el corazón.

¿Por qué tenían que haber muerto?

El sargento meneó la cabeza en un gesto de inquietud y se apoyó en la pared de hormigón armado.

Luz eléctrica...

¡Torrentes de iluminación artificial!

¿Cuándo se iba a acabar aquello?... ¿Por qué duraba tantos años una guerra inútil como aquélla? ¿Acaso los políticos de la Casa Blanca no sabían dar con una solución final?

Todo empezó muchos años atrás, antes de que Fullerton hubiese nacido. Y ¿cuántos hombres habían muerto? Millones, aunque la cifra de bajas en la guerra del Vietnam era cada vez inferior.

Ya no era Vietnam. Aquello era otra cosa que Fullerton no supo definir a sí mismo, pero que lo sobrecogía cada vez que pensaba en ello.

Su país había cambiado muchas veces de Presidente, tantas como soluciones fallidas habían presentado los que antes ocuparon aquel cargo.

Y ¿de qué había servido?

¡De nada!

Cada vez que miraba por el visor telescópico y veía el desolado paisaje formulaba la misma pregunta: ¿De qué había servido?

Primero guerrilleros, luego tropas regulares de Vietnam del Norte y Estados Unidos. Más tarde, evacuación de las gentes civiles, entrada en el conflicto de soldados de la U.R.S.S., y, lo que a simple vista parecía una lucha de pequeños grupos, se convirtió en el desfogue de la «guerra fría» que las dos Potencias más grandes de la Tierra y en el punto de ensayo de las armas más terroríficas y escalofriantes.

Los gérmenes bacteriológicos arrasaron a los combatientes y los convirtieron en piltrafas humanas.

Ya nadie se atrevía a salir de los puestos de observación. Sólo parejas de exploradores hacían pequeños reconocimientos y, la mayoría de las veces, no regresaban jamás, como les había ocurrido a Jimmy y Roberts el día anterior.

Lo único que había claro en todo aquello era que ni Rusia ni Estados Unidos seguirían con tanto derroche de dinero y vidas humanas.

Corría el año 1974.

Fullerton recordaba la última alocución del Presidente americano hacia su nación: Prometía un rápido fin de la guerra «fría y caliente», un algo portentoso iba a acabar con aquellos problemas de tantos años.

¿Qué era?

El sargento no pensaba en ello, su mente evocaba a sus dos compañeros que ahora yacerían sin vida, descomponiéndose, por lo que años atrás fue una selva y que ahora era un páramo lleno de muerte y de trágicas sorpresas.

Pero ¿y el Gobierno oponente?

Sí, también los soviéticos se deshacían con promesas de paz hacia su maltrecho pueblo.

La amenaza de guerra atómica era inminente, la más leve chispa o fricción podía hacerla estallar.

¿Qué ocurriría entonces?

Fullerton abatió la cabeza apesadumbrado y dejó libre su imaginación: Todos morirían, absolutamente todos. Las defensas que ahora les cobijaban contra las bacterias infecciosas del enemigo, y las suyas propias, no les servirían de nada.

¡Las bombas atómicas caerían del cielo y arrasarían los cinco continentes del planeta! ¡Miles de millones de seres sucumbirían y la Humanidad dejaría de existir!

Quizá unas decenas, a lo sumo unos centenares, lograrían salvarse. Pero ¿y qué harían después en un mundo desolado, condenado por la radioactividad y lleno de cadáveres?

La Luna...

¡Sí, la Luna...!

 

 

I

 

Cabo Kennedy, en la orilla atlántica de la península de Florida.

La superficie de la Base Experimental estaba desierta, como si gigantescas excavadoras hubiesen allanado miles de kilómetros cuadrados, dejándolo liso como la palma de la mano.

Sin embargo, abajo, protegidos por doscientos metros de hormigón armado, trabajaban y vivían unos cuatro mil hombres entregados a la ciencia y al saber.

Los trabajos en la superficie se habían abandonado por el consabido peligro de guerra nuclear.

Donde no parecía haber vida, unos miles de hombres sudaban copiosamente y se afanaban en terminar algo que parecía haberles absorbido el seso. Se trataba de la promesa del Presidente para su nación:

¡La Luna!

Faltaban minutos escasos para que el cosmonauta elegido penetrase en el cohete y diese comienzo la cuenta atrás de las computadoras.

Muy pocas personas sabían de aquel lanzamiento.

Las más interesadas en el proyecto estaban reunidas en una habitación especial de aquella colmena subterránea.

En primer lugar se hallaban Steve Owen, el principal protagonista de la aventura que había de cambiar el curso de la Historia; Jack Coulter, Presidente de la nación; un contraalmirante en nombre de la Armada y un famoso miembro del Senado de los Estados Unidos.

Todos estaban nerviosos, pero el que menos el cosmonauta.

—Owen... —quiso decir el Presidente.

—¿Señor?

Coulter tragó saliva y se llevó una mano a la garganta como si así pudiera aclarar su voz. Por fin, dijo;

—Owen, he querido ver su salida personalmente.

—Gracias, señor...

—No me las dé. Es a usted a quien debemos estar agradecidos. Sabe tan bien como nosotros que este lanzamiento ha sido anticipado y, por lo tanto, sus límites de seguridad se han visto considerablemente mermados.

—Estoy seguro de que todo saldrá bien.

Steve Owen era joven, ni rubio ni moreno; un color de pelo indefinido y una estatura elevada. Conocía toda clase de luchas personales, campeón de tiro a pistola y poseía un cerebro muy brillante.

—No sabe cuánto nos desagradaría un..., un fallo, Owen.

—Dentro de unos días estaré aquí de vuelta, señor.

—Sí...

Owen pareció crecer ante la dudosa expresión del propio Presidente de la nación. Sin embargo, si Steve supiese cuánto se jugaba en aquella baza de seguro que estaría tanto o más intranquilo que Coulter.

—Será un orgullo indescifrable el colocar la bandera de «Barras y Estrellas» por los picos más altos de la Luna.

—Me gustaría ir con usted, Owen.

—Gracias, señor Presidente.

—Sí, lo digo en serio...

—Cuando las leyes de seguridad lo permitan, iremos en una de las Bases Espaciales —intervino el jefe de toda la Flota estadounidense.

—Ya he visto que las tienen preparadas.

—En efecto, Steve; en cuanto se confirme su buen estado de salud, enviaremos las naves.

El cosmonauta frunció el ceño.

¿Por qué tanta prisa? Había observado las desmanteladas piezas de una gran base lunar que los científicos pensaban transportar a la Luna, después de su llegada.

Y unos objetos alargados y redondos, como enormes lápices.

¿Para qué era todo aquello?

Por un instante, Owen se preguntó si no habría en todo aquel asunto algo que él desconocía por completo.

Mentalmente, apartó sus dudas. Aquél era el segundo intento, pues en el primero se estrelló la nave y pereció el cosmonauta. Fue un hecho desagradable, que retrasó dos años el lanzamiento del que él era protagonista en aquellos instantes.

—Si la nave aluniza según lo previsto, el regreso será seguro —añadió Owen.

—¡Los mejores científicos del mundo han repasado el más insignificante detalle en cientos de ocasiones! —exclamó el Presidente.

—En veintidós horas me comunicaré con ustedes desde nuestro satélite.

Owen dijo «nuestro» con una seguridad total.

—Los rusos comprobarán su fracaso, señores —dijo el miembro del Senado.

—Dejarán de importunarnos de una vez para siempre... ¡En una semana la primera base lunar estará dispuesta para lanzar cohetes con cabeza atómica!

Owen se rascó el mentón. Él no entendía de política, ni le interesaba; pero comprendía los deseos de los hombres que tenía ante él. ¡La primera Potencia que dispusiese de armas nucleares en la Luna sería la todopoderosa de la Tierra!

¿Era justo?

Y de no serlo, ¿qué pensarían los rusos mientras tanto?

Eso no importaba... El que antes dispusiese de armas atómicas en el satélite llevaría la voz cantante.

Ya no habría peligro de guerra nuclear porque uno de los dos bandos llevaría la ventaja considerable de poseer una colonia sin peligro a la radioactividad.

Una luz se encendió en una de las paredes a pequeños intervalos, al mismo tiempo que un timbre hacía llegar su sonido hasta los reunidos.

Era el aviso de que Owen debía de estar listo.

Los cuatro se pusieron en pie. En aquel instante, lo mismo que en otras ocasiones a lo largo de la Historia, un grupo muy reducido de personas iba a decidir el destino de miles de millones de seres.

—Suerte, Owen; el mundo confía en usted...

—Soy consciente de ello, señor Presidente.

Un apretón de manos y la despedida de los demás personajes.

Luego Steve Owen abrió la puerta, casi invisible en la pared, y salió. Al otro lado le esperaban dos individuos más, ataviados con blancas e impecables batas, que se le situaron a ambos lados y caminaron en silencio por un pasillo que parecía interminable.

Descendieron por unas escaleras y anduvieron por otros pasillos, hasta llegar a las entrañas del refugio subterráneo.

Una quietud absoluta rodeaba el ambiente y, sin embargo, miles de submarinos atómicos y aviones de bombardeo «B—123»[1], capaces de estar volando sin tiempo indefinido gracias a un combustible sintético de reciente invención, estarían en completa alerta...

Una señal y el mundo volaría en pedazos.

 

* * *

 

Steve Owen penetró en la nave espacial, instalada en la proa de un cohete de más de doscientos metros de altura, y los técnicos se encargaron de cerrar las escotillas.

Luego, todo el mundo se apartó de allí y corrió a los refugios.

¡La cuenta atrás había dado comienzo y las toberas de la nave pronto soltarían torrentes de gases y llamas!

Los segundos pasaron lentamente.

De pronto, un rugido terrorífico sacudió el moderno Cabo Kennedy y el cohete con destino a la Luna empezó a remontarse, hasta que, de repente, tomó una inusitada rapidez y se perdió de vista.

Tras él quedó una estela de fuego.

A partir de entonces, era un hombre, uno sólo, el que habría de decidir muchas cosas.

Cabía la posibilidad de que Owen llegase a ser el único superviviente de la raza humana. Todo entraba en lo posible.

¿Qué pensarían los soviéticos cuando sus radares detectasen la salida del artefacto? ¿Pensarían que se trataba de un ataque y pondrían en juego toda su fuerza demoledora?

No...

¡Se limitarían a mirar intrigados el objeto que se alejaba de la atracción de la Tierra!

 

 

II

 

Novosibirsk, en la estepa norte de Siberia, era uno de los complejos industriales y de investigación científica más importante de la U.R.S.S. Los sabios más afamados del dominio comunista estaban allí, derrochando su inteligencia y saber.

Unas horas antes, habían sido testigos de lo que ellos consideraban una de sus mayores proezas. ¡Acababan de mandar a dos humanos a la Luna y estaban seguros del éxito!

El Soviet Supremo se había reunido en Consejo extraordinario y observaba, a través de unas modernísimas cámaras de televisión, todo cuanto hacían y hablaban los dos astronautas rusos.

La emoción era indescriptible.

Según ellos los americanos estaban muy distantes aún de hacer lo que estaban viendo.

Dominarían la Luna y, desde ella, la Tierra.

¿Cómo iba a atreverse Estados Unidos a desencadenar un imprevisto ataque nuclear si ellos mantendrían en órbita centenares de naves con armas nucleares y con una base inexpugnable, situada en el satélite natural?

¡Imposible!... Ellos habían ganado la batalla.

Seguramente que en Indochina, Vietnam o el sudoeste asiático, como quiera llamársele, habría en aquellos instantes un sargento llamado Iván o Fedor, que al igual que el sargento Fullerton, se lamentaría de la muerte de unos compañeros sin comprender el porqué de todo aquello.

Un hombre más que abatiría la cabeza, desfallecido interiormente, y se preguntaría cómo el mundo podía estar tan loco..., ¡no ver el trágico camino que seguía la Humanidad!

Cualquiera de aquellos insignificantes seres hubiese dado su vida por demostrar que todo era una locura..., que no hacía falta la Luna para seguir viviendo.

Pero no. El mundo estaba trastornado.

¿Y si todo resultara un fracaso?

Una de las salas de conferencias del Kremlin se hallaba abarrotada de hombres y mujeres. Todos los rostros miraban hacia una pared donde, mediante un complicado proceso, se veían las agrandadas imágenes de los dos cosmonautas.

Los rostros estaban resplandecientes, las sonrisas se regalaban como el vino en una orgía medieval, los corazones henchidos de satisfacción y en las mentes unos futuros sumamente prometedores, claro está, con el pleno dominio de la Tierra.

Hasta ellos llegaban las voces de los personajes que iban a realizar sus sueños. Los cosmonautas tenían un timbre sosegado, tranquilo.

¿Para qué preocuparse cuando tenían en su mano todas las posibilidades de vencer?

¡Jamás en la Historia existiría un país tan poderoso como el de la nacionalidad de aquella nave interplanetaria!

¡El sueño de millares de años se había consumado!

El hombre, dirigido desde Moscú, sería el dueño del Universo. Descubrimientos inimaginables, adelantos prodigiosos, «homo—súper»...

Todo... ¡Aquello lo significaba todo!

Los reunidos estaban silenciosos, sólo sus mentes atendían a las palabras de los cosmonautas y a sus propios pensamientos de grandeza y poderío...

¡Poder!

¿Cuántas razas se han perdido a lo largo de Historia a causa de sus ansias de poder?... Imposible recordarlas a todas.

Las voces sonaban como clarines de triunfo…

—¿Todo bien, Valya?

—Sí, Alexiev. ¿Y tú?

—Estupendamente. Mejor aún lo estaré cuando pisemos la Luna.

—Es verdad, camarada.

—¿Ves ya el satélite?

—Sí, parece una bola de billar a la que se puede alcanzar fácilmente con una mano.

Ambos personajes eran vistos en la Tierra de espaldas.

¡Ni el descubrimiento de América por Cristóbal Colón podría igualarse a aquellos enervantes momentos!

—La tenemos en la mano, Valya.

Una risita femenina, llena de gozo y...

—A cinco horas de viaje, Alexiev.

—Cierto, camarada Valya... ¿Sabes una cosa?

—Di.

—Me gustaría ver las caras de los «yanquis» cuando se enteren de que estamos en la Luna. ¡Deberían haber puesto unas cámaras secretas para observar las expresiones de sus rostros!

—Puedes imaginártelas.

—Mi deseo es ser el primer habitante de la Luna.

—Ya lo seremos los dos...

—No —cortó rápidamente el cosmonauta —, quiero decir que resida en el satélite indefinidamente.

—A mí también me gustaría.

Estaban situados en compartimientos distintos y hablaban por medio de radio. Ciertas máquinas se encargaban de enviar a la Tierra todas sus reacciones corporales.

Los rusos, al contrario de los americanos, insistían en que el sexo masculino podía tener distintas reacciones que el femenino, y de ahí que hubiesen enviado un ser de cada género.

Ambas Potencias lo habían previsto todo menos una cosa:

¡Las dos astronaves se juntarían en la Luna, seguro cada tripulante de haber sido el primero!

¿Qué ocurriría entonces, cuando se viesen en el satélite y naciera la duda sobre la supremacía de haber llegado los primeros? Aunque cabía la posibilidad de que no se viesen en meses enteros.

El Destino, a veces, sabe jugar malas pasadas. ¡Sin embargo, en aquellos instantes toda la Humanidad estaba en juego!

Lo que ni americanos ni rusos podían prever era el que el asombro iba a ser mutuo, que sus ansias de poder y orgullo iba a quedar supeditado a las reacciones de tres personas, dos hombres y una mujer.

El hombre salía de lo que siempre había sido su mundo. ¿Acaso la ambición iba a desbordar los límites de lo posible?

 

* * *

 

Mientras todo aquello sucedía y sólo unos grupos escogidos de personas eran conscientes de la importancia del momento, ¿qué haría el mundo, la gente, las personas de cualquier esfera social?

El señor Smith compraría su periódico a la salida de su oficina y se encaminaría hacia el «elevado», interesándose en las noticias de su equipo favorito de «Football».

Otro señor Smith leería con avidez las declaraciones de un inminente político y esforzaría un poco su mente antes de decidir si tenía razón o no.

Otros, muchos otros, correrían hacia sus casas, se internarían en las salas de diversión, o mil preferencias distintas.

Ninguno de ellos podría imaginar que sus vidas, sus destinos y sus futuros estaban en juego, que habían tomado parte en una danza de peligro e incertidumbres.

¡Que la reacción de un hombre podía decidir sus vidas o sus muertes con una facilidad espantosa!

La vida en la Tierra seguía, millones de seres se movían en una impresionante colmena de las más diversas ramificaciones.

Entre todos, sólo había una cosa en común:

¡Vivir!

 

 

III

 

Steve Owen manipuló en los cohetes de dirección, al tiempo que se sentía feliz, inmensamente feliz. En aquellos instantes, empezaba a orbitar alrededor de la Luna...

¡Se hallaba frente al lado invisible de ésta y el espectáculo era maravilloso!

—«Pez—espada» llamando a «Caimán».

—Adelante, «Pez—espada».

—Cuídese de mandar datos... Repito...

—No hace falta, me siento muy bien.

—¿Gravedad?

—Nula.

Owen, a no ser por lo reducido de la cabina de mando, hubiese podido saltar como una pelota.

—¿Presión sanguínea?

—Normal.

—¿Memoria?

—¿Quiere que le diga lo que cené ayer? —respondió Steve, después de haber soltado una risita.

—Es innecesario. ¿Cómo anda de combustible?

—He gastado menos de lo previsto.

—Estupendo. ¿Qué ve?

—Cráteres y una llanura rocosa que parece desierta. La luz es pobre. El sol apenas ilumina este lado, pero pronto entrará el satélite en su día lunar.

—Vaya descendiendo lentamente.

—A la orden.

La cápsula estadounidense «Liberty» y sus dos cohetes para el regreso describieron una amplia curva hacia la izquierda y la proa se enfiló hacia la superficie lunar.

Owen tenía que calcular muy bien el tiempo y la distancia, aunque las computadoras instaladas en la Tierra le iban marcando el camino y las diferentes maniobras que debía hacer.

Tal y como se acercaba al satélite, la nave iba girando sobre sí misma, de manera que cuando tocase tierra firme cayese de pie.

—Inclinación ochenta grados.

—Reducir velocidad.

Steve obedeció la orden al instante.

Una sensación de incógnita, de intranquilidad, empezó a invadirle. Los diminutos orificios que viera horas antes en la lejanía se habían convertido en bocas de impresionantes volcanes.

Unas murallas de roca, como circos antiguos, formaban desoladas llanuras y valles.

Su respiración se alteró considerablemente. ¡Era la emoción de creerse el primer humano que pisaba la Luna en plena facultad de sus sentidos mentales!

—¿Distancia? —pidieron desde la Tierra.

A Steve le bastó una mirada en las esferas luminosas del tablero de mandos para contestar:

—Mil metros.

—¿Velocidad?

—Reduciendo. Caída según lo previsto.

—Estupendo, Owen. Tranquilícese...

—Gracias.

—¿Distancia?

—Setecientos.

—¿Atracción?

—Normal.

A partir de aquel momento, Steve se limitó a comunicar su proximidad al suelo lunar. El punto de descenso había sido debidamente escogido en lo que parecía una llanura muy extensa.

Naturalmente, sólo lo parecía. Al cosmonauta le tocaba asegurarse de ello.

—¡Cincuenta metros!

Su voz fue como un rugido de ultratumba.

La emoción impidió a Owen balbucir palabras. Todos sus sentidos estaban puestos en las agujas indicadoras de altura. Automáticamente, unos pies mecánicos se habían desprendido de los costados de la nave.

—«Caimán», comunique...

Owen estaba como trastornado. En su mente sonaban las palabras del operador de la Tierra, pero no las oía.

—«Caimán»...

De pronto, Steve notó que su cuerpo se apretaba contra el sillón en que se hallaba colocado.

¡Había alunizado!

Respiró hondo. Las venas de su cuello se habían hinchado.

—¡«Caimán», diga...!

—¡Paro motores!... ¡He llegado!

Los auriculares enmudecieron durante unos segundos. Luego, una voz ronca gruñó:

—¿Todo bien?

—¡Perfectamente!

—Observe si la nave ha sufrido algún daño...

—¡Ninguno!

Owen miraba obsesionado por las ventanillas de la «Liberty».

Con gestos rápidos, se colocó la escafandra.

—¿Qué hace, Owen?

—¡Voy a salir!

—Espere...

Steve soltó un juramento y se aferró al sillón de mando. La nave iba provista de cámaras de televisión y radio, por lo que todos sus movimientos eran vistos y estudiados en Cabo Kennedy.

Ardía en deseos de abrir la compuerta y salir..., ¡pisar lo que nadie había hollado anteriormente!

Miró el arma de que le habían provisto: una especie de pistola—fusil con descargas de luz, tan potentes que reducen a cenizas cualquier cuerpo de la Tierra.

Un arma que no se usaba para fines bélicos en la Tierra por considerársela demasiado terrorífica.

Owen la tomó. Tenía una empuñadura que se amoldaba perfectamente a la mano. Había efectuado algunas pruebas con ella en los Estados Unidos, pero preferiría cualquier cosa antes que disparar, con ella, contra alguna persona.

—Aquí «Caimán» —dijo—, en espera de órdenes.

—Ya puede salir... Manténganos al corriente de todo lo que vea.

—Así lo haré.

Steve abrió la compuerta.

Inmediatamente, notó que su cuerpo se había vuelto pesado, aunque mucho menos que lo normal.

—Es como si pesara diez kilos y tuviera la fuerza de un gigante —comunicó.

—¿Cómo funciona el sistema de respiración?

—¡Perfecto!

Allá, en aquella esfera redonda situada a 400.000 kilómetros de distancia, sus compañeros debían estar muy contentos. Coulter, el Presidente, estaría pensando que tenía ganadas las próximas elecciones. Steve Owen ignoraba que a unos cuantos kilómetros, sobre la superficie lunar, un hombre y una mujer tomaban fotografías y las enviaban a Novosibirsk, Siberia.

—¡La Luna es nuestra! —gritaban los tres a la vez.

Pero ¿qué ocurriría cuando uno de los dos observase la bandera del contrario sobre un pico montañoso?

¿Y qué había en la Luna?

¿Qué sucedería cuando los Presidentes de ambas naciones viesen sus deseos frustrados?

También era posible que no llegasen a verse durante días, semanas o meses. Que los dos a la vez notificasen al mundo su posesión de la Luna.

Aquello sólo serviría para empeorar más aún las cosas...

¿Guerra total?

Posiblemente sí..., o quizá no.

El astronauta estadounidense salió de la nave «Liberty» y pisó «luna firme». Bastaba una leve presión con uno de sus pies para que se levantase un par de metros.

El arma que tenía en la mano derecha le pareció un verdadero fastidio.

Todo estaba desierto. Una fina capa de polvo se elevaba bajo sus pies y descendía lentamente, como si fuese un «film» a cámara lenta.

Steve Owen se sintió el hombre más dichoso del mundo.

¿Les sucedía lo mismo a Valya Grigorieva y Alexiev Glinka?

 

* * *

 

El comandante Alexiev descendió por la escalerilla adosada al navío espacial y se acercó a su compañera de viaje.

—Valya, ¿has escuchado las palabras del jefe del gobierno?

La aludida, una joven rubia, natural de Ucrania, el país del trigo, sonrió. Sí, las había escuchado perfectamente.

Su compañero había ascendido a coronel y ella, al ser científico, a personaje distinguido de la U.R.S.S. Los dos estaban extremadamente contentos, pues el éxito había sido rotundo.

—Me siento muy feliz, Alexiev...

—Yo también... Esto es realmente maravilloso.

—¿Qué tal te parecerían unas vacaciones en la Luna?

Los dos rieron dentro de sus escafandras. De pronto, la muchacha flexionó las rodillas y su cuerpo se elevó sobre la cabeza de Alexiev con una tranquilidad pasmosa y cayó al otro lado de éste.

Sólo el polvo cósmico revoloteó a los pies de Valya.

Al igual que Steve Owen, los astronautas soviéticos soñaban y soñaban. Ahora, con absoluta realidad, sus mentes podían volar hacia puntos que de pensarlos días antes ellos mismos se hubieran llamado locos.

—¿Cuánto durará la fase experimental, Alexiev?

—Un par de días.

Valya volvió a saltar regocijada.

Podían caminar libremente durante dos días, al término de los cuales llegarían otras naves y vehículos espaciales para viajar por aquella quebrada superficie.

—¿Piensas que haya alguna clase de vida? —preguntó él, quedándose un poco serio repentinamente.

—No, no lo creo.

—Podíamos crearnos enemigos... ¿Y si las piedras fueran seres vivos que nos estén espiando?

Los ojos de Valya chispearon.

—¿De qué te ríes?

—De ti...

—¿Ah, sí?... ¿Por qué?

—Perdona, camarada Alexiev; pero tus palabras han soltado mi hilaridad.

—¿Piensas que no puede ser posible?

—No, estoy de acuerdo en que cualquier cosa puede ser real, pero he reído al tomar como ejemplo a una roca.

—Ya... ¿Qué te parece si diésemos un paseo?

—Estupendo, Alexiev.

—Te apuesto algo a que jamás te han hecho una invitación como éste, Valya.

—No hace falta, perdería.

La muchacha se diferenciaba del hombre por sus pasos más frágiles y cortos, aunque en aquellas circunstancias no era problema puesto que ella podía dar un salto y alcanzarlo rápidamente.

—Me gustaría encontrar alguno de nuestros satélites no tripulados, de los muchos que se han estrellado en esta parte de la Luna.

Caminaron lentamente, estudiando todo a su alrededor e inclinándose a menudo para tomar una piedra y mirarla con arrobo. Por el lado este tenían una cordillera montañosa, de unos seis mil metros de altura. Las laderas eran escarpadas.

Un silencio absoluto lo envolvía todo.

Ellos caminaban contentos, pero no sabían que el peligro, de una forma casi irreal, acechaba sus pasos.

—Debemos tomar muestras, Valya.

—Sí, pero eso puede esperar. ¿No te parece?

Alexiev dudó:

—Bueno, no creo que piensen así en Novosibirsk.

—Nos estarán escuchando y sabrán hacerse cargo de la emoción que sentimos.

Alexiev fue a decir algo, pero, al recordar que sus palabras serían oídas, calló. Mentalmente, se dijo que no le gustaría que lo degradasen con la misma celeridad que lo habían ascendido.

Él era militar, no científico como Valya.

En aquel preciso momento, una voz ronca y lejana llegó a los oídos de ambos:

—Regresen a la nave y tomen los registradores de radiactividad. Es una orden.

—Sí, señor —replicó Alexiev. Y añadió—: ¿Vamos, Valya?

—Sí, espera...

Dieron media vuelta y se acercaron al ingenio que les había traído. Éste era un poco más alto que el americano debido a la diferencia de combustible. El ruso ocupaba más lugar.

—Aguarda aquí —indicó Alexiev, aferrándose a la escalerilla.

Valya se detuvo en espera de que su compañero le entregase los aparatos electrónicos. En la nave habían unos compartimentos especiales en los que deberían colocar muestras de toda clase de mineral o vida que encontrasen.

La joven escuchó cómo desde Siberia ordenaban a Alexiev que tomase las armas de a bordo.

Tenían unas metralletas especiales, de balas explosivas y que salían a una velocidad triple de lo normal, para contrarrestar la falta de gravedad de la Luna.

El cosmonauta apareció en la escotilla cargado de instrumentos, que Valya le ayudó a llevar.

¿Qué pretendían los altos dirigentes concentrados en Novosibirsk?

—¿Crees que debamos tomar las armas?

—Así lo han ordenado, Valya.

La muchacha hizo un gesto de contrariedad y se cargó al hombro una de las metralletas. Con las manos tomó uno de los registradores de radiactividad.

—¿Por dónde empezamos, Alexiev?

—De momento, daremos una vuelta a la nave.

—¿Quieres asegurarte el billete de regreso?

El hombre soltó una risita.

—Desde luego.

Dieron una vuelta completa a la nave y los registradores permanecieron silenciosos, señalando que la radiactividad era nula, por lo menos en aquel punto.

—¿Caminamos hacia aquellas montañas? —indicó Valva.

—No, será más conveniente que lo hagamos por el llano. De momento, aunque todo vaya bien, no podemos confiarnos demasiado.

—Me gustaría encontrar otros seres, Alexiev.

—¿Y conversar con ellos?

—Sí.

De no ser por los trajes espaciales los dos cosmonautas se hubieran puesto a bailar de contentos.

Bruscamente, Valya se puso lívida y levantó un brazo, señalando hacia el horizonte, a través de la inmensa llanura que tenían ante ellos. De momento, la muchacha no pudo balbucir una sola palabra; luego, exclamó:

—¡Mira, Alexiev!

—¿Qué?

—Allí, delante de nosotros...

—¡Diablos!

¡Una polvareda se elevaba lentamente hacia el cosmos!

—¿Qué piensas que pueda ser? —indagó Valya.

—No se puede precisar.

Hasta ellos llegaron las voces de los científicos de Siberia. Las voces eran nerviosas, enervantes:

—¿Qué ven?... ¡Pronto, comuniquen!

—Algo parecido a una tempestad de nieve o de arena se levanta frente a nosotros —se apresuró a responder el hombre.

—¿Muy lejos?

—Unos siete kilómetros... Es muy difícil precisar las distancias desde el punto en que nos encontramos... Esperamos órdenes.

—Regresen a la nave inmediatamente.

Alexiev fue a dar unos pasos atrás, pero la voz de Valya le contuvo:

—Espera... ¡Parece que se disuelve!

—¡Es cierto! —corroboró Glinka.

—Si entramos en la nave no lo podremos ver con tanta claridad —adujo la joven ucraniana—. Solicito permanecer en este punto.

—¿Estás loca? —increpó él.

La voz de la base de Novosibirsk obligó a Valya a dejar sin respuesta las palabras de su compañero:

—Permiso concedido, pero tengan cuidado.

—Mira, Alexiev; se disuelve progresivamente. ¿Piensas que pueda ser una tormenta de polvo?

—¡Imposible!... Aquí no hay atmósfera, ni nubes.

Los dos callaron.

La pregunta era obvia: ¿Qué podía ser, entonces? Poco a poco, el polvo fue desapareciendo hasta esfumarse por completo. Valya y Glinka quedaron allí como petrificados. El militar se encargaba de comunicar a la base todo cuanto sus ojos veían.

—¡Debíamos subir a la nave e intentar acercarnos a aquel punto!

—Gastaríamos el combustible de regreso..., y puede ser muy peligroso. Recuerda que para hacerlo habría que orbitar de nuevo. Nos llevaría mucho tiempo.

Después de la sorpresa que les había producido la extraña tormenta que tan repentinamente se había desintegrado, les quedó la incertidumbre, lo peor que puede suceder a una persona que se siente sola...

Y mucho más siendo los primeros humanos que habían pisado la Luna.

¿O llegó primero Steve Owen?

Los astronautas soviéticos se miraron a través de las mascarillas de las escafandras.

«¿Qué hacer?», se preguntaban ambos.

 

 

IV

 

Steve Owen depositó el arma sobre un saliente rocoso y se agachó para ir recogiendo pedazos de roca, posibles meteoritos, y meterlos en una bolsa plástica.

Cuando tuvo ésta llena regresó a la nave y tomó otra y varias banderas de su nacionalidad. Su andar le recordaba a los simios de la selva y no se equivocaba porque había bastante similitud.

Empezó a buscar rendijas en las rocas y fue colocando las banderas. Recordaba la voz del Presidente al felicitarle. Seguro que las cámaras de televisión de la nave estaban siguiendo sus pasos.

Se sintió más orgulloso que los más afamados artistas del cine mundial.

El reportaje en el que él se veía colocando la bandera estadounidense en la Luna sería visto por millones de seres.

—¡Deténgase, Owen! —sonó la voz en los auriculares.

—¿Por qué?

—Está saliendo de nuestra vista.

—Ah, yo... Me gustaría seguir adelante. Todo está desierto y no hay peligro alguno.

—Espere.

Steve se imaginó al operador comunicando con los jefazos de la nación y pidiendo permiso en su nombre para salir fuera del alcance de las cámaras.

A los pocos segundos, añadió:

—Bien, puede seguir.

—Gracias...

Owen siguió adelante. Las montañas que había a su derecha estaban demasiado lejos, pero a unos quinientos metros existía algo similar a una meseta de la Tierra.

Un buen lugar para poner una flamante bandera.

Sin decir palabra, se encaminó hacia allí. Sabía que su obligación era obedecer las órdenes, pero... ¿Quién sería capaz de resistir tan subyugante llamada?

Además, una vez fuera de la visión de los hombres de la Tierra podía alejarse todo cuanto quisiese, pues diciendo por la radio que estaba cerca nadie podría dudarlo.

«¡Al cuerno con las órdenes!».—se dijo—. «¡Por primera vez en mi vida soy libre de mis actos!».

Al igual que Valya, comenzó a dar saltos y su marcha hacia la meseta fue rápida. Parecía un saltamontes.

En una de las veces que subía sus ojos distinguieron algo que le llamó la atención. Eran como dos puntos que se moviesen en la lejanía, en dirección también a la meseta.

Venían hacia él.

Owen se dejó caer en el suelo lentamente.

Ahora sintió miedo. Debía comunicar a Cabo Cañaveral, pero...

¡De hacerlo le ordenarían regresar rápidamente a la nave y tener los motores en marcha para cualquier eventualidad!

Sabía que sus compatriotas tenían ya una base preparada. La mandarían con otras naves y otros hombres y existiría la primera ciudad de la Luna, aunque él no estaba al corriente de que sería una base nuclear, no un centro científico.

Y ahora aquello...

El contacto del arma le reconfortó enormemente.

Fuera lo que fuese, no resistiría una descarga fulminante. Incluso las piedras se derretían bajo los efectos de aquella arma.

Le invadió una sensación de ahogo. ¿Sería él el primero en observar seres extraterrestres? ¿Cómo serían física y mentalmente?

Se dispuso a esperar.

Aquello podía acarrearle la muerte, pero estaba allí y no podía marcharse como un conejo asustado ante algo que muy factiblemente podía ser una visión.

Los minutos fueron tensos y extremadamente largos.

Luego, aclaró las formas de los dos puntos hasta...

Parecían seres humanos.

La sorpresa lo dejó anonado, pasmado como un colegial. La respiración volvió a alterársele.

¡Serían selenitas de la misma constitución corporal que los terráqueos?

Podían poseer armas desconocidas para él, alguna cosa que le causase la muerte sin que él pudiese defenderse. La curiosidad volvió a mandar en él. Lo que hacía podía costarle muy caro, pero estaba decidido a llegar hasta el fin de aquella incógnita.

Sus ojos, como bolas brillantes, no se apartaban de las figuras.

Gateó hacia atrás, procurando no pisar demasiado fuerte por no verse impulsado hacia el vacío y se ocultó en la vertiente de la meseta.

Los otros venían en línea recta, por lo que a él le bastaba dar un rodeo para tomarlos por la espalda y encañonarlos con la pistola desintegradora.

¿Y si regresase con dos rehenes?

El triunfo sería completo.

Owen obedeció sus propios impulsos y continuó ocultándose y dando el rodeo.

Habría pasado una media hora, cuando sintió ruidos. Le parecieron cañonazos dentro de su cerebro, acostumbrado éste al completo silencio del cosmos.

Tragó saliva y, de pronto, se impulsó hacia arriba.

La sorpresa fue general, ¡indescriptible!

Owen creyó que la sangre se le helaba en las venas al ver bajo él a dos personajes con trajes espaciales muy parecidos al suyo y con las insignias de la U.R.S.S. en las escafandras.

Y no menos boquiabiertos estaban Valya Grigorieva y Alexiev Glinka, al ver aparecer sobre ellos a un ser humano con la bandera de los Estados Unidos en el pecho.

¡Aquello era lo más sorprendente que ninguno de ellos pudo imaginar!

Claro que, como es de suponer, tanto el americano como los dos rusos pensaron que sus adversarios llevaban ya tiempo allí. De lo contrario, era incomprensible.

—¡Ohhh...!

La exclamación provino de la linda boca de Valva.

Alexiev se vio bajo la amenaza de la pistola de Steve. No había guerra oficial entre los dos países y, particularmente, ni uno ni otro tenían algo en contra, pero no podían olvidar muchas cosas.

El joven ruso estaba boquiabierto. Quiso decir algo y las cuerdas vocales, agarrotadas, no le respondieron.

Mientras, Steve había alunizado.

¿Qué podía hacer él?

La escena, dentro de su patetismo y estupor, tenía un punto de cómica.

Habían llegado y explorado creyendo ser los únicos y de repente se encontraban allí con las personas que menos hubiesen deseado ver.

El cerebro de Owen trabajaba a marchas forzadas. No sabía qué hacer, los rusos podían estar instalando bases en la Luna, cabía la posibilidad de que hubiesen llegado mucho antes.

En la Tierra le darían órdenes.

La segunda sorpresa de Steve fue comprobar que uno de los rusos era una mujer y, a juzgar por su rostro, un verdadero monumento.

—«Pez—espada»...

—Aquí «Pez—espada»...

La voz de Owen tenía matices de demencia.

—He encontrado a dos rusos.

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