Cosmos

Cosmos


Octavo

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V

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Ludwik le dijo a Lena con voz somnolienta que le vendría bien dormir la siesta. Tenía razón. Después de estar de viaje desde la madrugada nos merecíamos un descanso.

Todos se levantaron de la mesa en busca de mantas.

—Tiru-liru-lá.

La eterna cantilena de León. Pero el tono era más violento que de costumbre, más provocador. Bolita, sorprendida, preguntó:

—¿Qué te ocurre, León?

Se había quedado solo en la mesa, cubierta ahora con los platos y los restos de la comida, su calvicie y sus

pince-nez resplandecían; el sudor le perlaba la frente.

—¡Berg!

—¿Qué dices?

—¡Berg!

—¿Qué Berg, qué Berg?

—¡Berg!

Ni una pizca de bondad: un fauno, César, Baco, Heliogábalo, Atila. Después apareció una sonrisa bonachona desde atrás de los

pince-nez.

—Nada, viejitilina, no te enojes, es un cuento de dos judíos que discuten… muy gracioso… ya te lo contaré en otra ocasión…

Todo terminaba, todo se diluía… La mesa abandonada y caótica, las sillas desparramadas en todas direcciones, los manteles, las camas en los cuartos vacíos, el embotamiento producido por la digestión, el vino, etcétera.

Después de la siesta, a eso de las cinco, salí de la casa.

La mayor parte del grupo aún dormía… No se veía a nadie. Una pradera cubierta de abetos, de pinos, de rocas, soleada, caldeada; a mi espalda la casa inflamada de sueño, de moscas, ante mí la pradera y más allá la montaña, los bosques, todo en mi derredor eran montañas escarpadas y cubiertas de bosques, montañas increíblemente boscosas en medio de aquel silencio. Aquel no era mi sitio, ¿para qué me servía?, igual que encontrarme allí podía estar, también, en cualquier otra parte. Todo era posible, sabía que detrás de aquel muro de montañas había otros lugares desconocidos, y que, sin embargo, no me eran más extraños que este: se había establecido entre el paisaje y yo ese género de indiferencia capaz de transformarse en severidad y también en algo peor.

¿En qué? En el sueño solitario de praderas y bosques que se levantaban en el fondo, desconocidos y poco interesantes, aislados, existía a pesar de todo la posibilidad de aprehender algo con violencia, de retorcer, de estrangular y de… ja, ja, ja… de colgar…

De cualquier manera era una posibilidad «otra», de «allá». Permanecí en la sombra, cerca de la casa, entre los árboles. Me picaba los dientes con una brizna de hierba. Hacía calor, pero el viento era agradable.

Volví la cabeza. A cinco pasos de mí estaba Lena.

Estaba allí. Cuando la vi, así, de improviso, me pareció sobre todo pequeñita —infantil— y me saltó a los ojos su blusa verde y sin mangas. Fue solo un instante. Miré hacia otra parte.

—Muy bello lugar, ¿verdad?

Habló, ¿por qué tenía que decir algo si estaba solo a cinco pasos? Yo continuaba sin mirarla, y ese no mirarla me asesinaba, habrá venido a mí —a mí— querrá comenzar algo conmigo… la cosa me aterrorizaba, no la miraba y no sabía qué hacer, no había nada que hacer, permanecí en pie sin mirarla.

—¿Ha perdido la lengua? ¿Tan extasiado le tiene el paisaje?

Era un tono lulesco, posiblemente aprendido de ellos.

—¿Dónde se encuentra el panorama del que tanto nos habló don León?

Era yo quien hablaba, solo por decir algo… Ella comenzó a reír… una risa ligera, deliciosa…

—¡Cómo voy a saberlo!

Otro silencio, pero esta vez menos irritante, considerando que todo se desarrollaba

au ralenti, hacía calor, se ponía el sol, un guijarro, una mosca, la tierra. Cuando estaba a punto de expirar el tiempo destinado a mi respuesta le dije:

—Dentro de poco lo sabremos.

Y ella, inmediatamente:

—En efecto, papá nos llevará allá después de cenar.

Callé una vez más, observaba la tierra. Yo y la tierra… y ella a mi lado, a cinco pasos.

Me sentía a disgusto, es más, estaba enfadado, hubiera preferido que se marchara… Era necesario nuevamente decir algo, pero antes de hablar le lancé una mirada, breve, y vi en ese instante, apenas, apenas, que tampoco ella me miraba, tenía la mirada fija en otra parte, como yo… ese no mirarnos, el no mirarse de ambos, tuvo un sabor agradable y debilitado que era producto de la lejanía, de la distancia, no estábamos lo suficientemente aquí, ni yo ni ella; nos encontrábamos proyectados, quién sabe desde dónde, de «allá», enfermos, no suficientemente existentes, como los fantasmas que aparecen en los sueños, que no miran y dependen de algo diferente. ¿Continuaba acaso su boca «en relación» con aquel horrible escurrimiento del labio que se había quedado allá, en la cocina, o en las recámaras? Era necesario verificarlo. Miré furtivamente pero no vi bien la boca, aunque supe inmediatamente que sí, que la boca de aquí estaba en relación con aquella otra boca, como dos ciudades en un mapa geográfico, como dos estrellas en una constelación; ahora más que nunca, debido a la distancia.

—¿A qué hora debemos partir?

—Supongo que a eso de las once y media, pero no estoy segura.

¿Por qué le había hecho aquello?

Arruinar así todas las cosas… ¿Qué embrujo me había obnubilado aquella primera noche, en el corredor…? Para comenzar… nuestras acciones son de hecho caprichosas y oscuras… como grillos, después, poco a poco, cada vez que uno las repite asumen ese carácter convulsivo, se empecinan, no ceden, ¿pero qué sé yo de esto…? Aquella primera noche, cuando por primera vez se me ocurrió que su boca se mezclaba con la de Katasia. ¡Ah, capricho, fantasía, mezquindad, fugitiva asociación de ideas! Pero ¿y ahora? Ahora, Dios mío, ¿qué podía hacer ahora? Ahora que para mí estaba a tal grado corrompida que hubiera podido acercármele, agarrarla, escupirle en la boca. —¿Por considerarla a tal grado corrompida?—. Era peor que si hubiera violado a una niña y que el violado hubiera resultado yo. Me había violado «a mí mismo», y estas palabras evocaron de inmediato la imagen del cura, tuvieron el sabor del pecado, imaginé encontrarme en estado de pecado mortal, lo que me condujo al gato, y el gato apareció.

La tierra… los terrones… dos terrones separados por unos cuantos centímetros…

¿Cuántos centímetros…? Dos, tres… Estaría bien dar dos pasos… Claro que aquel aire…

Otro terrón… ¿a cuántos centímetros?

—Después de comer dormí una siesta.

Lo dijo con la boca que yo sabía (ahora era imposible no saberlo) corrompida por obra de otra boca.

—También yo dormí.

No era ella. Ella se había quedado «allá», en la casa, en el jardín con sus arbolillos encalados. Ni siquiera yo estaba aquí. Precisamente por eso nuestra presencia era cien veces más importante. ¡Éramos como símbolos de nosotros mismos! Tierra… terrones… hierba… sabía que debido a la lejanía era necesario hacer una caminata, ¿por qué entonces no me movía?, que debido a la lejanía el aquí y el ahora se volvían inmensos.

Y decisivos. Y esa inmensidad, ese poder, ¡oh, basta, dejemos todo por la paz, vámonos! La inmensidad, ¿qué pájaro habrá sido aquel? Inmensidad, el sol descendía ya, una caminata… Si había estrangulado y colgado al gato… sería necesario estrangularla y colgarla también a ella, tendría que ser yo quien lo hiciera.

En la maleza junto a la carretera él, el gorrión, estaba colgado, y en el muro también colgaba el palito, ambos pendían, pero la inmovilidad en esta inmovilidad superaba todo límite de inmovilidad, el primer límite, el segundo límite, el tercer límite, superaba el cuarto, el quinto, el sexto guijarro, la séptima piedrezuela, hierbajos… el aire era cada vez más fresco… Cuando volví la cabeza ella ya no estaba, se había marchado. Me retiré, es decir me retiré de ese lugar, caminé por la pradera, bajo el sol ahora menos ardiente… en el silencio de la montaña. Las pequeñas hondonadas del terreno absorbían toda mi atención, sobre todo las piedras en medio de la hierba que hacían tan difícil la marcha, ¡qué lástima que ella no me opusiera resistencia!, pero cómo podría resistir a alguien que se servía de la facultad de hablar solo como un pretexto para emitir la propia voz, ja, ja, ja, aquel «testimonio» que había hecho Lena después del asesinato del gato, bueno, qué diantres, no opone resistencia, no tiene posibilidad de oponer ninguna resistencia, qué triste nuestro encuentro tan sin rostro, sin mirarnos, un encuentro a ciegas; siempre más flores en medio de la hierba, azules y amarillas, macizos de abetos y de pinos, el terreno desciende en una pendiente, me había alejado bastante, incomprensible esencia de la diversidad y la lejanía, mariposas que revolotean en medio del silencio, una brisa que era una caricia, la tierra, la hierba, los bosques que se convertían en cumbres de montañas, y bajo un árbol un cráneo calvo, unos

pince-nez: León.

Sentado en un tronco, fumaba un cigarrillo.

—¿Qué hace usted aquí?

—Nada, nada, nada, nada, nada, nada, nada —respondió, y sonrió beatíficamente.

—¿Por qué tan feliz?

—¿Cómo? Nada de eso; en verdad: ¡nada! Qué juego de palabras. Había uno que decía… estoy contento por nada, comprende señoritín mío, amigazo ilustre y picarón, en verdad «nada» y precisamente eso es lo que uno hace durante toda la existencia. El hombrecito se levanta, se sienta, habla, escribe… y nada. El hombrecito compra, vende, se casa, no se casa… y nada. Sentaditintín sobre un tronquitintín… y nada. Aire.

Sus palabras caían lentamente, con desenvoltura como si intentaran distraer mi atención de algo.

—Habla usted —dije— como si jamás en la vida hubiera trabajado.

—¿Trabajar? ¡Cómo no! ¡Ciertamente! ¡Nada más eso me faltaba! ¡Mi bancuturó! ¡El cancazoturó! ¡El bancón entero y yo dentro de su panzón! ¡Una verdadera ballena! ¿Qué se ha creído usted? ¡Treinta y dos años! ¿Pero después de todo que…? ¡Nada!

Permaneció pensativo, sopló en la palma de una mano.

—¡Y todo se escapó!

—¿Qué se le ha escapado?

Con voz ahogada, nasal y monótona, respondió:

—Los años se disuelven en meses, los meses en días, los días en horas, en minutos, en segundos y los segundos huyen. No los logrará atrapar, señoritingo de mi corazón. Se escurren. Se escapan. ¿Qué soy yo? Tan solo un número de segundos que se han escurrido. Y el resultado: nada. ¡Nada!

Se enfureció y aulló:

—Una estafa.

Se quitó los

pince-nez con mano temblorosa, envejecido de golpe; semejante a los viejecillos indignados que protestan de vez en cuando en las esquinas, en el tranvía, frente al cinematógrafo. ¿Hablarle? ¿Hablar…? ¿Pero de qué? Yo continuaba vagando sin saber si ir a izquierda o a derecha, tantos eran los lazos, los ligamentos, las insinuaciones, si quisiera comenzar a contarlos desde el principio, el corcho, el platito, la mano temblorosa, la chimenea, me habría perdido, un torbellino de objetos y problemas esbozados, inconexos, tal y cual detalle se relacionaban, se complementaban, pero al mismo tiempo nacían nuevas combinaciones, otras direcciones… eso existía, si a eso se le puede llamar existir, un caos, un cúmulo de rechazos, extraía de todo ello lo que se me ocurría, observaba si era apropiado para la construcción de mi cabaña, la que, ¡pobrecilla!, adoptaba las formas más fantásticas… y así seguía, sin parar… ¿Y León?

Hacía tiempo que me asombraba verlo girar en torno a mí, seguirme, existía cierta semejanza, aunque fuera el mero hecho de que él se perdía en los segundos como yo en los detalles, ah, sí, es más, había también otros indicios que me daban en qué pensar, aquellas bolitas de miga, por ejemplo, durante la cena, otros detalles más, su tiru-liru-lá habitual, y, ahora, ni siquiera sabía por qué, se me ocurría que, aquel horrible «yoísmo» («cada quien en lo suyo») proveniente como un olor de la pareja número tres y del sacerdote, tenía quizá relación con él. ¿Qué podía perder con hacer ahora una alusión al gorrión y a todas las cosas extravagantes que habían ocurrido «allá» en la casa?

Presionarlo para ver si podía descubrir algo, me sentía, de hecho, como un vidente concentrado en su globo de cristal.

—Está usted nervioso, lo comprendo… Después de todas esas historias de los últimos días. Con el gato y… parecerán tonterías, pero son verdaderos rompecabezas, es difícil desembarazarse de todo eso, se siente uno como cubierto de insectos.

—¿El gatuperio? ¡Frusilerías! ¡Quién va a preocuparse de cadáveres gatúnicos, de gatometrajes! Mire, señoritingo, qué ruido hace ese miserable abejorro. Todavía ayer el gatuperio me irritaba el sistema nervioso con un cosquilleo penetrante… ¿Pero hoy?, ¡qué va!, ¿hoy, durante mi éxtasis en las montañas, en las fuentes primigenias? Sí, de acuerdo, hay una cierta tensión en mis nervios, pero es una tensión festiva, festival, festejadora, param-pararam-pararam, deliciosamente festiva, festivamente deliciosa, ja, ja, ja. ¡Una fiesta! ¡La fiesta! Usted queridindín, queridintintín, ¿no ha observadintín nada?

—¿Qué?

Me mostró la flor que llevaba en el ojal.

—Acerque gentilmente su graciosa narigueta, huela.

Oler aquello me atemorizó e inquietó más de lo que era legítimo esperar…

—¿Por qué? —le pregunté.

—Me he perfumado ligeramente.

—¿Se ha perfumado en honor de sus huéspedes?

Me senté en el tronco, un poco más allá. Su calvicie junto con los

pince-nez constituía un conjunto en todo semejante a una cúpula de cristal. Le pregunté si conocía el nombre de aquellas montañas, no, no los conocía, le pregunté cómo se llamaba aquel valle, murmuró que en otro tiempo lo había sabido, pero que ya no lo recordaba.

—¿Qué importan las montañas y los nombres? Los nombres no tienen la menor importancia.

Estaba ya por decir, «¿De qué se trata entonces?», pero me contuve. Era mejor que él hablara sin presiones. Aquí, a esta distancia, tras los siete montes y los siete ríos… ja, ja, ja, cuando llegamos aquella vez yo y Fuks al muro, cuando descubrimos el palito, igual que entonces, me sentía en los confines del mundo… olores, tufo a orina, calor, el muro… ¿qué objeto tenía hacerle ahora preguntas?, era mejor dejar que hablara… no me cabía duda, una nueva combinación de elementos me rodeaba y dentro de poco algo iba a concretarse, a manifestarse… Era mejor permanecer en silencio. Estaba sentado, como si yo no existiera…

—Tiru-liru-lá.

Yo nada, seguí sentado.

—Tiru-liru-lá.

Silencio aún, la pradera, el celeste cielo, el sol cada vez más bajo, las sombras cada vez más largas.

—Tiru-liru-lá.

En esta ocasión su tarareo se hizo más fuerte, parecía una señal de ataque. E inmediatamente después:

—¡Berg!

Lo dijo con insistencia, en voz alta… para que no pudiera abstenerme de preguntarle qué quería decir.

—¿Eh…?

—¡Berg!

—¿Qué?

—¡Berg!

—Ah, sí, entiendo, hablaba usted de dos judíos, de un cuento sobre dos judíos.

—¡Ningún cuento! ¡Berg! ¡Bergar un berg con el berg!, ¿me entiende?, bembergar un berberg… Tiru-liru-lá —añadió malévolamente.

Movió las manos y también los pies, como si en su interior celebrara un baile, con aire triunfal. Repitió mecánicamente y con voz sorda, de una profundidad desconcertante:

—¡Berg…! ¡Berg! —calló. Esperaba.

—Está bien, iré a dar un paseo.

—Quédese aquí, ¿adónde quiere ir? Hace demasiado calor para pasear. Se está bien a la sombra. Se está mejor. Son nuestras pequeñas satisfacciones… las mejores. Sabrosas… las saboreamos.

—Sí, he observado que usted se complace con las pequeñas satisfacciones.

—¿Qué dice? Hable con más respeto… —barboteó una especie de risa interior—. Ah, ya comprendo, ¿se refiere usted a mis jueguitos sobre el mantel bajo la mirada de mi cónyuge? Discretamente, como es debido, sin provocar mayores escándalos. Solo que ella no sabe…

—¿Qué?

—Que se trata de un berg. ¡Se trata de bergar con mi bemberg y hacer todas las bembergerías posibles con mi bemberg!

—Ya comprendo… siga descansando, yo pasearé un poco.

—¿Pero por qué tanta prisa? Espere un momentirulingo, tal vez si le digo algo…

—¿Qué…?

—Lo que le interesa… Lo que está usted queriendo saber…

—Es usted un cochino. Un cochino miserable…

Silencio. Árboles. Sombra. La pradera. Silencio. Mis últimas palabras fueron dichas en un tono menos fuerte… ¿Tal vez podía amenazarme? En el peor de los casos se ofendería y me expulsaría de su casa. Y eso estaría bien, se rompería el hilo, me mudaría a otra pensión o en todo caso regresaría a Varsovia para enfadar a mi padre y desesperar a mi madre con mi presencia intolerable… Pero nada de eso… no se ofendía…

—Es usted un cochino cerdo —añadí.

La pradera, silencio, la única cosa que realmente temía era que León enloqueciera.

Cabía la posibilidad de que se tratara de un maníaco, de un trastornado, si fuera así todo dejaría de tener importancia, tanto él como todos sus posibles actos y confesiones, y entonces también mi historia aparecería sustentada en las locuras gratuitas de un pobre loco… sería una historia imbécil. Sin embargo, empujándolo hacia la pendiente de la porquería… de esa manera podría encontrar una solución, ahí de algún modo lo encontraría emparentado con Jadeczka, con el sacerdote, con mi gato, con Katasia… allí me sería tan útil como otra pequeña piedra para esa cabaña que con tanto esfuerzo construía en la periferia.

—¿Pero qué le ocurre? —exclamó sin ninguna convicción en sus propias palabras.

—¿Por qué? ¿Qué tiene de extraño?

La calma reinaba en la naturaleza…

Por otra parte, si lo había ofendido se trataba siempre de una ofensa lejana… casi vista a través de un periscopio.

—¿Quiere ser tan amable de decirme por qué?

—¡Es usted un vicioso!

—¡Basta! ¡Basta! Por favor, se lo suplico, se lo ruego. El Tribunal Supremo de justicia oirá mi petición. Yo, señor juez, León Wojtys, padre de familia ejemplar, sin ningún antecedente penal, he trabajado toda la vida, he ganado el pan día tras día, salvo los domingos, de la casitina al Banco, del banconazo a la casitina, actualmente pensionado, pero no obstante un ejemplo de virtudes, me levanto a las seis y media, me duermo media hora antes de la medianoche (a menos que eche un partiditín de

bridge, siempre con permiso de mi media naranja). Honorable señor, durante treinta y siete años no he jamás ejem… ejem… cómo se dice… con ninguna otra mujer… No la he traicionado. ¡Ni una sola vez! ¿Se da usted cuenta? Soy un buen marido, atento, tierno, magnánimo, gentil, alegre, el mejor de los padres, afectuoso, afable con los extraños, hombre de buena voluntad, dígame, ¿qué le hace pensar en esas acusaciones? Como si yo, ejem… ejem… hubiese tenido alguna aventurilla, como si yo, quién sabe por qué, como los perros, de modo ilegal, entre borracheras, lupanares, orgías, lujuria, los peores libertinajes con mujeres sacadas del arroyo, o tal vez como si organizara atroces bacanales con odaliscas, usted mismo lo ve, me quedo tranquilo, puedo bromear —aulló con aire triunfal, desafiándome—. Soy una persona decente y tutti frutti ¡Tutti frutti! ¡El canalla!

—Usted es un onanista.

—¿Qué dice? Excúseme, pero ¿cómo debo entenderlo?

—¡Cada quién en lo suyo!

—¿Qué quiere decir?

Acerqué mi rostro al suyo y exclamé:

—¡Berg!

Aquello dio en el blanco. Se quedó estupefacto por el hecho de que aquella palabra le llegara del exterior. Se sorprendió. Es más, mirándome fijamente a los ojos con odio, masculló:

—¿Qué sabe usted?

Pero inmediatamente lo sacudió una carcajada interior, parecía hincharse a efectos de la risa:

—Ja, ja, ja, perfectamente, tiene usted razón, un bergajo doble o triple con el berg, con el sistema específico silenciosabergamente y discretabergamente a cualquier hora del día y de la noche, y sobre todo en la mesa, en medio de los comensalupos y la familiupa, bajo la mirada de la esposupa y de la hijupa, ¡Berg!¡Berg! ¡Usted tiene ojos de lince! Sin embargo, mi notable señoritín…

Se quedó serio, pensativo, después recordó algo, se llevó las manos a los bolsillos, las sacó y me hizo ver los frutos: una bolsita de azúcar, dos o tres caramelos, el diente roto de un tenedor, dos fotografías indecentes, un encendedor.

—¡Fruslerías…! ¡Pequeñeces como los terrones de allá, las flechas, el palito, los gorriones! ¡Solo me fue necesario un instante para saber que él había sido!

—¿Qué tiene ahí?

—¿Esto? Dulcebergantes y castigobergantes para la instancia del Tribunal Supremo.

Castigobergantes para la sección penal y dulcibergantes para la sección de las pequeñodulzuras. El castigo y el premio.

—¿A quién quiere castigar? ¿A quién desea premiar?

—¿A quién? Precisamente…

Estaba sentado, erguido, con el brazo extendido y «se» miraba la mano… como el sacerdote que «se» acariciaba los dedos, o Jadeczka que «se» amaba a sí misma… y… y… como yo que «me» había envilecido… Desapareció el temor de que León enloqueciera. Me parecía, por el contrario, que entre los dos nos esforzábamos en una misma dirección. Ah, sí, un trabajo arduo, un trabajo a distancia, «me» enjugaba la frente, sin que estuviera sudada.

Hacía calor, pero no demasiado…

Se humedeció el dedo con saliva, después con ademán severo se lo pasó por la mano, y comenzó a observarse atentamente una uña.

—¿Se trata de una broma? —le pregunté.

Se rio feliz, rio a todos los vientos, casi se puso a bailar, siempre sentado:

—Así es, perfectamente, eso es, palabra de honor, se trata de una broma formidable.

—¿Fue usted quien ahorcó al gorrión?

—¿Qué? ¿Quién? ¿El gorrión? No, ¡pero qué dice…!

—¿Quién fue entonces?

—¡Qué sé yo!

La conversación se apagó, y yo no sabía si debía continuar alimentándola en aquel terreno totalmente extinguido. Me comencé a quitar un poco de tierra seca del pantalón.

Estábamos sentados en el tronco como dos alegres compinches, solo que no sabía de qué conversar. Él dijo todavía una vez:

—¡Berg!

Pero lo dijo con voz más tranquila, más apagada; no me había equivocado, me miró con afecto, se golpeó una rodilla con la mano y exclamó fraternalmente:

—Berg, bergo, bergus, veo que es usted un buen bembergador.

Y preguntó con voz firme:

—¿Bemberga usted?

Luego soltó una carcajada.

—Señoritingo de mi vida. ¿Sabe usted, corazón, por qué lo he admitido en el bembergueo? Usted, quequeridintintín, ¿qué es lo que piensa con esa sabia molleronga? ¿Cree que Leoncito Wojtys es un absoluto imbécil por admitir en el bergbergusbembergeo al primer llegado? ¡Vaya broma! Usted ha sido admitido porque…

—¿Por qué?

—¡Curiosillo! Bueno, se lo voy a decir…

Me pellizcó suavemente la oreja y sopló.

—Dígamelo.

—Se lo voy a decir, ¿por qué no? Usted está bembergando con su berg, berg en berg, a mi hija, la joven Wojtys, la hija de Wojtys León, Elena, conocida como Lena. Así, a escondidillas. ¿Cree usted que no tengo ojos? ¡Bribón!

—¿Qué dice?

—¡Canalla!

—¿Yo?

—¡Mosca muerta! ¡Usted desea hacer berg con mi hija! Secretamente, clandestinabergamente, y le gustaría, señoritingo de mi alma, embembergarse bajo sus faldas a pesar del matrimonio, como el amanteberg número uno. ¡Tiru-liru-lá! ¡Tiru-liru-lá!

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