Cosmos

Cosmos


Primero

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Voy a contar ahora otra aventura, aún más extraña…

Sudor. Fuks avanza. Yo tras él. Pantalones. Zapatos. Polvo. Nos arrastramos.

Arrastramos. Tierra, huellas de ruedas en el camino, un terrón, reflejos de piedrecillas brillantes. Resplandor. Calor infernal, hirviente. Un sol cegador. Casas, cercas de madera, campos, bosques. Este camino, esta marcha, de dónde, cómo, para qué hablar más. La verdad era que estaba harto de mis padres y de toda la familia; quería superar al menos un examen y disfrutar del cambio; alejarme, pasar algún tiempo en otro sitio. Me fui a Zakopane y cuando andaba por el camino de Krupowki, buscando una pensión barata, me encontré con Fuks, rubio desteñido, ojos saltones y mirada abúlica. Se alegró y me alegré. ¿Cómo estás?, ¿qué haces?, ando buscando una habitación; yo también, tengo la dirección de una casa, más barata porque se halla un poco lejos del centro, casi en las afueras. Caminamos, pantalones, tacones enterrados en la arena, camino, calor, miro hacia abajo, tierra, arena, chispean los guijarros, uno, dos, uno, dos, pantalones, zapatos, sudor, somnolencia en los ojos insomnes durante el viaje por tren. Y nada sucede sino esa marcha que nos reduce al nivel del suelo. Fuks se detuvo.

—¿Descansamos un poco?

—¿Aún estamos lejos?

—No mucho.

Eché una mirada en nuestro derredor y vi todo lo que se podía ver y que no quería ver por haberlo ya visto tantas veces: pinos y empalizadas, abetos y casuchas, matas y yerbas, zanjas, senderos y camellones de flores, el campo, una chimenea… el aire… y un sol resplandeciente; pero, no obstante, todo estaba negro, la espesura de los árboles, la tierra gris, el verdor de las plantas cerca de la tierra, todo negro. Ladró un perro. Fuks se metió entre unas matas.

—Aquí hace menos calor.

—Sigamos.

—Espera un momento. Descansemos un poco.

Se internó entre las matas hasta el sitio donde se formaba una cavidad, unos huecos sombreados por las ramas de unos abetos y por las hojas de unos árboles que entretejían sus frondas; dirigí la mirada hacia esa maraña de hojas, ramas, manchas luminosas, espesuras, agujeros, hojas apretadas, dobleces, diagonales, redondeces y no sé qué diablos más, hacia ese espacio lleno de manchas que presionaba y aflojaba, se silenciaba, crecía, no sé qué, se abría, estallaba en mil fragmentos… desconcertado y bañado en sudor sentía la tierra negra y desnuda bajo mis pies. Arriba, entre las ramas, había algo; algo se destacaba, algo extraño, intruso e indefinible… algo que también mi compañero estaba observando.

—Es un gorrión.

—Sí.

Era un gorrión. Un gorrión colgado de un alambre. Colgado. Con la cabeza inclinada y el pico abierto. Colgaba de un alambre fino enredado a una rama.

Algo absurdo. Un pájaro ahorcado. Un gorrión ahorcado. Era algo que proclamaba a gritos su excentricidad y señalaba acusadoramente una mano humana que había penetrado en la maleza… ¿la mano de quién? ¿Quién había sido el ahorcador? ¿Y para qué? ¿Cuál podía ser la causa?, pensaba yo confusamente en medio de aquella vegetación que se excedía en miles de combinaciones; por otra parte estaba el fatigoso viaje en tren, la noche llena de ruidos ferroviarios, el sueño, el aire, el sol, la marcha con Fuks, mi madre, Jasia, el conflicto provocado por aquella carta, mi frialdad hacia Román, mi padre, incluso los problemas de Fuks con el director de su oficina (problemas de los que me había hablado), las huellas dejadas por las ruedas, los terrones, los zapatos, pantalones, piedras, hojas, todo se concentraba de golpe en ese gorrión, como una muchedumbre arrodillada.

Él reinaba en su total excentricidad… Reinaba en aquel sitio.

—¿Quién lo habrá ahorcado?

—Algún chico.

—No. Está demasiado alto.

—Vámonos.

Pero no se movía. El gorrión pendía. La tierra estaba desnuda, a trechos cubierta por una hierba corta, rala, y además había demasiadas cosas, un pedazo de lata retorcido, un palo, otro palo, un cartón roto, un palito, incluso un escarabajo, una hormiga, otra hormiga, un gusano de nombre para mí desconocido, una tabla, etcétera, etcétera, hasta llegar a la hierba junto a las raíces de los arbustos. Y Fuks que, como yo, observaba todo esto.

«Vámonos», pero seguía sin moverse, observaba; el gorrión estaba colgado; yo también miraba sin moverme. «Vámonos». «Vámonos». Pero pese a todo no nos movíamos, quizá porque habíamos estado allí demasiado tiempo y habíamos dejado pasar el momento oportuno para la retirada… y ahora aquello se volvía cada vez más difícil, más molesto… nosotros y el gorrión ahorcado que pendía entre las ramas… sentí algo parecido a un desequilibrio, a una falta de tacto, una impertinencia de parte nuestra…

Tenía un sueño horrible…

—Sigamos nuestro camino —dije. Y comenzamos a alejarnos, dejando solo al gorrión entre las ramas.

La marcha por el camino, bajo el sol, nos incineró, nos hastió; después de unos cuantos pasos nos detuvimos disgustados y volví a preguntarle si estábamos lejos. Fuks me respondió entonces, señalando con un dedo un letrero que colgaba de una cerca de madera:

—Mira, aquí también alquilan cuartos.

Miré. Un jardín. Una casa en el jardín sin ningún adorno, sin balcones, miserable, gris, construida económicamente, un porche pobretón, saliente, de madera, al estilo de Zakopane, dos hileras de ventanas: cinco en la planta baja, cinco en la alta; en el jardín unos árboles enanos, pensamientos que se marchitaban en los camellones, varios senderos cubiertos de grava. Pero él pensaba que era mejor entrar y ver, no perderíamos nada, a veces en semejantes casas la comida era excelente y los precios muy bajos. Yo también estaba dispuesto a entrar y ver. Antes habíamos pasado varios anuncios parecidos sin prestarles ninguna atención, pero ahora sudábamos a chorros. El calor era tremendo. Fuks abrió el portón y por un sendero cubierto de grava nos dirigimos hacia las resplandecientes ventanas. Fuks tocó el timbre; esperamos un momento en el porche hasta que se abrió la puerta; apareció una mujer madura y cuarentona que parecía encargarse de la casa; era regordeta, tenía grandes pechos.

—Quisiéramos alquilar una habitación.

—Un momento. Voy a llamar a la señora.

Esperamos en el porche; yo tenía la cabeza atestada del estruendo del tren, del viaje, de los acontecimientos del día anterior; un enjambre, un tumulto, un caos. Una cascada, un estruendo ensordecedor. Me había llamado la atención un extraño defecto de los labios de la mujer, un defecto en medio de un rostro de honesta ama de casa, rostro de ojillos claros. De un lado tenía la boca como estirada, y ese alargamiento, mínimo, de un milímetro, provocaba un enroscamiento del labio superior que saltaba o se deslizaba como un reptil, y aquel deslizarse accesorio, fugitivo, tenía una frialdad reptiloide, batrácica, que a mí me encendió e hizo arder de inmediato, pues era el oscuro pasadizo que conducía hacia un pecado carnal gelatinoso y viscoso. Pero me sorprendió su voz, no sé qué clase de voz imaginaba en tal boca, y hela aquí que hablaba con una voz natural de ama de casa avejentada y rechoncha. Podía oír su voz que venía del interior de la casa:

—Tía, están aquí unos señores que buscan cuarto.

Su tía llegó rodando como sobre rodillos un momento después. Era también rechoncha; intercambiamos unas cuantas frases, sí, claro, tenemos un cuarto con pensión completa para dos personas, pasen por favor. Nos llegó un olor de café tostado; había un pequeño corredor, un vestíbulo, unas escaleras de madera; ¿se quedarán mucho tiempo?, claro, los estudios, aquí tendrán mucha paz y silencio… En la parte superior otro corredor y varias puertas. La casa era pequeña. Al llegar al fondo del corredor abrió el último cuarto y yo lo recorrí de una ojeada, era como todos los cuartos de alquiler, oscuro, con las cortinas corridas, dos camas y un armario, una percha, una jarra sobre un platito, y junto a las camas dos lámparas de noche, pero sin bombillas eléctricas, y un espejo en un marco sucio y feo. Un poco del sol que había tras las cortinas caía sobre el suelo, en un solo lugar, y llegaba hasta nosotros un olor de hiedra y el zumbido de un tábano, solo que… Y sin embargo hubo una sorpresa pues una de las camas estaba ocupada; yacía en ella una muchacha, e incluso podía sospecharse que no yacía de manera totalmente adecuada, pero yo no sabía en qué residía aquella —llamémosla así— peculiaridad, tal vez estribaba en el hecho de que la cama no tenía sábanas sino solo un colchón desnudo, o porque una de las piernas se recostaba sobre la red metálica de la cama (pues el colchón se había deslizado ligeramente), o quizá en el hecho de que la unión de su pierna y el metal me ponía nervioso en ese día caluroso, sofocante, de bochorno.

¿Dormía? Al vernos se sentó sobre la cama y comenzó a arreglarse el cabello.

—¡Lena! ¿Pero qué haces aquí, tesoro? ¡Habrase visto! Permítanme presentarles a mi hija.

La mujer inclinó la cabeza en respuesta a nuestros saludos, se levantó y salió en silencio. Aquel silencio amortiguó la idea de que algo anormal ocurría.

Vimos después el cuarto de junto; era igual, pero un poco más barato pues no tenía puerta al baño. Fuks se sentó en la cama y ella en una silla y el resultado fue que alquilamos aquel cuarto, el más barato, junto con las comidas de las que la señora Wojtys decía que «ya veríamos».

El desayuno y la comida se nos iban a servir en nuestro cuarto y la cena la comeríamos con toda la familia en la planta baja.

—Vayan por su equipaje mientras Katasia y yo arreglamos todo.

Fuimos por el equipaje.

Regresamos con el equipaje.

Desempacamos y Fuks comenzó a decir que habíamos tenido suerte, que el cuarto era barato, que seguramente el que le habían recomendado sería más caro… y además más lejos… La comida será buena, ya verás. Su rostro pisciforme me tenía cada vez más harto, tenía ganas de dormir… dormir… me acerqué a la ventana, me asomé, el miserable jardincillo ardía bajo el sol, más allá estaba la cerca de madera y el camino y al otro lado había dos abetos que marcaban en medio de la maleza el sitio donde pendía el gorrión. Me tiré en la cama, me revolví en ella hasta quedar dormido, con la boca fuera de la boca, los labios hechos más labios por ser menos labios… Pero no dormía. Ya estaba despierto. Junto a mí estaba la sirvienta. Amanecía, pero era un amanecer oscuro, nocturno. Por otra parte, eso no era el amanecer. La sirvienta me despertó:

—Los señores los esperan para cenar.

Me levanté. Fuks se ponía ya los zapatos. La cena. En el comedor que era como una estrecha jaula con una alacena de espejos, había leche agria, rábanos y un discurso del señor Wojtys, exdirector de Banco, un gran anillo y gemelos de oro.

—Yo, mi queridísimo amigo, me encuentro actualmente a la disposición de mi media naranja y me dedico a diversos trabajillos: componer el grifo del agua, por ejemplo, o la radio… le aconsejaría un poco más de crema para los rábanos; nuestra crema es de primera…

—Gracias.

—¡Vaya calor! Esto terminará en tormenta. Lo juro por lo más sagrado que podamos jurar yo y mis granaderos.

—¿Oíste los truenos a lo lejos, al otro lado del bosque? (hablaba Lena a quien yo no había visto aún suficientemente, aunque la verdad sea dicha había visto muy pocas cosas. Pero hay que admitir que el exdirector o exgerente, se expresaba de un modo pintoresco).

—Si me fuese posible le recomendaría otro poquitín de leche agria, mi esposa es una especifiquísima especialista de este producto lácteo. Y el secreto, le pregunto al señorito aquí presente, ¿en qué reside? En el recipiente. La calidad de la leche agria está en razón directa de las cualidades lácteas del recipiente.

—Tú nada sabes de estas cosas, León —intervino su esposa.

—Soy jugador de

bridge, señoritines míos, un banquero venido a jugador de

bridge, con el expedito consentimiento de mi esposa; juego en las horas vespertinas y los domingos por la tarde. ¿Ustedes han venido a estudiar? Perfectamente, no podrían encontrar nada mejor, aquí tendrán la tranquilidad y el silencio necesarios; el intelecto podrá hacer cuanta pirueta ansíe…

Pero yo le escuchaba sin demasiada atención. El señor León tenía una cabeza acantarada, como de enano, su calvicie invadía la mesa, reforzada por el sarcástico brillo de sus gafas; a su lado estaba Lena, serena como un lago y la señora Wojtys, sentada en toda su redondez y aventurándose fuera de ella solo para atender la cena con una especie de sacrificio que yo no comprendía. Fuks decía algo desganadamente, sin entusiasmo, flemáticamente, yo comía unos ravioles y seguía sintiendo sueño; hablaban del polvo, de que la temporada de turismo no comenzaba aún, pregunté si las noches eran frías, terminamos los ravioles, nos sirvieron la compota y después Katasia le acercó a Lena un cenicero cubierto por una redecilla de alambres, ni siquiera el eco, el remotísimo eco, de aquella otra red (la de la cama) donde su pierna, cuando yo entré en el cuarto, cuando su pie, un trozo de muslo, sobre la red de la cama, etcétera, etcétera.

El labio que se deslizaba de la boca de Katasia se encontró cerca de la boca de Lena.

Me sentí desconcertado. Yo, después de haber dejado aquello, allá, en Varsovia, me hallaba aquí metido ahora en esto que apenas comenzaba… Por un momento me sentí desconcertado, pero Katasia salió, Lena puso el cenicero en el centro de la mesa y yo también encendí un cigarrillo, conectaron la radio, el señor Wojtys tamborileó con los dedos en la mesa y entonó una melodía, algo así como un tiru-liru-lá, pero dejó de hacerlo, para otra vez en seguida tamborilear y canturrear e interrumpirse nuevamente.

Nos sentíamos incómodos. La habitación era muy pequeña. La boca de Lena, cerrada o entreabierta, su timidez… y nada más, buenas noches. Nos retiramos a nuestras habitaciones.

Nos desvestimos y Fuks volvió a quejarse de Drozdowski, su jefe. Con la camisa entre las manos empezó a decirme desganada y torpemente, sin entusiasmo, que Drozdowski…, que al principio se llevaban espléndidamente, pero que después ya no, que esto, lo otro, empecé a resultarle molesto, irritante, imagínate, viejo, le irrito, haga lo que haga le irrito, ¿comprendes?, irritar al jefe durante siete horas diarias; no me puede soportar, veo que se esfuerza por no mirarme, durante las siete horas, cuando por casualidad me ve aparta de mí los ojos como si se hubiera quemado. ¡Siete horas diarias! Yo mismo no sé —dijo mirando fijamente sus zapatos—, a veces me dan ganas de caer de rodillas y decirle, señor Drozdowski, perdón. ¡Perdón! ¿Pero de qué me puede perdonar? Y yo sé que no lo hace por mala voluntad, sino que de verdad le resulto molesto; los compañeros de oficina me dicen que no debo preocuparme, que me tranquilice, que no haga nada, pero —añadió, mirándome con sus melancólicos ojos saltones—, ¿qué puedo hacer o no hacer, si estamos juntos en un mismo cuarto durante siete horas diarias? Si carraspeo, bueno, solo con moverme, se le ponen los pelos de punta. ¿Será posible que yo apeste? Esas lamentaciones de un Fuks malquerido se me asociaban con mi salida de Varsovia, salida sin entusiasmo y llena de desprecio; ambos, él y yo estábamos despojados de… oh, el desprecio… y en esa habitación alquilada, desconocida, de una casa cualquiera, accidental, nos desvestíamos como seres arrojados, eliminados. Hablamos un rato de los Wojtys, dijimos que su casa tenía ambiente familiar y después me dormí. Desperté. Era de noche. Todo estaba a oscuras. Pasaron varios minutos antes de que sumergido en las sábanas me diese cuenta de que me hallaba en aquel cuarto amueblado con un armario, una mesilla y una jarra de agua, en una posición determinada respecto a las ventanas y a la puerta. Y logré advertir esto gracias a un silencioso y prolongado esfuerzo cerebral. Durante largo rato no supe si dormir o no… No quería dormir, pero tampoco quería levantarme, así que comencé a pensar en lo que debía hacer, levantarme, dormir, seguir acostado, por fin estiré una pierna y me senté en la cama y al sentarme vi la blancuzca mancha de las cortinas de la ventana que descorrí después de acercarme descalzo a ellas: allá, más allá del jardín, de la cerca de madera, del camino, allá estaba el sitio donde se hallaba el gorrión ahorcado entre una maraña de ramas, sobre una tierra negra en la que había un pedazo de cartón, una lata, un tronco, allá donde las puntas de los abetos se clavaban en la noche estrellada. Cerré la ventana, pero no me alejé de ella, pues se me ocurrió que Fuks me podía estar observando.

Y efectivamente no se oía su respiración… Y si no dormía, entonces me había visto asomado a la ventana… lo que no tenía nada de malo a no ser por la noche y por el pájaro. El que yo me hubiera asomado a la ventana tenía que relacionarse forzosamente con el pájaro… y eso me avergonzaba… pero el silencio se prolongaba demasiado y era absoluto, lo que me dio la seguridad de que Fuks no se hallaba en el cuarto. Y de verdad no estaba, en su cama no había nadie. Abrí la ventana y a la claridad de las estrellas vi vacío el lecho de Fuks. ¿Adónde habría ido?

¿Tal vez al baño? No, de allá solo llegaba el ruido del agua. Pero, entonces… ¿habría ido a ver al gorrión? No sé cómo se me ocurrió la idea, pero en seguida me di cuenta de que no era imposible; podía haber ido; se había interesado demasiado en aquel gorrión; habría ido a buscar una explicación entre aquellas matas; además, su cara de pelirrojo flemático se prestaba a tales inquisiciones; tratar de saber, de pensar, de dilucidar, ¿quién lo ahorcó y por qué…? Además, seguramente había elegido esta casa debido al gorrión (la idea me pareció un tanto exagerada, pero no desechable, la mantenía en un segundo plano), el hecho era que se había despertado, o quizá ni siquiera había dormido, e invadido por la curiosidad se levantó y salió, quizá para comprobar algún detalle y para examinarlo todo en la noche… ¿jugaba al detective…? Me inclinaba a creerlo. Cada vez estaba más dispuesto a creerlo. Esto no me molestaba personalmente, pero hubiera preferido que nuestra estancia en la casa de los Wojtys no empezara con tales correrías nocturnas; por otra parte me irritaba un poco que el gorrión entrara nuevamente a escena, que se hinchara, creciese y se creyera más importante de lo que era. Y si el idiota de Fuks hubiera ido a ver al gorrión aquel se volvería un personaje capaz incluso de recibir visitas. Sonreí. ¿Qué pasaría ahora? No sabía qué hacer, pero no quería volver a la cama, me puse los pantalones, abrí la puerta y me asomé al corredor. Estaba vacío y helado. A la izquierda la oscuridad se aclaraba en el sitio donde empezaban las escaleras; había ahí una pequeña ventana; agucé el oído, pero no oí nada… Salí al corredor y me molestó el hecho de que Fuks hubiese salido y que yo mismo saliera también furtivamente… Así, sumadas, ambas salidas dejaban de ser inocentes… Al salir del cuarto recreé en mi memoria la distribución de la casa, el plano de los cuartos, las combinaciones de paredes, vestíbulos, corredores, objetos e incluso personas… era algo que yo no conocía, algo que apenas empezaba a conocer.

Pero me encontraba en el corredor de una casa ajena, de noche, en pantalones y mangas de camisa… y eso tendía a la sexualidad, se deslizaba hacia ella como el es-cu-rrimiento en la boca de Katasia… ¿dónde dormiría?, ¿acaso dormía? Al hacerme esta pregunta en el corredor me convertí de inmediato en alguien que iba en medio de la noche hacia ella, descalzo, en pantalones y mangas de camisa; ese retorcimiento, ese reptiloide escurrimiento labial casi, casi, apenas un poco, unido a mi separación, a mi alejamiento de quienes habían quedado en Varsovia, alejamiento frío, desagradable, ese retorcimiento me conducía con frialdad hacia la perversión que se escondía en alguna parte de aquella casa somnolienta… ¿Pero dónde dormiría? Avancé algunos pasos, llegué a las escaleras y me asomé por una pequeña ventana, la única que había en el corredor y que daba al otro lado de la casa, allá donde no estaban ni el camino ni el gorrión, a un gran espacio limitado por un muro e iluminado por enjambres de estrellas donde se veía otro jardincillo con arbustos endebles y veredas cubiertas de grava, jardincillo que luego se convertía en un terreno baldío en el que había una pequeña bodega y un montón de ladrillos. A la izquierda, inmediatamente junto a la casa, había un pequeño cuarto aislado, seguramente la cocina o el lavadero. O quizá ese era el sitio donde Katasia preparaba para el sueño sus inquietantes labios…

Era increíble aquel cielo estrellado y sin luna. Entre sus enjambres se destacaban las constelaciones; algunas de ellas me eran conocidas: la Osa Mayor, la Osa Menor…; las localicé en seguida, pero otras constelaciones que me eran desconocidas estaban también allí, como inscritas entre las estrellas principales; traté de fijar líneas que las configurasen… pero estos trazos diferenciantes y las exigencias de ese mapa me fatigaron pronto y desvié entonces la atención hacia el jardín; pero también en él la proliferación de objetos me fatigó en seguida, la chimenea, el tubo, el canalón, las molduras del muro, un arbusto y otras combinaciones, combinaciones de otras combinaciones; como por ejemplo la curva y el fin del sendero, el ritmo de las sombras… y, sin quererlo, empecé también aquí a buscar figuras, formas; en realidad no lo deseaba, estaba aburrido, impaciente y caprichoso hasta que advertí que lo que me atraía en aquellos objetos, lo que me tenía absorbido era el que «estuvieran detrás», o sea que un objeto estaba «tras» otro, el tubo tras la chimenea, el muro tras la esquina de la cocina, todo como… como… como… como los labios de Katasia tras los labios de Lena, cuando durante la cena aquella le pasaba a la otra el cenicero de red metálica, inclinándose sobre ella, bajando el escurrimiento de los labios y acercándoselo… Pero eso me sorprendía más de lo que debía sorprenderme; en general me sentía inclinado a la exageración. Además, las constelaciones —la Osa Mayor, etcétera— me producían algo parecido al agobio cerebral. Pensé: «¿Qué importan esas dos bocas juntas?», pero lo que me extrañaba especialmente era que esos labios —los de la una y la otra— permanecieron entonces en la imaginación, en el recuerdo, más unidos entre sí de lo que habían estado en la mesa; agité la cabeza para despejar la mente, pero solo conseguí que la unión de los labios de Lena y Katasia se volviera más precisa; dado esto sonreí, pues la retorcida disolución de Katasia, su huida en la perversidad, no tenía nada, absolutamente nada, en común con la pureza y la frescura de los entreabiertos labios de Lena; solo que unos labios existían «en relación con los otros», como en un mapa cada ciudad existe en relación con las otras; los mapas se me habían metido en la cabeza, el mapa del cielo o un mapa común y corriente con ciudades, etcétera. Toda «unión» no era precisamente una unión, era simplemente una boca considerada en relación con otra boca, en el sentido de la distancia, por ejemplo, o de la dirección o de su situación… nada más… pero era cierto que al calcular yo que la boca de Katasia se encontraba en algún sitio cercano a la cocina (allí dormía), trataba de saber en dónde, en qué dirección, a qué distancia de ella podían encontrarse los labios de Lena. Y la fría sensualidad de mi marcha hacia Katasia en ese corredor fue retorcida a causa de la accesoria intromisión de Lena.

Y esto iba acompañado de una distracción creciente; lo que no era extraño, pues el concentrar excesivamente la atención en un objeto induce a la distracción, ya que aquel objeto único hace ensombrecer todos los demás. Si fijamos los ojos en un solo punto del mapa sabemos entonces que se nos escapan todos los demás. Así yo, atento al jardín, al cielo, a la doblez de las bocas que se hallaban una tras otra, sabía, sabía, que algo se me escapaba… algo importante… ¡Fuks! ¿Dónde estaba? ¿Acaso «jugaba al detective»?

¡Ojalá no acabara todo mal! Me sentí a disgusto de haber alquilado un cuarto junto con ese pisciforme Fuks al que conocía tan poco… pero frente a mí estaba el jardín, los árboles, los senderos, y más allá había un terreno con una pila de ladrillos que se extendían hasta el muro blanquísimo; pero esta vez todo se me presentó como una evidente señal de lo que no podía ver, de lo que había al otro lado de la casa, donde también había un trozo de jardín, después de la barda, el camino, y, más allá, la maleza… De pronto, la intensidad de las estrellas se me asoció con la intensidad del gorrión ahorcado. ¿Acaso estaba allá Fuks, junto al gorrión?

¡El gorrión! ¡El gorrión! En realidad ni Fuks ni el gorrión me interesaban mayormente; las bocas eran por supuesto mucho más inquietantes… así pensaba en mi distracción… y por eso hice a un lado al gorrión para concentrarme en las bocas, pero esto provocó una desagradable partida de tenis, pues el gorrión me arrojaba a las bocas y las bocas al gorrión, y así me encontré entre el gorrión y las bocas; cada uno de esos puntos se cubría con el otro; cuando lograba llegar a las bocas, vorazmente, como si las hubiese perdido, sabía ya que más allá de este lado de la casa estaba el otro lado, más allá de las bocas se hallaba a solas el gorrión ahorcado… Y lo más molesto era que el gorrión no se dejaba situar en el mismo mapa de las bocas, se hallaba completamente afuera, pertenecía a otro mundo, y, además, era casual, absurdo. ¿Por qué entonces me perseguía? ¡No tenía derecho…! ¡Claro que no tenía derecho! ¿No tenía derecho?

Cuanto menos se justificaba su presencia más intensamente me perseguía y me era más difícil olvidarlo… Porque si no tenía derecho era entonces mucho más significativo el que me obsesionara de esa manera.

Estuve un momento más en el corredor, entre el gorrión y las bocas. Luego volví a mi cuarto, me acosté, y antes de que pudiera pensarlo concilié el sueño.

Al día siguiente desempacamos nuestros papeles y libros y nos dispusimos a trabajar.

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