Cosmos

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XIII. ¿Quién habla en nombre de la Tierra?

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Durante el mismo período hubo un floreciente tráfico internacional de las devastadoras armas no nucleares que se califican tímidamente de convencionales. En los últimos veinticinco años, el comercio internacional de armas ha subido desde 300 millones de dólares a mucho más de 20.000 millones, cifra esta corregida de inflación. En los años entre 1950 y 1968, para los cuales parece que se dispone de buenas estadísticas, hubo, en promedio y en todo el mundo, varios accidentes por año con participación de armas nucleares, aunque quizás no más de una o dos explosiones nucleares accidentales. Los grupos de presión armamentista de la Unión Soviética, de los Estados Unidos y de otras naciones son grandes y poderosos. En los Estados Unidos incluyen a empresas importantes, famosas por sus productos casi hogareños. Según una estimación, los beneficios de las empresas que fabrican armas militares son de un 30% a un 50% superiores a los de empresas en un mercado civil igualmente tecnológico pero competitivo. Aumentos de coste en los sistemas de armas militares son aceptados en una escala que sería inaceptable en la esfera civil. En la Unión Soviética los recursos, calidad, atención y cuidados prodigados a la producción militar contrastan fuertemente con lo poco que queda para los bienes de consumo. Según algunas estimaciones casi la mitad de los científicos y altos tecnólogos de la Tierra están empleados de modo total o parcial en cuestiones militares. Quienes participan en el desarrollo y fabricación de armas de destrucción masiva reciben salarios, participación en el poder e incluso si es posible honores públicos en los niveles más altos existentes en sus sociedades respectivas. El secreto que envuelve el desarrollo de armas, llevado a extremos extravagantes en la Unión Soviética, implica que las personas con estos empleos casi nunca tienen que aceptar la responsabilidad de sus acciones. Están protegidos y son anónimos. El secreto militar hace que lo militar sea en cualquier sociedad el sector más difícil de controlar por los ciudadanos. Si ignoramos lo que hacen, es muy difícil detenerlos. Los premios son tan sustanciosos, y los grupos de presión militares de países hostiles mantienen un abrazo mutuo tan siniestro, que al final el mundo descubre que se está deslizando hacia la destrucción definitiva de la empresa humana.

Cada gran potencia tiene alguna justificación ampliamente difundida para conseguir y almacenar armas de destrucción masiva, a menudo incluyendo un recordatorio reptiliano del supuesto carácter y de los defectos culturales de enemigos potenciales (al contrario de nosotros, gente sana), o de las intenciones de los demás, y nunca de las nuestras, de conquistar el mundo. Cada nación parece tener su conjunto de posibilidades prohibidas, en las que hay que prohibir a toda costa que sus ciudadanos y partidarios piensen seriamente. En la Unión Soviética están el capitalismo, Dios, y la renuncia a la soberanía nacional; en los Estados Unidos, el socialismo, el ateísmo y la renuncia a la soberanía nacional. Sucede lo mismo en todo el mundo.

La atmósfera superior del planeta Tierra, vista al anochecer. Una guerra nuclear total destruiría parcialmente la capa protectora de ozono y la estratosfera se llenaría de escombros radiactivos. Un visitante de otro mundo preferiría quizás pasar de largo. (NASA/ISS).

¿Cómo explicaríamos la carrera global de armas a un observador extraterrestre desapasionado? ¿Cómo justificaríamos los desarrollos desestabilizadores más recientes de los satélites matadores, las armas con rayos de partículas, láser, bombas de neutrones, misiles de crucero, y la propuesta de convertir áreas equivalentes a pequeños países en zonas donde esconder misiles balísticos intercontinentales entre centenares de señuelos? ¿Afirmaremos que diez mil cabezas nucleares con sus correspondientes objetivos pueden aumentar nuestras perspectivas de supervivencia? ¿Qué informe presentaríamos sobre nuestra administración del planeta Tierra? Hemos oído las racionalizaciones que aducen las superpotencias nucleares. Sabemos quién habla en nombre de las naciones. Pero ¿quién habla en nombre de la especie humana? ¿Quién habla en nombre de la Tierra?

Unas dos terceras partes de la masa del cerebro humano están en la corteza cerebral, dedicada a la intuición y a la razón. Los hombres hemos evolucionado de modo gregario. Nos encanta la compañía de los demás; nos preocupamos los unos de los otros. Cooperamos. El altruismo forma parte de nuestro ser. Hemos descifrado brillantemente algunas estructuras de la Naturaleza. Tenemos motivaciones suficientes para trabajar conjuntamente y somos capaces de idear el sistema adecuado. Si estamos dispuestos a incluir en nuestros cálculos una guerra nuclear y la destrucción total de nuestra sociedad global emergente, ¿no podríamos también imaginar la reestructuración total de nuestras sociedades? Desde una perspectiva extraterrestre está claro que nuestra civilización global está a punto de fracasar en la tarea más importante con que se enfrenta: la preservación de las vidas y del bienestar de los ciudadanos del planeta. ¿No deberíamos pues estar dispuestos a explorar vigorosamente en cada nación posibles cambios básicos del sistema tradicional de hacer las cosas, un rediseño fundamental de las instituciones económicas, políticas, sociales y religiosas?

Enfrentados con una alternativa tan inquietante, nos sentimos tentados continuamente a minimizar la gravedad del problema, de afirmar que quienes se inquietan por el día del Juicio son unos alarmistas; de asegurar que los cambios fundamentales en nuestras instituciones no son prácticos o están en contra de la naturaleza humana, como si la guerra nuclear fuera práctica, o como si sólo hubiera una naturaleza humana. Una guerra nuclear a toda escala no se ha dado nunca. Se supone de algún modo que según esto no se dará nunca. Pero sólo podemos pasar una vez por esta experiencia. En aquel momento será demasiado tarde para reformular la estadística.

Los Estados Unidos son uno de los pocos gobiernos que apoyan realmente una agencia destinada a invertir el curso de la carrera de armamentos. Pero los presupuestos comparados del Departamento de Defensa (153.000 millones de dólares por año en 1980) y de la Agencia para el Control de Armas y el Desarme (18 millones de dólares por año) nos recuerdan la importancia relativa que hemos asignado a las dos actividades. ¿No gastaría más dinero una sociedad racional en comprender y prevenir que en prepararse para la siguiente guerra? Es posible estudiar las causas de la guerra. Actualmente nuestra comprensión de ella es limitada, probablemente porque los presupuestos de desarme desde la época de Sargón de Akkad han sido entre inefectivos e inexistentes. Los microbiólogos y los médicos estudian las enfermedades principalmente para curar a las personas. Raramente se dedican a hacer propaganda del patógeno. Estudiamos la guerra como si fuera una enfermedad de la infancia, como la denominó Einstein de modo pertinente. Hemos alcanzado el punto en que la proliferación de las armas nucleares y la resistencia contra el desarme nuclear amenazan a todas y cada una de las personas del planeta. Ya no hay intereses especiales o casos especiales. Nuestra supervivencia depende de que comprometamos nuestra inteligencia y nuestros recursos en una escala masiva para asumir nuestro propio destino, para garantizar que la curva de Richardson no se desplace hacia la derecha.

Nosotros, los rehenes nucleares todos los pueblos de la Tierra tenemos que educarnos sobre la guerra convencional y nuclear. Luego tenemos que educar a nuestros gobiernos. Tenemos que aprender la ciencia y la tecnología que proporcionan las únicas herramientas concebibles de nuestra supervivencia. Tenemos que estar dispuestos a desafiar valientemente la sabiduría convencional social, política, económica y religiosa. Tenemos que hacer todos los esfuerzos posibles para comprender que nuestros compañeros, que los ciudadanos de todo el mundo,

son humanos. No hay duda que estos pasos son difíciles. Pero como replicó Einstein muchas veces cuando alguien rechazaba sus sugerencias por no prácticas o no consistentes con la naturaleza humana: ¿Qué otra alternativa hay?

Es característico de los mamíferos que acaricien a sus hijos, con el hocico o con las manos, que los abracen, los soben, los mimen, los cuiden y los amen, un comportamiento que es esencialmente desconocido entre los reptiles. Si es realmente cierto que el complejo R y el sistema límbico viven en una tregua incómoda dentro de nuestros cráneos y que continúan compartiendo sus antiguas predilecciones, podríamos esperar que la indulgencia paterna animara nuestras naturalezas de mamífero y que la ausencia de afecto físico impulsara el comportamiento reptiliano. Algunas pruebas apuntan en este sentido. Harry y Margaret Harlow han descubierto en experiencias de laboratorio que los monos criados en jaulas y físicamente aislados aunque pudiesen ver, oír y oler a sus compañeros simios desarrollaban toda una gama de características taciturnas, retiradas, autodestructivas y en definitiva anormales. Se observa lo mismo en los hijos de personas que se han criado sin afecto físico —normalmente en instituciones— donde es evidente que sufren mucho.

Madres sustitutas para monos. Las crías de mono, si pueden escoger entre dos madres sustitutas —una estructura de alambre equipada con una botella de leche, y la misma estructura cubierta de paño y con una botella de leche— escogen sin dudar esta última. Los hombres y los demás primates tienen una necesidad, genéticamente determinada, de interacción social y de amor y calor físicos. (Cedida por Harry F. Harlow, Laboratorio de Primates de la Universidad de Wisconsin).

El neurosicólogo James W. Prescott ha llevado a cabo un análisis estadístico transcultural sorprendente de 400 sociedades preindustriales y ha descubierto que las culturas que derrochan afecto físico en sus hijos tienden a no sentir inclinación por la violencia. Incluso las sociedades en las que no se acaricia mucho a los niños desarrollan adultos no violentos siempre que no repriman la actividad sexual de los adolescentes. Prescott cree que las culturas con predisposición a la violencia están compuestas por individuos a los que se ha privado de los placeres del cuerpo durante por lo menos una de las dos fases críticas de la vida, la infancia y la adolescencia. Allí donde se fomenta el cariño físico, son apenas visibles el robo, la religión organizada y las ostentaciones envidiosas de riqueza; donde se castiga físicamente a los niños tiende a haber esclavitud, homicidios frecuentes, torturas y mutilaciones de los enemigos, cultivo de la inferioridad de la mujer, y la creencia en uno o más seres sobrenaturales que intervienen en la vida diaria.

No comprendemos de modo suficiente la conducta humana para estar seguros de los mecanismos en que se basan estas relaciones, aunque podemos suponerlos. Pero las correlaciones son significativas. Prescott escribe: «La probabilidad de que una sociedad se vuelva físicamente violenta si es físicamente cariñosa con sus hijos y tolera el comportamiento sexual premarital es del dos por ciento. La probabilidad de que esta relación sea causal es de 125.000 contra uno. No conozco otra variable del desarrollo que tenga un grado tan elevado de validez predictiva». Los niños tienen hambre de afecto físico; los adolescentes sienten un fuerte impulso hacia la actividad sexual. Si los jóvenes pudiesen decidir quizás se desarrollarían sociedades en las que los adultos tolerarían poco la agresión, la territorialidad, el ritual y la jerarquía social (aunque en el curso de su crecimiento los niños podrían muy bien experimentar estos comportamientos reptilianos). Si Prescott está en lo cierto, en una era de armas nucleares y de contraceptivos eficientes, los abusos contra los niños y la represión sexual severa son crímenes contra la humanidad. Está claro que se necesita ahondar más en esta tesis provocativa. Mientras tanto cada uno de nosotros puede contribuir de modo personal y no polémico al futuro del mundo abrazando tiernamente a nuestros niños.

Si las inclinaciones hacia la esclavitud y el racismo, la misoginia y la violencia están relacionadas —tal como sugieren el carácter individual y la historia humana, así como los estudios transculturales—, queda margen para un poco de optimismo. Todos estamos rodeados por cambios recientes y fundamentales de la sociedad. En los dos últimos siglos se ha eliminado casi del todo, en una revolución que ha conmovido a todo el planeta, la abyecta esclavitud, con sus miles o más años de vida. Las mujeres, tratadas durante milenios con aire protector, privadas tradicionalmente de poder político y económico real, se están convirtiendo paulatinamente, incluso en las sociedades más atrasadas, en compañeras iguales de los hombres. Por primera vez en la historia moderna, se consiguió detener grandes guerras de agresión gracias en parte a la revulsión experimentada por los ciudadanos de las naciones agresoras. Las antiguas exhortaciones en bien del fervor nacionalista y del orgullo patriotero han empezado a perder su efectividad. Los niños reciben un trato mejor en todo el mundo, quizás gracias al aumento del nivel de vida. En unas pocas décadas han empezado a producirse cambios globales radicales en la dirección precisa para la supervivencia humana. Se está desarrollando una nueva consciencia que reconoce que somos una especie.

«La superstición es cobardía ante lo Divino», escribió Teofrasto, que vivió durante la fundación de la Biblioteca de Alejandría. Habitamos un universo donde los átomos se fabrican en los centros de las estrellas, donde cada segundo nacen mil soles, donde la vida nace entre estallidos gracias a la luz solar y a los relámpagos en los aires y las aguas de planetas jóvenes; donde la materia prima de la evolución biológica se fabrica a veces en la explosión de una estrella a medio camino del centro de la Vía Láctea, donde una cosa tan bella como una galaxia se forma cien mil millones de veces: un Cosmos de quásars y de quarks, de copos de nieve y de luciérnagas, donde puede haber agujeros negros y otros universos y civilizaciones extraterrestres cuyos mensajes de radio pueden estar alcanzando en este momento la Tierra. ¡Qué pálidas son en comparación con esto las pretensiones de la superstición y de la seudociencia! ¡Qué importante es que hagamos progresar y comprendamos la ciencia, esta empresa característicamente humana!

Cada aspecto de la naturaleza revela un profundo misterio y provoca en nosotros una sensación de maravilla y de reverencia. Teofrasto estaba en lo cierto. Quienes se asustan del universo tal como es, quienes proclaman un conocimiento inexistente y conciben un Cosmos centrado en los seres humanos, preferirán los consuelos pasajeros de la superstición. En vez de enfrentarse con el mundo, lo evitan. Pero quienes tienen el valor de explorar el tejido y la estructura del Cosmos, incluso cuando defiere de modo profundo de sus deseos y prejuicios, penetrarán en sus misterios más profundos.

No hay ninguna otra especie en la Tierra que haga ciencia. Hasta ahora es una invención totalmente humana, que evolucionó por selección natural en la corteza cerebral por una sola razón: porque funciona. No es perfecta. Puede abusarse de ella. Es sólo una herramienta. Pero es con mucho la mejor herramienta de que disponemos, que se autocorrige, que sigue funcionando, que se aplica a todo. Tiene dos reglas. Primera: no hay verdades sagradas; todas las suposiciones se han de examinar críticamente; los argumentos de autoridad carecen de valor. Segunda: hay que descartar o revisar todo lo que no cuadre con los hechos. Tenemos que comprender el Cosmos tal como es y no confundir lo que es con lo que queremos que sea. Lo obvio es a veces falso, lo inesperado es a veces cierto. Las personas comparten en todas partes los mismos objetivos cuando el contexto es lo suficientemente amplio. Y el estudio del Cosmos proporciona el contexto más amplio posible. La actual cultura global es una especie de arrogante advenedizo. Llega a la escena planetaria siguiendo a otros actos que han tenido lugar durante cuatro mil quinientos millones de años, y después de echar un vistazo a su alrededor, en unos pocos miles de años, se declara en posesión de verdades eternas. Pero en un mundo que está cambiando tan de prisa como el nuestro, esto constituye una receta para el desastre. No es imaginable que ninguna nación, ninguna religión, ningún sistema económico, ningún sistema de conocimientos tenga todas las respuestas para nuestra supervivencia. Ha de haber muchos sistemas sociales que funcionarían mucho mejor que los existentes hoy en día. Nuestra tarea, dentro de la tradición científica, es encontrarlos.

Sólo en un punto de la historia pasada hubo la promesa de una civilización científica brillante. Era beneficiaria del Despertar jónico, y tenía su ciudadela en la Biblioteca de Alejandría, donde hace 2000 años las mejores mentes de la antigüedad establecieron las bases del estudio sistemático de la matemática, la física, la biología, la astronomía, la literatura, la geografía y la medicina. Todavía estamos construyendo sobre estas bases. La Biblioteca fue construida y sostenida por los Tolomeos, los reyes griegos que heredaron la porción egipcia del imperio de Alejandro Magno. Desde la época de su creación en el siglo tercero a. de C. hasta su destrucción siete siglos más tarde, fue el cerebro y el corazón del mundo antiguo.

Alejandría era la capital editorial del planeta. Como es lógico no había entonces prensas de imprimir. Los libros eran caros, cada uno se copiaba a mano. La Biblioteca era depositaria de las copias más exactas del mundo. El arte de la edición crítica se inventó allí. El Antiguo Testamento ha llegado hasta nosotros principalmente a través de las traducciones griegas hechas en la Biblioteca de Alejandría. Los Tolomeos dedicaron gran parte de su enorme riqueza a la adquisición de todos los libros griegos, y de obras de África, Persia, la India, Israel y otras partes del mundo. Tolomeo III Evergetes quiso que Atenas le dejara prestados los manuscritos originales o las copias oficiales de Estado de las grandes tragedias antiguas de Sófocles, Esquilo y Eurípides. Estos libros eran para los atenienses una especie de patrimonio cultural; algo parecido a las copias manuscritas originales y a los primeros folios de Shakespeare en Inglaterra. No estaban muy dispuestos a dejar salir de sus manos ni por un momento aquellos manuscritos. Sólo aceptaron dejar en préstamo las obras cuando Tolomeo hubo garantizado su devolución con un enorme depósito de dinero. Pero Tolomeo valoraba estos rollos más que el oro o la plata. Renunció alegremente al depósito y encerró del mejor modo que pudo los originales en la Biblioteca. Los irritados atenienses tuvieron que contentarse con las copias que Tolomeo, un poco avergonzado, no mucho, les regaló. En raras ocasiones un Estado ha apoyado con tanta avidez la búsqueda del conocimiento.

Los Tolomeos no se limitaron a recoger el conocimiento conocido, sino que animaron y financiaron la investigación científica y de este modo generaron nuevos conocimientos. Los resultados fueron asombrosos: Eratóstenes calculó con precisión el tamaño de la Tierra, la cartografió, y afirmó que se podía llegar a la India navegando hacia el oeste desde España. Hiparco anticipó que las estrellas nacen, se desplazan lentamente en el transcurso de los siglos y al final perecen; fue el primero en catalogar las posiciones y magnitudes de las estrellas y en detectar estos cambios. Euclides creó un texto de geometría del cual los hombres aprendieron durante veintitrés siglos, una obra que ayudaría a despertar el interés de la ciencia en Kepler, Newton y Einstein. Galeno escribió obras básicas sobre el arte de curar y la anatomía que dominaron la medicina hasta el Renacimiento. Hubo también, como hemos dicho, muchos más.

Reconstrucción de los armarios de la Gran Biblioteca de Alejandría. En su época de máximo esplendor contenía más de medio millón de volúmenes, casi todos los cuales se han perdido irremediablemente.

Alejandría era la mayor ciudad que el mundo occidental había visto jamás. Gente de todas las naciones llegaban allí para vivir, comerciar, aprender. En un día cualquiera sus puertos estaban atiborrados de mercaderes, estudiosos y turistas. Era una ciudad donde griegos, egipcios, árabes, sirios, hebreos, persas, nubios, fenicios, italianos, galos e íberos intercambiaban mercancías e ideas. Fue probablemente allí donde la palabra cosmopolita consiguió tener un sentido auténtico: ciudadano, no de una sola nación, sino del Cosmos.[82] Ser un ciudadano del Cosmos…

Es evidente que allí estaban las semillas del mundo moderno. ¿Qué impidió que arraigaran y florecieran? ¿A qué se debe que Occidente se adormeciera durante mil años de tinieblas hasta que Colón y Copérnico y sus contemporáneos redescubrieron la obra hecha en Alejandría? No puedo daros una respuesta sencilla. Pero lo que sí sé es que no hay noticia en toda la historia de la Biblioteca de que alguno de los ilustres científicos y estudiosos llegara nunca a desafiar seriamente los supuestos políticos, económicos y religiosos de su sociedad. Se puso en duda la permanencia de las estrellas, no la justicia de la esclavitud. La ciencia y la cultura en general estaban reservadas para unos cuantos privilegiados. La vasta población de la ciudad no tenía la menor idea de los grandes descubrimientos que tenían lugar dentro de la Biblioteca. Los nuevos descubrimientos no fueron explicados ni popularizados. La investigación les benefició poco. Los descubrimientos en mecánica y en la tecnología del vapor se aplicaron principalmente a perfeccionar las armas, a estimular la superstición, a divertir a los reyes. Los científicos nunca captaron el potencial de las máquinas para liberar a la gente.[83] Los grandes logros intelectuales de la antigüedad tuvieron pocas aplicaciones prácticas inmediatas. La ciencia no fascinó nunca la imaginación de la multitud. No hubo contrapeso al estancamiento, al pesimismo, a la entrega más abyecta al misticismo. Cuando al final de todo, la chusma se presentó para quemar la Biblioteca no había nadie capaz de detenerla.

El último científico que trabajó en la Biblioteca fue una matemática, astrónoma, física y jefe de la escuela neoplatónica de filosofía: un extraordinario conjunto de logros para cualquier individuo de cualquier época. Su nombre era Hipatia. Nació en el año 370 en Alejandría. Hipatia, en una época en la que las mujeres disponían de pocas opciones y eran tratadas como objetos en propiedad, se movió libremente y sin afectación por los dominios tradicionalmente masculinos. Todas las historias dicen que era una gran belleza. Tuvo muchos pretendientes pero rechazó todas las proposiciones matrimoniales. La Alejandría de la época de Hipatia —bajo dominio romano desde hacía ya tiempo— era una ciudad que sufría graves tensiones. La esclavitud había agotado la vitalidad de la civilización clásica. La creciente Iglesia cristiana estaba consolidando su poder e intentando extirpar la influencia y la cultura paganas. Hipatia estaba sobre el epicentro de estas poderosas fuerzas sociales. Cirilo, el arzobispo de Alejandría, la despreciaba por la estrecha amistad que ella mantenía con el gobernador romano y porque era un símbolo de cultura y de ciencia, que la primitiva Iglesia identificaba en gran parte con el paganismo. A pesar del grave riesgo personal que ello suponía, continuó enseñando y publicando, hasta que en el año 415, cuando iba a trabajar, cayó en manos de una turba fanática de feligreses de Cirilo. La arrancaron del carruaje, rompieron sus vestidos y, armados con conchas marinas, la desollaron arrancándole la carne de los huesos. Sus restos fueron quemados, sus obras destruidas, su nombre olvidado. Cirilo fue proclamado santo.

La gloria de la Biblioteca de Alejandría es un recuerdo lejano. Sus últimos restos fueron destruidos poco después de la muerte de Hipatia. Era como si toda la civilización hubiese sufrido una operación cerebral infligida por propia mano, de modo que quedaron extinguidos irrevocablemente la mayoría de sus memorias, descubrimientos, ideas y pasiones. La pérdida fue incalculable. En algunos casos sólo conocemos los atormentadores títulos de las obras que quedaron destruidas. En la mayoría de los casos no conocemos ni los títulos ni los autores. Sabemos que de las 123 obras teatrales de Sófocles existentes en la Biblioteca sólo sobrevivieron siete. Una de las siete es Edipo rey. Cifras similares son válidas para las obras de Esquilo y de Eurípides. Es un poco como si las únicas obras supervivientes de un hombre llamado William Shakespeare fueran Coriolano y Un cuento de invierno, pero supiéramos que había escrito algunas obras más, desconocidas por nosotros pero al parecer apreciadas en su época, obras tituladas Hamlet, Macbeth, Julio César, El rey Lear, Romeo y Julieta.

No queda ni un solo rollo procedente del contenido físico de aquella gloriosa Biblioteca. En la moderna Alejandría pocas personas poseen una apreciación aguda, y mucho menos un conocimiento detallado de la Biblioteca alejandrina o de la gran civilización egipcia que la precedió durante miles de años. Acontecimientos más recientes y otros imperativos culturales han tomado la primacía. Lo propio es cierto en todo el mundo. El contacto que tenemos con nuestro pasado es muy tenue. Y sin embargo, a cuatro pasos de los restos del Serapeo hay recuerdos de muchas civilizaciones: esfinges enigmáticas del Egipto faraónico, una gran columna erigida al emperador romano Diocleciano por un lacayo provincial porque impidió que los ciudadanos de Alejandría murieran totalmente de hambre; una iglesia cristiana, muchos minaretes, y el sello de la civilización industrial moderna: bloques de apartamentos, automóviles, autobuses, suburbios urbanos, una torre de enlace de microondas. Hay un millón de hilos del pasado entretejidos formando las cuerdas y cables del mundo moderno.

Nuestros logros se basan en los logros de 40.000 generaciones de predecesores humanos nuestros, de los cuales, excepto una diminuta fracción, ignoramos el nombre y los olvidamos. De vez en cuando damos por azar con una civilización importante, como la antigua cultura de Ebla, que floreció hace sólo unos miles de años y sobre la cual lo ignorábamos todo. ¡Qué ignorantes somos de nuestro pasado! Inscripciones, papiros, libros, enlazan a la especie humana a través del tiempo y nos permiten oír las voces dispersas y los gritos lejanos de nuestros hermanos y hermanas, de nuestros antepasados. ¡Y qué placer reconocer que se parecen tanto a nosotros!

Hemos dedicado la atención de este libro a algunos de nuestros antepasados cuyos nombres se han perdido: Eratóstenes, Demócrito, Aristarco, Hipatia, Leonardo, Kepler, Newton, Huygens, Champollion, Humason, Goddard, Einstein, todos pertenecientes a la cultura occidental, porque la civilización científica que está emergiendo en nuestro planeta es principalmente una civilización occidental; pero todas las culturas —China, India, África occidental, América central— han hecho contribuciones importantes a nuestra sociedad global y tuvieron sus pensadores seminales. Gracias a los avances tecnológicos en comunicaciones, nuestro planeta está en las fases finales del proceso que lo convertirá al galope en una sociedad global única y entrelazada. Si podemos conseguir la integración de la Tierra sin borrar las diferencias culturales ni destruirnos, habremos logrado una gran cosa.

Cerca del lugar que ocupó la Biblioteca alejandrina hay actualmente una esfinge sin cabeza esculpida en la época del faraón Horemheb, en la dinastía dieciocho, un milenio antes de Alejandro. Desde este cuerpo leonino se ve fácilmente una moderna torre de enlace por microondas. Entre ellos corre el hilo ininterrumpido de la historia de la especie humana. De la esfinge a la torre hay un instante de tiempo cósmico: un momento dentro de los quince mil millones de años, más o menos, que han transcurrido desde el

big bang. Los vientos del tiempo se han llevado casi todo rastro del paso del universo de entonces al de ahora. Las pruebas de la evolución cósmica han quedado asoladas de modo más absoluto que los rollos de papiro de la Biblioteca alejandrina. Y sin embargo, gracias al valor y a la inteligencia, hemos llegado a vislumbrar algo de este camino serpenteante por el cual han avanzado nuestros antepasados y nosotros mismos.

El Cosmos careció de forma, durante un número desconocido de eras que siguieron a la efusión explosiva de materia y energía del

big bang. No había galaxias, ni planetas, ni vida. En todas partes había una oscuridad profunda e impenetrable, átomos de hidrógeno en el vacío. Aquí y allí estaban creciendo imperceptiblemente acumulaciones más densas de gas, se estaban condensando globos de materia: gotas de hidrógeno de masa superior a soles. Dentro de estos globos de gas se encendió por primera vez el fuego nuclear latente en la materia. Nació una primera generación de estrellas que inundó el Cosmos de luz. No había todavía en aquellos tiempos planetas que pudieran recibir la luz, ni seres vivientes que admiraran el resplandor de los cielos. En el profundo interior de los hornos estelares la alquimia de la fusión nuclear creó elementos pesados, las cenizas de la combustión del hidrógeno, los materiales atómicos para construir futuros planetas y formas vivas. Las estrellas de gran masa agotaron pronto sus reservas de combustible nuclear. Sacudidas por explosiones colosales, retornaron la mayor parte de su sustancia al tenue gas de donde se habían condensado. Allí, en las nubes oscuras y exuberantes entre las estrellas, se estaban formando nuevas gotas constituidas por muchos elementos, generaciones posteriores de estrellas que estaban naciendo. Cerca de ellas crecieron gotas más pequeñas, cuerpos demasiado pequeños para encender el fuego nuclear, pequeñas gotas en la niebla estelar que seguían su camino para formar los planetas. Y entre ellos había un mundo pequeño de piedra y de hierro, la Tierra primitiva.

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