Cosmos

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IV. Cielo e infierno

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Cuando yo saludo a una amiga la veo reflejada en luz visible, generada, por ejemplo, por el Sol o por una lámpara incandescente. Los rayos de luz rebotan en mi amiga y entran en mis ojos. Pero los antiguos, incluyendo una figura de la categoría de Euclides, creían que veíamos gracias a rayos que el ojo emitía de algún modo y que entraban en contacto de modo tangible y activo con el objeto observado. Esta es una noción natural que aún persiste, aunque no explica la invisibilidad de los objetos de una habitación oscura. Hoy en día combinamos un láser y una fotocélula, o un transmisor de radar y un radiotelescopio, y de este modo realizamos un contacto activo por luz con objetos distantes. En la astronomía por radar, un telescopio en la Tierra transmite ondas de radio, las cuales chocan, por ejemplo, con el hemisferio de Venus que en este momento está mirando hacia la Tierra, y después de rebotar vuelven a nosotros. En muchas longitudes de onda, las nubes y la atmósfera de Venus son totalmente transparentes para las ondas de radio. Algunos puntos de la superficie las absorberán, o si son muy accidentadas las dispersarán totalmente, y de este modo aparecerán oscuras a las ondas de radio. Al seguir los rasgos de la superficie que se iban moviendo de acuerdo con la rotación de Venus, se pudo determinar por primera vez con seguridad la longitud de su día: el tiempo que tarda Venus en dar una vuelta sobre su eje. Resultó que Venus gira, con respecto a las estrellas, una vez cada 243 días terrestres, pero lo hace hacia atrás, en dirección opuesta a la de los demás planetas del sistema solar interior. Por consiguiente, el Sol nace por el oeste y se pone por el este, tardando de alba a alba 118 días terrestres. Es más, cada vez que está en el punto más próximo a nuestro planeta, presenta a la tierra casi exactamente la misma cara. La gravedad de la Tierra consiguió de algún modo forzar a Venus para que tuviera esta rotación coordinada con nuestro planeta, y este proceso no pudo ser un proceso rápido. Venus no podía pues tener unos pocos miles de años, sino que debía ser tan viejo como los demás objetos del sistema solar interior.

Se han obtenido imágenes de radar de Venus, algunas con telescopios de radar instalados en la tierra, otras desde el vehículo

Pioneer Venus en órbita alrededor de aquel planeta. Estas imágenes contienen fuertes pruebas de la presencia de cráteres de impacto. El número de cráteres ni demasiado grandes ni demasiado pequeños presentes en Venus es el mismo existente en las altiplanicies lunares, y su número nos vuelve a confirmar que Venus es muy viejo. Pero los cráteres de Venus son notablemente superficiales, como si las altas temperaturas de la superficie hubieran producido un tipo de roca que fluyese en largos períodos de tiempo, como caramelo o masilla, suavizando gradualmente los relieves. Hay grandes altiplanicies, el doble de altas que las mesetas tibetanas, un inmenso valle de dislocación, posiblemente volcanes gigantes y una montaña tan alta como el Everest. Vemos ya ante nosotros un mundo que antes las nubes ocultaban totalmente; y sus rasgos característicos han sido explorados por primera vez con el radar y con los vehículos espaciales.

Mapa topográfico de Venus obtenido por la

Pioneer. En la parte superior la Ishtar Terra y los Montes Maxwell (NASA).

Mapa por radar de la superficie de Venus, obtenido por la misión Magallanes de 1990-1994 (NASA/JPL/USGS).

Las temperaturas en la superficie de Venus, deducidas por la radioastronomía y confirmadas por mediciones directas realizadas con naves espaciales, son de unos 480° C, más altas que las del horno casero más caliente. La correspondiente presión en la superficie es de 90 atmósferas, 90 veces la presión que sentimos debido a la atmósfera de la Tierra, y equivalente al peso del agua a un kilómetro de profundidad bajo los océanos. Para que un vehículo espacial pueda sobrevivir largo tiempo en Venus, tiene que estar refrigerado y además tiene que estar construido como un sumergible de gran profundidad.

Cerca de una docena de vehículos espaciales de la Unión Soviética y de los Estados Unidos han entrado en la densa atmósfera de Venus y han atravesado sus nubes; unos pocos han sobrevivido realmente durante casi una hora en su superficie.[22] Dos naves espaciales de la serie soviética

Venera tomaron fotografías en su superficie. Sigamos los pasos de estas misiones exploradoras y visitemos otro mundo.

Imágenes panorámicas de los

Venera 9 y

10 en dos lugares diferentes de la superficie del planeta Venus. En ambas figuras el horizonte se sitúa arriba a la derecha. Obsérvense las formas erosionadas de las rocas de la superficie. (Cedida por el Instituto de Investigaciones Cósmicas, Academia Soviética de Ciencias, Moscú).

Las nubes ligeramente amarillentas pueden distinguirse en la luz visible y corriente, pero como Galileo observó por primera vez, no muestran prácticamente ningún rasgo. Sin embargo, si las cámaras captan el ultravioleta, vemos un elegante y complejo sistema meteorológico en rotación dentro de la alta atmósfera, con unos vientos que van aproximadamente a 100 metros por segundo, unos 360 kilómetros por hora. La atmósfera de Venus se compone de un 96% de dióxido de carbono. Hay pequeños rastros de nitrógeno, de vapor de agua, de argón, de monóxido de carbono y de otros gases, pero la proporción de hidrocarbonos o de carbonos hidratados es menor a un 0,1 por cada millón. Las nubes de Venus resultan ser en su mayor parte una solución concentrada de ácido sulfúrico. También aparecen pequeñas cantidades de ácido clorhídrico y de ácido fluorhídrico. Aunque uno se sitúe entre sus nubes altas y frías, Venus resulta ser un lugar terriblemente desagradable.

Muy por encima de la superficie de las nubes visibles, a unos 70 km. de altitud, hay una continua neblina de pequeñas partículas. A 60 kilómetros nos sumergimos dentro de la nubes y nos encontramos rodeados por gotitas de ácido sulfúrico concentrado. A medida que vamos descendiendo, las partículas de las nubes tienden a hacerse más grandes. En la atmósfera inferior quedan sólo restos del gas acerbo, es decir del dióxido sulfúrico, SO2. Este gas circula sobre las nubes, es descompuesto por la luz ultravioleta del Sol, se recombina allí con agua formando ácido sulfúrico, el cual a su vez se condensa en gotitas, se deposita, y a altitudes más bajas se descompone por el calor en SO2 y en agua otra vez, completando así el ciclo. En Venus, en todo el planeta, siempre está lloviendo ácido sulfúrico, y nunca una gota alcanza la superficie.

La niebla teñida de sulfúrico se extiende hacia abajo hasta unos 45 kilómetros de la superficie de Venus; a esta altura emergemos en una atmósfera densa pero cristalina. Sin embargo, la presión atmosférica es tan alta que no podemos ver la superficie. La luz del Sol rebota en todas las moléculas atmosféricas hasta que perdemos toda imagen de la superficie. Allí no hay polvo, ni nubes, sólo una atmósfera que se hace palpablemente cada vez más densa. Las nubes que cubren el cielo transmiten bastante luz solar, aproximadamente la misma que en un día encapotado de la Tierra.

Recreación artística de la superficie de Venus (ESA).

Venus, con su calor abrasador, con sus presiones abrumadoras, con sus gases nocivos, y con ese brillo rojizo y misterioso que impregna todas las cosas, parece menos la diosa del amor que la encarnación del infierno. Por lo que hemos podido descubrir hasta ahora, hay por lo menos en algunos lugares de la superficie campos cubiertos con un conjunto irregular de rocas desgastadas, un paisaje estéril y hostil, amenazado ocasionalmente por los restos erosionados de un pecio espacial procedente de un planeta lejano, absolutamente invisible a través de aquella atmósfera espesa, nebulosa e invisible.[23]

Venus es una especie de catástrofe a nivel planetario. Parece bastante claro actualmente que la alta temperatura de su superficie se debe a un efecto de invernadero a gran escala. La luz solar atraviesa la atmósfera y las nubes de Venus, que son semitransparentes a la luz visible, y alcanza la superficie. La superficie, que se ha calentado, trata de irradiar de nuevo este calor hacia el espacio. Pero al ser Venus mucho más frío que el Sol emite radiaciones principalmente en el infrarrojo, y no en la región visible del espectro. Sin embargo, el dióxido de carbono y el vapor de agua de la atmósfera de Venus[24] son casi perfectamente opacos a la radiación infrarrojo; el calor del Sol queda atrapado eficazmente, y la temperatura de la superficie aumenta hasta que la pequeña cantidad de radiación infrarrojo que escapa poco a poco de su enorme atmósfera equilibra la luz solar absorbida en la atmósfera inferior y en la superficie.

Nuestro mundo vecino resulta ser un lugar triste y desagradable. Pero volveremos a Venus. Es un planeta fascinante por propio derecho. Al fin y al cabo, muchos héroes míticos de la mitología griega y nórdica, hicieron esfuerzos famosos y reconocidos para visitar el infierno. También hay mucho que aprender sobre nuestro planeta, que es un cielo relativo, comparado con el infierno.

La Esfinge, mitad persona y mitad león, fue construida hace más de 5500 años. Los rasgos de su rostro estaban esculpidos de modo preciso y neto. Ahora están limados y desdibujados por las tormentas de arena del desierto egipcio y por las lluvias ocasionales de miles de años. En la ciudad de Nueva York hay un obelisco llamado la Aguja de Cleopatra, procedente de Egipto. Sólo ha pasado un centenar de años en el Central Park de la ciudad y sus inscripciones se han borrado casi totalmente a causa del humo y de la polución industrial; una erosión química como la existente en la atmósfera de Venus. La erosión en la Tierra destruye la información lentamente, pero es un proceso gradual el choque de una gota de agua, el pinchazo de un grano de arena que puede pasarse por alto. Las grandes estructuras, como las cordilleras montañosas, sobreviven decenas de millones de años; los cráteres de impacto más pequeños, quizás un centenar de miles de años;[25] las construcciones humanas de gran escala solamente unos miles de años. La destrucción no sólo se da a través de una erosión de este tipo, lenta y uniforme, sino también por grandes y pequeñas catástrofes. La Esfinge ha perdido la nariz. Alguien disparó sobre ella en un momento de ociosa profanación: unos dicen que fueron los turcos mamelucos, otros los soldados napoleónicos.

En Venus, en la Tierra y en algún lugar más del sistema solar, hay pruebas de destrucciones catastróficas, atemperadas o superadas por procesos más lentos, más uniformes: en la Tierra, por ejemplo, la lluvia, que se canaliza en arroyuelos, riachuelos y ríos, y crea inmensas cuencas aluviales; en Marte, los restos de antiguos ríos que surgieron quizás del interior del suelo; en Ío, una luna de Júpiter, parece que hay amplios canales excavados por el flujo de azufre líquido. En la Tierra hay poderosos sistemas meteorológicos, como también en la alta atmósfera de Venus y de Júpiter. Hay tormentas de arena en la Tierra y en Marte; hay relámpagos en Júpiter, en Venus y en la Tierra. Los volcanes proyectan residuos sólidos en las atmósferas de Ío y de la Tierra. Los procesos geológicos internos deforman lentamente las superficies de Venus, de Marte, de Ganímedes y de Europa, al igual que en la Tierra. Los glaciares, proverbiales por su lentitud, remodelan en gran escala los paisajes de la Tierra y probablemente también los de Marte. No es necesario que estos procesos sean constantes en el tiempo. Antaño, la mayor parte de Europa estuvo cubierta por el hielo. Hace unos cuantos millones de años el lugar donde hoy se encuentra la ciudad de Chicago estaba sepultado bajo tres kilómetros de hielo. En Marte, y en los demás cuerpos del sistema solar, vemos características que no podrían producirse hoy en día, paisajes trabajados hace cientos de miles o de millones de años, cuando el clima planetario era probablemente muy diferente.

Hay un factor adicional que puede alterar el paisaje y el clima de la Tierra: la vida inteligente, capaz de realizar cambios ambientales en gran escala. Al igual que Venus, también la Tierra tiene un efecto de invernadero debido a su dióxido de carbono y a su vapor de agua. La temperatura global de la Tierra estaría por debajo del punto de congelación del agua si no fuese por el efecto de invernadero, que mantiene los océanos líquidos y hace posible la vida. Un pequeño invernadero es buena cosa. La Tierra tiene, al igual que Venus, unas 90 atmósferas de dióxido de carbono, pero no en la atmósfera sino incluido en la corteza en forma de rocas calizas y de otros carbonatos. Bastaría con que la Tierra se trasladara un poco más cerca del Sol, para que la temperatura aumentara ligeramente. El calor extraería algo de CO2 de las rocas superficiales, generando un efecto más intenso de invernadero que a su vez calentaría de modo incremental la superficie. Una superficie más caliente vaporizaría aún más los carbonatos y daría más CO2, con la posibilidad de que el efecto de invernadero se disparara hasta temperaturas muy altas. Esto es exactamente lo que pensamos que sucedió en las primeras fases de la historia de Venus, debido a la proximidad de Venus con el Sol. El medio ambiente de la superficie de Venus es una advertencia: algo desastroso puede ocurrirle a un planeta bastante parecido al nuestro.

Las principales fuentes de energía de nuestra actual civilización industrial son los llamados carburantes fósiles. Utilizamos como combustible madera y petróleo, carbón y gas natural, y en el proceso se liberan al aire gases de desecho, principalmente CO2. En consecuencia el dióxido de carbono contenido en la Tierra está aumentando de un modo espectacular. La posibilidad de que se dispare el efecto de invernadero sugiere que tenemos que ir con cuidado: incluso un aumento de uno o dos grados en la temperatura global podría tener consecuencias catastróficas. Al quemar carbón, petróleo y gasolina, también introducimos ácido sulfúrico en la atmósfera. Ahora mismo nuestra estratosfera posee, al igual que Venus, una neblina considerable de diminutas gotas de ácido sulfúrico. Nuestras grandes ciudades están contaminadas con moléculas nocivas. No comprendemos los efectos que tendrán a largo plazo todas estas actividades.

Pero también hemos estado perturbando el clima en el sentido opuesto. Durante cientos de miles de años los seres humanos han estado quemando y talando los bosques, y llevando a los animales domésticos a pastar y a destruir las praderas. La agricultura intensiva, la deforestación industrial de los trópicos y el exceso de pastoreo son hoy desenfrenados. Pero los bosques son más oscuros que las praderas, y las praderas lo son más que los desiertos. Como consecuencia, la cantidad de luz solar absorbida por el suelo ha ido disminuyendo y los cambios en la utilización del suelo han hecho bajar temperatura de la superficie de nuestro planeta. Es posible que este enfriamiento aumente el tamaño del casquete de hielo polar, el cual con su brillo reflejará aún más la luz solar desde la Tierra, enfriando aún más el planeta y disparando un efecto de albedo.[26]

La Tierra desde el espacio vista por las naves espaciales

Apolo a una altura de varios miles de kilómetros.

Nuestro encantador planeta azul, la Tierra, es el único hogar que conocemos. Venus es demasiado caliente, Marte es demasiado frío. Pero la Tierra está en el punto justo, y es un paraíso para los humanos. Fue aquí, al fin y al cabo, donde evolucionamos. Pero nuestro agradable clima puede ser inestable. Estamos perturbando nuestro propio planeta de un modo serio y contradictorio. ¿Existe el peligro de empujar el ambiente de la Tierra hacia el infierno planetario de Venus o la eterna era glacial de Marte? La respuesta sencilla es que nadie lo sabe. El estudio del clima global, la comparación de la Tierra con otros mundos, son materias que están en sus primeras bases de desarrollo. Son especialidades subvencionadas con escasez y de mala gana. En nuestra ignorancia continuamos el actual tira y afloja, continuamos contaminando la atmósfera y abrillantando el terreno, sin darnos cuenta de que las consecuencias a largo plazo son en su mayor parte desconocidas.

Hace unos cuantos millones de años, cuando los seres humanos comenzaron a evolucionar en la Tierra, era ya este un mundo de media edad, a 4600 millones de años de distancia de las catástrofes e impetuosidades de su juventud. Pero ahora los humanos representamos un factor nuevo y quizás decisivo. Nuestra inteligencia y nuestra tecnología nos han dado poder para afectar el clima. ¿Cómo utilizaremos este poder? ¿Estamos dispuestos a tolerar la ignorancia y la complacencia en asuntos que afectan a toda la familia humana? ¿Valoramos por encima del bienestar de la Tierra las ventajas a corto plazo? ¿O pensaremos en escalas mayores de tiempo, preocupándonos por nuestros hijos y por nuestros nietos, intentando comprender y proteger los complejos sistemas que sostienen la vida en nuestro planeta? La Tierra es un mundo minúsculo y frágil. Hay que tratarlo con cariño.

Escarcha en Utopía. Una fina capa de escarcha de agua helada cubre el suelo a 44° de latitud norte en Marte, en octubre de 1977, al comienzo del invierno boreal. La estructura vertical sostiene la antena de alta ganancia para la comunicación directa del

Viking 2 con la Tierra. Los cuadros coloreados y las rayas negras sirven para calibrar las cámaras. El cuadrado negro de bordes blancos, abajo a la izquierda, es un micropunto en el cual están escritas —en pequeño— las firmas de diez mil personas encargadas del diseño, fabricación, comprobación, lanzamiento y control de misión de la nave espacial

Viking. Los humanos se han convertido, casi sin darse cuenta, en una especie multiplanetaria. (Cedida por la NASA).

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