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LAS AMBICIONES DE PROMETEO

 

En 1955 el presidente Dwight Eisenhower sufrió un ataque al corazón. Le administraron morfina, le obligaron a guardar reposo y le prohibieron que se levantara de la cama en cuatro semanas. En un infarto, el cierre súbito de la arteria coronaria lleva a la necrosis del músculo cardíaco que esa misma arteria alimenta. Por eso pensaban que permanecer en reposo durante un mes favorecería la cura del corazón, pues ayudaría a crear una cicatriz fuerte y homogénea. Cuarenta y cinco años después, el vicepresidente de Estados Unidos, Dick Cheney, sufrió un ataque al corazón. En el hospital le realizaron inmediatamente una coronariografía, se visualizó una rama cerrada de la arteria y se abrió introduciéndole un balón. Se le administraron unos fuertes medicamentos anticoagulantes y el enfermo abandonó el hospital en buen estado y por su propio pie cuatro días después. ¡Qué diferencia tan colosal de tratamiento!

La intervención coronaria percutánea—así se llama la apertura de una arteria que se encuentra obstruida—se suele realizar acompañada de la implantación de un stent, es decir, una cánula metálica que mantiene el vaso abierto y ayuda a superar la fase más aguda de la enfermedad, salvando en ocasiones la vida. Si se interviene con celeridad, en las primeras horas, disminuye la cantidad de zonas afectadas por el infarto. De todas formas, una parte del músculo muere irremediablemente, sobre todo porque muchos de los pacientes llegan al hospital cuando es tarde. ¿Y si algún día fuera posible reanimar ese tejido muerto? Por ejemplo, introduciendo en el mismo lugar células nuevas que adopten las funciones de las que han sido destruidas por el infarto. Ese tipo de intervención podría tener una amplísima aplicación terapéutica y causar una verdadera revolución en la medicina del siglo XXI. Los infartos tienen lugar no sólo en el corazón, sino también en el cerebro, los pulmones y en muchos otros órganos. En cada uno de ellos mueren decenas, cientos de miles de células. Destrucciones celulares similares o aún mayores están asociadas, por ejemplo, a los casos de fracturas de la columna vertebral que afectan a la médula espinal, al Parkinson, al Alzheimer, y a otras enfermedades degenerativas… En todas ellas, la regeneración de las zonas destruidas podría cambiar el sentido de la evolución de la enfermedad. Lo ideal sería insertar células jóvenes, que estuvieran en pleno desarrollo, llenas de energía, que fueran capaces de sustituir a las células dañadas y les devolvieran sus funciones a los órganos. Seguramente, querido lector, te habrás percatado de que lo que tenemos en mente son las células madre. Es en ellas, más que en ninguna otra parte, donde la medicina ha colocado sus mayores esperanzas.

Pero ¿qué son las células madre y por qué se centran en ellas todas nuestras esperanzas? Se trata de las primeras células a partir de las cuales se desarrollan células especializadas. Son ellas las iniciadoras de las células de los músculos, el hígado, los huesos, el cerebro. Son el tronco sobre el que se erigen las ramas del árbol. Es esta característica principal la que implica su nombre en inglés: stem cells (‘células tallo’). Pero también la raíz que tiene en la lengua polaca es adecuada, y también hace referencia a la madre, que es la que da a luz a la prole.

¿Dónde buscarlas? ¿Cómo obtenerlas? Estas células se encuentran, aletargadas, en la mayor parte de nuestros tejidos y órganos; sin embargo, están dispersas y son escasas. Hay algunas más, aunque tampoco muchas, en la sangre, pero la mayor concentración se encuentra en la médula ósea. Allí se desarrollan a partir de ellas el resto de células sanguíneas: leucocitos, glóbulos rojos y todas las demás. Desde la médula las células madre pasan a la sangre y con toda probabilidad se asientan, si no en todos, al menos en algunos órganos.

Ha sido a principios del presente siglo cuando se ha empezado a implantar células tomadas de la médula ósea en humanos. Los primeros datos fueron asombrosos. Se hablaba de un aumento de la contractibilidad del músculo cardíaco de hasta un treinta por ciento. En las últimas publicaciones escogidas se lee una nota de escepticismo implícita. Hay que recordar que los grupos tratados con esta técnica son todavía poco numerosos. El implante de células madre suele ir acompañado de una revascularización, es decir, de una mejora en el riego como consecuencia del efecto combinado de una intervención coronaria y la colocación de un stent. Separar las causas del efecto beneficioso de los tratamientos puede ser tarea imposible. De lo difícil que es valorar este prometedor avance científico nos convencimos nosotros mismos cuando, después de leer el primer artículo científico de unos investigadores japoneses sobre el tratamiento de la ateroesclerosis de los vasos de las extremidades inferiores, emprendimos una investigación en nuestra clínica. En las pruebas han participado hasta el momento algo más de una docena de personas con una falta de riego crónica en las extremidades inferiores como consecuencia de la enfermedad de Buerger o ateroesclerosis. Se trataba de enfermos con estados dolorosos en reposo y con ulceraciones que no se cerraban o necrosis superficial en los pies sobre los que pendía la amenaza de la amputación. A cada uno de ellos le extrajimos médula ósea de la cresta ilíaca y, tras una corta preparación, la inyectamos de manera subcutánea en el músculo del pie o de la pantorrilla, al menos en cuarenta puntos. El primer efecto sorprendente fue la remisión del dolor transcurridos uno o dos días, lo que permitió reducir de manera radical la analgesia. En casi la mayoría de los pacientes, esa mejoría se vio acompañada de una disminución de las necrosis y el comienzo de un proceso de cierre de las úlceras, lo que fue confirmado por análisis angiográficos que señalaban una ampliación de las redes de vasos de la espinilla y el pie, así como un aumento en la circulación de la sangre. Pero en otros enfermos el proceso de la enfermedad se aceleró y se tuvo que llegar a la amputación. ¿Quiere decir eso que hay enfermos que reaccionan bien a este tratamiento y otros a los que les resulta indiferente? ¿Cómo distinguirlos? ¿Cuánto hay en esto de autosugestión del enfermo que sabe que le está esperando una amputación y ve que se abre ante él una esperanza? Un observador frío dirá que el grupo que tratamos fue demasiado pequeño para extraer conclusiones vinculantes, y tendrá razón. Seguramente añadirá, asimismo, que es necesario llevar a cabo estudios con el uso de un placebo, de tal manera que a la mitad de los enfermos se les inyecte, no médula, sino suero fisiológico sin que ni el médico ni el enfermo sepan a quién se le ha administrado qué hasta el fin del experimento, cuando se abran los códigos con los nombres de los pacientes. Sin eso—dirá el frío observador—nunca sabréis la verdad. Y tendrá mucha razón. Pero si nos llegan de los alegres corrillos de los cardiólogos voces sobre los fantásticos efectos de esa terapia en los ataques al corazón, ¿qué va a hacer que evitemos usar el mismo tratamiento para los pacientes que sufran de ateroesclerosis? ¿Acaso a aquellos que ya han pasado con creces todos los grados medibles de sufrimiento debemos inyectarles suero fisiológico para observarlos luego durante un mes? Pero, si no lo hacemos, ¿no significará eso que estaremos hasta el final dando vueltas sin saber adónde vamos? Es muy posible; además, a buen seguro nuestros resultados no serán tomados como fiables. Tras un intento inicial y abierto de tratamiento, será necesario llevar a cabo ensayos clínicos aleatorios a doble ciego. Este ejemplo ilustra las exigencias actuales frente a la introducción de nuevos tipos de tratamiento.[312]

Pongo un ejemplo poco común de utilización de células madre.[313] Una joven catalana, madre de dos niños, enfermó en 2004 de tuberculosis. La enfermedad evolucionaba mal: la paciente no respondía al tratamiento. Un absceso producido por la tuberculosis le cerraba las vías respiratorias. En 2007, la tráquea se había reducido a cuatro milímetros. Se le cortó la tráquea, se le realizó una anastomosis con el bronquio, se le colocó un stent. Pero no fue suficiente. La enferma se asfixiaba. Entonces se tomó una decisión sin precedentes. Se le tomaron a la paciente células madre de la médula y también células de las vías respiratorias, que se enviaron a un laboratorio de Bristol, en Inglaterra, para reproducirlas in vitro. Paralelamente se extrajo la tráquea del cuerpo de una mujer de cincuenta y un años muerta de una hemorragia cerebral. El órgano fue sometido a un complicado «lavado» y también se envió a Bristol y allí, en un biorreactor procedente de Milán, se le implantaron las células madre previamente cultivadas. Estas células se hicieron con la tráquea. De esta manera se obtuvo una tráquea cuyo armazón, esqueleto, procedía de la paciente muerta, pero las paredes estaban recubiertas por células de la paciente que esperaba el trasplante. Se acababa el tiempo. El estado de la enferma se agravó. Un avión de línea regular que hacía el recorrido de Bristol a Barcelona denegó el acceso a bordo de la tráquea. Mientras tanto un estudiante alemán, en prácticas, localizó a un conocido suyo que viajó a Barcelona en un avión privado y llegó a tiempo. La tráquea colonizada se le implantó a la paciente, que la aceptó como propia, ya que las células eran suyas. No hubo rechazo: el fantasma de este tipo de trasplante. Parece ser que tres meses más tarde esta vivaz catalana se pasó media noche bailando en una fiesta en la Costa Brava.

Lo que implantamos desde la médula ósea no es un material homogéneo, y ahí es donde muchos ven el origen de los distintos resultados obtenidos en el tratamiento de los infartados. «Células mezcladas llevan a resultados mezclados»,[314] dicen. ¡Como si tuviéramos células madre limpias! Pues sí, las tenemos. Aparecen en la etapa fetal, muy al principio, antes del estadio de diferenciación. Es a partir de ellas, de esas células madre primigenias, como se desarrollan más tarde las células del corazón, del hígado, o del cerebro… Se podría obtener células madre embrionarias humanas por medio de la clonación. ¿En qué consiste la clonación? Se extrae el núcleo del óvulo y se introduce en su lugar otro núcleo tomado de una célula de un organismo adulto. Entonces tiene lugar una reacción asombrosa y cargada de misterio: la célula rejuvenece de manera radical, las manecillas de su reloj vuelven al principio, al estado embrionario. En ese óvulo maduro, por influencia del citoplasma «femenino», despiertan genes que estaban activos hace mucho, en la vida embrionaria, pero que luego se inhibieron. La clonación de óvulos, con su núcleo misteriosamente reprogramado, se implanta en la matriz de la madre que tras unos meses da a luz a un niño. Fue así como en el año 1997 se clonó a la oveja Dolly, y después de ella otras ovejas, una vaca, un caballo, una cerdo, un lobo, un musmón, un búfalo, un burro, un mulo, un gato, un perro… Diez años después del nacimiento de Dolly, su creador, Ian Wilmut, dice: «Es asombroso el hecho de que la clonación llegue a producirse».[315] Le secunda otro conocido biotecnólogo, que afirma: «La clonación sigue siendo para nosotros una caja negra»,[316] no entendemos su mecanismo. También el rendimiento de la técnica es muy inferior al esperado. Hoy solamente entre el dos y el cuatro por ciento de los embriones animales clonados nace como individuos sanos. Un resultado mucho mejor que el de hace diez años. De doscientos setenta y siete embriones clonados, Dolly fue la única que vino al mundo y sobrevivió.

La clonación reproductiva, es decir, el intento de clonar a un ser humano entero, está prohibida en todos los países.

 

No sucede lo mismo con la utilización de las células madre para experimentos científicos y la clonación terapéutica.

Hay, por lo tanto, tres fuentes de células madre. La primera es la médula ósea, donde se encuentran dispersas. La segunda es la clonación. Aquí el problema son los óvulos. Los científicos sufren un déficit crónico de óvulos humanos y pagan por ellos sustanciosas sumas de dinero. La tercera fuente son los embriones humanos en la etapa anterior a su acomodación en la matriz (blastocitos), que se obtienen en las clínicas de infertilidad (fecundación in vitro), donde a veces se producen demasiados. Son los llamados «embriones humanos sobrantes», que están condenados a la destrucción o a su conservación congelados. Tanto la clonación como la manipulación de los embriones humanos en sus primeras etapas generan no pocas reservas éticas y son objeto de regulaciones que difieren bastante entre sí en distintos países.

A todos estos problemas pretende plantar cara una idea completamente nueva, una idea revolucionaria: ¿y si pudiéramos—se piensa—reprogramar una célula somática madura y ya formada, sin ayuda de un citoplasma de ovocito (de óvulo)? Operar directamente en su ADN, despertar de su letargo a genes que están inutilizados desde el estadio embrionario. Esa fantástica visión se hizo real entre 2007 y 2008 por cuenta de un japonés, Shinya Yamanaki, que tomó células adultas—por ejemplo de la cara de una mujer adulta—y las introdujo en cuatro genes o, en lenguaje médico, «factores de transmisión». Pasados cuatro meses, las células se habían convertido en células madre—en términos médicos, en «células madre pluripotentes inducidas» o induced Pluripotent Stem Cells, iPSC. La célula madura daba marcha atrás en el tiempo para empezar a vivir de nuevo. Estos resultados han sido corroborados ya en varios laboratorios. Yamanaka, un científico de 49 años de Kioto, que había querido ser ortopeda pero se decidió por la ciencia al carecer de aptitudes manuales, ha obtenido recientemente el premio Lasker, último paso antes de recibir el Nobel.

No cabe duda de que la ciencia ha experimentado una sacudida, una revolución. Ian Wilmut, el creador de la ovejita Dolly, ha declarado que va a dejar de experimentar con células madre humanas debido a que el nuevo descubrimiento abre otras vías de investigación prometedoras. Pero también le mueve otra razón: eliminan el peso de los problemas éticos. Para crear células madre ya no será necesario echar mano de células embrionarias ni de embriones humanos. También lo han advertido los científicos que, absortos en la clonación, son importunados por los expertos en ética. Uno de ellos, al conocer el descubrimiento revolucionario de que estamos dando cuenta, declaró: «Esos tipos que se dedican a la ética van a tener que ir buscando otra preocupación».

Con ayuda de este método—la reprogramación de células maduras—ya se han obtenido células madre de enfermos con síndrome de Down, de una enfermedad muscular del tipo Duchenn, de diabetes juvenil y de otras muchas enfermedades hereditarias. Este tipo de células, al ser cultivadas, se reproducen sin parar, son muy duraderas. La idea es extraer los genes de la enfermedad, insertarles genes correctos e implantarle al enfermo las células madre «reparadas». Corregir de manera definitiva la mutación defectuosa. Las células madre obtenidas del enfermo se pueden convertir también en otras células maduras de distintos órganos (por ejemplo, del músculo coronario) para probar en ellas distintos fármacos.

Tampoco conviene olvidar que el camino de las aplicaciones clínicas de estas técnicas está sembrado de dificultades. El vehículo que introduce la célula adulta que reprograma el gen (los llamados «factores de transmisión») son los virus. Los virus conllevan no pocos peligros, entre ellos, la posibilidad de desencadenar un cáncer. Igual que las propias células madre, que tienen también un gran potencial carcinógeno.

Lo único que resta es que pase el tiempo. El transcurso del tiempo, el pasar inexorable del futuro al pasado es una de las experiencias fundamentales del ser humano y es una de las características de la realidad. Hablamos de la flecha del tiempo: acertada metáfora, ya que el tiempo, al igual que la flecha, no se queda quieto, sino que avanza sin remedio en la dirección que señala la punta de la flecha. Pero no siempre se ha visto el tiempo así. En la música, el avance lineal del tiempo no se sintió hasta Mozart, Haydn y Beethoven, que inauguraron la música contemporánea. Subrayamos la flecha del tiempo como cosmológica cuando queremos hacer hincapié en la existencia de un común a todo el universo del tiempo (lo que no contradice la teoría de la relatividad conforme a la cual el paso del tiempo es distinto en distintas dimensiones). Pues mientras el Universo sigue creciendo, las galaxias se van separando. En este proceso, la densidad del material disminuye y de los dos estados de la materia, el anterior es aquel en el que la densidad materia es mayor.

Al reprogramar la célula la devolvemos a los primeros momentos de su vida. No nos parece adecuado decir que hayamos invertido la flecha del tiempo. De hecho el tiempo no ha empezado a fluir al revés, no se trata de una película proyectada hacia atrás desde cierto momento, con la cinta enrollada en la dirección contraria. No. Lo que nos dice la intuición es que el tiempo—igual que las manecillas de un reloj—ha completado un círculo y vuelto al principio. En las palabras de Pitágoras «El mundo se mueve en círculos» late la idea de los estoicos griegos sobre el eterno retorno, lo cíclico de la historia del mundo. Tras cada uno de los ciclos el mundo debía volver a su estado inicial (apokatastasis) y ser reconstruido con la misma estructura. Esta idea fue especialmente cercana para Nietzsche, y encuentra especial eco hoy en el conocido argumento recurrente de Poincaré, en las curvas cerradas de tipo tiempo de Kurt Gödel que dieron lugar a una inmensa cantidad de trabajos sobre los universos rotatorios.

 

La cantidad de regulaciones legales existente, su variedad o la tensión entre posturas extremas reflejan la elevada temperatura que adquieren las discusiones en todo el mundo en torno a la dimensión ética de la clonación y al hecho de interferir en los comienzos de la vida. Podría parecer que el verdaderamente fenomenal desarrollo de la ciencia, sobre todo de la biología, nos plantea preguntas que a las generaciones anteriores les eran desconocidas. Pero en realidad esas preguntas no son más que los ecos de preguntas y de pruebas que nos han acompañado desde el principio de los tiempos. ¿Cómo surgió el ser humano? El hombre solo, con sus propios medios, ¿será capaz de crear un ser vivo, o incluso a otro ser humano? ¿Es posible que surja la vida a partir de materia inanimada? A la última pregunta, como sabemos, respondió en el siglo VI antes de Cristo Anaximandro de Mileto, quien afirmó que las criaturas marinas surgieron directamente a partir de la tierra y el agua a merced del calor de los rayos del sol. El hombre procedería, pues, de los peces, y habría nacido con forma de tiburón. Esta teoría surge de la observación de los fenómenos de la naturaleza: hay una especie de tiburón (el Mustelus laevis) que no pone huevos, sino que da a luz a sus crías. Así que la idea de la aparición espontánea de la vida había germinado cientos de años antes de que Aristóteles la apoyara y desarrollara en sus tratados. Durante muchos siglos se pensó que sólo podían surgir especies nuevas una vez que otras habían muerto. Ovidio, en sus Metamorfosis, describe cómo las abejas vienen al mundo a partir de cuerpos de vacas en descomposición; las avispas, del caballo, y los escorpiones, de las conchas de los cangrejos, mientras que en las Geórgicas de Virgilio podemos encontrar una receta de cómo obtener un criadero de abejas a partir de un ternero joven moribundo. Pero aún más cerca de nuestros días, hace no más de un siglo y medio, John Locke, iniciador de la filosofía empirista, la corriente científica más importante de la Ilustración, una persona de mente lúcida y muy comedida, en un manuscrito que llegó incluso hasta Robert Boyle, «Cómo crear un sapo o una serpiente»,[317] apunta una descripción bastante pormenorizada y rica en detalles técnicos de cómo llevar a cabo la tarea descrita en el título y que comienza con el asado de un ganso o de un pato a fuego abierto. El texto finaliza con la afirmación de que cierto doctor de Polonia llegó a realizar esta empresa hasta seis veces haciendo uso de la receta de Locke, de lo que podía dar fe un sacerdote de Hanover que lo observó todo con asombro y admiración.

 

A nosotros también, a semejanza del sacerdote de Hannover, nos inspira profunda admiración nuestro colega y compatriota. Pero ¿qué nos aportan, preguntamos, un sapo más o una serpiente más? Crear a una persona, ¡eso sí que sería alcanzar la cumbre del saber humano! La primera noticia que tenemos de ello nos llega del Egipto del siglo III. Se trata de la historia de Salaman y Absala, que nos lleva a los tiempos remotos en los que el rey Harmanus gobernaba en el reino de Rum, cuyas fronteras se extendían por el actual Egipto, Grecia y las costas del mar Mediterráneo. El rey no tenía hijos, y sólo el hecho de pensar en la intimidad con una mujer le sumía en un estado de rara desgana. Se dirigió al consejero divino Qualiqulas, un asceta que estaba vivo desde hacía treinta generaciones y que repartía su tiempo entre meditaciones solitarias en la gruta del serapeión y la educación del rey, esforzándose tanto en que supiera de ciencias como en dirigir sus pensamientos hacia los ideales y una vida pura. Tras muchas dudas, el rey aceptó la propuesta del maestro de concebir a su heredero por medios artificiales. Qualiqulas colocó el semen del rey en una botella en forma de mandrágora y, con misteriosas artes, consiguió crear un ser humano provisto de alma. A Salaman, pues ése fue el nombre que se le dio al muchacho, lo amamantó una joven muy cariñosa, Absala. El heredero, de mayor, se enamoró de ella con un amor loco y correspondido al que el rey rápidamente se opuso, pues esperaba que su único descendiente y heredero dirigiera su mente y su alma hacia el mundo de los ideales, mas los amantes se escaparon del control regio. Ante ellos se alzaban dificultades cada vez mayores, de modo que, con tal de mantenerse juntos para siempre, decidieron morir juntos. Ella se ahogó y a él lo salvó in extremis una ola del mar. Loco de dolor, Salaman soñaba con volverla a ver, para lo que acudió a Qualiqulas, que invocó el alma de Absala tras haber obtenido del joven la promesa de que pasaría con él cuarenta días meditando en la gruta del serapeión. Lo que no consiguió la muerte casi lo consiguió Afrodita, que cada vez más a menudo se le aparecía a Salaman en lugar de Absala. Al final, sin embargo, el heredero rechazó las tentaciones carnales y, de acuerdo con los deseos de su padre, se dedicó al gobierno del reino.

Este relato, transmitido durante siglos, fue escuchado y transcrito por Avicena, el gran médico persa. Se ha localizado incluso la gruta en la que supuestamente Qualiqulas se entregaba a la meditación. Por otro lado, parece que los nombres de los protagonistas pueden proceder de un pasado más lejano, del sánscrito: Salaman procedería de la voz sramana, es decir, ‘asceta’, y Absala de Absary, súcubo enviado para tentar al asceta. Al margen de que se trate de un antecedente del platonismo, este relato nos habla por vez primera de la creación artificial de un ser humano a partir del semen de un hombre y es el comienzo de la historia del homúnculo, una historia que se repetiría durante siglos hasta encontrar su apogeo en Paracelso.

Paracelso fue un médico-curandero de enorme fama. De alma inquieta y aventurera, se encontraba ora aquí, ora allá, se trasladaba a lomos de su caballo y ejercía su práctica con creciente éxito, escribiendo de noche y durmiendo con la espada a su lado. De constitución rechoncha, con la cara ligeramente ebria pues no se privaba precisamente del alcohol, nos mira de reojo por entre sus cabellos pelirrojos en el retrato que le hiciera Rubens y que se puede contemplar en el Musée Royal des Beaux Arts de Bruselas. Sus restos, conservados en la iglesia de San Sebastián de Salzburgo, donde murió en 1541, han sido sometidos a un minucioso análisis; de hecho, tras extraer muestras de la pelvis y de sus huesos se intentó llegar a la conclusión de que podía ser tanto del sexo masculino como del femenino.

El insigne doctor afirmaba que, de la misma manera que el objeto de la medicina era todo el organismo humano, la medicina debía absorber también al médico por completo. A pesar de que en la empuñadura de su espada, de la que no se separaba, portaba pastillas para los enfermos, en sus cartas repetía que «el mejor medicamento es el amor». Él era un verso suelto, se dedicaba a animar a los demás con su máxima: «Que no sea de otro quien puede ser dueño de sí mismo» (Alterius non sit, qui suus esse potest).

Al igual que otros predecesores y epígonos suyos, Paracelso creó una imagen del alquimista como magus coelestis, un mago con un poder creador casi divino por el cual, al participar en el perfeccionamiento de la materia se estaría acercando a su propia perfección. Aunque ya desde cientos de años antes la alquimia atraía hacia sí con enorme fuerza a las mentes intranquilas e inquietas, fueron Paracelso y sus contemporáneos los que la empujaron hasta los límites de lo posible. Su punto culmen fue el homúnculo, un ser humano artificial que colocaba a su creador en la posición de un casi demiurgo, poco menos que un dios, lo que constituyó el acto definitivo de dominación de la naturaleza por parte del hombre, de un misterio por parte de otro misterio. Ese homúnculo surgía de semen humano mantenido en calor durante cuarenta días, período tras el cual se empezaban a vislumbrar el contorno impreciso de un ser humano incorpóreo y transparente. Pasados cuarenta días más, habiendo sido alimentado de manera esporádica con sangre, adquiría forma humana como si fuera nacido de mujer, aunque de tamaño menor. Una vez adulto, hacía gala de una fuerza y de unas habilidades poco comunes, ya que era resultado del arte. No necesitaba aprender de los demás, suyos eran los misterios y los saberes ocultos.

 

Goethe conoció en el libro De natura rerum la receta para crear el homúnculo de Paracelso e hizo en ella algunos cambios. En el segundo libro del Fausto, Wagner, el perfeccionista ayudante del maestro de un laboratorio alquimista de fábula, intenta sin éxito crear un ser humano en una retorta. Le explica al observante Mefistófeles que estaba mezclando cientos de sustancias y las sometía a múltiples destilaciones con la esperanza de encontrar el viviente y esperado objeto de sus experimentos, pero sólo el poder mágico de Mefistófeles consigue que la empresa termine con éxito. Del caos de la materia informe surge un personaje pequeño, de formas estilizadas, que se lanza a una disputa filosófica inspirada por el recipiente de cristal en el que se ve encerrado. El homúnculo, Fausto y Mefistófeles dejan a Wagner con sus librotes y se marchan a Tesalia, a celebrar la noche de Walpurgis. Allí el homúnculo entabla una acalorada disputa con Tales y Anaxágoras, a los que se une Proteo, que le aconseja, si quiere obtener una existencia madura, adentrarse con él en la inmensidad del mar. Es sólo en el espacio ilimitado del mar donde alcanza la libertad de «movimiento en todos espacios y direcciones».[318] El homúnculo, asombrado por la belleza del océano y por la fuerza del sentimiento que crece dentro de él, hace saltar en pedazos la vasija de cristal que lo aprisiona y entonces, en un abrir y cerrar de ojos, su pequeña figura se desvanece para siempre. En una conversación con Eckermann, Goethe resaltó la superioridad del homúnculo sobre Mefistófeles por su «amor por la belleza y su tendencia a los actos útiles a otros».[319] Se le ha comparado con el daimon platónico, aunque, por supuesto, éste había surgido de la tradición paracélsica como ente incorpóreo conocedor de los saberes ocultos. Para Goethe era «símbolo del intelecto humano y de su poder libertador».[320]

 

No era así en el judaísmo. El pensamiento judío ha dado a luz una de las ideas más intrigantes: la del golem. En el Talmud aparece como prefiguración de Adán, como una etapa temprana de la creación, y no es hasta el siglo XIII entre los judíos asquenazíes, cuando la palabra golem empieza a usarse para referirse a una persona artificial. Antes de proceder a su creación, el rabino ayuna durante cinco días, luego amasa una figurita humana a base de barro y limo y dice: «Shem ha-Mephorash», es decir, ‘dividido’, ‘separado’ y en la frente le escribe «emet», es decir, ‘verdad’. Esta palabra simbólica contiene veintidós letras, el alfabeto entero, del álef al taf. Escritas durante un trance místico, entre permutaciones lingüísticas, consiguieron su objetivo: la figura cobraba vida. Pese a no poder hablar, entendía lo que se le decía y llevaba a cabo todas las tareas domésticas, aunque no se le permitía salir de la casa judía. Crecía muy despacio, pero de manera constante hasta convertirse en un golem que superaba en fuerza y tamaño a los habitantes de la casa. Cuando se volvía una amenaza para ellos, le borraban la primera letra de la frente, con lo que emet se convertía en met, que significa ‘muerto’, y la criatura se rompía instantáneamente en los trozos de barro de los que había surgido. Se contaba que el golem creado por el justo Elías Baal Shem, de Chełm, creció hasta tal altura que el justo no podía alcanzarle la frente. Por eso le pidió al gigante que se inclinara y le quitara las botas, esperando poder cambiarle así la inscripción del rostro. Y así ocurrió. Pero el golem, al deshacerse en terrones de arcilla y barro, se desplomó sobre él y lo asfixió como si fuera un aprendiz de brujo.

 

El golem más famoso fue el que creó en el siglo XVI en Praga Rabbi Judah Loew, alquimista y astrónomo del emperador Rodolfo II, para defender a la perseguida población judía. Gracias a su fuerza sobrenatural, el golem cumplía su tarea a la perfección, pero un día le sobrevino un ataque de locura y empezó a sembrar la destrucción a su alrededor, por lo que tomaron la decisión de eliminarlo. Los ecos de esta historia resuenan en el relato de Frankenstein, un Prometeo moderno (Frankenstein, or the Modern Prometheus) salido de la pluma de Mary W. Shelley, la segunda esposa del poeta Percy Bysshe Shelley. El relato fue ideado en Suiza, donde Byron y el matrimonio Shelley mataban las tardes lluviosas de verano con historias de espíritus. Frankenstein, un estudiante ginebrino de filosofía, descubre el secreto para revivir la materia. Con los cadáveres robados del cementerio y los prosectorios, crea un potente y repugnante monstruo que se siente infeliz y solitario. Para vengarse de su creador, la criatura comete crímenes terribles y acaba quitándose la vida. Con el paso del tiempo, sobre todo por la influencia de las versiones cinematográficas, el nombre de Frankenstein empezó a utilizarse para referirse al propio monstruo y no a su creador, el Prometeo de nuestro tiempo.

Si las sucesivas encarnaciones del golem y de Frankenstein despertaban el temor de los hombres, era por su tamaño sobrehumano y su colosal fuerza incontrolable. La primera vez que el temor se apoderó de los dioses del Olimpo fue cuando vinieron al mundo los gigantes, vástagos de la Tierra-Gaia, engendrados de la sangre derramada de las heridas de su esposo, Urano. Nada más nacer ya desafiaron al Olimpo, lanzando árboles ardientes y gigantescas rocas. La Gigantomaquia fue la guerra más difícil a la que se enfrentaran los dioses, como podemos ver por el fragor de los combates que nos transmiten los pórticos frontales de los templos griegos. Con los vencidos gigantes vino a encontrarse Dante en el infierno. Sus descomunales torsos y sus «enormes patas» lo petrificaron y lo llenaron de miedo, y por eso dice Dante con alivio:

Cierto, hizo bien natura cuando al arte

de formar tales secretos puso meta,

auxilio tan atroz quitando a Marte.

 

Y si ella a producir aun se sujeta

ballenas y elefantes largamente,

hasta en eso es más justa y más discreta.[321]

Al escribir estas líneas me viene a la memoria una anécdota relacionada que atesoro en mi experiencia. Acababa de licenciarme como médico y estaba en un hospital de Wrocław empezando uno de mis primeros días de guardia. Era una tarde de sol y yo avanzaba por el pasillo largo y claro del hospital, bajo las altas bóvedas de los arcos neogóticos. Tenía por recorrer ante mí un semicírculo y luego un tramo recto más antes de llegar a la sala donde se encontraban los enfermos. De repente, desde la curva del pasillo empezó a cernirse sobre mí una sombra, que creció hasta cubrir en un abrir y cerrar de ojos todo el espacio. Me recorrió un escalofrío y por un momento fui presa del miedo. Me dio aún tiempo a pensar en un eclipse cuando desde la esquina salió un gigante que avanzaba hacia mí cubriendo el pasillo entero con su cuerpo. En el momento en que nos cruzamos, yo, pegado a la pared, oí una voz desde muy alto, desde mucho más arriba de mi cabeza: «Buenas tardes, doctor». Entonces suspiré. Aquél había sido mi primer encuentro con Michał, nuestro gigante, un hombre con acromegalia. En la rara enfermedad del gigantismo, la hipófisis o glándula pituitaria crea en la infancia o en la temprana juventud un exceso de hormonas de crecimiento y la persona crece sin parar hasta alcanzar un tamaño sobrehumano. El gigante de mayor estatura registrado en las crónicas médicas medía dos metros sesenta y dos centímetros. Nuestro Michał alcanzaba dos metros treinta y dos centímetros. Lo invitábamos a la clínica dos o tres veces al año, pero no sólo para someterlo a tratamiento, sino también para presentarlo ante los estudiantes. Su llegada estaba precedida de no pocos preparativos. No teníamos lugar donde tumbarlo y recuerdo cómo una enfermera y yo tuvimos que desmontar una cama de hospital para ponerle debajo las patas de una mesa y una mesilla auxiliar, cubriéndolo seguidamente todo con colchones. Los pacientes que se encontraban con él, tocados en su virilidad, siempre querían echarse un pulso con él, que aceptaba esos desafíos sin entusiasmo alguno y los resolvía a su favor en un par de segundos.

Michał era de naturaleza tranquila y de disposición apacible, no hacía ostentaciones de fuerza; le gustaba hacer adornos con flores, bordar y jugar al ajedrez. Encontró una ocupación a su medida en la fábrica de automóviles de Jelcz, cerca de Wrocław, pintando autobuses. Siempre decía, encantado: «A mí la escalera no me hace ninguna falta».

 

Los gigantes, pacientes con los que un médico se encuentra, en el mejor de los casos, una o dos veces durante toda su práctica, nos hacen pensar en los principios míticos del mundo. También nos traen a la memoria los tiempos en los que la gente intentaba crear seres humanos artificialmente. A todos los creadores, ya fueran alquimistas, magos, chamanes o médicos, les asaltaba la misma pregunta, que no era ni mucho menos de naturaleza técnica, pues no se referían a la receta. La pregunta era: «¿Tendrán alma?». De la respuesta dependía el cumplimiento, la perfección de la magia. Pues, si las personitas de las retortas, los homúnculos, no tenían alma, entonces ¿qué eran? ¿Semipersonas? ¿Sucedáneos? ¿Robots desprovistos de alma? En la historia de Salaman y Absala leemos que el homúnculo engendrado a partir del semen del rey en una botella en forma de mandrágora recibió un «alma racional». No nos sorprende, ya que sabemos que se trata de una historia moral cuyo objetivo es el paso del alma del mundo de la materia a la realidad de las formas ideales, universales. Esa misma pregunta sobre la existencia del alma atormentaba también a la gente del medievo. Durante siglos se transmitió la historia de un médico catalán, Arnau de Vilanova, quien, ante el temor de caer en pecado mortal, en el último momento hubo de destruir el alambique en el que estaba empezando a formarse el cuerpo del homúnculo. Conforme se fue popularizando la noticia de estas pruebas de creación artificial de seres humanos, los teólogos católicos se vieron obligados a tomar la palabra. Con el fin de estigmatizar a los charlatanes y aportar argumentos acerca de lo imposible de semejante empresa, más de una vez los teólogos echaron mano de asombrosas construcciones lógicas. Así, uno de los argumentos del siglo XVII afirmaba que el alma del homúnculo, creada de novo, estaría libre del pecado original que nos es transmitido desde Adán, motivo por el que el homúnculo no necesitaría salvarse por medio de Cristo. Ciertamente, una prueba obtenida por reductio ad absurdum.

 

El judaísmo resolvió el problema del alma de una manera creativa. La transformación de un caos inanimado en un ser formado, en un golem, termina con la adscripción a este ser de un alma de la clase más baja (nefesh) por medio del grabado de una palabra en la frente (emet). En tal jerarquía, el alma del golem (nefesh) se sitúa por debajo del alma de Adán (neshama). La criatura surgida de mano del hombre no puede compararse en perfección a la que sale de la mano del Creador.

 

Cada vez más a menudo leemos que la clonación del hombre es inevitable y se podría llegar a tener la impresión de que está cerca. La discusión sobre el alma de los clones es otro asunto que aparece a menudo en la literatura de ciencia ficción. Pero quizá la historia del ascenso y la posterior caída de Hwang Woo-Suk debería servirnos de alerta. Ese afamado investigador coreano, que había clonado anteriormente un galgo afgano, publicó entre 2004 y 2005 en prestigiosas revistas trabajos sobre la obtención de las primeras células madre embrionarias, aportando fotos de las mismas. Ese logro abría el camino hacia la medicina regenerativa: por medio de ella podríamos recuperar la capacidad perdida de regeneración constante, capacidad que han conservado criaturas como la salamandra o la hidra. Así las cosas, la clonación de un ser humano entero parecía acercarse a pasos agigantados. El equipo coreano estaba en boca de científicos de todo el mundo, que llevaban varios años depositando en esta área de investigación sus mayores esperanzas. En California, para sortear las limitaciones éticas del gobierno federal de Estados Unidos, se asignaron tres mil millones de dólares del presupuesto estatal y se procedió a crear un centro de clonación, adelantándose así al resto de los estados. Cuando ya las esperanzas habían alcanzado su cima, se descubrió que los resultados de Hwang habían sido falsificados. Se trataba de uno de los mayores fraudes de la historia de la ciencia moderna. En el transcurso de tan sólo unas pocas semanas, Hwang (héroe nacional, admirado por todo el mundo) lo perdió todo: su honor, su posición académica… Las líneas aéreas estatales coreanas, que habían puesto en sus manos un billete de primera clase gratuito y vitalicio, le retiraron esta prebenda. Se retiraron de la circulación sellos de correos en los que un enfermo confinado a una silla de ruedas empieza a moverse con facilidad tras serle inyectadas células madre. La disciplina entera, considerada la más importante de la biología, el futuro de la medicina, se cubrió por un momento de sombras.

 

El icono de la medicina regenerativa moderna no debería ser otro que Prometeo, cuyo hígado fue devorado a diario, durante treinta mil años, por un buitre para volver a crecer cada noche. Esa capacidad de regeneración del hígado la ha confirmado la medicina moderna, que ha contrastado el comportamiento de éste con el de los músculos cardíacos. Se habla de diferentes hechos como posibles iniciadores del ampliamente conocido mito de Prometeo. Y es que los mitos, al ser narraciones de viajeros, acostumbraron a los griegos a oír distintas versiones de la misma historia. Y así, centelleando, fue como los mitos se alejaron del ritual. Se trataba de narraciones que se contaban una y otra vez, y cada vez de forma distinta. Se omitían unas cosas, se añadían otras. Esas variantes eran para el mito como la «circulación de la sangre».[322] Gracias a esa sangre el mito pudo «respirar más hondo»[323] en la literatura.

Según una de las versiones, el hombre sería una creación de Prometeo, que lo habría hecho con barro y lágrimas. En Beocia, hasta hace muy poco, todavía se enseñaba la cabaña en la que Prometeo se afanaba en su trabajo. Alrededor de ella, terrones de tierra roja, arcillosa, que desprendía un olor parecido al del cuerpo humano. Los primeros seres humanos vagaban «como débiles apariciones oníricas»,[324] impotentes frente a la fuerza de la naturaleza. Entonces Prometeo se coló en el cielo, robó una chispa y la llevó abajo, a la tierra, para dársela a los mortales. El fuego, como atributo del poder de los dioses que era, les dio a los humanos superioridad sobre todas las criaturas de la Tierra. Por este hecho, Zeus alcanzó a Prometeo con un rayo y lo ató a una roca del Cáucaso, donde un águila le habría de comer el hígado hasta que fuera liberado por Heracles. El mito de Prometeo, uno de los personajes mitológicos más excelsos, ejercía una enorme influencia en la cultura y ha encontrado como pocos su reflejo en el arte. Ya la tragedia de Esquilo Prometeo encadenado lo representaba como un rebelde contra la tiranía y un defensor de la felicidad humana, de la libertad espiritual, que tras incontables sufrimientos termina ganando la batalla. Y ésa ha sido la imagen que ha perdurado todos estos siglos: en la poesía de Goethe, de Mickiewicz, de Shelley, en las oberturas de Beethoven, los poemas sinfónicos de Liszt y Skriabin, en los cuadros de Tiziano y Rubens. El fuego de Prometeo se asoció para siempre a la inspiración, la valentía heroica, la fuerza creadora. Todos los que han intentado o intentan crear un ser humano de novo, fuera de la naturaleza—como es el caso del homúnculo, el golem o el clon—se inspiran en Prometeo. Echaron mano de la magia, del Ars Magna y de su reflejo en el judaísmo (la alquimia de la palabra), y en nuestros días, de la biología molecular, para conocer un fragmento minúsculo de un misterio que sólo Dios conoce al completo.

 

Atado a su roca, Prometeo le dice a Zeus que al darles el fuego a los hombres, les concedió la libertad, rompió las cadenas que los hacían esclavos de la voluntad de los dioses, los liberó para que fueran humanos, para que se modelaran a sí mismos. A esto el dios le responde, también magnífico:

Lo separaste únicamente

de la luminosidad celeste,

de la sabiduría y la seguridad de los cielos.

Lo hiciste libre para que llegara

por oscuras galerías, a tientas

hasta el límite de su propio ego,

vanidad y soberbia.

[…]

Le cortaste los nervios

que lo unían a su propia alma.

Y cuando el hombre aprenda a vivir sin alma,

yo seré redundante […].

Y llenarán sus oídos otras voces.[325]

Estas palabras señalan uno de los defectos más profundos de la condición humana, una de sus contradicciones ocultas. Por eso el hombre aparece dividido «entre el bien y el mal, el poder y la debilidad, la sabiduría y los deseos que lo manejan, entre lo insignificante y lo grandioso, entre las pasiones y la santidad, la verdad y la apariencia».[326] Su destino trágico impide que se convierta en una figura unívoca. Y así el hombre está ante una frontera que su orgullo le obliga a atravesar, para lo que es capaz de ejercer la violencia, de atreverse a cometer una profanación.

 

Los autores de las grandes tragedias griegas conocían bien la hibris y la hamartia, el orgullo desmedido, eran sabedores de la tendencia humana a liberarse de las ataduras de prohibiciones y normas, de buscar la libertad absoluta a cualquier precio. Hoy lo único que cambia es el escenario: la naturaleza humana sigue siendo la misma. A los médicos les cuesta encontrar apoyo en un mundo contemporáneo que, por boca del postmodernismo, promueve un «modelo de vida que no está condicionado por las normas»,[327] un pluralismo ilimitado de convicciones, el relativismo, una visión blanda del mundo, una aceptación no crítica de cualquier diferencia. Vivimos en un mundo empeñado en desmitificar toda autoridad, en deconstruir y también en alejar cada vez más la pregunta del sentido de la existencia. Un sentido que «se encuentra fuera de nosotros y sólo puede ser entrevisto con estupefacción».[328] ¿Dónde buscar las fronteras de la libertad? Esta pregunta le es especialmente cercana a la medicina, cuyo patrón, Asclepio, al resucitar a los muertos, cruzó la frontera del círculo humano de la existencia, motivo por el que Zeus lo hizo morir a fuego. ¿Cómo, entonces, delimitar la frontera que la biotecnología no debería cruzar en nuestro organismo? ¿Qué es lo que queremos defender? ¿Lo principal de nuestra humanidad, el núcleo en el que se encuentra la dignidad humana y las normas que de ella surgen? El concepto de dignidad humana, que fuera la piedra angular del pontificado de Juan Pablo II, se nos pone hoy delante con una actualidad asombrosa. La frontera que traspasó Asclepio y que le costara morir atravesado por un rayo existe, por mucho que a nuestros ojos les resulte tan difícil advertirla.

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