Core

Core


CORE » EL CEREBRO

Página 5 de 22

EL CEREBRO

 

Se parecía a la enorme bola de helado cassata que, hacía años, mi madre había traído y volcado en un plato hondo donde se quedó esperando a ser servida en la cena. Era en aquella misma cocina, en un plato de sopa idéntico, donde lo tenía ahora delante, liso, brillante, envuelto en su neblina de vapores de formol: un cerebro humano. Lo había sacado a escondidas de la sala de disección tras la clase práctica de anatomía. De camino a casa se había estado agitando en su bolsa de plástico como el pescado que se compra en Polonia unos días antes de Navidad, y, resbaladizo como aquellas carpas navideñas, por poco no se me cae al suelo al pasarlo al plato. A pesar de que a simple vista no hacía sino seguir, sin saberlo yo, los pasos de grandes médicos y célebres pintores que habían llegado a robar cuerpos de los cementerios para estudiarlos a fondo en casa, la verdad es que lo que me movía a mí no era una curiosidad insaciable, sino más bien el terror que me iba invadiendo conforme se acercaba la fecha del examen de anatomía del cerebro. Aquél venía precedido por la fama de ser el más difícil de los del primer año de Medicina. «Con esos cerebros que tenéis no vais a aprobar este examen en la vida», había sentenciado burlón, frotándose las manos, el asistente que nos daba clase. Ahora que tenía delante el brillo de aquellos enormes hemisferios surcados de canales y hendiduras, aquellos caminos enrevesados y aplastados, e imaginándome todo lo que se ocultaba debajo de ellos, pensé con creciente pánico que quizá al asistente no le faltaba razón.

 

Por suerte han existido, muchos siglos antes de mi nacimiento, otras personas a las que la contemplación del cerebro no sólo no les había echado atrás, sino que les había animado a comprenderlo, a asignarle funciones a sus misteriosas pero bien definidas zonas. Y así fue como el vienés Franz Joseph Gall conservó desde su infancia la observación de que las personas que tenían los ojos saltones se caracterizaban por tener una memoria prodigiosa. Muchos años después, ya como joven médico, empezó a pensar que otras características de la mente podían tener su morada en el cerebro y depender de su hiperdesarrollo o de su atrofia. Dado que «el cráneo rodea el cerebro igual que un guante una mano»,[13] es precisamente en el cráneo donde esos apéndices y hendiduras se encuentran reflejados. Afirmó así que palpando los huesos del cráneo se podían conocer las características psíquicas y morales de una persona. De entrada describió veintisiete zonas en la superficie del cráneo que, se suponía, responderían a otras tantas cualidades tales como la valentía, la amigabilidad, la agresividad, el orgullo, la vanidad, los sentimientos paternales, las capacidades artísticas, la inclinación al delito o a la metafísica, entre otras. Cuando se recorre el catálogo de estos rasgos, que ha ido creciendo con el paso del tiempo, se advierte que entre ellos no aparece el lema «amor». Y es que el amor no nace en el cerebro, sino que lo domina.

La teoría de Gall, que se bautizó como frenología, gozó de una extrema popularidad. En 1807 se hizo mundialmente conocida al prohibir el emperador austríaco su práctica por considerarla contraria a la doctrina católica. Y no es de extrañar, si pensamos que lo que estaba haciendo Gall era dar muestras empíricas de la materialidad de la vida espiritual. El científico se trasladó a París, desde donde su círculo de adeptos se extendió por toda Europa. En 1832, en Gran Bretaña ya existían veintinueve sociedades frenológicas que editaban con regularidad varias decenas de revistas. Pero donde mejor encaje encontró la frenología fue en el terreno de las relaciones personales, ya que la inspección mutua de cualidades a partir del cráneo fomentaba el flirteo. Eso no quiere decir, sin embargo, que se dejara de lado su dimensión científica. En un grabado de 1907 vemos a una doncella a la que se está estudiando con un fenómetro eléctrico. La chica está de pie sobre un pedestal, con la cabeza metida en una campana como si estuviera en la peluquería. Hay una red de cables que unen la campana a una máquina medidora del tamaño de una persona con un interior acristalado repleto de poleas, engranajes, rodillos y piñones. Este mecanismo de reloj, imponente por su complejidad, descubre y registra los fenómenos mentales reflejados en el cráneo. La doncella se da cuenta de la gravedad de la situación: en su cara concentrada, el miedo se mezcla con la esperanza de conocer la verdad.

Francis Crick, uno de los descubridores del ADN, guarda recuerdos de una visita al frenólogo acompañado por su madre. En Gran Bretaña, las últimas sociedades frenológicas dejaron de funcionar en 1967, y hasta el día de hoy en las tiendas de antigüedades de Londres pueden encontrarse cabecitas de porcelana con los rasgos de carácter y las predisposiciones marcadas por zonas. Más allá de toda su charlatanería, Franz Gall era un extraordinario anatomista: estudió y describió el recorrido de los mayores flujos nerviosos que van de la corteza a la médula espinal. Las malas lenguas afirman que hoy en día nos estamos dejando llevar de nuevo por una ola de neofrenología. Con ayuda de una tomografía por emisión de positrones nos siguen embaucando las representaciones de la actividad del cerebro (con colores que no corresponden a la realidad) y nos llevan a pensar que podemos comprender las técnicas de cálculo que se usaron para componer aquellos diagramas.

La intuición de Gall de que determinadas zonas de los hemisferios cerebrales son responsables de funciones concretas a fin de cuentas ha resultado ser cierta. Imaginémonos que estamos ante un enfermo que ha perdido repentinamente la capacidad de hablar. Está consciente, se mueve con facilidad, entiende lo que se le dice, pero no es capaz de decir nada y a cada pregunta responde con dos sílabas sin sentido: «Bla-pa». Se trata de una afasia motora. En el siglo XIX varios médicos parisinos advirtieron estas raras manifestaciones de la enfermedad en algunos pacientes y se describieron por medio de autopsia elementos anómalos en sus cerebros. Presentaban, por regla general, unos pequeños quistes de líquido del tamaño de huevos de codorniz, localizados todos ellos en el mismo lugar del lóbulo frontal; para ser más exactos, en el gyrus frontalis inferior. Siempre se encontraban en el hemisferio izquierdo. Al principio se pensó que se trataba de una coincidencia; al fin y al cabo, sólo se había observado en una decena de pacientes. La sola idea de que el órgano del habla, como se le empezó a llamar, pudiera albergarse en un único hemisferio no sólo parecía sacrílega, sino que violaba el tabú de la simetría de los hemisferios cerebrales. Y es que los médicos, ya en esa época, rendían pleitesía al fenómeno de la simetría, adelantándose en este sentido más de un siglo a los físicos de hoy. Además, el número de casos estudiados iba en aumento: las anomalías se seguían localizando indefectiblemente en el lado izquierdo. Hasta que por fin, en uno de los estudios post mortem, se localizó uno de estos pequeños quistes exactamente en el mismo lugar descrito hasta ahora, pero en el lado derecho. Sin embargo, el paciente cuyo cerebro mostraba esa anomalía nunca había sufrido afasia. Fue entonces cuando Broca, con cuyo nombre se denominaría más adelante el centro del habla, enunció: «Nous parlons avec l’hémisphère gauche» («Hablamos con el hemisferio izquierdo»).

Paul Broca, uno de aquellos médicos parisinos, conservó para la posteridad los cerebros de sus primeros pacientes: después de conservarlos en formalina, los envió a un museo de París. En el año 2007 unos neurólogos estadounidenses los sacaron del museo y los sometieron a una resonancia magnética con la que corroboraron la exactitud de las observaciones de Broca. El centro del habla estaba justamente en el lugar que él había descrito, que era algo mayor que la versión simplificada que transmitieron sus sucesores.

A pesar de lo que pueda parecer, estamos hechos, tal y como el resto de los vertebrados, de forma asimétrica: tenemos el corazón a la izquierda y el hígado a la derecha. El embrión que resulta de unir un espermatozoide con un óvulo tiene aún características simétricas, pero esa simetría se rompe muy pronto, ya en las primeras etapas del desarrollo embrionario. En el embrión humano, que consta de varias decenas de células, se diferencia un gen que ondula su homogénea superficie y que le da su nombre (el gen Notch):[14] es un solo gen y está situado al lado izquierdo. El nacimiento de la asimetría precede, pues, al nacimiento de la persona, puesto que en un embrión de pocos días la parte derecha se diferencia de la izquierda. Es así como ya en el vientre materno tiene lugar la ruptura de la simetría de un universo en formación. Simetría que se rompe de una manera parecida a una milésima del primer segundo del Big Bang que niveló la perfecta esfericidad del «estado orbital», el punto donde se concentraba toda materia; el destino del cosmos queda marcado ya por esta ruptura.

La asimetría de los hemisferios cerebrales se descubre al seccionar el cuerpo calloso. Este grandioso puente, que consta de más de dos millones de conexiones nerviosas, une los dos hemisferios y sincroniza su funcionamiento. En los años sesenta del siglo pasado a menudo se destruía o se cortaba quirúrgicamente ese puente a los enfermos que presentaban los casos más complejos de epilepsia, para evitar el contagio de las descargas de un hemisferio al otro. En los primeros momentos del postoperatorio se descubrían los síntomas de disociación. La mano derecha reaccionaba de manera distinta a la izquierda al ser preguntada sobre cifras. En las anécdotas clínicas aparecieron enfermos que se abotonaban la camisa del pijama con una mano y se la desabotonaban con la contraria. Tras un período de transición esos comportamientos desaparecían y los pacientes hablaban, se comportaban y sentían como antes de la operación. Aunque un estudio más preciso llevaba a descubrir un complejo entramado de disociaciones. Un hemisferio recibía información y no era capaz de compartirla con el otro. Por eso se empezó a considerar que los pacientes con el cerebro disociado poseían una «conciencia doble».[15]

Los estudios de imagen cerebral hechos en personas sanas corroboraron estas observaciones clínicas, señalando que en la mayoría de nosotros el hemisferio izquierdo está especializado no sólo en el habla, sino también en la lectura y la escritura, mientras que el derecho es mudo. Por eso se empezó a llamar al hemisferio derecho «menor, redundante», a pesar de que en él se localizan órganos especializados en la percepción que están ausentes en el otro hemisferio, como, por ejemplo, el reconocimiento de las caras.

 

El grado de especificidad de las lesiones cerebrales es sorprendente. Por ejemplo, una intoxicación por monóxido de carbono puede provocar complicaciones de la percepción que se presentan más de una vez como imposibilidad para distinguir los colores (acromatopsia), pérdida de la percepción del movimiento (acinetopsia), imposibilidad de reconocer las caras (prosopagnosia), entre otras. Estos trastornos se han venido definiendo durante casi un siglo como «ceguera del alma» (Seelenblindheit). El término parece remontarse hasta Platón; el creador de la Academia también atribuyó al alma funciones cognitivas, ya fueran directas, ya por intermediación de los sentidos. Esta concepción de los mecanismos de percepción se ha mantenido a lo largo de los siglos para encontrar su sitio finalmente en la medicina. Hasta que Sigmund Freud sustituyó este poético término por otro más científico y explícito: agnosia. Y el alma se esfumó de la sintomatología.

 

Una vez nos trajeron a la unidad de terapia intensiva a un hombre de mediana edad que había sufrido de forma repentina un derrame cerebral. Estaba profundamente inconsciente y durante las tres semanas que siguieron respiró gracias a un respirador artificial. Luego volvió a hacerlo por sí mismo, empezó a reaccionar al dolor y a las voces, a realizar tareas muy sencillas, hasta que al final fue capaz de atender órdenes complejas. Una mañana, cuando durante la visita le saludé de manera casi automática: «Buenos días, señor Jacek, ¿cómo hemos pasado la noche?», él repitió la frase enseguida dos veces. Había respondido como un loro, reacción que los médicos, con cierta dosis de tacto, llaman ecolalia. Así continuó unos cuantos días, hasta que la ecolalia desapareció y dio paso a las primeras palabras pronunciadas de manera autónoma. Hablaba con estilo telegráfico, con las oraciones más sencillas, pero al menos nos podíamos entender. Cuando le pedimos que escribiera unas palabras, sostuvo el lápiz un buen rato sobre el papel para devolvérnoslo luego con nerviosismo. Tampoco era capaz de leer los periódicos, ni siquiera los titulares. Diagnosticamos alexia y agrafía (pérdida de la capacidad de leer y escribir). Al día siguiente la enfermera, muy exaltada, me llamó para que fuera a verlo. ¡Lo encontré recostado leyendo un libro! ¡En latín! Se trataba de un manual de latín que un estudiante de medicina se había dejado olvidado justo al lado de su cama. Nuestro paciente, catedrático de filología clásica, gran conocedor de Ovidio, se había lanzado a leerlo sin dudar un segundo. Luego nos escribió en latín unas cuantas frases. Para poder responderle recurrimos al capellán. Dos meses después el paciente abandonó el hospital por su propio pie. Hablaba y se le podía entender a pesar de las pausas y los atropellos, y estaba aprendiendo a leer y a escribir en polaco. Pero en latín leía y escribía sin dificultad.

Disfunciones lingüísticas similares, extremadamente raras, se han descrito en Japón, donde se utilizan para escribir dos tipos diferentes de signos. Los kanji son ideogramas adaptados del chino y representan palabras enteras. Mucho más tarde se introdujeron los kana, fonogramas que representan sonidos consonánticos o vocálicos. Un japonés culto sabe de memoria miles de kanji, mientras que el kanacontiene sólo setenta y un símbolos. La escritura moderna es una mezcla de kanji y kana. Se han descrito casos de enfermos con afasia de Broca (precisamente la que padecía nuestro catedrático) que habían perdido la capacidad de leer y escribir en kana, pero no en kanji. También se han documentado ejemplos contrarios: completa fluidez en kana con afasia completa en kanji.

 

Junto a la de Broca se fueron describiendo paulatinamente otras áreas. Algunas de ellas se descubrieron durante operaciones neurológicas en las que el cirujano, queriendo comprobar la vitalidad de los tejidos que rodeaban el tumor que acababa de retirar, los tocaba levemente con un electrodo, a lo que el enfermo reaccionaba con un movimiento del cuerpo. Otras zonas quedaron al descubierto cuando los enfermos operados, al despertarse de la anestesia inicial que permitía abrir la corteza, ya no sentían ningún dolor mientras se les operaba el cerebro y, al estar conscientes, podían contar qué estaban experimentando. Y fue así, reuniendo las respuestas del cuerpo, como se empezó a definir el mapa del cerebro. El primer continente se localizaba en los alrededores de la cisura de Rolando, una hendidura que discurre por la parte superior del cerebro y que divide la corteza en dos zonas. En la frontal encontramos, en las circunvoluciones inmediatamente adyacentes, el control motor; en la zona inmediatamente posterior a esta cisura encontramos el área que regula la percepción sensorial. La primera permite el movimiento de las partes del cuerpo, mientras que la segunda toma de ellas impresiones a través de los sentidos. Ambas son simétricas entre sí, aunque la proporción del cuerpo de la que están encargadas es desequilibrada hasta el punto de lo grotesco: responden más a la sensibilidad y la capacidad de discriminar cada una de las partes que a su tamaño real. En los atlas anatómicos a menudo son representadas como dos personitas dentro del cerebro a ambos lados de la cisura de Rolando. Las superficies que ocupan el tronco y las piernas son relativamente pequeñas, al tiempo que la zona que corresponde a la lengua, los labios y los dedos son enormes. Y lo que es más, los cuerpos de esos homúnculos están colocados en cierto sentido de manera incorrecta; por ejemplo, la cara no se relaciona con la cabeza y el cuello, sino que aparece junto a las palmas de las manos. En el caso de los animales, la ubicación es similar, aunque las proporciones son diferentes: en los ratones el área de la corteza encargada de los bigotes es muy grande; en los cerdos sucede lo mismo con el morro. La sensación de esas zonas la recibimos como si nos tocaran, como un hormigueo o un picor, es decir, como sensaciones superficiales, básicas. Para encontrar dónde se hallan sensaciones más elevadas, más sublimes, es necesario buscar en otras partes, más allá de las circunvoluciones que rodean la cisura de Rolando.

Pero antes de pasar a ellas, recordemos otra célebre operación de cerebro que se suele relacionar con los modernos estudios sobre la memoria. En 1957 se le extirparon a un hombre de veintisiete años, H. M., amplias zonas de los lóbulos temporales y los fragmentos adyacentes del hipocampo como último recurso ante una epilepsia que no reaccionaba a los fármacos. La enfermedad remitió, pero se llevó consigo la memoria. El enfermo dejó de saber qué había sucedido años antes de la operación y se olvidaba rápidamente de los acontecimientos que le iban ocurriendo. Si alguien salía de su habitación, a los dos minutos H. M. no se acordaba de haberlo visto nunca. Una hora después de la comida no era capaz de decir qué había comido y ni siquiera si había comido o no. Sin embargo, estaba consciente, conservaba la memoria a corto plazo, que abarcaba unos minutos, y respondía sin problema si se le preguntaba sobre lo que estaba aconteciendo en ese momento. Lo que había perdido para siempre era la «memoria a largo plazo (long-term memory), también llamada declarativa».[16]

Poco después de este caso se registraron alteraciones aún más graves de la memoria en el caso de un afamado músico. Había sufrido una infección vírica en el cerebro que a punto estuvo de matarlo y que le había producido lesiones irreversibles en ambos lóbulos temporales. Mantenía una idea vaga sobre su propia identidad, pero no era capaz de aprender nada nuevo; la única de sus capacidades que permaneció intacta fue su elevada destreza musical. Vivió ya hasta el final de sus días sólo en tiempo presente. No tenía pasado ni futuro. «Era como un actor de la tragedia griega, que va por la vida impasible a los acontecimientos e inmune al paso del tiempo».[17]

 

¿Acaso cambia (y si es así, cómo) la psique de una persona que ha sufrido un ataque cerebral? Cuando después de varias semanas recupera la conciencia, y tras meses o años recupera la capacidad para hablar, ¿sigue siendo él mismo? Y si no es él, entonces ¿quién es? ¡Vaya una prueba para nuestro «yo», aquello que intuitivamente tomamos por algo inmutable, por un núcleo que hace que seamos nosotros mismos! Pero ¿es eso verdad? Sobre todo después de una enfermedad tan grave, ¿no nos convertiremos en alguien distinto a pesar de que el envoltorio sea el mismo de antes? Éstas son las preguntas que se hace en su último libro el célebre escritor y dramaturgo polaco Sławomir Mrożek. Él sufrió un grave ataque cerebral con afasia como resultado del cual perdió la capacidad de usar su lengua, el polaco, de manera oral y escrita. No podía ni contar ni hablar en ninguna lengua. Además, la afasia le limitó la capacidad de distinguir ideas contrarias, como por ejemplo derecha e izquierda, así como la posibilidad de medir la distancia y el tiempo. Después de casi tres años de trabajo con el logopeda ya hablaba, escribía y había recuperado las capacidades perdidas. El resultado final de la terapia fue Baltazar, una autobiografía en la cual lo que sorprende no sólo es el afinado recuerdo de los detalles, sino la claridad de los acontecimientos pasados.

Baltazar es el nuevo nombre del escritor, un nombre que conoció en sueños. Es un nombre que asociamos al último emperador de Babilonia, cuyo fin se vio anticipado por una inscripción misteriosa que apareció en la pared durante uno de sus banquetes: «Mane, tekel, fares», es decir: «Contado, pesado, repartido». Cuando soñamos se levanta una cortina que cubre una realidad más profunda y entramos en contacto con fuerzas misteriosas. Fue en visiones oníricas, en el «poema de la noche»[18] (en la tercera parte del poema épico Dziady, de Adam Mickiewicz), donde Gustaw, un amante que desea su felicidad individual, se transforma en Konrad, un hombre cuya biografía se convierte en una cuestión nacional. Gustavus obiit - hic natus est Conradus.[19] La identidad la definimos con un nombre y un apellido. Sławomir Mrożek escribe que desde que cambió de apellido y firma con el nombre de «Baltazar» ya no se le puede «alabar ni criticar por aquello que escribió antes de la afasia, dado que aquella persona ya no existe».[20] Para mí, su libro autobiográfico contradice la afirmación de que «lo que nos confiere unidad es la memoria y la palabra».[21]

De manera inesperada, la cuestión de la identidad comienza a aparecer en el ámbito de los trasplantes. Se trata de una duda que a buen seguro nadie se planteaba en 1952, cuando se hizo el primer trasplante de riñón, ni en 1967, cuando se trasplantó el primer corazón. Hasta hace muy poco sólo se habían trasplantado órganos internos, ocultos en el organismo del receptor. No es hasta que aparecen los trasplantes visibles (como los de la mano o la cara) que aparece la cuestión de la identidad. En el año 2006 unos cirujanos franceses le realizaron un trasplante completo de cara (piel, tejidos capilares, músculos e incluso fragmentos de los huesos) a una mujer joven. La operación tuvo éxito: la mujer pudo volver a tragar y mejoró el habla, aunque su gesticulación facial siguió siendo claramente deficiente. La novedad de esta operación, más allá del avance que supuso, fue el hecho de que, por primera vez, la cara entera se había tomado del cadáver de otra mujer. Y por eso no había antecedente alguno de este trasplante: porque la cara es el espejo de nuestra identidad y nuestra personalidad. ¿Cómo se siente una persona que lleva la cara de otra en lugar de la suya? ¿A quién ve en el espejo? ¿Qué sentimientos experimenta la familia del donante al ver la cara de una persona cercana, quizá de la persona amada, «trasplantada» al cuerpo de otra? La medicina empieza a hablar en estos casos de «trasplante de personalidad». No sólo en el caso de la cara; también en el de la mano. Un ciudadano neozelandés al que se le había trasplantado con gran éxito una mano, poco después de la operación empezó a verla como algo ajeno, no podía soportar su visión, se negó a seguir tomando la medicación inmunosupresora y poco después exigió que se la amputaran: prefería vivir sin mano antes que con una trasplantada.

 

La encargada de discernir la identidad es la memoria. Para los antiguos griegos, la memoria era también la madre de todas las musas: Mnemosyne mater musarum. Y si «la distancia es la esencia de la belleza»,[22] sólo la distancia limpia la realidad de la «voluntad de vivir» de Schopenhauer, fuente de nuestro sufrimiento, de nuestras ansias desmesuradas de poseer, y se consigue precisamente cuando el mundo se muestra a través de los recuerdos. Esta «memoria vital que nace de la imaginación»[23] nos ofrece imágenes vivas, ricas en detalles, y no sombras pálidas, lánguidas. Pero la memoria no se pliega a nuestros deseos. Recuperar el tiempo perdido, tener la voluntad de conjurar el pasado, en más de una ocasión es un esfuerzo vano, pues el pasado suele estar escondido fuera del alcance de la inteligencia «en algún objeto material […] que no sospechamos»,[24] y es la casualidad la que decide si nos hemos de topar con él o no. Para Marcel Proust estos objetos no eran otros que esos pequeños bollos, las magdalenas que, mojadas en el té o en una infusión de tila, le despertaban recuerdos de la infancia y le traían la felicidad. Provocaban una revelación, una epifanía.

Y fue así, en esa oportunidad de experimentar el pasado y el presente al mismo tiempo, como Marcel empezó a «atisbar la claridad en el éxtasis».

Pero en los recuerdos también pueden acecharnos el dolor o el sufrimiento; el temor a revivirlos nos lleva a veces a preferir que «años, períodos enteros de la vida se conviertan en nada, en el vacío».[25] El infierno, en opinión del poeta, son «pantallas inmensas en las que se proyecta la película de nuestra memoria»,[26] al igual que en Solaris, de Stanisław Lem, el todopoderoso y misterioso océano que rodea la estación espacial se cuela en las mentes de sus habitantes en busca de aquello que está mejor guardado en su memoria. Produce la encarnación de personajes del pasado, cada uno de los cuales supone un terrible cargo de conciencia que provoca desazón, vergüenza y confusión de los sentidos. No hay manera de zafarse de esas apariciones, de esos fantasmas, ni siquiera se les puede catapultar al espacio, y:

No es necesario ser un cuarto—para estar embrujado—ni una casa—el cerebro tiene corredores—que superan los lugares materiales.[27]

Algunas veces un acontecimiento banal es capaz de provocar recuerdos terribles, de entrada desprovistos de connotaciones. Una tarde estábamos sentadas varias personas tomando té cuando en el salón entró un gato. La persona que estaba a mi lado palideció, se quedó petrificada y de sus labios (repentinamente morados) brotó un grito desesperado: «¡Saquen de aquí a ese monstruo ahora mismo!». Un ejemplo así de pánico súbito producido por un gato lo describió estupefacto Heródoto en uno de sus relatos de viajes. ¿En qué simas del cerebro se guardaría aquel recuerdo traumático? ¿Cómo se habrá transmitido durante generaciones hasta revelarse en ese mismo grito mil años después?

Una vez me pidieron que examinara a un célebre profesor de historia de la literatura cuyo comportamiento empezaba a preocupar a sus allegados. Empezamos a hablar: su conversación era interesante, inteligente, tal como me lo había imaginado cuando en mis años de estudiante me entregaba a la lectura de sus ensayos, en los que hablaba, entre otros, de Marcel Proust. No me fue difícil encauzar la conversación hacia ese asunto: el paso del tiempo, el tiempo perdido. Y cuando ya estábamos completamente sumergidos en el tema, le pedí: «Profesor, ¿podría dibujarme usted qué hora es?». Sin muestra alguna de sorpresa tomó papel y lápiz y cuando, un momento después, me pasó el dibujo, lo que vi fue una esfera de reloj vacía y unas manecillas al lado. Aquella hoja constituía para mí una prueba diagnóstica clara: se trataba de la enfermedad de Alzheimer. Su memoria se estaba descomponiendo y, con ella, todo su mundo se iba deshaciendo en partes disociadas.

Llegados a este punto, ¿podría acaso evitar recordar a Ronald Reagan y el discurso histórico que pronunció una decena de años después de haber concluido su mandato en la Casa Blanca? El ex presidente, consciente de que la enfermedad de Alzheimer que padecía era imparable, se dirigió por última vez a los estadounidenses. Al inicio de su mandato, en 1981, estaba yo en la Universidad de Harvard. Un brillante compañero de mi época escolar, Jacek Hawiger, que entonces estaba viviendo y dando clases en Boston, invitó a la cena que celebramos tras mi conferencia, con clara intención de agasajarme, a un grupo de celebridades de Harvard. Entre ellos se encontraban un premio Nobel y muchos otros a los que sin duda poco les faltaba para tenerlo en el bolsillo. La cena transcurrió de la manera más agradable hasta que en los postres consideré que era hora de darles la enhorabuena por el extraordinario presidente que acababa de ser elegido. La atmósfera de la cena se congeló. Se hizo un incómodo silencio interrumpido por ácidas medias palabras. Finalmente se pronunciaron algunas opiniones lacónicas y los invitados se fueron marchando apresuradamente. Mis palabras de admiración echaron por tierra toda la cena. Sé que aquella predisposición cambió de sentido a favor del presidente más adelante, incluso en los círculos de sublimados intelectuales universitarios, al igual que su valoración póstuma. Pero nosotros aquí, en Polonia, lo vimos con buenos ojos desde el principio. Para nosotros era el primer presidente de un gran país que no tuvo miedo de llamar por su nombre al «imperio del mal» y echarle el guante. Pienso, por ejemplo, en el final del año 1983. En Polonia se había impuesto la ley marcial, mientras allí, en el otro hemisferio, empezaban los preparativos para las elecciones presidenciales. Pasamos la noche de fiesta en una casa de campo cerca de Gorce, en los Cárpatos, y por la mañana nos fuimos con los esquís a la primera misa que se celebraba en una iglesia de madera en otro pueblecito, Niedźwiedź. La iglesia estaba a rebosar. Las mujeres a la derecha, los hombres a la izquierda; y el sacerdote, tronante, dibujó una visión del infierno: sus puertas estaban abiertas para nosotros por la pasada noche de pecado y alcohol; el olor a chamusquina avanzaba por la nave y parecía que la iglesia entera, con sus vapores de alcohol, iba a ser pasto de las llamas. Al final el sacerdote, ya diminuendo, dijo: «Y se lo pido una vez más, ya estoy cansado de este asunto. ¡No se acerquen a mí después de la santa misa ni me dejen dinero para que rece al Altísimo pidiéndole la reelección de Reagan!».

 

¿Cómo vamos a curar la descomposición de la memoria que caracteriza al Alzheimer si sabemos tan poco de la memoria misma? Desde los años setenta del siglo pasado se han venido aislando una cantidad creciente de moléculas que podrían desempeñar algún papel en el funcionamiento de la memoria, no sólo en nuestra especie, sino en especies tan lejanas como el caracol, la mosca de la fruta o los roedores. Se piensa que la memoria a corto plazo (es decir, la que abarca en torno a una decena de minutos) se fundamenta en unos intercambios químicos que fortalecen relaciones previamente existentes (las sinapsis) entre las células nerviosas, mientras que la memoria a largo plazo, que comprende días o semanas, precisa la producción de nuevas conexiones entre las sinapsis. Investigaciones recientes realizadas en animales sugieren que la activación de células nerviosas que conlleva el aprendizaje de nuevas tareas se «representa» o repite durante el sueño. ¿De manera que el sueño fundamenta y fortalece nuestra memoria? En los años noventa se deshizo el dogma que rezaba que las células nerviosas no se reproducían, que veníamos al mundo con un número finito de ellas, y que no podía cambiar. Así, se descubrió que entre todas las áreas del cerebro era precisamente el hipocampo el que constituye, «literalmente, un criadero de neuronas para toda la vida». Queda por delimitar en qué medida esas neuronas nuevas contribuyen al trabajo de la memoria.

¿Los pensamientos se pueden enviar?, ¿traspasar desde la distancia? Y con ellos, ¿se pueden transmitir deseos o imágenes? Claro está, sin la ayuda de las palabras, el teléfono, el telégrafo o el correo electrónico, sino simplemente con la voluntad. Sin utensilios, sin soportes: directamente desde el cerebro, incluso si los separan cientos de kilómetros. Que esa comunicación era posible empezó a creerlo el joven oficial prusiano Hans Berger tras recibir una carta de su hermana en la que le contaba que había soñado que se caía de un caballo y se había hecho mucho daño. El accidente había tenido lugar, efectivamente. Al terminar el servicio militar, Berger, entonces un neurólogo incipiente, se entregó al estudio de la telepatía. Creía que las ondas electromagnéticas podían transmitir información misteriosa y, en el absoluto secreto del sótano de la clínica de Jena donde trabajaba, durante cinco años registró con electrodos fijados a la cabeza las ondas que emitía el cerebro. Si bien no fue el primero en realizar tales experimentos, sus observaciones fueron extremadamente exactas y reveladoras. Descubrió que los cambios de tensión registrados por su galvanómetro no resultaban de los cambios en la presión de la sangre, sino que tenían lugar en la corteza cerebral. Los cambios magnéticos generados por millones de neuronas resultaron ser miles de veces más débiles que los producidos por una pila sencilla. Estos resultados debieron de desanimar al joven investigador: las ondas magnéticas enviadas por el cerebro no podían, por tanto, ser recibidas por otro cerebro; la tensión de la electricidad es demasiado leve para transmitirse por el aire. Y si bien Berger no encontró confirmación a sus intuiciones sobre la telepatía, lo cierto es que realizó observaciones fundamentales y las sacó a la luz en 1928. Advirtió la periodicidad de los ritmos cerebrales, distinguió las ondas alfa, las ondas beta y otras a las que quisieron bautizar con su nombre, algo que él, en su modestia, no quiso permitir. Un ejemplo de ritmo periódico lo encontramos en el sueño: todos pasamos durante el sueño por cinco fases que se pueden registrar mediante una encefalografía (EEG); se trata de fases que se repiten varias veces a lo largo de la noche, si bien la duración de cada una de ellas puede variar. El electroencefalograma sirve para diagnosticar enfermedades cerebrales, permite observar la influencia de los fármacos y de las experiencias mentales, y también muestra «la característica más sorprendente y al mismo tiempo más inconsciente de la corteza cerebral: su permanente y espontánea actividad regeneradora»,[28] que se prolonga durante toda nuestra vida.

Otras técnicas de imagen contribuyen también a asignar funciones a las distintas regiones del cerebro, técnicas como la tomografía por emisión de positrones (PET) y, sobre todo, la resonancia magnética (RM). Esta última permite medir el tamaño de cada región cerebral (morfometría), valorar su composición química (espectroscopia) e investigar la circulación de la sangre, que se refleja en la absorción de oxígeno o de glucosa por el cerebro (imagen por RM funcional). Si observamos que en cualquier región del cerebro, normalmente en una muy concreta, hay signos de una mayor circulación de la sangre, entonces en la pantalla del ordenador aparecen luces de colores y decimos que esa región se ha despertado, que funciona a toda máquina. Pero también al contrario: la ralentización de esas funciones, por ejemplo en la región del hipocampo, parece ser una de las primeras alertas de la enfermedad de Alzheimer. La precisión de los aparatos de última generación empieza a ser tan alta que ya se han presentado imágenes en las que incluso puede apreciarse el oído absoluto (digámoslo con propiedad: la concentración de células de la corteza cerebral responsables de ese infrecuente don). Los músicos profesionales tienen más desarrollados los lóbulos occipitales y el encéfalo (coordinación motora) y emplean el área de Broca al leer las notas o cuando escuchan música. Además, si comparamos a los músicos profesionales de orquesta con los que no son músicos, los primeros tienen más sustancia cerebral y pierden menos con el paso de los años. No es de extrañar, pues, que un destacado neurólogo estadounidense haya declarado, al conocer estos resultados: «¡La práctica musical es una maravilla para el cerebro!».[29]

En el trabajo cotidiano de un médico la educación musical no parece ser especialmente útil; el oído médico no es equiparable al oído musical. He conocido a experimentados médicos que no eran capaces de diferenciar a Bach de Stravinski, pero cosas tan difíciles de diagnosticar como el ritmo de galope del corazón o la dispersión del tono de la aorta los reconocían sin equivocarse jamás.

Para cuando llegué a tercero de medicina ya me había olvidado del cerebro: tanto de aquel que había descansado en un plato de cocina como del que está dentro del cráneo. Un colega y yo nos apuntamos al círculo científico estudiantil del Departamento de Anatomía Patológica de la Academia de Medicina de Cracovia. Presencié las disecciones que realizaba con destreza y elegancia la profesora Janinę Kowalczykową. También asistía obligatoriamente un médico de medicina clínica, que se mostraba nervioso e inseguro, pues la autopsia constituía, más de una vez, la constatación final de un diagnóstico clínico. Aquí, en el escenario del theatrum anatomicum, la profesora iba descubriendo ante nosotros los órganos, su interior, iba encontrando patologías, intentando siempre que pudiéramos ver lo más posible. A última hora de la tarde hacíamos los preparados histológicos: diseccionábamos los órganos, los conservábamos, los coloreábamos bajo el microscopio con distinto grado de éxito, y siempre con la misma desgana. Con lo que soñábamos era con hacer nosotros mismos una autopsia. Y una tarde, en vísperas de las fiestas de Navidad o de Semana Santa (cuando el departamento se quedaba vacío) el auxiliar del laboratorio, contando con que el jefe de la sala de disección haría la vista gorda, nos dejó entrar en la sala a cambio de una botella. Allí nos dedicamos durante horas a realizar una autopsia, horas de encuentro solitario con la muerte que tenían el sabor de la fruta prohibida. Conmovidos, volvimos de noche por aquellos pasillos oscuros y largos, observados por aquellos armarios de museo. En sus estanterías, repletas de tarros, se bañaban en las profundidades de formalina amarillenta engendros monstruosos de la naturaleza: sirenitas, cíclopes, cefalópodos, troncos sin extremidades, tumores enseñando sus temibles dientes, abultados cánceres. Los pasillos de formalina no parecían tener fin. Aceleramos el paso hasta que, al fin, vislumbramos las luces de la calle. Suspiramos aliviados. Unos días después se acabaron las vacaciones, y con ellas aquellas horas de aventuras, y volvimos a la preparación de las muestras de microscopio. Un día, en una librería de viejo, encontré una edición destartalada en francés de Mi vida (Recollections de ma vie) de Santiago Ramón y Cajal. Aunque el apellido del autor no me decía nada, hojeando el libro me di cuenta de que también él había pasado no pocas horas colocando muestras en placas de cristal. Me llevé el libro por unas pocas monedas, volví a casa y no me separé de él hasta que se hizo de día. Aquella noche conocería la historia de uno de los más importantes investigadores del cerebro.

Santiago Ramón y Cajal nació cerca de los Pirineos, en una aldea en la que cincuenta sencillas edificaciones se ocultaban tras unos gruesos muros de piedra que en su día defendieran a sus habitantes de los ataques de los pueblos godos del norte y de los árabes del sur. Una corriente de agua procedente de las montañas partía en dos la Plaza Mayor. Su padre, el médico del pueblo, dedicó mucho tiempo a la educación del niño, también más adelante, cuando junto a él y sus otros tres hermanos se mudó a una localidad mayor, Huesca, y luego a Zaragoza. Aparte de su afición al dibujo, que su padre consideraba una pérdida de tiempo, el niño no destacaba en nada. Le apasionaban la fotografía y la construcción de cañones. Al mando de una pandilla de niños de su edad construyó en dos ocasiones un cañón que procedió a encender, lo que redujo a cenizas la puerta de hierro del jardín, hecho por el que pasó tres días en la cárcel.

Transcurrida más de una década, una vez terminados sus estudios de medicina, empieza a trabajar en Valencia. Lo absorbe la pasión investigadora, atraído por el mundo invisible que le descubre el microscopio. Su laboratorio es la mesa de su cocina: en ella, después de la cena, los instrumentos científicos que ha comprado con sus ahorros ocupan el lugar de los platos: un microscopio, un sencillo utensilio fabricado con una cuchilla de afeitar para hacer cortes finos (un microtomo), y varias decenas de tarritos de colorantes vegetales y anilina. Es fácil imaginarlo llevando órganos del matadero o de la morgue, cortándolos, diluyéndolos con alcohol, sumergiéndolos en parafina, seccionándolos con el microtomo en cortes lo suficientemente finos como para poder observarlos al microscopio. Luego tiñéndolos y mezclando los colores, variando la temperatura, el tiempo de exposición, y todo ello para poder ver las células esa misma noche. Se va corriendo al café a echar una partidita de ajedrez, se acuesta un rato, salta de la cama antes del alba y dibuja con tinta y pluma fina lo visto por la noche al microscopio.

Cada vez siente más interés por el cerebro. Entonces ya se sabía que estaba formado por neuronas, células de numerosas terminaciones en forma de raíces (dendritas) y una prolongación larga y fina (axón). Durante más de la mitad del siglo XIX hirvió la discusión sobre la arquitectura del cerebro, sobre la forma en que las neuronas, con todas sus raíces, se comunican entre sí. La opinión general era que se unían por las prolongaciones, que se iban dando las manos y formaban una corona, una espesa red por la que fluía la información. Sin embargo, era imposible llegar a ver tal red. Las técnicas de la época coloreaban todas las neuronas y tejidos, sin excepción. Se veía un bosque en cuya espesura perecían árboles, hojas y raíces. El gran avance lo hizo un científico de la edad de Cajal, el italiano Camillo Golgi, tras largos años de fatigoso y terco empeño. En muy difíciles condiciones, parecidas a aquellas en las que trabajaba Cajal, probó centenares de pigmentos, cambiando sus proporciones, concentración y tiempos de reacción, consciente de que le obstaculizaban la visión de la estructura que anhelaba contemplar. Y finalmente lo consiguió: en unos tejidos cerebrales sumergidos largo tiempo en dicromato de potasio y, posteriormente, en nitrato de plata, aparecieron neuronas aisladas. Esta reacción del noble metal tenía, incluso en su nombre, algo de alquimia: el científico italiano la bautizó como reacción negra (reazione nera), en la que se dejaba oír el eco de la negritud (nigredo), la primera de las etapas en las que los alquimistas llevaban a cabo «la transmutación a partir de formas gastadas por el Tiempo».[30]

A Santiago Ramón y Cajal, una vez familiarizado con la técnica de tinción de Golgi, se le ocurrió la idea de tintar no un cerebro humano maduro, como hacían otros investigadores, sino el cerebro de un embrión, en el que la red de neuronas era mucho menos espesa. Habiendo perfeccionado la técnica, descubrió que el tejido de los nervios (los axones) terminaba justo antes de la siguiente célula, pero no llegaba a tocarla. Entre el axón y la célula a la que éste llegaba había un fino espacio de separación, lo que quería decir que el sistema nervioso no llegaba a conformar aquella retícula anunciada por Golgi. Las señales se comunican de una célula a otra dando un salto de veinte nanómetros. A estas frágiles y delicadas conexiones, fundamento de la neurobiología, se las llamó sinapsis. La transmisión de señales por medio de la sinapsis resultó ser un proceso complejo que comprendía la despolarización eléctrica de la membrana celular y la liberación de distintos transmisores químicos. Sin embargo, ¡qué difícil le fue dar a conocer estos conocimientos científicos! Ramón y Cajal los publicó en español, los tradujo al francés, los envió a revistas alemanas… sin obtener respuesta. Comprendió que el mundo no le creería hasta que pudiera verlo con sus propios ojos. Con los ahorros que le quedaban, compró un billete de tren a Berlín para asistir al congreso de la Asociación Anatómica y allí montó su querido microscopio, tomó prestados otros más y cubrió los portaobjetos con preparados que nadie había visto antes. Entonces sucedió: se percataron de su presencia.

El perseverante y detallado análisis de las imágenes del microscopio, que registraba en dibujos delicados y extremadamente fieles, le permitió a Ramón y Cajal describir el sentido del flujo de las señales: desde el interior de las células, corrían a la célula vecina a través de un largo tejido, y su carácter estaba modulado por la información que le venía de cientos de sinapsis anteriores. Las cifras harían marear a cualquiera. El cerebro humano contiene al menos 10¹¹ neuronas y, dado que a cada una de ellas llega una media de mil sinapsis, el número de sinapsis se estima en 1014.

Los descubrimientos de Ramón y Cajal llevaron a la pregunta de cómo se transmiten los impulsos en el sistema nervioso. Las encendidas discusiones alrededor de esa cuestión continuaron incluso tras la muerte del científico. Se pensaba que los nervios se comunicaban con ayuda de unas «chispas», de impulsos eléctricos, pero no se creía que las sustancias químicas pudieran garantizar una velocidad de transmisión adecuada. Hoy nadie pone en duda que en el interior de la célula la transmisión es eléctrica, mientras que en sus terminaciones los nervios producen compuestos químicos (neurotransmisores) que transmiten los impulsos a otros nervios o células nerviosas. Así, por ejemplo, una producción insuficiente de un neurotransmisor llamado dopamina en las sinapsis lleva a la enfermedad de Parkinson. En 1906, dos grandes adversarios, Santiago Ramón y Cajal y Camillo Golgi, fueron galardonados conjuntamente con el Premio Nobel. En sus modestos laboratorios caseros y en soledad habían avistado las mismas células por medio de las lentes gemelas de sus microscopios, aunque cada uno de ellos había visto un sistema nervioso distinto. Pese a que ya antes la balanza se había inclinado a favor de Ramón y Cajal, Golgi no perdió hasta el final la fe en lo acertado de su teoría de las redes neuronales. Su discurso en la entrega del Nobel consistió por entero en una polémica abierta con las ideas de Ramón y Cajal; por su parte el español, mucho más equilibrado y tranquilo, había dicho varios años antes: «¡Cruel ironía del destino emparejar, a modo de hermanos siameses unidos por la espalda, a adversarios científicos de tan antitético carácter!».[31] Sin embargo, hoy Golgi se habría alegrado de saber que en algunas regiones del cerebro, además de las sinapsis, los impulsos nerviosos también pueden transmitirse directamente de una célula a otra por medio de los canales proteínicos que las unen. Es decir, que sí existe aquella red (cuya existencia defendió Golgi toda su vida), aunque sea de forma rudimentaria, fragmentada y local. La razón no estaba toda del lado de Santiago Ramón y Cajal: ¡también tenía algo de razón Golgi!

 

¿Hasta qué punto las enfermedades psíquicas, las llamadas enfermedades del alma, nos permiten adentrarnos en las profundidades del cerebro? La psiquiatría siempre ha estado a caballo entre dos visiones de la enfermedad mental: una se apoya en la anatomía del cerebro, en sus procesos químicos y la farmacología, al tiempo que relaciona los trastornos mentales con la biología de la corteza cerebral; la otra, con los problemas sociales o personales. En la historia de la psiquiatría, esos dos puntos de vista, esas dos visiones se han ido entrelazando para sobresalir ora una, ora la otra. Cuando se colocaron los pilares de la psiquiatría, en algún momento del siglo XVIII, la interpretación biológica era la dominante, pero ya las grandes corrientes intelectuales del siglo siguiente trajeron de la mano la «psiquiatría romántica». Los desórdenes psíquicos empezaron a juzgarse según categorías de moralidad y pasión; mientras que las pasiones afectaban espontáneamente al alma humana. Y Christian August Heinroth, jefe de la primera cátedra de psiquiatría abierta en una universidad alemana, escribió en 1823: «Las pasiones no son más que carbones encendidos y arrojados a la base de la existencia o sierpes que inoculan veneno en los vasos sanguíneos. En el momento en el que se ve embaucado por las pasiones, el orden de la individualidad se pierde».[32]

 

Ir a la siguiente página

Report Page