Coral

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—Y bien, ¿puedes decirme a qué estás esperando? No seré yo quien te diga lo que debes hacer. Greg enarcó una ceja dirigiendo una sonrisa divertida a su hermana, que lo interpelaba de pie ante él, con los brazos en jarras. La ignoró por unos segundos, mientras bebía con deleite las carcajadas que Amelia soltaba mientras él la hacía trotar sobre sus piernas. Cada vez que se detenía, la pequeña se agarraba con más fuerza de sus manos, y tiraba de él, para obligarle a continuar.

—No sé de qué me hablas, Amelie.

—Por supuesto que lo sabes.

Amelie se sentó frente a él, en la pequeña salita de visitas de la pensión de la señora Emilia, intentando mantener la seriedad para el tema importante que quería tratar con su hermano; pero la vista se le iba una y otra vez a la deliciosa carita de la pequeña, que reía feliz, con las mejillas arreboladas. Amelia era tan parecida a ella que podía pasar por su propia hija. Aquella sobrina inesperada le hacía dar gracias al cielo por haberla conocido y gozar de su compañía, algo que tanto la había ayudado a restablecerse, física y moralmente, de todas las desgracias pasadas.

—Estoy hablando de Coral y de ti; de cuánto vas a seguir esperando para pedirle que sea tu esposa, y llevarla, a ella y a la preciosa Amelia, a conocer a nuestra madre.

—Amelie...

—No, no, no voy a permitir que esquives la cuestión una vez más. Ya han pasado diez días desde el... entierro.

La hermana de Greg frunció el ceño, recordando la horrible pelea y la muerte de su esposo. Al momento, levantó la barbilla, valiente. Ahora todo había pasado y era libre, y no permitiría que nunca nadie más dirigiera su destino. Otra cosa era que su hermano sí necesitase un empujoncito en cuanto a su propio futuro.

—Me encuentro bien de salud y tu barco nos espera en Vigo. No puedes demorarlo eternamente.

—Lo cierto es que las mercancías ya deben de estar cargadas y todo preparado para viajar de vuelta a Santa Marta.

Greg, comprendiendo que aquella conversación iba en serio, detuvo sus juegos con la pequeña y la puso a su lado en el sillón, ofreciéndole una galleta como compensación.

—¿Entonces?

—Amelie, querida, tú pareces tenerlo todo muy claro en tu mente, pero yo no puedo decir lo mismo.

Observó cómo la pequeña manoseaba la galleta, hasta que se decidió a darle un pequeño mordisco. Al momento, el dulce sabor la hizo sonreír y levantó el rostro hacia él en gesto de agradecimiento. Greg pensó que era el hombre más afortunado de la tierra por lograr aquella sonrisa.

—Ella te quiere, Greg, pero es tan obstinada como tú y no va a venir a decírtelo. No es Coral quien tiene que proponerte matrimonio.

Amelie se recostó en su asiento, con el gesto satisfecho de una mujer mucho mayor y conocedora de la vida. Era extraño que después de la mala suerte que ella había tenido en cuanto al amor, ahora estuviese tratando de convencer a su hermano para que se arriesgase. Pero sabía que hacía lo correcto.

—¿Se te ha ocurrido pensar que tal vez sólo haya una persona destinada por el Señor para cada uno de nosotros en este mundo? Conocemos matrimonios desgraciados, o simplemente erróneos, parejas que no saben hacerse felices o que se ignoran. Pero a veces ves a una pareja perfecta, no sé, como Max Ashford y su esposa Jordan; el amor que se profesan es como una luz que los envuelve y lo ilumina todo a su alrededor. Greg, he visto cómo te mira Coral cuando tú estás distraído, y también cómo la miras tú a ella. Has tenido la suerte de encontrarla por segunda vez en tu vida. ¿Vas a desperdiciarla?

Greg Hamilton miró a su hermana, conmovido, preguntándose cómo, en su corta y últimamente desgraciada vida, había podido alcanzar aquel nivel de sensibilidad y sabiduría. Amelia había acabado la galleta y le tiraba de la manga, esperando que volviese a jugar con ella. La levantó en sus brazos, muy alto, arrancándole un chillido de placer, y luego volvió a sentarla en sus piernas y reanudó el trote.

—Espero que ese silencio signifique que estás reflexionando sobre lo que te he dicho — insistió aún Amelie.

Paseaban por la orilla del río. Amelie delante, con su sobrina en brazos, haciéndole cosquillas con una ramita de helecho. Las risas de la pequeña hacían sonreír a Greg y a Coral. Entre los dos hermanos la habían convencido para aquel paseo, insistiendo en que la mañana era demasiado hermosa para pasársela planchando manteles y sábanas. Tía Emilia también había tenido su parte en aquella pequeña encerrona, y prácticamente la había empujado para que los acompañara.

«¿Quieres a mi hermano?», le había preguntado Amelie la noche anterior, cuando estaba acostando a la niña. La pregunta la había cogido tan de sorpresa que sintió cómo si la habitación girara a su alrededor. Siguió arropando a su hijita, como si no hubiera escuchado aquellas palabras, poniendo un muro de falsa indignación ante lo que podía tomarse como una intromisión impropia en su vida privada. Pero Amelie no estaba dispuesta a arredrarse. Siguió hablando, a pesar de su silencio, a pesar de su boca apretada con gesto de disgusto. Ella creía que sí le quería, creía que Dios los había creado para encontrarse, y amarse, y vivir juntos y felices para siempre. Y Coral tenía que escuchar todas aquellas palabras y tragarse las respuestas y las lágrimas que amenazaban con brotar de forma incontenible. «¿Dejarás que nos marchemos de esta manera?» Como si ella pudiera hacer algo por evitarlo. Si Greg le hubiera dado algún indicio, si hubiera hecho una promesa, si de sus labios hubieran salido en algún momento palabras de amor... Pero eso no podía contárselo a Amelie. «Él te quiere.» Amelia ya dormía. Coral dejó de acunarla y se volvió hacia la joven de tristes ojos azules que aguardaba sus palabras, expectante. De repente, comprendió que de verdad se iban a marchar y que él ya nunca volvería. El destino no jugaría a su favor una tercera vez. Tendría que vivir el resto de su vida con el recuerdo de lo que había tenido y de lo que nunca podría volver a tener. «¿Le quieres?» Coral, desarmada ante aquella mirada de sincera preocupación, no pudo evitar asentir, al fin.

—¿Creéis que podría enseñarle a tirar una piedra al agua? — preguntó Amelie, sentada a la orilla del río con la pequeña en su regazo.

—Le pides demasiado — aseguró Greg, pero antes de que terminase su frase, Amelia había cogido la piedrecita que su tía le ponía en la mano y la había lanzado al río, donde se hundió para regocijo de la niña y asombro de los mayores.

—Es una niña muy lista.

Amelie batió palmas para celebrar el acierto de la pequeña, que señalaba con su dedo índice extendido las ondas concéntricas que se formaban en el agua.

—Lo es — afirmó el orgulloso padre—. Tan lista como bonita. Cuando sea mayor, los pretendientes la rondarán como un enjambre de abejas. Habrá que tener una escopeta cerca para mantenerlos a raya.

Coral notó que sus mejillas enrojecían y concentró la vista a lo lejos, intentando esquivar la mirada de Greg. ¿Qué trataba de decirle? Había hablado como si esperase estar presente en la vida de su hija por muchos años.

—¿Qué son aquellas ruinas? — le preguntó, mirando hacia el punto donde Coral había detenido su vista extraviada.

—Restos de una antigua torre de vigilancia; cuentan que del tiempo de los romanos.

Coral trató de distraerse, recordando las viejas leyendas sobre lo que ahora sólo era un montón de piedras informe.

—Me gustaría verlas de cerca, ¿me acompañas?

Greg tendió su mano y la sujetó por el codo, para ayudarla a pasar sobre las gruesas raíces de un roble. Por encima del hombro de Coral, miró a su hermana, que le sonrió, guiñándole un ojo con picardía.

—Casi no queda ya nada reconocible — dijo Coral, tratando de ignorar la mano de Greg, que no la soltaba. Tal era el calor que sentía bajo su contacto que temía que acabase por quemar su vestido—. Algunas de las piedras fueron robadas para utilizarlas como marcos en las tierras de los vecinos.

—¿Marcos? — preguntó Greg, que desconocía el significado de aquella palabra.

—Sí. Se ponen piedras en los cuatro vientos de la finca a modo de mojones, para marcar sus lindes.

—Entiendo.

Habían llegado a las ruinas, de las que poco quedaba que ver. Apenas se distinguía la base de la torre y parte de las dos primeras hileras. Siguieron caminando hasta entrar en el perímetro del edificio, dentro de lo que habían sido sus cuatro paredes.

—Las construcciones tan antiguas siempre tienen algo mágico. Es como si conservaran la memoria de nuestros antepasados.

Coral asintió, dejándose llevar por sus sentidos. Sí, era un lugar especial, pero lo era más por estar allí con Greg, que la sujetaba de las manos, mirándola a los ojos.

—¿Qué piensas? — le preguntó por fin, inquieta.

—Es un lugar muy hermoso. Ésta es una tierra de gran belleza.

—Sí lo es.

—También lo es la mía. — Greg tiró de ella hasta acercarla a su pecho y la sujetó por la cintura—. Deberías conocer Santa Marta. Allí las plantas son distintas; tienen grandes flores de intensos colores y hace sol y calor durante todo el año. También están las grandes plantaciones de tabaco y azúcar, las casas de los terratenientes... Tengo muy buenos amigos allí. Te recibirían con los brazos abiertos y lograrían que no te sintieras una extraña.

Coral había dejado de respirar. ¿Realmente Greg le estaba proponiendo que lo acompañara a la isla de donde provenía? Afianzó los pies en aquella tierra antigua que habían pisado hombres de lejanas civilizaciones cientos de años antes que ella, y rezó para mantener la cordura y la serenidad ante aquella prueba.

—No sé de qué me estás hablando — acertó a murmurar.

—Coral, sé que no empezamos de la forma más correcta, y sé que he perdido dos años en los que tendría que haber estado a tu lado. Nunca podré recuperarlos. No podré ver a mi hija nacer ni dar sus primeros pasos. Pero, querida, no quiero perderme ni uno solo más de sus días.

—No puedes llevarte a Amelia — gimió Coral, asustada de repente ante el giro de la conversación. El peor de sus temores era aquél, la pesadilla que la hacía despertar por las noches ahogando un grito de angustia.

—No pretendo separarte de tu hija.

—¿Entonces?

Greg suspiró. Sabía que aquello no iba a ser fácil. Se lo había dicho a Amelie, pero ella, cabezota, había insistido. Ahora él había puesto sus cartas sobre la mesa y no estaba seguro de cuál iba a ser el resultado de aquella partida. Si perdía, si las perdía, su vida sería sólo una cáscara vacía sin valor alguno.

—Coral, amor mío, sé que soy indigno de ti y que no merezco tu perdón, pero aun así tengo que hacerte una petición a riesgo de tu desprecio eterno. ¿Me harías el honor de ser mi esposa?

—Sigo sin entenderte — dijo Coral, aturdida. Todo daba mil vueltas alrededor de su cabeza.

¿Él era el indigno? ¿Ella debía despreciarlo? Durante todo aquel tiempo había vivido con la certeza de su pecado. Cierto era que él había llegado a ella engañado, y que ella no había estado en posesión de todas sus facultades, pero ni aun así podía mentirse a sí misma sobre todo lo ocurrido. Lo había deseado y se había entregado a él por completo, de una forma en que ninguna mujer decente hubiera hecho. Y ahora él le hablaba de honor...

—Coral, te estoy pidiendo en matrimonio.

—¿Porque es lo correcto? — preguntó de repente, comprendiéndolo todo. Su tía Emilia se lo había dicho. Él era un caballero y tendría que hacer lo correcto.

—¿Lo correcto? — Greg sonrió, desconcertado—. Querida, si hubiese querido hacer lo correcto con mi vida, hace años que me habría casado con alguna de las candidatas que mi madre siempre tenía a mi disposición cuando llegaba a Santa Marta. La hubiera llevado a mi casa, para que se ocupara de mis cosas, y yo hubiera seguido con mis viajes, visitando a mi querida esposa una o dos veces al año, y sin acordarme de ella durante los largos meses de travesía. — Pensativo, separó de la frente de Coral un mechón que le cubría los ojos y la obligó a mirarle de frente—. Por ti estoy dispuesto a dejar de navegar y establecerme definitivamente en tierra firme. Aquí, en Santa Marta o donde demonios sea. Pero siempre juntos a partir de hoy.

—¿Por mí? — repitió Coral, embobada.

—Por ti, amor mío, y por nuestra hija. — No podía resistirlo más. Greg se inclinó y la besó en la frente, en los ojos y en los labios suavemente—. Te quiero, Coral. No podría soportar volver a separarme de ti ni un instante. Dime que sí.

—Sí.

—¿Y qué más?

—Yo también te quiero, Greg.

—Creía que nunca me lo dirías.

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