Coral

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Dos años más tarde

Tal y como le había enseñado la tía Emilia, con meticuloso cuidado, Coral terminó de doblar el gran mantel de hilo y lo colocó sobre la pila de ropa blanca, que desprendía un fresco aroma a limpio.

—¿Me prometes que lo pensarás?

Sonrió a su pesar, levantando su reticente mirada hacia Beltrán, que, acodado en el marco de la ventana, la observaba con gesto exageradamente compungido.

—No hay nada que pensar. — Caminó hacia él y tomó sus manos, mirándole a los ojos—. Queridísimo primo, eres demasiado bueno para mí. No te merezco.

—Pero Coral...

Se hizo un silencio, cargado de repetidas razones y antiguas negativas. Ambos sabían lo que le iba a decir: que se había reformado; que había dejado atrás su juventud libertina y había terminado sus estudios universitarios sólo por ella, por sentirse digno de su mano, para ofrecerle un futuro juntos. Y ahora que había aceptado un empleo en un importante bufete de Compostela, donde podría aprender y llegar a ser un gran experto en leyes, mientras ganaba un sueldo que le permitiría mantener con cierto desahogo una familia, era el momento de volver a insistir, de rogar y prometer, de suplicar si era preciso.

Coral apretó las frías manos con las suyas, ásperas por el trabajo diario. Así era la vida en la pensión que regentaba la tía Emilia: lavar, planchar, hacer habitaciones, ayudar en la cocina; un trasiego sin fin que cansaba el cuerpo y aquietaba los recuerdos. Beltrán callaba y tenía la mirada perdida más allá del paisaje que se abría ante la ventana. Su rostro de rasgos aún juveniles se veía ensombrecido por el reproche no formulado.

—¿Has terminado con la plancha, querida? — preguntó tía Emilia, entrando en la cocina y quebrando con su presencia el ominoso silencio.

Su querida tía. Coral se preguntaba a diario qué habría sido de su vida si aquella noche aciaga no hubiera aparecido Beltrán para rescatarla. Era su caballero andante, que la había acompañado, protegido y consolado a lo largo del camino que los había llevado al lugar donde residía su madre, en la ciudad de Betanzos. Se trataba de la antigua casa familiar, que ella había convertido en pensión para poder darse el lujo de vivir en aquel caserón de piedra y madera, inmenso y tristemente abandonado. Poco a poco, el edificio iba recuperando el esplendor perdido gracias a la labor incansable de la propietaria, que con mimo y cariño suplía sus escasos recursos económicos.

—Creo que sí.

Coral hizo ademán de levantar la cesta con la ropa recién planchada, pero al momento Beltrán se la quitó de las manos.

—Suficiente trabajo para esta mañana — dijo el joven, mirando alternativamente a las dos mujeres—. Ahora, si nos disculpas, madre, Coral ha prometido acompañarme a recoger mi correo.

—Sí, sí.

Tía Emilia recogió la ropa planchada de manos de su hijo con una sonrisa benevolente. Dirigía su negocio con mano de hierro y energía inagotable, pero aquel joven truhán sabía cómo ganársela con un solo guiño de sus oscuros ojos.

—Tienes razón. Te hago trabajar demasiado, querida.

—En absoluto, tía. Soy joven y fuerte, y no me quejo; al contrario, tener mucho trabajo significa que hay muchos clientes y que el negocio marcha de maravilla.

Coral se deshizo del delantal que usaba para planchar y se puso una chaqueta ligera y un sombrerito con flores, arreglándose con gesto coqueto ante el espejo.

—Volveré a tiempo de poner la mesa — prometió a su tía, dándole un beso en la mejilla.

Emilia observó a la pareja que, cogida del brazo, salía de la habitación y de la casa. No podía evitar sentirse orgullosa de su hijo, la única alegría que había recibido en diez años de matrimonio con un hombre triste e irascible que nunca había sabido, ni mucho menos pretendido, hacerla feliz.

Recordó aquella noche, hacía dos años ya, en que había aparecido con Coral ante su puerta. La muchacha parecía enferma, temblorosa y horrorizada por las desgracias que había sufrido. Todo ojeras y lágrimas, sus ojos eran ventanas que se abrían a unos recuerdos espantosos, que fue desgranando poco a poco ante ella, haciéndola partícipe de su dolor. Emilia la había cuidado como a la hija que nunca había tenido. La consoló, la mimó y se ocupó de su cuerpo y de su espíritu. Y por eso se sentía orgullosa igualmente de la joven que ahora veía alejarse del brazo de su hijo, porque en parte también era suya. Sí, sin duda, Coral había vuelto a nacer aquel lejano día de su llegada.

Hacía una bonita mañana y el tibio sol se colaba entre las nubes y arrancaba a Coral suspiros placenteros cuando le acariciaba el rostro. Caminando por calles empedradas, cruzaron el arco de una de las cuatro puertas que aún se conservaban del muro que en otro tiempo circundaba toda la villa medieval. Las piernas sufrían mientras subían la empinadísima cuesta que, desde la zona baja por la que discurría el río, llevaba hasta la plaza del Campo.

—¿Se puede saber de quién es esa carta tan importante que esperas? ¿De alguna bella damisela, tal vez? — bromeó con su primo, que le acarició la mano posada sobre su brazo.

—Sólo hay una bella damisela para mí en este mundo — afirmó él con una sonrisa seductora.

Coral tenía que reconocer que su primo se había convertido en un caballero de lo más atractivo, con su cabello oscuro elegantemente engominado y la forma tan halagadora en que sabía mirar con sus ojos oscuros.

—El mundo es muy grande, primo. Quizá deberías viajar más.

—Todo lo que quiero está en este pequeño pueblo.

—No sabes lo que dices.

La joven saludó con un gesto a un matrimonio mayor que pasaba por su lado, al mismo tiempo que Beltrán se tocaba el sombrero de forma elegante.

—A mí me encantaría viajar y ver otros países, América, quizá...

—Podríamos hacerlo... juntos.

Coral le rehuyó la mirada mientras atravesaban la gran plaza Mayor, desde cuya fuente de hierro los miraba, altanera, Diana Cazadora.

—Quizá algún día.

Cruzó las dos manos sobre el brazo de su primo, apretándolo con cariño, y éste inclinó el rostro para susurrarle al oído que el panadero había salido a la puerta de su negocio, como siempre que pasaban por allí.

—Alejémonos antes de que te cubra de harina — propuso, y ambos apuraron el paso, saludando al hombre con la mano, para su disgusto.

—Ahora saldrá su hermana a gritarle que descuida el negocio y lo cogerá de una oreja para llevarlo de vuelta a sus quehaceres.

—Pobre hombre, en el fondo me da pena. Al fin y al cabo, estamos en el mismo bando, el de los enamorados despreciados.

—Yo no te desprecio, Beltrán. — Coral compuso una sonrisa afectada que, a su vez, arrancó una sonrisa a su primo—. Sabes que te quiero con todo mi corazón.

—Sí, como a un hermano.

—¿Qué hay de malo en el amor fraternal?

—Todo. Y te explicaré por qué...

Beltrán se calló al comprender que Coral ya no le prestaba atención. Con gesto dubitativo observaba a un caballero alto que acababa de apearse del coche de viajeros que estaba parado en la plaza del pueblo. De espaldas a ellos, bajó sus maletas del techo del coche y se despidió del conductor con un apretón de manos. Aun antes de que se diera la vuelta, Coral detuvo el paso. Su cuerpo estaba rígido y tenía los dedos clavados en el brazo de su primo.

Y entonces, él se volvió.

—Greg...

Coral se llevó la mano a la boca, como deseando que aquel nombre nunca hubiera salido de sus labios.

—¿Qué has dicho?

El joven miró al desconocido. Tenía el pelo oscuro y unos curiosos ojos color aguamarina que destacaban en un rostro de facciones duras y afiladas. Un gesto severo curvaba hacia abajo su boca de labios finos. Ocupado con su equipaje, el hombre aún no había reparado en la pareja que le observaba a pocos metros, ambos paralizados como muñecos a los que se les hubiera acabado la cuerda.

—Vámonos de aquí — alcanzó a susurrar Coral sin hacer ningún movimiento por su parte.

Beltrán trató de hacerla reaccionar, pero ya era tarde.

El recién llegado dejó las maletas en el suelo mientras miraba a Coral como si se tratara de una aparición. Sus ojos claros recorrieron su rostro sin perder detalle, bajaron por su cuerpo y volvieron a subir, observando la forma en que se aferraba a su acompañante, como un náufrago agarrado a un madero salvador.

—No se acerque — le advirtió Beltrán cuando le pareció que comenzaba a moverse—. Ni lo intente.

Prácticamente tuvo que tirar de Coral, como si sus pies se hubieran quedado pegados al pavimento. Pero al fin ella reaccionó y logró mover las piernas. Un paso, dos, lo estaba consiguiendo. Se alejaban, le daban la espalda, ya no podía verlo, no podía sentirlo... Se engañaba a sí misma. En realidad, durante todo el camino, notó la mirada desconcertada de sus ojos clavada en la espalda.

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