Coral

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Hacía rato ya que tía Emilia había abandonado la estancia, murmurando una disculpa sobre sus muchos quehaceres, una disculpa que no fue ni escuchada ni contestada por la pareja que allí quedaba.

Coral se lo había contado todo, por fin. Ahora sabía lo que le había ocurrido dos años atrás, cómo y por qué había ido a parar a aquella maldita casa donde él la había conocido, la forma en que había sido sometida y obligada a convertirse en lo que no era; el miedo, la vergüenza, el desamparo tan absoluto en que se había encontrado entonces.

—Hubiera elegido la muerte antes que volver a caer en sus manos — aseguró Coral, estremecida, recordando la noche en que había visto a su padrastro en la casa de Dolores—. Tenía que huir de allí. No podía pensar en otra cosa. Y entonces llegó Beltrán y me rescató.

—¿Beltrán? ¿Tu esposo?

—Mi primo, el hijo de mi tía Emilia, el joven con el que me has visto esta mañana en la plaza.

—Tu tía ha dicho que eres viuda desde hace dos años...

—Ella inventó esa historia — replicó Coral, que se puso en pie y se acercó a la ventana, buscando el frío del cristal para refrescar sus mejillas—, para protegerme.

—¿De tu padrastro?

—También.

—¿De quién más habría de protegerte? — Greg se acercó despacio, como si temiera asustarla —.

¿De mí?

Ella no contestó. No podía. Sentía que tenía el corazón en la garganta y que la ahogaba con sus inconstantes latidos.

—Debes de odiarme, y lo entiendo. Yo mismo me desprecio profundamente por todo lo que te hice.

Coral se volvió al fin para mirarle. Estaba parado allí, al alcance de su mano, y ella sólo deseaba tener el valor suficiente para dar un paso hacia él y cobijarse entre sus brazos.

—Nunca te he culpado de nada. Los dos fuimos engañados.

—Pero yo sabía que algo extraño ocurría y que, de algún modo, te retenían contra tu voluntad.

Greg apretó la boca para no seguir hablando. De nada serviría a aquellas alturas decirle cuánto había meditado sobre su situación y los planes que había hecho aquel último día, antes de descubrir que ella había huido, para sacarla de aquella casa y procurarle los medios que le permitieran subsistir dignamente.

—Siento tanto todo lo que ocurrió. ¡Ojalá nunca nos hubiéramos conocido!

—No digas eso. — Coral tendió una mano y la posó sobre su pecho, deteniendo con aquel sencillo gesto el latido de su corazón—. Doy gracias a Dios por que fueras tú y no cualquier otro el que...

Greg le cogió la mano y, llevándosela a la boca, le besó los nudillos helados.

—¿Me has perdonado, entonces?

—Todo está olvidado.

Dio un paso atrás, hurtándole la mano que aún le retenía y rehuyéndole la mirada. Necesitó de toda su fuerza y su valor para hacerlo. Nada deseaba más que seguir allí con él para siempre.

—Te ayudaremos en todo lo que podamos. Espero que pronto encuentres a tu hermana. Ahora tengo que ir a echar una mano a tía Emilia. Es la hora de la cena...

Salió de la habitación sin terminar la frase.

Parado ante la ventana, Greg aún podía apreciar el leve aroma a flores silvestres que Coral había dejado al salir, un aroma que le traía recuerdos de largas noches de pasión, de su cuerpo joven y flexible, suave y acogedor, de besos ardientes y caricias enloquecedoras. Durante aquellos dos años había soñado con encontrar en otra mujer el placer y la plenitud que sólo ella le había dado, y ahora que la tenía de nuevo al alcance de la mano no podía dar rienda suelta a sus instintos. Pero, al fin, ¿era aquello lo único que deseaba de ella? ¿Sexo, pasión, lujuria?

Notó que le tiraban del pantalón y despertó de su ensimismamiento, sorprendido. Al bajar la vista descubrió a una pequeña intrusa que aferraba unos diminutos puños a su pernera.

—Ven aquí, criatura — la llamó la doncella que antes les había servido café, entrando como una exhalación en la sala—. Perdone, señor. No sé cómo se me ha podido escapar. Es rápida como un demonio.

—Pero tiene cara de ángel.

Greg dejó que la pequeña, ya en brazos de Conchita, le aferrara un dedo que al momento trató de llevarse a la boca. Era una criatura angelical, de cabello dorado y grandes ojos azules que lo miraban con curiosidad, sin pizca de desconfianza ante aquel extraño—. ¿Cómo se llama?

—Amelia, señor, pero no deje que le manche. Está en esa edad en que todo lo que coge lo llena de babas.

—No te preocupes. — La pequeña se revolvía en los brazos de la doncella, tratando de alcanzar el alfiler de la corbata de Greg—. Ven, pequeño diablillo; buscaremos algo para entretenerte.

El marino cogió a la pequeña entre sus brazos con evidente pericia y le ofreció una campanilla que había sobre una repisa, para llamar al servicio. Ante el alegre sonido del instrumento, la niña rió encantada, mostrando sus diminutos y blancos dientes.

—¿Qué tiempo tiene?

—Ha cumplido trece meses, señor.

—¿Y de dónde ha sacado esos ojos tan azules? — preguntó Greg, agitando la campanilla lejos de la pequeña, que estiraba sus manitas para alcanzarla, gorjeando con regocijo.

—Bueno, la señora Coral siempre dice que tiene los ojos de su padre.

El mundo dejó de girar por unos momentos a su alrededor, y de repente, volvió a hacerlo, pero a mucha más velocidad de lo normal.

Recordó a su hermana Amelie cuando era un bebé. Él tenía ya diez años y disfrutaba haciendo pequeños juguetes de madera para la pequeña, que los recibía siempre con gran alegría. Amelie también tenía aquel color dorado de cabello, y los mismos ojos azules.

—Amelia — murmuró, y la niña abrió mucho las manos, las posó sobre sus mejillas y le apretó la cara con sus dedos gordezuelos.

—Permítame que me la lleve, señor. Tengo que darle la cena mientras la señora Coral está ocupada en la cocina. — Conchita tendió los brazos hacia la pequeña, que se dejó coger, pero sin perder de vista ni por un instante a Greg—. Y después, señorita, te irás pronto a dormir y así descansaremos todos en la casa.

—¿Es muy inquieta? — preguntó Greg, deseando pedirle que no se la llevara, que se la dejara otro poco entre sus brazos. Quería acariciar sus rizos suaves y llenarse los pulmones con su dulce aroma. Sólo por verla reír habría cruzado océanos.

—No para en todo el día, señor; por eso, después duerme como una bendita.

Y haciendo una ligera reverencia, la doncella se marchó con la pequeña en sus brazos.

«Esto es sólo un extraño sueño del que pronto despertaré», se dijo Greg cuando de nuevo se encontró a solas en la sala. Había llegado a aquel pueblo con la angustia de desconocer el paradero de su hermana, dispuesto a remover cielo y tierra para dar con ella. Y sin embargo, había hallado algo que nunca podría haber imaginado.

Ahora sólo podía preguntarse si él encajaba de algún modo en aquella pequeña familia que Coral había formado.

Primero dejó caer al suelo el gran cucharón de servir la sopa. Después fue un vaso el que terminó hecho añicos contra las baldosas. Cuando se salpicó el delantal con aceite hirviendo, salvándose por los pelos de quemarse la cara, la tía Emilia la agarró de un codo y la sacó de la cocina.

—Tienes que hablar con él, Coral, antes de que ocurra una desgracia.

—Pero ¿de qué más quiere que hablemos, tía? Ya le he contado lo de mi padrastro, lo que realmente ocurrió en Vigo...

Coral bajó el tono de la voz para que las doncellas no la oyeran desde la cocina.

—Tienes que contarle lo de la niña — afirmó Emilia, hablando a su vez en susurros—. No puedes esperar a que lo descubra. Amelia es idéntica a su padre y a su tía.

Ésa era una verdad que no podía refutar. Coral se tocó el relicario con el retrato de Amelie que llevaba colgado del cuello, el único recuerdo que le había quedado de Greg, además de su pequeña hija.

—Cuando lo sepa, tendrá que hacer lo correcto.

—¿Lo correcto?

No quería ni imaginar aquella posibilidad. Que Greg estuviese dispuesto a pedirla en matrimonio y darle su apellido a su hija sólo porque era lo correcto, sólo por cuestión de moral, le resultaba más cruel que pensar, como había pensado todo aquel tiempo, que nunca volvería a verle.

—Es un caballero.

—Tía Emilia, yo no podría.

—Por supuesto que puedes. Tienes que pensar en Amelia; no se trata sólo de ti.

—Pero él se marchará para seguir buscando a su hermana.

—No se irá de momento. Ha pagado por la habitación grande del segundo piso. Una semana por adelantado. Creo que pretende buscar a fondo en el pueblo y en los alrededores, hasta encontrar a alguna persona que le pueda dar noticias de su hermana.

—¿Se va a quedar aquí?

Coral miró atónita a su tía. Emilia podía ser la mujer más dulce y maternal del mundo, y a la vez, firme y severa, como si dirigiera un gran hotel en lugar de aquella pequeña pensión.

—Por supuesto que se va a quedar, y bien que nos viene su buen dinero americano. Ya lo sabes: tienes una semana para solucionar tu vida de una vez por todas.

Dicho eso, Emilia volvió a la cocina, donde dio órdenes a las dos doncellas para que espabilaran o no estaría la cena lista a su hora. Coral se quedó aún varios minutos en el pasillo, con los pies clavados en el suelo y la mente muy lejos, sobrepasada por los acontecimientos de aquel interminable día.

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