Coral

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Amanecía ya cuando Coral volvió a entrar en la habitación de la enferma. La noche anterior, Greg se había negado a apartarse de su lado, así que había subido cena para los dos y los había acompañado un rato. Amelie se encontraba bastante mejor después de tomar el jarabe y el famoso caldo de la tía Emilia, e incluso se animó a conversar un poco con ambos. Para abstraerla de los malos momentos, Greg comenzó a hablarle de familiares y amigos de su tierra natal. Le contó que Devin Wallace y Terry Demarest vivirían un tiempo en Londres, y se refirió también al compromiso nunca anunciado de Tom Ford y Aramintha Talbot.

—Toda la región sabe que esos dos acabarán juntos; menos ellos, al parecer.

—¿Y qué hay de Sophie Talbot? — preguntó Amelie con las mejillas algo coloradas por la diversión que le producían las historias de su hermano—. ¿Sigue tan alocada?

—Parece que ha aprendido las tretas de su hermana y últimamente se dedica a coquetear con el ayudante del gobernador, Diego de Ibarra, utilizando el curioso método de darle una de cal y otra de arena.

—Recuerdo al caballero. No me parece el tipo de individuo que permite que se juegue con él demasiado tiempo.

—A mí tampoco. En realidad, me parece que es precisamente el hombre que le conviene a cualquiera de las hermanas Talbot, uno que sepa ponerlas en su sitio. Esas dos están demasiado malcriadas.

—No hables así de mis amigas.

Amelie rió, pero al momento la carcajada se tornó en una fuerte tos que la hizo caer desfallecida sobre las almohadas.

—Te he cansado demasiado. — Greg se apresuró a arroparla, acomodándola lo mejor posible en la amplia cama—. Ahora no hables más. Es hora de que duermas.

La enferma asintió mientras sus ojos se iban cerrando y un suspiro agotado se le escapaba entre los labios. Greg la observaba sin apartar la mirada de ella, y al mismo tiempo, era observado por Coral, que se había sentado en el hueco de la ventana, confundiéndose entre las sombras.

Le había resultado extraño oírle hablar de todas esas personas que ella no conocía; sus amigos, sus familiares, las gentes de su lejana tierra, aquella hermosa y verde isla al otro lado del océano. Al fin comprendía que eran muchas las cosas que ignoraba de su vida. Sabía que navegaba en su propio barco y que comerciaba con las mercancías que transportaba; que era huérfano de padre y que sólo tenía aquella hermana; que su madre era española y le había enseñado su idioma. Y poco más. O no.

En realidad, también sabía que le gustaba bañarse en el mar y por eso su piel tenía sabor a salitre y era áspera al tacto. Que tenía una cicatriz en la espalda que le hacía reír si se la tocaba. Que sus manos fuertes podían ser las más delicadas cuando la acariciaban con lentitud enloquecedora. Y que un solo beso de su boca podía llevarla al paraíso.

Resultaba muy extraño haber compartido toda aquella intimidad con alguien que sólo era un desconocido. Y sin embargo, su corazón se negaba a aceptarlo. En realidad, allá en el fondo, donde no llegaban los razonamientos ni la voluntad, había un lugar en el que siempre le había conocido, donde sus almas eran gemelas y estaba destinadas a reunirse una y otra vez, hasta la eternidad.

—¿Duermes?

Coral entreabrió los ojos, sintiendo los párpados pesados. Greg estaba sentado a su lado y la observaba con gesto pensativo.

—No. Yo...

—Es muy tarde. Deberías irte a dormir.

—¿Y tú?

—Yo me quedaré cuidando a Amelie.

—Bien, sí.

Trató de ponerse en pie, pero estaba desorientada y dudó; era como si la habitación girara a su alrededor. Todo se detuvo cuando Greg la abrazó y ella pudo apoyar la frente en su pecho, con un suspiro de alivio.

—Estoy muy cansada.

—Te acompañaré a tu habitación.

Sin dejar de enlazarla por la cintura, Greg la condujo por el pasillo oscuro, camino de su dormitorio.

—¿Estarás bien? — le preguntó cuando entraron en la estancia, sin decidirse a soltarla.

—Sí, no te preocupes.

Coral hizo un esfuerzo para abrir los ojos y mirarle con una sonrisa valiente, pero él estaba muy cerca, tanto que se quedó prendada de sus pupilas azules y de su boca fuerte y bien delineada.

—Greg...

—¿Sí?

—¿Me habías olvidado?

No supo cómo se le había ocurrido hacer aquella pregunta. Quizá fuera porque la habitación estaba casi a oscuras, con una sola vela encendida en la mesita, al lado de la cama, o quizá porque él la abrazaba con firmeza contra su cuerpo. Tal vez se debiera simplemente al cansancio y al sueño, que no la dejaban razonar.

—Deseaba hacerlo — le confesó Greg, inclinándose para mirarla de frente—. Por las noches, en el barco, cuando la madera cruje y el balanceo te acuna, me resultaba imposible conciliar el sueño. Entonces, cerraba los ojos y conjuraba tu imagen. Inventaba historias en las que volvía a encontrarte y eras tan hermosa y tan dulce como te recordaba. A veces, furioso conmigo mismo, trataba de arrancarte de mi corazón imaginando que, en realidad, eras una embustera y una ladrona que me había engañado todo el tiempo. — Coral frunció el ceño, pero Greg la besó en la frente y en los ojos con extrema dulzura—. Ahora que te he encontrado, sé que eres mucho más de lo que recordaba o podía imaginar.

Coral elevó más el rostro, ofreciéndole su boca, que Greg tomó como un náufrago que encontrase agua potable, bebiendo de ella, saboreándola, devorándola con fruición. Una ola de calor los envolvió mientras ambos recordaban otros besos, otras caricias, sus cuerpos desnudos en contacto, él entrando en ella, moviéndose ambos al compás en la más placentera de las danzas.

—Yo también... quería olvidarte — susurró Coral sin dejar de besarle—. ¡Qué inútil empeño!

Reunió las fuerzas para separarse de él, por más que su cuerpo empezó a temblar al alejarse de su cálido contacto.

—Tengo que volver con Amelie — aceptó Greg sin dejar de sujetarla aún por las manos, que se llevó a los labios—. Ahora descansa y ya... hablaremos.

Se marchó, cerrando la puerta a sus espaldas, y Coral se dejó caer, desmayada, sobre la cama. Miró hacia la cuna, donde su hijita dormía plácidamente, con una leve sonrisa en sus labios rosados. Al menos, ella tenía sueños felices.

Coral también había soñado con un final feliz mucho tiempo atrás. Fantaseaba con la idea de que Greg aparecía en su puerta, buscándola desconsolado, para confesarle que había descubierto toda su historia y que quería enmendar lo ocurrido. Le aseguraba que la amaba y que no podía vivir sin ella. Entonces Coral se sentía tan feliz que lloraba de pura alegría. Cuando se despertaba del sueño, las lágrimas se convertían en hiel amarga que le quemaba el rostro y el alma.

Tiempo atrás había conseguido acabar con aquellos sueños. Tenía a Amelia para volcar en ella todo el amor que llevaba dentro, y el cuidado de la niña, junto con el trabajo de la pensión, era suficiente para agotar su cuerpo y calmar su espíritu.

Pero ahora toda su vida se había vuelto del revés. «Hablaremos», había dicho Greg. Pero ¿qué era lo que había querido decir? Coral no podía permitirse hacerse ilusiones. Sólo tenía un corazón, maltrecho y dolorido, y no soportaría que se lo rompieran de nuevo.

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