Coral

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Coral durmió hasta muy avanzado el día. Cuando se levantó, sólo había una taza de leche fría y un poco de pan al lado de su cama, pero su estómago reclamaba más alimento que aquél. De forma mecánica tomó el frasco de la medicina, que entonaba su sugerente canto de sirena, midió la cantidad con la cucharilla y la mezcló con el agua. En el pasillo, una puerta golpeaba una y otra vez sin que nadie acudiera a cerrarla. Coral dejó la bebida sin probar y se acercó a la ventana para mirar al exterior. El jardín estaba aún lleno de charcos y cubierto por las primeras hojas arrancadas en aquel temprano otoño que llegaba sin avisar. El viento movía los arbustos y maltrataba las flores, que se desmayaban rendidas en los arriates. Y aquella puerta seguía batiéndose sin cesar.

Buscó en el armario un grueso chal de lana, con el que se envolvió, y salió al pasillo. Cerró la molesta puerta y miró a su alrededor, desorientada. Cuando la casa estaba iluminada por la dorada luz de los quinqués, y del salón llegaba el bullicio de la música y las risas, el aspecto del ambiente era distinto. Ahora, a la luz grisácea del día, las paredes parecían frías y poco acogedoras.

A lo lejos le pareció oír voces y buscó su origen. Procedían del piso inferior. A un lado de las escaleras había una puerta que la llevó a un estrecho pasillo invadido por un apetitoso olor a carne asada. Siguiendo el ruido de platos que entrechocaban y el aroma a comida, llegó a la cocina, donde varias mujeres comían sentadas a una larga mesa de madera gastada por el uso. Sara, la doncella, les servía la comida, y una cocinera se afanaba en los fogones de la gran cocina de leña.

—¡La princesa ha descendido a reunirse con la plebe! — exclamó una mujer de negros cabellos alborotados, vestida sólo con una enagua que mostraba más que ocultaba sus grandes pechos.

—Y parece cansada. Ese marino americano debe ser inagotable — comentó otra, riendo y agitando la cuchara con la que comía en dirección a Coral.

—Poca mujer me parece esta mosquita muerta para tanto hombre — añadió la primera, que poniéndose en pie miró groseramente a Coral y dio vueltas a su alrededor.

—Envidia que le tienes.

—¿Quién, yo?

—Tú y todas. — Una mujerota mayor que las demás, que lucía un vestido de un rojo intenso, soltó una carcajada que las contagió a todas—. Ya quisiera yo que me visitara un tipo como ese americano. Le haría de todo y sin cobrar.

—¿Tú? Tendrías que pagarle para que se acostara contigo — aseguró la primera, y las carcajadas estallaron de nuevo.

—Volved a la comida y dejadme en paz a la niña. — Dolores había entrado desde la despensa contigua a la cocina y se acercó solícita a Coral, ofreciéndole la mejor de sus sonrisas de comerciante—. ¿Tienes hambre, querida? Sara te subirá una bandeja a tu habitación.

—Sí, gracias — respondió, y se volvió, dispuesta a abandonar la cocina, sintiéndose abrumada por aquellas desagradables mujeres.

—Es educada la señoritinga — aún dijo la morena, metiéndose una gran cucharada de guiso en la boca.

Coral se alejó por el pasillo oscuro, con una mano en la cintura, tratando de contener su rabia y su vergüenza. No debería haber salido de su habitación. Corrió escaleras arriba con tanta prisa que se pisó el ruedo del vestido y cayó sobre las rodillas, ahogando una exclamación de dolor y sorpresa.

—¿Te has hecho daño?

Fernanda se acercó a ayudarla y la sujetó por un codo mientras ella se incorporaba.

—No ha sido nada.

—Pareces disgustada. ¿Quieres contármelo?

Coral no quería cargarla con sus problemas, pero al final no pudo evitar explicarle lo que había ocurrido y descargar en ella todas sus dudas y frustraciones.

Sentadas en la habitación de la joven modista, hablaron y hablaron durante horas, mientras cosían, mientras comían, hasta que Coral terminó de vaciar todo lo que la estaba destrozando por dentro.

—Entonces, ¿nunca fue tu intención trabajar en un lugar como éste? — preguntó Fernanda, mordiéndose el labio inferior, pensativa.

—No. Yo... — Coral no podía echarle toda la culpa a Dolores; no delante de su sobrina, que tanto la quería—. Supongo que todo fue un malentendido. Lo cierto es que yo me encontraba en Vigo sola, sin familia y sin dinero, y tu tía me ayudó cuando tuve aquel accidente...

Las palabras sonaban falsas a sus oídos, pero supo que su amiga la estaba creyendo al ver un gesto de alivio en su bonito rostro.

—Podría decirle a mi tía que no quieres seguir... trabajando en... Bueno, ya sabes. — Fernanda enrojeció mientras inclinaba el rostro hacia su labor—. Cuando tenga mi taller, necesitaré ayuda, y tú coses muy bien.

Por un momento, Coral se dejó ilusionar por aquella idea. Sería una buena manera de ganarse la vida. Cosiendo, no vendiendo su cuerpo; cualquier cosa sería mejor que eso. Quiso pedirle a Fernanda que hablara con su tía cuanto antes, que tratara de convencerla por todos los medios. Tenía que salir de aquella casa, tenía que...

Y entonces, los ojos aguamarina de Greg Hamilton relucieron en su mente y le recordaron su promesa. Siete días. Siete noches. ¿Y qué sería de ella cuando aquel plazo terminase? Volvería a estar sola, más sola que nunca.

—¿Le quieres? — preguntó de repente Fernanda, sobresaltándola.

—¿Qué?

—Al capitán Hamilton... ¿Estás enamorada de él?

—Pero Fernanda... Si sólo hace unos días que le conozco...

—Pero habéis compartido mucho... eh... supongo.

Coral se llevó un dedo a la boca. La sorprendente pregunta de Fernanda había hecho que se pinchara con la aguja. ¿Si le quería? ¿Acaso el amor llegaba tan fácilmente? El amor debía ser lento, o eso creía ella. Primero era la amistad, la confianza, y después los sentimientos más profundos. Muchas parejas se casaban sin apenas conocerse, y el amor iba llegando con los años y las vivencias compartidas.

—No creo que nadie pueda enamorarse tan deprisa.

—Pues yo creo que sí. — Fernanda fingió un exagerado suspiro—. Creo que el amor de verdad es como un rayo, una luz repentina, algo que te estremece y te vuelve del revés.

—¡Ay, Fernanda!, que me parece que tú lees muchas de esas novelas románticas...

—Lo confieso, sí, me gusta leerlas, y me gusta porque creo que, en cierto modo, cuentan la realidad. El amor es sentirse sólo completo cuando el ser amado está a tu lado, construir con él un futuro, una familia...

Fernanda se calló de repente, comprendiendo lo que estaba diciendo. Coral también lo entendió. No había un futuro para ella y Greg Hamilton.

—Nunca podré olvidarlo — murmuró casi para sí misma—. Si eso es el amor, supongo que sí; debo de estar enamorada.

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