Control

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Y milagrosamente me obedece. En cuanto la tengo lo bastante cerca, tiro de ella para ponerla encima de mí y la agarro del pelo con una mano mientras estrecho su suave y firme culo con la otra.

Ella gime contra mis labios. Luego posa las manos sobre mi cinturón para después bajarme los pantalones y los calzoncillos de un único movimiento. Entonces la cojo, a ella y a la cámara, y bajo del sofá en dirección al suelo. Noto la suavidad de la tela de la lencería de Dee contra mi dura polla, pero no está tan suave como su piel.

La tumbo y me retiro. Primero le quito sus casi inexistentes bragas, sin romper el contacto visual. Cuando tiro del sujetador, éste se desgarra por ambos lados, pero no dejo que eso me detenga.

—Te compraré uno nuevo —le prometo con brusquedad.

Dee asiente de un modo casi imperceptible.

Cuando está preciosamente desnuda, preparada y retorciéndose, vuelvo a coger la cámara.

Clic, clic, clic, clic.

La dejo en el suelo, aunque cerca, y me tumbo encima de Dee para prestar toda mi atención a sus alucinantes pechos. Le aprieto uno con la mano mientras demuestro mi adoración por el otro con la boca. Dibujo círculos sobre su pezón con la lengua y luego lo tomo entre los labios para rozarlo con los dientes, darle lametazos y succionarlo con fuerza hasta que Delores grita empujada por una sorprendente sinfonía de euforia y dolor.

Entonces vuelvo a repetir el mismo proceso con su exquisito gemelo.

—¿Te gustan mis tetas, Matthew? —gime Dee.

Acaricio su rosada cresta con mi lengua firme y le contesto:

—Me encantan. Son perfectas. Podría seguir haciendo esto toda la puta noche.

—¿Te gusta lamerlas? —gimotea.

—Sí.

—¿Pellizcarlas? —suspira.

—Sí.

—¿Chuparlas?

—Joder, ya lo creo.

—¿Quieres follártelas, Matthew?

Una ráfaga de blanca y cálida necesidad viaja directamente hasta mi polla y me arranca un gemido, porque follarme sus tetas es algo con lo que he fantaseado desde que las vi por primera vez.

—Sí —suplico—. Joder, sí, sí que quiero.

Ella esboza una sonrisa provocadora. Es la seductora perfecta: la cara y el cuerpo de un ángel con el deseo de un diablo. Es todo disposición y deseo.

—Yo también quiero que lo hagas.

Se desliza por debajo de mí y va repartiendo besos a medida que avanza. Se detiene cuando su cara está justo bajo mi furiosa erección. Mientras yo estoy suspendido sobre ella, me toma en la suprema humedad de su boca hasta el fondo hasta que noto la tirantez de su garganta. Al poco, se retira y al separar la boca deja una espesa capa de humedad a su paso.

Entonces me pongo de rodillas. Dee está tumbada entre mis piernas y sus pechos flotan entre sus manos perfectamente alineados con mi polla. Me siento sobre ella con suavidad y apoyo la mayor parte del peso sobre mis pantorrillas. Dee se presiona un poco más los pechos para encerrar mi rígida polla entre su perfecta y resbaladiza suavidad.

Saboreo la sensación con los ojos cerrados.

—Joder.

Puedo apreciar la sonrisa que tiñe la voz de Dee cuando me dice:

—Opino lo mismo.

Quiero moverme, quiero embestirla con frenesí hasta encontrar ese paraíso que espera ser conquistado.

Pero me contengo y me obligo a ir despacio. Dejo que ella tome el mando. Abro los ojos y los poso sobre la feroz mirada de Dee. Empieza a mover las tetas de arriba abajo y me masturba con ellas una y otra vez.

La sensación..., Dios, la sensación es mucho más increíble de lo que había imaginado.

Dee deja de mover las manos pero sigue apretándose los pechos entre sí para dejar que yo balancee las caderas adelante y atrás. Lo hago muy despacio con la intención de prolongar el placer. Entonces me arqueo y acelero; empiezo a respirar más deprisa y mi corazón intenta escapar de mi pecho.

Dee jadea debajo de mí.

—Coge la cámara, Matthew. Quiero ver las fotos. Después.

Yo siseo y rujo. Luego hago lo que me ha pedido. Cojo la cámara del suelo y hago fotos.

Clic, clic.

Pero lo que retrato no es la imagen de mi polla deslizándose por entre sus exquisitas tetas, esa imagen ya está grabada en mi cerebro hasta el fin de los días.

Clic, clic.

Son sus labios, abiertos por el placer. Clic.

Su húmeda lengua aventurera. Clic.

El color ámbar de sus ojos ardiendo con intensidad... y confianza. Clic, clic, clic.

Ésas son las imágenes que inmortalizo. Imágenes a las que necesito aferrarme.

Porque cuando pase este momento, más allá de nuestra ardiente atracción y nuestros juegos eróticos, Delores seguirá sin confiar en mí. Aún no del todo. Aún no.

Ella quiere hacerlo. Tiene la esperanza de que yo lo merezca. Pero la duda sigue ahí, protegiendo su corazón, evitando que deposite en mí toda su fe.

Y no pasa nada. No sé qué clase de cicatrices tiene. No conozco las experiencias que la han enseñado a ser tan reservada. Esperaré hasta que esté preparada para contármelo. Me esforzaré para convencerla de que yo soy uno de los pocos elegidos en los que puede confiar.

Porque Delores es una chica por la que vale la pena esperar y esforzarse.

Pero aquí, ahora, el cuerpo de Dee ya cree en eso de lo que su mente sigue recelando. Que nunca le haré daño. Que la quiero, que la deseo más de lo que he deseado a ninguna otra mujer.

Que adoraré cada parte de ella: su cuerpo, su mente, su corazón, todo el tiempo que ella me deje.

La música retumba en el estéreo y la voz del cantante resuena en el salón. Mi polla se desliza con suavidad entre sus pechos a un sensacional ritmo constante. Entonces Dee levanta la cabeza. Se inclina hacia adelante y me rodea con los labios para meterme todo lo que puede en su boca y succionar con fuerza.

Y la sensación es tan alucinante que juro que podría echarme a llorar.

Una ráfaga de éxtasis puro y concentrado me recorre de pies a cabeza. Gimo su nombre mientras me corro con fuerza y profundamente desde el tuétano de mis putos huesos.

Después de tragarse hasta la última gota, Dee me libera de su boca. Luego sonríe con picardía.

—De esto era de lo que estaba sedienta.

Yo me arrodillo a su lado; mis piernas ya no tienen fuerza suficiente para sostenerme. Y me esfuerzo todo lo que puedo por recuperar el aliento.

Después de unos minutos de silencio, Delores pregunta:

—¿Te he matado?

Me río.

—Ha faltado poco. Esto ha superado con creces la idea que tengo del cielo.

Tiro de ella hacia mí y la estrecho contra mi pecho. Tenemos la piel pegajosa y cubierta de toda clase de sustancias sudorosamente maravillosas.

—Ha sido alucinante.

—Ya lo sé. —Se ríe.

—Pero está a punto de ponerse aún mejor.

Me mira a los ojos.

—¿Ah, sí?

Sonrío y asiento.

—Sí. Porque...

La levanto un poco y me deslizo por debajo de una de sus piernas hasta que queda sentada a horcajadas sobre mi pecho. Y su dulce sexo está a escasos centímetros de mi boca.

Luego le doy la cámara.

— ...ahora te toca a ti.

13

Dee se queda todo el fin de semana en mi casa.

El sábado me la llevé al gimnasio. Estaba fabulosa con mis pantalones de boxeo remangados, un sujetador de deporte y guantes. Estuvo golpeando un rato la pera y creía que la suya estaba rota, pero yo le enseñé que controlarla es más difícil de lo que parece.

Cuando nos fuimos, estaba orgullosa de sí misma, casi tanto como lo estaba yo. No había conseguido dominar la pera de boxeo, pero lo hacía muchísimo mejor que muchos principiantes.

Entonces llega la mañana del domingo.

Me despierta una discusión en susurros, ese áspero sonido para nada silencioso que es casi tan molesto como el ruido que hacen las uñas al arrastrarlas por una pizarra.

—No. Mamá, está durmiendo. Dios, ¡puedes parar! ¡Odio que hagas esto! Está bien, lo despertaré. ¡Ya vale!

Noto golpecitos y cómo tiran de mi hombro.

Me digo que sólo es un sueño.

—Matthew, Matthew, despierta, mi madre quiere hablar contigo.

Se me abren los ojos. Y entonces es cuando me doy cuenta de que Delores no me está tomando el pelo porque me ofrece el teléfono móvil.

Los padres me adoran, siempre ha sido así. Pero mi primera interactuación con ellos no suele ser por teléfono mientras estoy en la cama con su hija a las seis de la maldita mañana.

Es un poco desconcertante.

Susurro con aspereza:

—No quiero hablar con tu madre.

—Ya, bueno, bienvenido al club. Pero no dejará de llamar hasta que lo hagas. Por favor, acaba con esto para que podamos seguir durmiendo.

—No —siseo—. Estoy desnudo. No quiero hablar con tu madre con el culo al aire.

Dee pone los ojos en blanco.

—Es un puto teléfono, no Skype. Vamos...

Me da el móvil.

—No.

—Sí.

Y entonces me pega el teléfono a la cara hasta que no me queda más remedio que cogerlo. Me sale un tono de voz forzado e involuntariamente irrespetuoso, como el que corea una clase de niños dando la bienvenida a su profesor.

—Hola, señora Warren.

La madre de Dee tiene la voz entrecortada y firme. Y no puedo evitar preguntarme si habrá seguido alguna clase de entrenamiento militar.

—Buenos días, señor Fisher. Tengo entendido que está usted manteniendo relaciones con mi hija, por favor, confirme o niegue.

Miro a Delores con incredulidad.

Ella se limita a articular:

—Lo siento.

Yo carraspeo.

—Bueno, eehh, en este momento no.

Ella deja escapar un sonido de indignación.

—Soy consciente de que Delores Sunshine es una adulta y que, por tanto, puede tomar sus propias decisiones. Pero teniendo en cuenta la situación del mundo hoy en día, le agradecería que me hiciera el favor de contestar algunas preguntas para tranquilizar a una preocupada madre soltera.

Tapo el altavoz con la mano y sonrío.

—¿Tu segundo nombre es Sunshine?

Dee entierra la cara en la almohada.

Vuelvo a concentrarme en la señora Warren.

—Dispare.

Ella carraspea.

—¿Alguna vez te han arrestado o te han acusado de algún delito?

—No.

—¿Has seguido algún tratamiento por alguna enfermedad mental?

—No.

Aunque empiezo a sospechar que ella sí.

—¿Tienes un empleo retribuido?

—Sí.

—¿Vives en un espacio del que no se pueda tirar con ruedas?

—Sí.

—Que tú sepas, ¿eres padre de algún niño?

Me siento como si me estuviera haciendo una encuesta la compañía de seguros más aterradora del mundo.

—No, no tengo hijos, ni que yo sepa ni que ignore.

—¿Practicas sexo seguro con mi hija?

Y así concluye nuestro concurso de preguntas y respuestas, gracias por jugar.

Me incorporo un poco más en la cama.

—Verá, señora Warren, creo que su hija es fabulosa. La trato con respeto, me preocupo por ella, y me aseguro de que se lo pasa lo mejor posible cuando estamos juntos. —Delores me mira con calidez y adoración en los ojos—. Pero, sinceramente, las respuestas a esas preguntas no son de su incumbencia. Eso queda entre Dee y yo, en exclusiva.

La señora Warren deja escapar un rugido. Y entonces dice:

—Bueno, ha sido un placer hablar contigo, Matthew. Por favor, pásale el teléfono a mi hija.

—Sí, señora.

Le doy el móvil a Dee.

—Vale, mamá. Sí. Yo también te quiero. Adiós.

Cuelga y suspira.

Luego apoya la cabeza sobre mi pecho, me rodea con las manos y las piernas y me estrecha con suavidad. Yo le beso la cabeza y deslizo la mano por su espalda.

—Por favor, no me castigues por su locura —suplica.

Me río.

—Aún no conoces a mis padres —replico—. Como bien dijo Ferris Bueller,6 todas las familias tienen sus rarezas.

—En fin, la buena noticia es que le caes bien. Eres bienvenido en nuestro búnker.

—¿A qué te refieres?

Dee cierra los ojos y se explica:

—Hace algunos años, Amelia salió con un tío que era un superviviente. Construyó un refugio subterráneo en nuestro patio. Él no duró mucho, pero el búnker, sí. Mi madre siempre lo tiene lleno de provisiones y da permiso para esconderse a los más allegados, que según ella lo necesitarán cuando, inevitablemente, el gobierno intente esclavizar a la población y vayan a quitarle sus armas.

Estoy a punto de quedarme dormido de nuevo escuchando el murmullo de la voz de Dee cuando sus palabras cobran sentido.

Levanto la cabeza.

—Espera un momento. ¿Tu madre tiene armas?

El lunes por la noche, entro en mi apretamiento y tiro las llaves en la mesa del vestíbulo. Y enseguida tengo la sensación de que hay algo... diferente.

La atmósfera parece distinta. Es un sexto sentido que uno desarrolla cuando vive solo: eres capaz de afirmar sin margen de error si alguien ha estado en tu casa.

O si sigue en ella.

No hay cambios en el salón. Tampoco en la cocina ni en el comedor, que escaneo mientras camino por el pasillo en dirección a la puerta cerrada de mi dormitorio. La abro y entro.

Y allí, tumbada en medio de mi cama, con un picardías rosa pálido, un liguero y medias a juego, está Rosaline.

Para muchos hombres, ésta es una fantasía hecha realidad. Va justo detrás de la esperanza de que una tía buena se presente en la puerta de tu casa muy cachonda vestida con una gabardina y nada debajo.

Pero para mí ésta es una fantasía estupenda protagonizada por la chica equivocada.

Su melena negra cae en cascada sobre mi almohada en brillantes ondas. Me clava sus ojos azules mientras en sus labios rojos se dibuja una invitante sonrisa.

—Hola, Matthew.

—¿Cómo narices has entrado aquí?

No advierte el sorprendido desdén de mi voz. O quizá no quiere advertirlo.

Su sonrisa de rubí sigue impertérrita.

—Le he dicho a tu portero que era una vieja amiga. He tenido que convencerlo, pero al final me ha dejado entrar. Deberías quejarte al jefe. Con lo que pagaste por este apartamento, la verdad es que la falta de seguridad es preocupante. Aunque me parece que en este momento estarás encantado.

Deja resbalar la mano por su estómago y se acaricia la tela de las medias. Aunque mis ojos se sienten tentados de seguir el camino que dibuja su mano, los mantengo pegados a su cara.

—Te equivocas.

Se levanta de la cama y se pone delante de mí con la mirada gacha y las manos entrelazadas, la imagen perfecta de vulnerabilidad sexi.

—En lo que me equivoqué fue en acabar contigo de la forma en que lo hice. Verte otra vez me ha hecho comprender lo mucho que te he echado de menos. Y ahora que he vuelto a la ciudad esperaba que me dieras una segunda oportunidad.

No voy a mentir. Oírla decir eso es un subidón. Mi ego alza el puño victorioso. ¿No es eso lo que desea todo amante despechado? ¿Oírle decir a su pasado objeto de deseo que se equivocó? ¿Que le supliquen e imploren una segunda oportunidad?

—¿Vas a dejar a Julian? —le pregunto estupefacto.

Ella se ríe.

—¿Dejarlo? Pues claro que no, tonto. Si me voy, lo pierdo todo, el acuerdo prematrimonial es muy específico respecto a ese punto. Pero eso no significa que no pueda disfrutar de mis propias distracciones. Tú y yo podemos disfrutarlas juntos. Con frecuencia.

Hace algunas semanas es posible que hubiera aceptado su oferta. Follar con Rosaline siempre fue un pasatiempo espectacular. Y soy un tío. Sexo regular sin compromiso es la olla de oro al final del puto arcoíris. Algo que todos soñamos encontrar pero que, en realidad, no creemos que exista.

En cambio, aquí y ahora, ni siquiera mi polla está interesada. Cosa que es muy significativa teniendo en cuenta que ella está casi desnuda.

Rosaline da un paso adelante y trata de rodearme el cuello con las manos. Pero yo la agarro de los antebrazos y, guardando las distancias, le digo:

—Vístete.

Ella parece realmente sorprendida. Confusa.

Sin embargo, antes de que pueda explicarme, alguien llama a la puerta. Y la chillona voz cantarina de Delores resuena al otro lado:

«How ya call ya loverboy? Come ‘ere, loverboy...»

Joder.

Esto es malo. Tan malo como construir una casa sobre un antiguo cementerio indio cuyos muertos resucitan cabreados.

Me alejo de Rosaline y camino en dirección a la puerta sopesando mis opciones. Podría esconder a Rosaline en un armario o debajo de la cama, pero si Dee la encuentra daría imagen de culpabilidad. Podría intentar alejar a Delores de la escena del crimen, pero si alguna vez averigua el motivo, daría imagen de mucha culpabilidad.

La única opción viable que me queda es la sinceridad, decirle la verdad a Delores, apelar a su naturaleza confiada y a la fe que pueda tener en mí.

Sí, tenéis razón: estoy perdido.

Abro la puerta. Delores me enseña un DVD de Dirty Dancing mientras baila en la puerta.

—¡Ésta es la película perfecta para nosotros! Estoy segura de que no la has visto, dado que tus testículos cargados de testosterona han estado demasiado ocupados viendo películas de acción y porno bélico. Pero, por suerte para ti, yo tengo la versión extendida del director. Podemos intentar imitar la escena del salto. Y también bailo de muerte el chachachá.

Antes de que acabe de hablar, salgo al descansillo y cierro la puerta. Entonces ella advierte mi expresión y deja de bailar.

—¿Qué pasa?

Le pongo las manos sobre los hombros y digo:

—No quiero que alucines.

Evidentemente, decir eso sólo conseguirá que empiece a alucinar antes. Qué idiota.

—¿Por qué iba a alucinar?

Intento hacerlo mejor.

—Tienes que confiar en mí, Delores. Te juro que no es lo que parece.

Esto no está mejorando las cosas, ¿verdad? Mierda.

Sus nerviosos ojos ámbar me miran a mí y a la puerta cerrada a mi espalda alternativamente. No afirma ni me da señales de comprender nada, pero me ordena:

—Abre la puerta, Matthew.

Lo mejor será acabar con esto cuanto antes.

Abro la puerta y Delores entra delante de mí. Sea lo que sea lo que estuviera imaginando, no lo encuentra en el salón.

—¿Qué estás...?

Y entonces Rosaline aparece por el pasillo sin haberse puesto nada de ropa sobre el picardías y el liguero.

Porque, desde luego, hoy no es mi día de suerte.

—Creo que estás siendo muy infantil acerca de... —Rosaline se para en seco cuando ve a Dee, pero no parece molesta en absoluto—. Vaya, qué incómodo.

Yo aprieto los dientes.

—Te he dicho que te vistieras.

—Pensaba que estabas siendo tímido. No pensé que hablaras en serio.

Le doy la espalda y miro a Delores.

—Dee...

En sus ojos veo reflejada media docena de emociones: conmoción, sorpresa, dolor, traición, ira, humillación. La fe y la confianza no asoman por ninguna parte.

Pero no se marcha.

Y por un momento pienso que quizá he conseguido ganármela. Que recordará mis promesas, que pensará en mis acciones de los últimos días y que llegará a la inevitable conclusión de que no soy un bastardo mentiroso.

Os daré un segundo para que intentéis adivinar lo que hace. Sólo para mantener el nivel de interés.

Me da una bofetada. Con todas sus fuerzas. En toda la cara.

Plaf.

Luego corre en dirección a la puerta como si la persiguiera el diablo.

—¡Joder!

Quiero correr tras ella, y lo haré, pero primero tengo pendiente una sesión de exterminio.

Rosaline me mira con una distraída sonrisa en los labios y dice:

—A ver, ¿dónde estábamos?

—Pues estaba a punto de sacar tu culo por la puerta. Y es lo que voy a hacer. No quiero retomar nada contigo, Rosaline. Hemos acabado. No intentes hablar conmigo en las fiestas. Si me ves por la calle, da media vuelta y vete hacia otra puta dirección. Si vuelves a hacer algo así o intentas interferir en mi vida, me aseguraré personalmente de que tu marido y hasta el último de tus conocidos sepa que eres una zorra manipuladora sin corazón. ¿Te ha quedado claro?

Su confianza se evapora y adopta una expresión herida. Pero sólo dura un segundo. Un instante después, su mirada vuelve a helarse. Está enfadada pero se controla. Como una rata decidida a sobrevivir, aunque eso signifique comerse su propia pierna.

—Está bien.

Cuando me marcho hacia la puerta, vuelvo a fulminarla con la mirada.

—No quiero que estés aquí cuando regrese.

Cuando por fin consigo coger el siguiente ascensor y llego al vestíbulo del edificio, Dee ha desaparecido. Corro hasta la acera y busco entre el mar de gente hasta que diviso su melena rubia doblando la esquina.

Y entonces comienza a llover. Las gotas de agua son punzantes y están heladas, es como si una gigantesca ducha celeste se hubiera puesto fría de repente.

Muchas gracias, Dios. Es una buena forma de darme un respiro.

Voy sorteando a los peatones intentando que nadie me saque un ojo con el paraguas. Cuando llego hasta Dee, la cojo del brazo, hago que se vuelva y grito:

—¿Puedes parar de correr? ¡Te he dicho que no alucinaras!

Ella hace un gesto en dirección a mi casa y grita:

—¿Cómo se supone que puedo no alucinar cuando tienes a una tía desnuda en tu apartamento?

—¡Porque yo no estoy allí con ella! Estoy aquí abajo, probablemente cogiendo una neumonía, persiguiéndote a ti!

—¿Por qué?

Y en ese preciso momento me doy cuenta de que le he pedido a Dee que confíe en mí y que crea que soy distinto de todos los capullos que ha conocido en su vida sin haberle dado un motivo para hacerlo. Cualquier chico puede hacerle pasar un buen rato a una chica con buenos regalos y citas divertidas, pero eso no significa que esté siendo sincero. Podría estar siendo sencillamente convincente, escondiendo segundas intenciones o camuflando a un mujeriego agazapado.

Para demostrar que no ocultas nada, a veces tienes que vaciarte los bolsillos, abrir la bolsa, dejar que te cacheen. Por muy incómodo o embarazoso que resulte. La confianza tiene que ganarse, y para hacerlo a veces hay que desnudarse.

—Estuvimos saliendo dos años en la universidad. Yo quería casarme con ella y pensaba que ella quería lo mismo que yo. Pero me equivoqué. Me estuvo engañando todo el tiempo con un hombre mayor y más rico que yo, y yo estaba demasiado ciego para darme cuenta. Pasó de mí cuando la dejó embarazada. Ella me rompió el puto corazón y... y ahora me alegro mucho de que lo hiciera. Porque si no lo hubiera hecho jamás te habría conocido.

Delores parece sorprendida. Luego adopta un aire compasivo, pero aún queda un rastro de duda.

—Es preciosa.

Miro su húmedo y apelmazado pelo, su cara llena de rímel y sus labios azulados por el frío y niego con la cabeza.

—A mí no me lo parece.

Ella digiere mis palabras y un momento después me dedica una pequeña sonrisa. Le tiendo la mano.

—¿Podemos volver, por favor?

Dee me coge la mano.

—Vale.

Volvemos rápido al apartamento. Cuando nos acercamos, veo cómo Rosaline sale por la puerta del vestíbulo con unas gafas de sol —a pesar del mal tiempo—, una gabardina impecablemente abrochada y el pelo recogido en un moño bajo. Su chófer la recibe con un paraguas y le abre la puerta de la limusina. No me afecta verla marchar, sólo me siento aliviado de que lo haga.

Una vez en el apartamento, Dee se rodea el cuerpo con los brazos, pero eso no impide que le castañeen los dientes. Nos quitamos la ropa húmeda y lleno el jacuzzi doble con agua muy caliente. A pesar de que hay pocas cosas que superen un resbaladizo y húmedo polvo en la bañera, no es lo que deseo en este momento. No me voy a poner en plan ñoño y decir que quiero abrazarla, porque quiero mucho más que eso.

Pero ahora no.

Me relajo contra la pared de la bañera y apoyo los brazos en los bordes con la cabeza de Dee sobre el pecho y su cuerpo estirado junto al mío. Cierro los ojos y disfruto sintiendo cómo el agua caliente me relaja los músculos y me calienta la piel. La estancia llena de vaho está silenciosa, apacible, y ambos nos sentimos sencillamente contentos de estar aquí.

Hasta que Dee susurra:

—¿Qué es lo peor que has hecho en tu vida?

Abro los ojos e inclino la cabeza para poder verle la cara.

—Me haces unas preguntas muy extrañas.

La veo sonreír. Y se explica:

—Es muy fácil hablar de lo bueno. Lo malo te dice mucho más.

Yo inhalo una bocanada de vaho y hago un repaso mental de todas mis transgresiones. Luego confieso:

—Engañé a todas las novias que tuve desde el instituto a la universidad antes de conocer a Rosaline. Y las pocas veces que me pillaron las hice sentir como si la culpa fuera suya.

La expresión de Delores no me juzga. En su rostro no se refleja horror ni repulsión. Sólo curiosidad.

—Y ¿por qué lo hiciste?

¿Que por qué los hombres son infieles? Es una pregunta muy antigua con muchas respuestas. La más sencilla es que lo hacen porque son hombres. Pero eso no es todo.

Algunos hombres se aburren. Tocar el mismo culo, incluso aunque sea como el de Kate Upton, puede acabar siendo aburrido. La excitación de conseguir algo que no deberían desear, la emoción de pensar que podrían descubrirlos. Y algunos sólo son cobardes. No tienen el valor de admitirle a la chica que está enamorada de ellos que no sienten lo mismo. Creen que le están evitando dolor al dejarla creer que su compromiso significa más de lo que es en realidad.

—Porque era joven y estúpido —respondo—. Egoísta. Porque me gustaban lo bastante como para acostarme con ellas pero no lo suficiente como para dejar de acostarme con otras mujeres. Porque no sabía lo terrible y humillante que era que te mintieran así.

»Pero el karma es muy despiadado —continúo—. Después de lo de Rosaline, me quedó bien claro. Y juré que jamás volvería a ser responsable de que nadie se sintiera así. En el fondo y de una forma un tanto retorcida, Rosaline me hizo un favor: me dio una lección que necesitaba aprender. Me convirtió en un hombre mejor para las mujeres que vendrían después de ella.

Para Delores.

Poso el dedo bajo su barbilla y dirijo su mirada hacia la mía.

—Jamás te haría eso a ti. Lo sabes, ¿verdad?

Por favor, Dios, por favor, ayúdala a creer.

Dee se pierde en mis ojos intentando analizarme y luego esboza una sonrisa ladeada.

—Sí, lo sé. —Vuelve a apoyar la cabeza sobre mi pecho—. Pero seguiré necesitando que me lo recuerdes de vez en cuando.

—Y ¿qué hay de ti? —pregunto—. ¿Cuáles son tus trapos sucios?

Ella tarda un momento en contestar. Cuando empieza a hablar, lo hace en un tono de voz muy bajo.

—Aborté cuando tenía dieciséis años. Él fue mi primer amor: guapo, chulito, era de la zona rica de la ciudad. Me dijo que me quería y yo lo creí.

Observa el movimiento de su mano por debajo del agua y las pequeñas ondas que provoca el balanceo.

—Y ya sé que debería estar arrepentida y sentirme culpable, pero no es lo estoy. En aquel momento tomé la decisión más acertada.

»Aun así —prosigue—, de vez en cuando pienso que ahora podría tener un hijo. Él o ella tendría nueve años. Y no es que esté exactamente triste, pero no puedo evitar preguntarme cómo sería mi vida si las cosas hubieran sido distintas.

Me mira a los ojos.

—¿Crees que soy una mala persona?

—Ni de lejos.

La estrecho contra mí y le beso la cabeza.

Su tono es menos apesadumbrado cuando al rato comenta:

—¿No crees que sería una locura? Yo criando un niño o una niña pequeña...

—¿Quieres tener hijos? —le pregunto—. ¿Algún día?

Se encoge de hombros.

—No lo sé. No sé si sería una buena madre. La mía no fue precisamente el mejor ejemplo. No creo que esté preparada para ser madre. Yo fui un accidente y Billy fue un caso de caridad. Nos quería y se esforzó mucho, pero nunca consiguió darnos estabilidad, ¿sabes a qué me refiero? Siempre estaba cambiando de trabajo, intentando reinventarse a sí misma, buscando el amor en los sitios equivocados. Es más una amiga que una madre. Y me da miedo que su falta de constancia sea hereditaria.

La conversación se ha puesto mucho más trascendental de lo que imaginaba, pero no puedo evitar imaginarme a Delores como madre.

La veo cruzando la ciudad con sus tacones y sus tops y un crío pegado al pecho en una de esas mochilas portabebés.

Y en mi fantasía el niño es la mezcla perfecta entre nosotros, tiene los rizos cobrizos de Dee y mis ojos color avellana.

—Pues yo creo que serías una madre estupenda.

Una oleada de calidez se funde en sus ojos y se refleja en su sonrisa.

—¿Sí?

—Sí.

En realidad, Delores me recuerda mucho a Alexandra. Su forma de querer es feroz y apasionada. Una máquina de dar abrazos y millones de besos. Y ésa es la esencia de las mejores madres.

Después de eso ya no hablamos más. Nos quedamos en la bañera hasta que el agua se enfría disfrutando del cómodo silencio, los dos juntos.

A algunas mujeres no les va a gustar oír esto, pero voy a decirlo de todos modos: el amor no es necesario para disfrutar de buen sexo. Las experiencias sexuales más alucinantes de mi vida no han tenido nada que ver con las emociones. En realidad, las disfruté con mujeres que me eran bastante indiferentes. No las conocía lo bastante bien como para saber si me gustaban o no. En algunos casos ni siquiera sabía cómo se llamaban.

Pero sabía que estaban buenas, las deseaba, me sentía atraído por ellas a un nivel puramente físico.

La lujuria es fácil. Clara. Excitante.

El amor es desordenado. Confuso. A veces incluso aterrador.

La lujuria es poderosa. Primitiva. Impulsiva.

El amor es ambiguo. Transitorio. Puede llegar a volverte loco.

Soy muy consciente de que esta opinión es exclusivamente masculina, pero estadísticamente es más probable que los hombres disfruten más de una experiencia sexual esporádica que no tenga nada que ver con las emociones que las mujeres.

Si no me creéis, podéis buscarlo en Google.

La mayoría de las mujeres ansían sexo con sentimientos, en algunos casos incluso son incapaces de llegar al orgasmo si no es así.

Pero Delores Warren no es como la mayoría de las mujeres. Ella me folló hasta dejarme sin sentido la primera vez que salimos. Sin conocerme lo suficiente como para sentir nada excepto lujuria. Y fue alucinante. Para los dos. En realidad, ella pareció preferirlo así.

Como decía..., la lujuria es fácil.

Pero la noche posterior a la aparición de Rosaline en mi apartamento, algo cambió. Mutó.

Se transformó.

Cuando me acuesto con Dee, no sólo quiero provocarle un orgasmo de infarto, quiero satisfacerla. Quiero que se sienta feliz, valorada, dentro y fuera del dormitorio. Y quiero ser yo el motivo de que se sienta así.

Suspira en sueños y el sonido me despierta. Está boca abajo y la manta sólo le llega hasta la cintura dejando al descubierto la perfecta piel de su espalda. La miro y me pregunto qué estará soñando. Sus facciones están relajadas, tersas, y parece joven y vulnerable.

Inocente.

Entonces siento una oleada de ardiente sentido de protección que me hincha el pecho y me oprime el corazón. Primero la toco con la mano y la deslizo suavemente por su espalda. Luego resigo el camino con los labios y con la lengua. Degusto la dulce salinidad de su piel, desde la columna hasta el cuello.

—Matthew —suspira. Y me doy cuenta de que ella también está despierta.

Se pone boca arriba y sus ojos se encuentran con los míos en la oscuridad. Retiro la manta y sus muslos se separan para mí, invitándome.

Me tumbo sobre ella y nuestros pechos se pegan el uno contra el otro, nuestros muslos se emparejan y sus caderas acogen mi cuerpo. Y cuando le beso los labios lo que compartimos es mucho más que sólo un beso. Es distinto de los demás que nos hemos dado.

Quiero que ella sepa lo que siento. Quiero demostrarle lo que significa para mí con cada caricia y cada roce. Y, por encima de todo, quiero saber que yo significo lo mismo para ella. Quiero sentirlo en ella.

Me hundo completamente en su interior. Su gloriosa y firme humedad se dilata, cede, y luego se ciñe a mi alrededor mientras me retiro para volver a embestirla. Mi boca está suspendida sobre la suya, nuestros alientos se funden y nuestras respiraciones se mezclan.

Es magnífico.

Dee me toca la cara y yo le beso la barbilla, la mejilla, el pelo, la oreja, y la empapo de ese sentimiento que acabo de descubrir. Nuestros movimientos son tiernos; no es que sean suaves y calmados de por sí, pero están cargados de significado.

De profundidad.

Sus caderas se elevan para encontrarse con las mías y su movimiento intensifica nuestra fusión. Me trago el quejido que resbala por entre sus labios cuando el orgasmo la sorprende antes que a mí. La embisto sin parar y me abro paso a través de su placer hasta que la sigo abandonándome a un orgasmo ultramundano.

Dee me rodea con las piernas, me tiene magníficamente aprisionado en su acogedora calidez. Nos besamos mientras recuperamos el aliento y nos mordisqueamos mutuamente los labios. Escondo la cara en su cuello y apoyo la cabeza en su clavícula para inspirar su fragancia. Ella desliza las manos por mis brazos hasta posarlas sobre mis omóplatos.

Algunos minutos después, salgo de su cuerpo con reticencias. Dee me estrecha con fuerza para que no me mueva y nos quedamos dormidos en esa posición: con mi cuerpo haciéndole de manta y el suyo sirviéndome de almohada.

14

Los días siguientes, Delores y yo pasamos, literalmente, todas las noches juntos. Ella acaba por abrirse completamente y me habla de todos sus exnovios. No ha tenido tantos como quizá estéis pensando, pero los que ha tenido se han cubierto de gloria.

Estuvo aquel primer imbécil, el chaval que la dejó embarazada y luego pasó de ella.

El capullo número dos resultó ser algo mayor de lo que le dijo. Como diez años más. Y estaba casado. Y tenía un hijo.

El idiota que vino después —que debió de ser cuando ella estaba en la universidad— le robó los datos de su cuenta bancaria, le limpió hasta el último centavo y se fugó a Las Vegas. El muy desgraciado le dejó una nota en la que le explicaba que tenía una grave adicción al juego que había conseguido esconderle durante todos los meses que habían pasado juntos.

Y por último estaba esa escoria. El hijo de puta que le pegó.

Delores dijo que sólo ocurrió una vez, pero para mí una vez ya es demasiado. No quiso decirme su nombre, pero juro por Dios que si alguna vez lo descubro buscaré a ese cabrón, me presentaré en su casa y le romperé todos los huesos de la mano con la que la tocó.

Luego le romperé la otra sólo para asegurarme de que no lo olvida nunca.

Oh, y después está la historia de sus padres. Delores me contó que sus viejos se engancharon muy fuerte, que creyeron que era un amor a primera vista para toda la vida. Hasta que su madre se quedó embarazada. Entonces su padre se convirtió en un fantasma y desapareció. Nunca volvieron a saber de él.

Ahora que conozco los detalles del accidentado pasado de Delores, todo tiene mucho más sentido. Entiendo que al principio estuviera tan nerviosa a pesar de que yo le gustaba, porque sé que le gustaba.

Es un milagro siquiera que confíe en mí ahora. Después de lo que me ha contado, no me habría sorprendido que hubiera tirado la toalla para proclamarse irreversiblemente lesbiana.

Pero por muy guay que hubiera sido eso, me alegro mucho de que no lo hiciera.

La noche anterior a Acción de Gracias es oficialmente la noche más fiestera del año. Cada año, después de la fiesta que se celebra en el despacho, Drew, Jack y yo salimos de juerga hasta el amanecer. Nos lo pasamos muy bien. Es una tradición tan sólida como el pavo, el relleno y la salsa de arándanos.

Sin embargo, tengo que admitir que yo nunca he podido con la salsa de arándanos. Aunque sea casera, es asquerosa.

En fin, este año invito a Delores, a la fiesta del despacho y a la juerga de después. Llevo más de dos semanas sin salir con los chicos. A veces pasa. Cuando un niño recibe un juguete nuevo por Navidad, lo último que quiere es dejar que sus amigos jueguen con él. Está con él a todas horas, hiberna con él, se lo queda para él solo, quizá incluso llegue a dormir con él bajo la almohada. Luego, después de una o dos semanas, empezará a compartirlo.

No estoy diciendo que Jack o Drew vayan a jugar con Dee como probablemente les gustaría, pero ya ha llegado la hora de presentársela y dejar que ella conozca a los chicos para que todos se den cuenta de que es una novia genial. La clase de novia que juega a los dardos y al billar y no va por ahí cortando el rollo cuando uno se lo está pasando bien.

Llamo a Dee desde el portal para no tener que buscar aparcamiento para la moto. Luego me fumo un cigarrillo mientras espero a que baje. Cuando sale de casa, sonrío al ver la ropa que ha elegido. Se ha puesto unos pantalones de satén negro tan ajustados que parece que los lleve pintados. Los tacones rosas le hacen juego con el top y sujeta una corta chaqueta negra en la mano. Lleva el pelo recogido y rizado, cosa que atrae la atención sobre el collar de diamantes que cuelga justo por encima de su escote.

—Bonito collar —le digo mientras le doy el casco.

Se encoge de hombros.

—Es bisutería.

Tomo nota mental de que tengo que regalarle uno de verdad. Y la imagen de Delores con un collar de diamantes —y nada más— me provoca una mirada lasciva en la cara y una erección en los pantalones.

Dee se pone el casco, pero no se sube enseguida a la Ducati. Se queda en la acera con las manos en las caderas mirándola pensativa.

—¿Qué me dirías si te dijera que quiero llevar tu moto hasta la fiesta?

—Te diría que no es tu día de suerte. Yo no voy de paquete.

Me da una colleja, pero el casco amortigua el golpe.

—Pues deja que la lleve un rato yo sola. Sólo una vuelta a la manzana.

—Mmm, no me convence.

Dee se pone a hacer pucheros.

Suspiro.

—¿Alguna vez has llevado una moto?

—No, pero siempre he querido hacerlo.

—Bueno, yo siempre he querido volar y eso no significa que me vaya a poner un disfraz de ardilla y vaya a saltar desde el Empire State.

Se acerca a mí y desliza sus apaciguadoras manos por mi pecho.

—Venga, por favor. Seré muy cuidadosa y te estaré muy agradecida. Realmente agradecida..., hasta la perversión: te dejaré que me esposes a la cama.

Y ahí está el dilema.

¿Voy a aferrarme a mis armas, conservar intacto mi orgullo y proteger mi adorado vehículo de un siniestro casi seguro? ¿O voy a dejarme guiar por las necesidades de mi polla y dejarme convencer por la promesa de una noche de sexo pervertido y la posibilidad de tener a Dee a mi disposición hasta que salga el sol?

No hay discusión posible.

—Iré de paquete.

Me deslizo por el asiento para dejarle sitio y que pueda subirse delante de mí. Luego le enseño dónde está el embrague, el acelerador y, lo más importante, el freno.

¿Sabéis que dicen que uno ve pasar toda su vida ante sus ojos antes de morir?

Pues cuando llegamos al despacho puedo afirmar, sin un ápice de duda, que es completamente cierto.

Hoy he visto la película de mi vida pasar ante mis ojos. Tres veces.

La primera ha sido cuando Dee ha girado bruscamente delante de un autobús. Otra, cuando ha derribado unos cubos de basura como si fueran bolos. Y la última cuando aquel taxi casi nos golpea por un lado.

Aunque eso no ha sido sólo culpa de Delores. Los taxistas de Nueva York están completamente locos, te pasarían por encima sin pestañear y ni siquiera mirarían el retrovisor para asegurarse de que estás muerto.

Dejamos la moto a salvo en mi plaza de aparcamiento y Dee y yo entramos cogidos de la mano en la enorme sala de reuniones convenientemente decorada para la fiesta. Por los altavoces de la esquina suenan los acordes de piezas clásicas pero alegres, nada más entrar se perciben los deliciosos aromas procedentes de la mesa del bufet que hay alineada contra la pared, y el sonido de la charla y de las risas flota por toda la sala.

A John Evans se le dan bien muchas cosas, pero organizar buenas fiestas es su punto fuerte.

Hago la ronda con Dee y le presento a mis compañeros. Cogemos un par de copas de la barra y charlamos un rato con Jack O’Shay, que nos deleita con la versión descafeinada de sus últimas proezas del fin de semana. Entonces veo a mis padres en el otro extremo de la sala y, cuando empezamos a caminar en su dirección, Jack me mira, señala a Dee y me da su visto bueno levantando los pulgares.

Mi madre es una mujer menuda, es más de treinta centímetros más bajita que mi padre, quien, incluso a su edad, mide casi metro noventa. Se le están empezando a notar los años, y su precioso pelo castaño está un poco más gris que la última vez que la vi. Pero sus ojos, que son del mismo color avellana que los míos, siguen brillando con la misma alegre dulzura.

Siempre fue una auténtica señorita, la educaron para ser elegante, serena y silenciosa.

Según cuenta la leyenda, conoció a mi padre cuando él se coló en su puesta de largo y se enamoraron a primera vista. Por aquel entonces, él estaba hecho todo un fiestero, pero quedó prendado de su relajada serenidad. Ella se sintió irremediablemente atraída por su naturaleza apasionada. Y, aunque mi abuelo amenazó con desheredarla, se fugaron juntos cuatro semanas después de haberse conocido.

Mi madre no tiene ni un ápice de maldad. Es dulce y virtuosa. Su tono de voz es suave por naturaleza, casi lírico, como el de Jackie Kennedy en esas viejas entrevistas en la Casa Blanca. Mi padre siempre se ha mostrado muy protector con ella y no hay nada, nada, que yo recuerde que le haya pedido y él no le haya conseguido inmediatamente.

Mi padre me saluda estrechándome la mano.

—Hijo.

—Hola, papá.

Dee se queda a mi lado mientras mi madre me abraza.

—Cariño.

Presentarles una chica a tus padres puede resultar estresante, especialmente si tu madre es una de esas mujeres críticas y prejuiciosas que creen que ninguna mujer es lo bastante buena para su hijo. La madre de mi compañero de habitación de la universidad era así. Puso verde a su novia por llevar unos shorts blancos en el Día del Trabajo. Ni que decir tiene que no siguió siendo su novia durante mucho más tiempo.

Pero mis padres no son tan complicados. Mi padre sabe que no soy ningún santo. Él se conformará con cualquier mujer que se muestre dispuesta a aguantarme. Y mi madre sólo quiere que sea feliz. Su definición de felicidad es: casado, con 2,5 hijos y un animal doméstico. Cualquier chica con la capacidad de hacer que eso suceda será acogida en la familia con los brazos abiertos.

Y, si además consigue convencerme para que venda la moto, recibirá una cuota de adoración extra.

—Mamá, papá, ésta es Delores Warren.

Dee esboza una radiante sonrisa.

—Me alegro de conocerlos, señor y señora Fisher.

Mi madre asiente.

—Igualmente. —Entonces dice—:Llevas unos zapatos preciosos, Delores.

—Gracias. Son mi último par preferido, y son mucho más cómodos de lo que parecen. Incluso puedo bailar con ellos sin que me hagan daño.

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