Control

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—Será mejor que espabiles, tío. Si consigue esa cuenta, tu viejo se va a poner tan eufórico que no me extrañaría que quisiera adoptarla. Y el incesto, incluso entre hermanos adoptivos, es ilegal en Nueva York.

Los buenos amigos se tocan las narices. Es la maniobra equivalente a esos besos al aire que se dan las mujeres. Una señal de afecto.

—Aunque me parece que si ella sigue machacándote como lo está haciendo, tampoco tendrás la opción del incesto.

—Chúpamela.

Me río.

—Esta noche no, querido. Me duele la cabeza. —Me levanto y voy en dirección a la puerta—. Pásalo bien.

—Nos vemos.

Al salir del despacho, cojo el metro —como hago todos los días después de trabajar— y me voy al gimnasio. Está en Brooklyn y es un local muy auténtico. Hay quien diría que es un agujero, pero para mí es un auténtico diamante en bruto. El suelo está viejo y sucio y hay un montón de sacos de boxeo desgastados de color rojo alineados en la pared del fondo. Las pesas están apiladas frente a un espejo agrietado, y hay una caja de leche llena de cuerdas para saltar junto a la única máquina de remo del local. Aquí no veréis trajes de licra ni aburridas amas de casa intentando ligar o presumiendo de su maquillaje. No hay bicicletas elípticas ni cintas para correr de última generación como las que tienen en el gimnasio de mi edificio. Vengo aquí a sudar y a poner mis músculos al límite con ejercicios de calistenia. Y, sobre todo, vengo por el ring de boxeo que hay en el centro del gimnasio.

La primera vez que vi

Rocky tenía doce años. Está ambientada en Filadelfia, pero podría haberse rodado en Nueva York. Desde entonces, me encanta el boxeo. No voy a dejar mi trabajo para entrenar para el campeonato de pesos pesados ni nada de eso, pero no hay mejor forma de hacer ejercicio que pelear unos cuantos asaltos contra un rival decente en el ring.

Ahí está Ronny Butler. Es el cincuentón con barba de cuatro días del chándal gris y el crucifijo de oro macizo colgado del cuello que está en la esquina del cuadrilátero gritando críticas a los dos luchadores que se miden en el ring. Es el dueño. Ronny no tiene nada que ver con Mickey, el entrenador de Rocky Balboa, pero es un buen hombre y un gran entrenador.

Con el paso de los años, he ido reuniendo la poca información que se le iba escapando cada vez que me quedaba el último antes de cerrar. En los ochenta, Ronny era un pez gordo de Wall Street y vivía el gran sueño americano. Un viernes por la noche, llevaba a su familia en coche a los Hamptons. Salieron tarde porque él se entretuvo más de la cuenta en el despacho, y un camionero se durmió al volante, sobrepasó la mediana, invadió el carril contrario y chocó de frente contra el BMW de Ronny. Él sólo tenía una contusión y el fémur fracturado, pero su mujer y su hija no sobrevivieron.

Pasó algunos años ahogando las penas en una botella y unos cuantos más desintoxicándose. Luego utilizó el dinero del seguro para montar ese negocio. No es un hombre amargado ni triste, pero tampoco lo describiría como una persona feliz. Creo que el gimnasio lo ayuda a seguir adelante y le da un motivo para levantarse por las mañanas.

—¡Atrás, Shawnasee! —Ronny le grita al púgil que tiene arrinconado a su

sparring contra las cuerdas y le está castigando las costillas—. Esto no es Las Vegas, joder, déjalo respirar.

El tal Shawnasee es un imbécil. Ya conocéis el tipo: joven, impulsivo, la clase de idiota que se bajaría del coche para pegarle un puñetazo a un pobre diablo por haberle cerrado el paso en la autopista. Ése es otro de los motivos por los que me gusta boxear: es la oportunidad perfecta de poner a los idiotas en su sitio sin que te condenen por agresión. Shawnasee lleva meses intentando que me suba al ring con él, pero pegarle a alguien con una técnica tan pobre como la suya no me resulta divertido. Da igual lo fuerte que pegue, no tiene ninguna posibilidad de ganar. Estoy esperando a que mejore y entonces le daré una paliza.

Mi mirada se cruza con la de Ronny justo cuando separa a los boxeadores y lo saludo asintiendo con la cabeza. Me voy a los vestuarios, me quito el traje y paso una hora golpeando el saco. Luego me siento en la máquina de remo hasta que mis bíceps gritan clemencia y mis piernas parecen de gelatina. Acabo con diez minutos de saltos con la cuerda, lo que puede parecer fácil pero no lo es. Intentad saltar a la cuerda la mitad de ese tiempo y me apuesto lo que queráis a que acabaréis teniendo la sensación de que os va a dar un ataque al corazón.

Cuando el ring queda libre, subo y peleo tres asaltos contra Joe Wilson, un abogado de la parte alta de la ciudad con el que ya me he medido otras veces. Es un buen oponente, pero el resultado se decanta claramente a mi favor. Cuando acabamos, hacemos chocar los guantes con deportividad y yo vuelvo al vestuario a recoger mis cosas. De camino a la salida, le doy una palmada en la espalda a Ronny, voy corriendo hasta el metro y lo cojo para volver a casa.

No me avergüenza confesar que mis padres me compraron este apartamento cuando me gradué en la universidad. Por aquel entonces, este piso estaba ligeramente por encima de mis posibilidades económicas. Está muy bien situado, desde aquí puedo ir caminando al despacho y tiene unas vistas impresionantes de Central Park. Como llevo viviendo aquí desde que acabé la universidad, carece del estilo que uno esperaría de un exitoso hombre de negocios. Echad un vistazo.

Los sofás de piel negra están frente a una enorme pantalla de televisión equipada con un sistema de sonido de alta calidad. En los estantes de cristal de debajo hay alineados un buen número de videojuegos. La mesita también es de cristal, pero está mellada por las esquinas de tantos años de apoyar pies y botellas. De la pared cuelga una sombría pintura de una montaña de un artista japonés de renombre y, en la pared de enfrente, está expuesta mi valiosa colección de gorras de béisbol clásicas. En una esquina hay una vitrina donde se puede admirar el premio que gané el año pasado por mi excelente gestión como agente financiero. Junto al premio tengo el casco auténtico de Boba Fett, el que llevó el actor durante el rodaje de

El imperio contraataca. También hay varias estanterías empotradas de madera oscura en las que tengo varios recuerdos deportivos, libros de arte, fotografía y economía, y una docena de marcos de distintas clases con instantáneas de mi familia y amigos hechas en los mejores momentos de mi vida. Fotografías que saqué yo mismo.

La fotografía es mi pasatiempo. Ya os contaré más cosas sobre el tema más adelante.

En el salón, en lugar de tener la clásica e inservible mesa rodeada de sillas, puse una mesa de billar y una máquina antigua con el juego de los

Space Invaders. Pero mi cocina está perfectamente equipada: encimeras de granito negro, suelos de mármol italiano, apliques de acero inoxidable y una batería de cocina que haría las delicias de cualquier ama de casa. Me gusta cocinar, y lo hago muy bien.

Quizá sea cierto eso de que al corazón de un hombre se llega a través de su estómago, pero también es la ruta más directa a las bragas de una chica. Para una mujer, un hombre que sabe desenvolverse en la cocina es todo un hallazgo. Decidme que me equivoco.

En fin, mi apartamento es genial. Es grande pero confortable, impresionante pero sin llegar a ser intimidante. Después de darme un agua en mi ducha de cristal con triple chorro, me seco con una toalla y paso un minuto observando mi propia imagen en el espejo de cuerpo entero. Mi pelo, que normalmente es castaño claro, está más oscuro a causa de la humedad y despunta de formas extrañas por haberlo frotado con la toalla. Debería cortármelo, si lo dejo crecer demasiado me salen ricitos de niño mono. Me paso la mano por la barba de tres días que me ensombrece la barbilla, pero no me apetece afeitarme. Me pongo de lado, flexiono el bíceps y me enorgullezco del músculo que sobresale. No estoy tan musculado como esos cabezas huecas que se pasan la vida en los gimnasios, pero tengo un cuerpo fibroso, esbelto y poderoso: en la tableta de chocolate que recubre mi estómago no hay ni un gramo de grasa.

Quizá estéis pensando que soy un imbécil por estar aquí parado mirándome en el espejo pero, creedme, lo hacen todos los tíos. Lo que pasa es que no nos gusta que nos sorprendan haciéndolo. Y, cuando uno dedica tanto tiempo a su cuerpo como yo, la recompensa hace que valga la pena.

Me pongo un bóxer de seda y caliento un plato de pasta con pollo que me sobró ayer. No soy italiano, pero si pudiera comería pasta cada día de la semana. Cuando acabo de lavar los platos ya son las ocho y media. Sí, soy un hombre que se lava sus propios platos.

Moríos de envidia, chicas: soy un bicho raro.

Luego me dejo caer en mi alucinante cama extragrande y cojo el cheque dorado que llevo metido en el bolsillo trasero de los pantalones.

Deslizo el dedo por las letras que se leen sobre el cartón verde.

DEE WARREN

QUÍMICA

COMBUSTIBLES LINTRUM

Y automáticamente recuerdo la suave y tersa piel que asomaba por debajo de su ajustada camiseta rosa. Mi polla cabecea; supongo que ella también se acuerda.

Normalmente esperaría un día o dos para llamar a una chica como Delores. La planificación es crucial. Parecer demasiado impaciente es un error de novato: a las mujeres les gusta que las persigan los cachorritos, no los hombres.

Pero ya es miércoles por la noche y me encantaría quedar con Dee el viernes. El siglo XXI es la era de películas como

Qué les pasa a los hombres y libros como

El arte de seducir para dummies, cosa que significa que llamar a una chica cualquiera para juguetear una noche ya no es tan fácil como antes. Ahora hay todas esas malditas reglas; reglas que yo aprendí a base de leches.

Como, por ejemplo, que si un tío quiere quedar con vosotras la misma noche que llama se supone que debéis decir que no porque eso significa que no os respeta. Y si quiere salir con vosotras un martes es porque tiene mejores planes para el sábado por la noche.

Intentar estar al día de esas reglas tan cambiantes es más difícil que seguir el hilo del debate sobre salud en el Congreso. Es como un campo de minas: un solo paso en falso y tu polla no volverá a ver acción en mucho tiempo. Pero si conseguir echar un polvo fuera fácil, todo el mundo lo haría a todas horas. Y muy probablemente no harían nada más.

Cosa que me lleva al pensamiento siguiente: ya sé que las feministas siempre se quejan de que los hombres tienen todo el poder, pero cuando se trata de las citas, y por lo menos en Estados Unidos, eso no es así. En cualquier bar, todos los fines de semana, siempre son ellas las que eligen. Las mujeres pueden escoger porque los hombres jamás rechazarían una oportunidad.

Imagináoslo: la música a todo volumen, cuerpos frotándose los unos contra los otros y una mujer del montón acercándose a un tío que se está tomando una copa en la barra. Y le dice: «Quiero follarte hasta que pierdas el sentido». Y él contesta: «No, gracias, la verdad es que esta noche no estoy de humor para el sexo». ESO JAMÁS HA SALIDO DE LA BOCA DE NINGÚN HOMBRE.

Las chicas nunca tienen que preocuparse de que las rechacen, siempre que no estén apuntando muy por encima de sus posibilidades, claro. No tienen por qué agobiarse pensando en si van a tener suerte. Para las mujeres, el sexo es como un bufet libre: sólo tienen que elegir el plato que más les gusta. Dios creó al hombre con un fuerte apetito sexual para asegurar la supervivencia de la especie. Sed fecundos y multiplicaos y todo eso. Y para tíos como yo, que sabemos lo que hacemos, tampoco es tan complicado. Pero para los menos diestros de mi especie, mojar puede resultar una tarea compleja.

Cuando cojo el teléfono para marcar el número que aparece en la tarjeta de visita, siento una ligera inyección de adrenalina. No estoy nervioso, es más bien una consecuencia de la expectativa. Me doy unas palmaditas sobre la pierna al ritmo de

Enter Sandman de Metallica y, cuando empiezo a oír los tonos, se me hace un nudo en el estómago.

Supongo que se acordará de mí. Me encargué de hacerme notar. Y también doy por hecho que se mostrará receptiva a mi proposición; quizá esté incluso impaciente. Pero lo que no espero es que su voz me perfore el tímpano cuando descuelga y la oigo gritar:

—¡No, gilipollas, no quiero volver a escuchar la canción! ¡Llama a Kate si necesitas público!

Me separo el auricular de la oreja y compruebo que he marcado el número correcto. Sí que lo es.

Y entonces digo:

—Mmm, ¿hola? ¿Dee?

Hace una pausa cuando se da cuenta de que no soy el gilipollas.

Y entonces contesta:

—Sí, soy Dee. ¿Quién es?

—Hola, soy Matthew Fisher. Trabajo con Kate. Nos hemos conocido en el restaurante esta tarde.

Hace otra breve pausa y entonces se le ilumina la voz.

—Ah, sí. Te recuerdo.

Veo que he conseguido dejar huella en ella.

—El mismo.

—Siento haberte gritado. Mi primo lleva todo el día dándome por el culo.

Mi polla se despereza al oír la palabra

culo y tengo que esforzarme mucho para no ofrecerme a ocupar el puesto de su primo.

—¿Qué puedo hacer por ti, Matthew Fisher?

Se me desata la imaginación. De una forma muy detallada. Oh, todo lo que podría hacer...

Por un momento me pregunto si está hablando así a propósito o si estoy completamente salido.

Me decanto por pisar sobre seguro.

—Me estaba preguntando si te gustaría salir conmigo algún día. Quizá ir a tomar algo.

Detengámonos aquí un momento. Porque, a pesar de mis recientes quejas sobre las modernas complejidades a las que deben enfrentarse los hombres para ligar, yo siento que es mi deber ayudar a otros y extender mis conocimientos sobre cómo decodificar los mensajes masculinos. Pensad en mí como una versión semental de Edward Snowden o Julian Assange. Quizá debería montar mi propia web y llamarla DickiLeaks.4 Aunque, pensándolo mejor, no me gusta ese nombre: parece el síntoma de una enfermedad de transmisión sexual.

Por lo que al mundo de la pareja se refiere, hay tres categorías: follar, matar y matrimonio. Si un hombre os propone ir a tomar algo o salir por ahí, os está encasillando en la categoría «follar». No, no me lo discutáis, es completamente cierto. Si un hombre os pide una cita o quiere llevaros a cenar, también si os quiere llevar al cine, probablemente sigáis en la categoría «follar», pero en este caso tenéis potencial para progresar.

No tenéis por qué reaccionar a la propuesta de un tío basándoos en esa información, pero he pensado que querríais saberlo.

Ahora volvamos a la conversación telefónica.

Puedo percibir la sonrisa que destila su voz cuando acepta mi proposición.

—Yo siempre estoy disponible para una copa.

Fantástico. Más indirectas sexuales. Está claro que no me lo estoy imaginando. No hay duda de que me la voy a tirar.

—Genial. ¿Te va bien el viernes?

El silencio se apodera de mis oídos un segundo, y entonces sugiere:

—Y ¿qué tal esta noche?

Vaya. Supongo que Delores Warren no leyó el capítulo en el que se explica que hay que exigir dos días de margen para cualquier proposición sexual.

Soy un tío con suerte.

Y entonces se explica:

—Porque, claro, de aquí al viernes podría haber un apagón mundial, una sequía, los alienígenas podrían decidirse por fin a invadir la Tierra y esclavizar a toda la raza humana...

Jamás había oído nada parecido.

—Eso sería una desgracia. ¿Para qué esperar hasta el viernes?

Me gusta la forma que tiene de pensar esta chica. Y, como reza el dicho: no dejes para mañana a nadie a quien puedas tirarte hoy. O algo así.

—Hoy me va bien. —Me apresuro a aceptar—. ¿A qué hora?

Algunas chicas tardan una eternidad en arreglarse. Es muy molesto. Nadie debería necesitar tiempo para arreglarse para ir al gimnasio o a la playa.

—¿Qué te parece dentro de una hora?

Dos puntos para Dee: preciosas tetas y poco mantenimiento. Creo que me he enamorado.

—Perfecto —le digo—. Dime tu dirección y pasaré a recogerte.

Mi edificio tiene parking privado para los inquilinos. Muchos neoyorquinos gastan miles de dólares en pagar aparcamientos privados para no tener que conducir sus coches y evitar el tráfico de la ciudad. Pero a mí las caravanas no me afectan, siempre salgo con tiempo de sobra. Como ya he dicho antes, la planificación es la clave de todo.

Y, otra cosa, yo no tengo coche. Tengo una Ducati Monster 1.100 S personalizada. No tengo ninguna intención de cortarme el pelo y unirme a una banda ilegal ni nada de eso, pero ir en moto es otro de mis pasatiempos. Hay pocas cosas que me hagan sentir mejor que cruzar una autopista bajo el cielo azul de un precioso día de otoño cuando el color de las hojas está empezando a cambiar. Para un ser humano es lo más parecido a volar.

Saco la moto cada vez que se me presenta la ocasión. A veces alguna chica se queja del frío o de que se despeina, pero la verdad es que a las tías les encantan las motos.

Delores contesta:

—Y ¿qué tal si quedamos en algún sitio?

Ésa es una respuesta inteligente para una chica soltera. ¿Verdad que no se os ocurriría dar vuestro número de la seguridad social por internet? Pues tampoco debéis darle vuestra dirección a un tío que apenas conocéis. El mundo es una jungla y las mujeres, en especial, deberían hacer todo lo posible para evitar que esa jungla acabe llamando a la puerta de su casa.

No obstante, por desgracia eso también significa que mi moto se va a quedar en casa esta noche. Eso me entristece un poco.

—Como quieras.

Y antes de que pueda sugerir un sitio, Dee me toma la delantera.

—¿Conoces Stitch’s, en el número 37 de la calle West?

Claro que lo conozco. Es un local sencillo con buenas bebidas, música en directo y sillas cómodas. Como es miércoles por la noche, no estará a reventar, pero en Nueva York los bares nunca están vacíos.

—Sí, me suena.

—Genial. Te veré allí dentro de una hora más o menos.

—Estupendo.

Después de colgar no empiezo a vestirme enseguida. Yo no tengo manías con la ropa como esos jóvenes semiasexuales, pero tampoco soy un dejado. Podría estar listo para salir por la puerta en sólo siete minutos. Así que cojo la carpeta que llevo en el maletín y aprovecho el tiempo que me sobra para acabar de leer el informe que pensaba repasar antes de irme a dormir. Porque parece que no me iré a la cama precisamente pronto y, cuando lo haga, está claro que no lo haré solo.

3

Cuando llego a Stitch’s, aún es pronto. Me tomo una cerveza en la barra y luego salgo a fumarme un cigarrillo. Sí, soy fumador. Sacad el martillo y los clavos y empezad con la crucifixión.

Ya sé que es malo para la salud. No necesito ver los órganos internos de pacientes muertos de cáncer en esos anuncios escalofriantes para comprender que es un mal hábito. Gracias, alcalde Bloomberg, pero hacerme salir del local para fumar no conseguirá que deje de hacerlo, sólo me cabrea. Es una inconveniencia, no una medida disuasoria.

Sin embargo, soy considerado al respecto. No tiro las colillas por la calle ni soplo el humo en la cara de los ancianos y los niños. Alexandra me cortaría el cuello si se me ocurriera fumar cerca de Mackenzie. Y hablo en sentido literal.

Pero no tengo pensado dejarlo; por lo menos, de momento.

Por ahora, el daño a largo plazo que pueda estar haciendo a mis pulmones está eclipsado por lo mucho que disfruto fumando. Me hace sentir bien. Es así de sencillo. Ya os podéis quedar todas las galletitas saladas del mundo: no hay nada que combine mejor con una cerveza fría que un pitillo. Es tan exquisito como los bocadillos que preparaba mamá.

Apago el cigarrillo en la pared del edificio y tiro la colilla en una papelera de la calle. Luego me meto una pastillita de menta en la boca: ya os he dicho que soy considerado. No sé si Dee es fumadora o no, pero nadie quiere meter la lengua en la boca de otra persona y descubrir que sabe a cenicero. Y la verdad es que conseguir que Dee me meta la lengua en la boca, además de pasármela por otros sitios, es algo que forma parte de los planes que tengo para esta noche.

Vuelvo a entrar en el bar y pido otra cerveza. Le doy un trago y veo cómo se abre la puerta principal. La observo entrar.

Ya me ha parecido que Delores está buena cuando la he visto esta tarde, pero creo que tendré que ir a que me revisen la vista, porque es mucho más espectacular de lo que recordaba.

Lleva la melena rubia cobriza suelta y ligeramente ondulada en las puntas; se la ha echado hacia atrás con una gruesa diadema negra. Viste una chaqueta negra que parece un esmoquin con un top blanco escotado. Por debajo de la chaqueta asoman unos cortísimos shorts blancos que dejan al descubierto unas larguísimas, suaves y torneadas piernas. De la guinda del

look se encargan unos tacones blancos de vértigo; y el carmín le resalta los labios.

Está impresionante, impactante. Podría protagonizar una campaña publicitaria de Calvin Klein. Su tarjeta de visita no es como el cheque dorado de Charlie, es un número de lotería, y a mí me ha tocado el premio gordo.

Recorre el local con la mirada y me ve desde la puerta. Yo la saludo relajadamente con la mano. Ella me devuelve la sonrisa enseñando sus perfectos dientes brillantes.

—Hola —dice cuando se acerca.

—Hola. Esa chaqueta te sienta de maravilla.

Nunca te equivocarás si empiezas con un piropo, a las chicas les encantan.

Su sonrisa adopta un aire burlón cuando bromea:

—Déjame adivinar: ¿pero estarías mejor sin ella?

Me río.

—No iba a decir eso. Yo nunca diría algo tan pedante. —Me encojo de hombros—. Iba a decir que quedaría mucho mejor en el suelo de mi dormitorio.

A ella se le escapa una carcajada.

—Claro, porque eso no suena nada pedante.

Retiro un taburete de la barra y ella se sienta.

—¿Qué quieres tomar? —le pregunto.

Ella contesta sin pararse a pensar:

—Martini.

¿Dirty?5

—El Martini me gusta igual que el sexo. —Me guiña el ojo con coquetería—. Cuanto más sucio, mejor.

Sí, estoy enamorado hasta las trancas.

El camarero se acerca, pero antes de que pueda pedir por ella, Dee empieza a explicarle cómo quiere que le prepare el cóctel.

—Una pizca de ginebra, mucho vermut y sólo un chorrito de zumo de aceituna.

Da la impresión de que el camarero barbilampiño de camiseta blanca, que no parece tener ni veintiún años, esté perdido. Dee se da cuenta y se levanta.

—¿Sabes qué? Te enseñaré cómo se hace. Será más fácil.

Se da media vuelta, se sube a la barra de un salto y pasa las piernas por encima mientras yo intento echar un vistazo por debajo de sus shorts disimuladamente. Si lleva ropa interior, tiene que ser un tanga.

Mi polla procesa la información chocando contra mis pantalones con la esperanza de poder echar un vistazo ella también.

Cuando está al otro lado de la barra, Delores se prepara rápidamente la copa mientras le explica lo que va haciendo al impertérrito camarero. Luego lanza una aceituna hacia arriba y la coge con la boca con mucha habilidad antes de meter el palillo con las dos aceitunas ensartadas dentro de la copa de líquido transparente.

A continuación, la coloca sobre la barra y hace un gesto con la palma de la mano abierta.

—Y ahí lo tienes, el Dirty Martini perfecto.

Siempre he pensado que se puede decir mucho de una persona en función de lo que beba. La cerveza es para personas despreocupadas, de trato fácil o baratas, depende del grupo en el que militen. Los bebedores de vino suelen ser inmaduros o nostálgicos. Los amantes del Cristal y el Dom Pérignon son llamativos y se esfuerzan demasiado en impresionar a los demás; hay muchos champanes que son igual de caros y exquisitos, pero menos conocidos.

¿Qué me dice de la bebida que ha elegido Delores? Que es una mujer compleja con gustos concretos pero refinados. Y que es sincera y atrevida sin ser maliciosa. La clase de chica que en un restaurante es capaz de pedir que le cambien el filete si está mal cocinado pero decirlo de tal forma que al camarero no le den ganas de escupir en su plato.

El camarero enarca las cejas y me mira con complicidad.

—Una chica interesante, colega.

Dee vuelve a pasar por encima de la barra mientras le contesto:

—Eso parece.

Cuando vuelve a sentarse en el taburete, comento:

—Ha sido impresionante. Supongo que te gusta tenerlo todo controlado, ¿no?

Ella le da un trago a su bebida.

—Trabajé de camarera cuando iba a la universidad, por eso soy tan quisquillosa con lo que bebo.

Le doy un trago a mi cerveza y me lanzo de cabeza a la charla trivial de la noche.

—Kate me ha dicho que eres química. ¿Qué tal es tu trabajo?

Ella asiente.

—Es como jugar al Quimicefa cada día y que te paguen por ello. Me gusta mucho analizar cosas, dividirlas hasta que no se puede más y luego jugar un poco con ellas. Disfruto averiguando con qué sustancias combinan y con cuáles no. Cuando encuentro alguna que no combina, la cosa se pone muy interesante. Me hace sentir como si trabajara en un escuadrón de explosivos.

Remueve el palillo con las aceitunas ensartadas dentro de la copa.

—Y ¿tú eres agente financiero?

Asiento.

—Más o menos.

—Eso suena muy poco emocionante.

Ladeo la cabeza de izquierda a derecha mientras valoro su comentario.

—Depende de cómo lo mires. Algunos días hacemos apuestas muy arriesgadas. Conseguir dinero nunca es aburrido.

Dee se vuelve sobre el taburete y se coloca de cara a mí.

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