Conan

Conan


La Mano de Nergal » 1. Sombras negras

Página 22 de 39

1. Sombras negras

—¡Por Crom!

El juramento surgió de los labios contraídos del guerrero en un gesto feroz. Echó hacia atrás su cabeza y su abundante y desgreñada melena negra y alzó sus fogosos ojos azules hacia el cielo, que se agrandaron por el asombro. Un extraño escalofrío de terror supersticioso le recorrió todo el cuerpo alto y fornido, bronceado por los ardientes soles de las tierras desérticas. Tenía hombros anchos, un torso amplio, cintura estrecha y piernas largas; iba desnudo, con excepción de un trozo de tela harapiento que llevaba encima y un par de sandalias atadas a sus piernas.

Había entrado en la batalla como jinete de una unidad de caballería de soldados irregulares. Pero su caballo, que había recibido como regalo del noble Murilo en Corinthia, había caído bajo las flechas del enemigo al primer embate, lo que le obligó a luchar a pie. Su escudo había sido destrozado por los golpes del enemigo, por lo que lo desechó y combatió tan solo con la espada.

Desde lo alto del cielo ardiente del atardecer de esta desolada estepa turania barrida por el viento, en la que dos ejércitos estaban enzarzados en una batalla violenta y desesperada, llegó el horror.

El campo de batalla estaba bañado por lenguas de fuego que creaban los resplandores rojizos del sol del atardecer e inundado de sangre humana. Allí llevaban combatiendo cinco interminables horas las pujantes huestes de Yildiz, rey de Turan —en cuyo ejército estaba sirviendo el joven como mercenario— contra las todopoderosas legiones de Munthassem Khan, el sátrapa rebelde de los territorios fronterizos de Zamora que se encontraba al norte de Turan. De repente, volando lentamente en círculos, comenzaron a descender del cielo color carmesí unos seres indescriptibles que el bárbaro jamás había visto en ninguno de sus viajes y de los que ni siquiera había oído hablar. Eran unos monstruos negros y sombríos que revoloteaban sostenidos por enormes alas arqueadas, que parecían murciélagos.

Los dos ejércitos seguían luchando, sin ver la amenaza que se cernía sobre ellos. Solo Conan, situado sobre una pequeña colina y rodeado de los cadáveres de los enemigos a los que había dado muerte con su espada, los vio descender del cielo iluminado con un fulgor rojo por el sol poniente.

Apoyándose en su espada manchada de sangre, dando así un breve descanso a sus musculosos brazos, el bárbaro miró fijamente las extrañas e inquietantes sombras. Porque estos seres parecían más una sombra que una realidad material, puesto que eran translúcidos, como volutas de un repulsivo vapor negro o como sombríos espectros de gigantescos vampiros. Tenían unos ojos rasgados y malignos que centelleaban con una llama verde y destacaban poderosamente en aquellos seres etéreos. De solo verlos se le erizaron los pelos de la nuca, sobrecogido por el terror sobrenatural de los bárbaros. Los vio caer sobre el campo de batalla como buitres atraídos por la sangre. Descendían y mataban.

Se oyeron gritos de miedo y de dolor de los hombres del rey Yildiz a medida que las sombras siniestras se abalanzaban sobre sus filas. Allí donde se abatía una de esas sombras demoníacas, dejaba un cadáver ensangrentado. Del cielo bajaron cientos de monstruos, y las amedrentadas huestes del ejército turanio retrocedieron trastabillando y arrojando sus armas, presas de pánico.

—¡Luchad, perros! ¡Deteneos y pelead! —ordenaba con voz atronadora una figura alta y dominante montada en una yegua negra, irritado y severo, tratando de mantener la línea de soldados que se deshacía.

Conan vislumbró los destellos de una cota de malla plateada bajo un rico manto azul y un rostro de nariz aguileña y barba negra, duro y altivo bajo un casco brillante de acero que reflejaba el sol de color carmesí como si fuera un espejo pulido. Reconoció que aquel hombre era Bakra de Akif, el general del rey Yildiz.

Lanzando una sonora maldición, el orgulloso comandante sacó su espada y comenzó a repartir golpes a diestra y siniestra. Quizá hubiera conseguido reunir sus filas, pero una de las demoníacas sombras se abatió sobre él por detrás, plegó sus alas vaporosas y transparentes a su alrededor en un abrazo mortal y el cuerpo del general se puso rígido. Su cara palideció súbitamente y sus ojos se quedaron inmóviles de miedo. Conan veía su rostro, que a través de las alas que lo envolvían parecía una máscara blanca detrás de un velo de fino encaje negro. El caballo del general enloqueció y se desbocó aterrorizado. Pero la cosa fantasmagórica arrancó al general de su montura; lo mantuvo un momento en el aire sobre las alas que se agitaban lentamente, y luego lo dejó caer convertido en una masa desgarrada y sangrante. El rostro del hombre, que había mirado a Conan con ojos aterrados a través de aquellas sombrías alas, era un desecho humano. Así terminó la carrera de Bakra de Akif.

Y de esta manera terminó también la batalla. Desaparecido su comandante, el ejército pareció enloquecer. Conan vio a aguerridos y veteranos soldados, con más de diez campañas en su haber, que huían chillando del campo de batalla como jóvenes reclutas. Vio a orgullosos nobles escapar gritando como siervos cobardes. Y detrás de ellos, indemnes del ataque de los fantasmas voladores, sonriendo al comprobar su victoria, las huestes del sátrapa rebelde se disponían a aprovechar la ventaja obtenida de manera tan misteriosa y sobrenatural. La batalla estaba perdida, a menos que un hombre fuerte lograra mantenerse firme y reunir a las huestes destrozadas con su ejemplo.

De pronto se alzó delante del primero de los soldados que huían una figura tan feroz y salvaje que logró contener a los soldados que huían despavoridos.

—¡Deteneos, perros bastardos, canallas, o por Crom que voy a llenar vuestras cobardes entrañas de acero!

Era el mercenario cimmerio con el rostro oscuro como una feroz máscara de piedra, fría como la muerte. Sus fieros ojos lanzaban destellos de cólera volcánica bajo las negras cejas arqueadas. Desnudo, salpicado de sangre de la cabeza a los pies, sostenía su poderosa espada con el puño enorme y lleno de cicatrices. Su voz retumbó como un trueno profundo.

—¡Atrás, si apreciáis en algo vuestras miserables vidas! ¡Atrás, perros desvergonzados, o desparramo vuestras cobardes entrañas por el suelo! ¡Si levantas esa cimitarra contra mí, cerdo hirkanio, te arrancaré el corazón con las manos y te lo haré comer antes de que te mueras! ¿Acaso sois mujeres, para huir de unas sombras? ¡Hace un momento erais hombres, sí, soldados de Turan! Os enfrentasteis al enemigo armado y luchasteis cara a cara. ¡Y ahora volvéis la espalda y os escapáis corriendo como niños de unas sombras nocturnas! ¡Bah! ¡Me siento orgulloso de ser bárbaro al ver cómo vosotros, débiles hombres de la ciudad, os acobardáis ante una bandada de murciélagos!

Por un momento el bárbaro logró contenerlos, pero solo por un momento. Un ser de pesadilla de alas negras se abatió sobre él, y hasta él, el bárbaro cimmerio, tuvo que retroceder ante las tétricas y sombrías alas y el hedor fétido del monstruo.

Los soldados huyeron dejando a Conan solo frente a esa cosa. Y el cimmerio luchó. Apoyando los pies con firmeza en el suelo, blandió la enorme espada con todas sus fuerzas y giró sobre su esbelta cadera.

El sable brilló en el aire formando un arco de acero y partió al fantasma en dos. Pero se trataba, como había adivinado, de un ser inmaterial, ya que su espada no encontró más resistencia que la que ofrece el aire. La fuerza del golpe le hizo perder el equilibrio y cayó de bruces sobre el suelo pedregoso.

La cosa sombría sobrevoló por encima de él. Su espada le había hecho una enorme raja, pero era como si una mano hubiera roto una voluta de humo. Y ante los ojos asombrados de Conan, el cuerpo vaporoso se reconstituyó. Los ojos que semejaban chispas verdes de un fuego infernal lo miraron con una alegría espantosa y un hambre inhumana.

—¡Por Crom! —dijo Conan casi sin respiración.

Puede que fuera un juramento, pero sonó casi como una plegaria.

Intentó levantar nuevamente la espada, pero esta cayó de sus manos inertes. En cuanto el sable atravesó la oscura sombra, se volvió helada, con un frío doloroso, pétreo, que le llegaba hasta la medula de los huesos, como los abismos siderales que se abren formando agujeros negros más allá de las estrellas más remotas.

La sombra con forma de murciélago batió lentamente sus alas como si se recreara sobre su víctima caída o gozara al percibir el temor supersticioso que lo embargaba.

Con manos ateridas, Conan buscó a tientas en su cintura, donde tenía una tira de cuero verde que le sostenía el taparrabo. De la cintura colgaba una pequeña daga y una bolsa. Sus dedos encontraron la bolsa, pero no la empuñadura de la daga, y tocaron algo suave y cálido que había dentro del saco de cuero.

Súbitamente Conan retiró la mano como si hubiera recibido una dolorosa sacudida eléctrica. Sus dedos habían rozado el curioso amuleto que había encontrado el día anterior, cuando estaban acampados en Bahari. Y, al tocar la pulida piedra, se liberó una fuerza extraña.

El etéreo murciélago se apartó repentinamente de él. Un momento antes había revoloteado tan cerca del cimmerio que su carne se estremeció ante el frío sobrenatural que parecía emanar de aquel engendro fantasmagórico. Y ahora este huyó enloquecido agitando frenéticamente sus alas.

Conan se puso de rodillas tratando de sobreponerse a la debilidad que invadía sus extremidades, primero por el frío espantoso causado por el contacto con la sombra, y después por el calor que hizo estremecer su desnudo cuerpo. Presa de estas dos sensaciones opuestas, el joven sintió que sus fuerzas lo abandonaban. Se le nubló la vista, su mente flaqueó y estuvo a punto de perder el conocimiento. Entonces sacudió violentamente la cabeza para despejar su mente y miró a su alrededor.

—¡Por Mitra! ¡Por Crom y por Mitra! ¿Acaso todo el mundo se ha vuelto loco?

La sórdida hueste de horrores voladores había expulsado del campo de batalla al ejército del general Bakra, o había matado a aquellos que no fueron suficientemente rápidos. Pero no habían tocado siquiera a las sonrientes huestes de Munthassem Khan; los habían ignorado como si los soldados de Yaralet y los sombríos engendros de pesadilla hubieran sido aliados de algún demoníaco pacto o de magia negra.

Pero ahora los guerreros de Yaralet huían despavoridos y gritando de los sombríos vampiros. Al ver a ambos ejércitos derrotados y en fuga, Conan miró hacia el cielo del atardecer y se preguntó desconcertado si el mundo en verdad se habría vuelto loco.

En ese momento el cimmerio se quedó repentinamente sin fuerzas y cayó inconsciente en el negro olvido.

Ir a la siguiente página

Report Page