Conan

Conan


Villanos en la casa

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—¡Rápido! —susurró el Sacerdote Rojo escondiendo a Conan detrás de las cortinas—. En cuanto nos encuentre, lo que no tardará en ocurrir, lo atraeremos hacia nosotros. Cuando pase delante de ti corriendo, húndele la daga en la espalda, si puedes. Tú, Murilo, muéstrate ante él y luego huye corriendo por el pasillo. Bien sabe Mitra que tenemos muy pocas posibilidades frente a Thak en una lucha cuerpo a cuerpo, pero de todas formas estamos condenados si nos encuentra.

Murilo sintió que la sangre se le congelaba en las venas, pero juntó fuerzas y se asomó por la puerta. Instantáneamente, Thak, que se encontraba del otro lado de la habitación, giró en redondo, miró fijamente y atacó con un rugido espantoso. Su capucha escarlata le cayó sobre la espalda, enseñando su deforme cabeza oscura. Tenía las negras manos y la túnica roja manchadas de sangre. Parecía una oscura pesadilla de color carmesí cuando atravesó la habitación enseñando los colmillos y con las patas torcidas sosteniendo su inmenso cuerpo que avanzaba con paso aterrador.

Murilo se volvió rápidamente hacia el corredor y, pese a lo ágil que era, el horroroso monstruo peludo casi lo alcanza. Entonces, cuando el hombre-mono pasó corriendo delante de las cortinas, de ellas surgió repentinamente una figura enorme que le dio un golpe en el hombro al extraño engendro, al tiempo que hundía su puñal en la espalda de la bestia. Thak lanzó un grito espeluznante cuando el impacto le hizo caer, y ambos rodaron por el suelo. Entonces hubo un remolino de brazos y piernas y comenzó la batalla demoníaca.

Murilo vio que el bárbaro atenazó con sus piernas el torso del hombre-mono y que se esforzaba por mantenerse encima del monstruo mientras lo acuchillaba con el puñal. Thak, por su lado, luchaba por liberarse de las tenazas de su enemigo para hacerlo girar y ponerlo al alcance de los colmillos gigantescos que buscaban la carne del muchacho. En medio de un torbellino de golpes, entre jirones ensangrentados, fueron rodando por el corredor con tal rapidez que Murilo no se atrevió a emplear la silla que había cogido, por temor a golpear al cimmerio. Y vio que, a pesar de la ventaja que suponía para Conan el hecho de haber golpeado primero y que el monstruo llevara una túnica que le envolvía el cuerpo y las extremidades dificultando sus movimientos, la fuerza ciclópea de Thak se iba imponiendo rápidamente. Empujaba inexorablemente al cimmerio para tenerlo frente a él. El monstruo había recibido heridas que hubieran matado a una decena de hombres. El puñal de Conan se hundió una y otra vez en el torso, en los hombros y en el cuello de toro de la bestia. Chorreaba sangre por todas las heridas, pero, a menos que la afilada hoja diera rápidamente en un órgano vital, la sobrehumana vitalidad de Thak terminaría para siempre con el cimmerio y después con sus compañeros.

Conan también luchaba como una fiera salvaje, en un silencio solo interrumpido por sus jadeos. Las negras garras del monstruo y aquellas manos a modo de zarpas lo arañaban y desgarraban, y sus mandíbulas sonrientes se abrieron para morderle la garganta. Entonces Murilo, viendo una oportunidad, saltó y lanzó la silla con todas sus fuerzas, que eran suficientes para abrirle la

cabeza a un ser humano. La silla resbaló por el negro cráneo, pero el aturdido monstruo aflojó por un instante su abrazo mortal y en ese momento Conan, jadeando y chorreando sangre, saltó hacia adelante y hundió su puñal hasta la empuñadura en el corazón del hombre-mono.

Con un temblor convulsivo, la bestia cayó al suelo, miró fijamente y en seguida quedó inmóvil. Sus fieros ojos se quedaron fijos y brillaron bajo la tenue luz de la habitación; sus pesados miembros temblaron y luego se quedaron rígidos.

Conan se levantó tambaleante, enjugándose el sudor y la sangre que le cubrían el rostro. La sangre goteaba de su puñal y de sus dedos, y chorreaba hasta sus brazos y muslos, manchando su pecho. Murilo lo cogió por un brazo para sostenerlo, pero el bárbaro lo empujó con gesto impaciente.

—El día que no pueda sostenerme solo, sé que habrá llegado la hora de morir —musitó a través de los labios deshechos—. Pero me gustaría beberme una jarra de vino.

Nabonidus contemplaba la figura inmóvil como si no diera crédito a sus ojos. El monstruo negro, peludo y abominable yacía en una grotesca postura sobre los jirones de su túnica escarlata; sin embargo aun así parecía más humano que animal, y transmitía un vago patetismo.

—Esta noche he matado a un

hombre y no a una

bestia. Lo incluiré entre los jefes cuyas almas envié a las tinieblas, y mis mujeres cantarán sus hazañas.

Nabonidus se inclinó y cogió un manojo de llaves que colgaban de una cadena dorada. Se habían caído del cinto del hombre-mono durante la lucha. Haciendo una seña a sus compañeros para que lo siguieran, los condujo a una habitación, abrió la puerta y avanzó hacia el interior del recinto, que estaba iluminado como los demás. El Sacerdote Rojo cogió una vasija de vino de una mesa y llenó las copas de cristal que había allí. Mientras sus compañeros bebían ávidamente, murmuró:

—¡Qué noche! Falta poco para que amanezca. ¿Qué vais a hacer, amigos?

—Voy a curar las heridas de Conan, si me traes algunas vendas y bálsamos —dijo Murilo.

Nabonidus hizo un movimiento con la cabeza y se dirigió hacia la puerta que daba al corredor. Algo en la inclinación de su cabeza hizo que Murilo lo observara con recelo. Cuando llegó a la puerta, el Sacerdote Rojo se volvió de improviso. Su rostro se había transmutado, los ojos llamearon con el antiguo fuego y su boca reía quedamente.

—¡Somos todos villanos! —dijo con su sarcasmo habitual—. Pero no todos somos necios. El único tonto eres tú, Murilo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó el joven aristócrata dando unos pasos.

—¡Atrás! —gritó Nabonidus con una voz que parecía un látigo—. ¡Si das un paso más, te mato!

Murilo se quedó helado cuando vio que el Sacerdote Rojo aferraba una gruesa cuerda de terciopelo que colgaba entre las cortinas justo al lado de la puerta.

—¿Qué clase de traición es esta? —gritó Murilo—. Juraste que…

—¡Juré que no le contaría al rey nada acerca de ti! Pero no prometí que no iba a resolver este asunto por mis propios medios, si podía. ¿Crees que voy a dejar pasar semejante oportunidad? En circunstancias normales no me atrevería a matarte con mis propias manos, sin contar con la aprobación del rey, pero ahora nadie lo sabrá jamás. Irás a parar a las cubas de ácido junto a Thak y los estúpidos nacionalistas, y nadie sabrá nada. ¡Qué noche! Si bien he perdido algunos valiosos sirvientes, también me he librado de varios enemigos peligrosos. ¡No te muevas! Estoy en el umbral y tú no tienes posibilidades de alcanzarme antes de que tire de la cuerda y te envíe al Infierno. Esta vez no se trata del loto gris, aunque es igualmente eficaz. Casi todas las habitaciones de mi casa son una trampa. De modo que, Murilo, eres un imbécil…

Con la rapidez del rayo, Conan cogió una silla y la arrojó. Nabonidus alzó instintivamente el brazo y lanzó un grito, pero era demasiado tarde. El proyectil se estrelló contra su cabeza y el Sacerdote Rojo se tambaleó y cayó de bruces en un charco de sangre oscura que se agrandaba rápidamente.

—Su sangre era roja, después de todo —dijo Conan con un gruñido.

Murilo se echó atrás los cabellos empapados de sudor con mano temblorosa al tiempo que se apoyaba sobre la mesa, debilitado por la tensión pasada y la sensación de alivio que lo embargaba ahora.

—Está amaneciendo —dijo el aristócrata—. Salgamos de aquí antes de que caigamos en otra trampa mortal. Si conseguimos escalar el muro exterior sin que nos vean, no nos asociarán con lo ocurrido aquí esta noche. Dejemos que la Policía encuentre su propia explicación de los hechos.

Miró el cuerpo del Sacerdote Rojo que yacía en un charco de sangre y se encogió de hombros.

—Después de todo, el necio era él. Si no hubiera perdido el tiempo burlándose de nosotros, habría podido eliminarnos con facilidad.

—Bueno —dijo el cimmerio con tranquilidad—, ha tomado el camino que todos los villanos deben recorrer finalmente. Me gustaría saquear la casa, pero supongo que será mejor que nos vayamos.

Cuando salieron de la oscuridad al jardín casi blanco por el rocío del amanecer, Murilo dijo:

—El Sacerdote Rojo ha entrado en el mundo de las tinieblas, de modo que mi camino en la ciudad está libre y no tengo nada que temer. Pero ¿y tú? Queda aún el asunto del Laberinto y…

—De todas maneras, estoy cansado de esta ciudad —dijo el cimmerio con una sonrisa—. Has hablado de un caballo que me esperaba en la Madriguera del Ratón. Tengo curiosidad por saber a qué velocidad me llevará ese caballo a otro reino. Hay muchos caminos que deseo conocer antes de recorrer el que Nabonidus tomó esta noche.

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