Coma

Coma


Jueves 26 de febrero » 10:41 horas

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10:41 horas

El sendero doblaba a la izquierda, a través de un monte de robles nudosos que surgían entre espinos retorcidos. Las ramas de los árboles se arqueaban sobre el sendero, convirtiéndolo en un túnel; no se veía más allá de unos pocos metros. Susan corría y no se animaba a mirar atrás. La salvación estaba allá adelante; podría alcanzarla. Pero el sendero se estrechaba y las ramas la envolvían, impidiéndole el paso. Los espinos se enganchaban en sus ropas. Trató desesperadamente de seguir adelante. Veía luz al frente. La seguridad. Pero cuanto más se esforzaba, más se enredaba, como si estuviera en medio de una gigantesca telaraña. Con las manos trató de liberar sus pies. Pero entonces se le trabaron terriblemente los brazos. Le quedaban pocos minutos. Tenía que liberarse. Entonces oyó la bocina de un auto y logró sacar un brazo. El bocinazo se repitió y Susan abrió los ojos. Estaba en la habitación 731 del Boston Motor Lodge.

Susan se sentó en la cama y echó una mirada a la habitación. Era un sueño, un sueño recurrente que hacía años que no tenía. Con el despertar llegó el alivio y Susan volvió a acostarse, envolviéndose con las mantas. La bocina del auto que la había despertado sonó por tercera vez. Hubo algunos gritos apagados; luego, silencio.

Pero el lugar era seguro. Después de salir del departamento de Bellows a la madrugada, lo único que quería Susan era encontrar un lugar donde poder dormir en paz. Había visto el llamativo cartel del motel muchas veces, desde Cambridge Street. El cartel era horrible, no precisamente una invitación para los fatigados. Pero de todos modos la habitación le había proporcionado el remanso que necesitaba. Se había registrado como Laurie Simpson, y había esperado por lo menos un cuarto de hora en el vestíbulo antes de subir al cuarto. Cuando el hombre del mostrador la miró con extrañeza le dio cinco dólares de propina y le pidió que llamara si alguien preguntaba por ella. Dijo que estaba preocupada por un novio muy celoso. El empleado le guiñó un ojo, agradecido por los cinco dólares y por la confianza que se le dispensaba. Susan sabía que aceptaba la historia sin cuestionarla; era parte de la vanidad masculina.

Habiendo tomado estas precauciones, y después de bloquear la puerta con el escritorio, Susan se permitió dormirse. No había dormido muy bien, como lo demostraba su sueño antes de despertar, pero se sentía bastante descansada.

Recordó la agria discusión con Bellows la noche anterior y vaciló sobre si llamarlo o no. Lamentaba esa discusión, porque la juzgaba totalmente inútil. También recordó su paranoia y le dio vergüenza. Pero pensó que en el estado de sobreexcitación mental en que se encontraba sus reacciones eran comprensibles. Le sorprendía que Bellows no hubiera sido más tolerante. Pero, claro, él quería ser cirujano, y Susan tenía que reconocer que sus aspiraciones de hacer carrera le hacían difícil, si no imposible, ver la situación con criterio amplio, aunque sólo fuera por el hecho de que Bellows había desempeñado un eficaz papel de abogado del diablo con respecto a sus ideas. Al fin y al cabo tenía razón al decir que Susan no había pensado en el porqué, y si una gran organización se ocupaba en el asunto, tenía que haber un porqué.

¿Si las víctimas del coma fueran los objetivos de alguna vendetta de delincuentes? Susan descartó esa idea de inmediato, al recordar a Berman y a Nancy Greenly. No, no era posible. Tal vez se trataba de una extorsión, y la familia no había pagado la suma pedida y… ¡adiós! Pero eso parecía improbable. Sería muy difícil mantener en secreto el asunto del coma. Resultaría más fácil matar directamente a la gente, fuera del hospital. Las víctimas debían responder a algunas pautas, tener un común denominador. Sin dejar de reflexionar, Susan tomó el teléfono que había junto a su cama. Disco el número de la facultad de Medicina y pidió hablar con el decano.

—¿Habla la secretaria del doctor Chapman?… Es Susan Wheeler… Sí, la ignominiosa Susan Wheeler. Mire, querría dejar un mensaje para el doctor Chapman. No es necesario que lo moleste. Yo tendría que haber comenzado mi rotación de cirugía en el V. A. hoy, pero he pasado muy mala noche y tengo unos dolores abdominales que no se calman con nada. Seguramente estaré mejor mañana por la mañana, y si no volveré a hablar por teléfono. ¿Puede usted informar sobre esto al doctor Chapman, y al Departamento de Cirugía del V. A.? Gracias.

Susan colgó el teléfono. Eran las diez menos cuarto. Llamó al Memorial y pidió que la comunicaran con el despacho del doctor Stark.

—Habla Susan Wheeler. Deseo hablar con el doctor Stark.

—Ah, sí, señorita Wheeler. El doctor Stark esperaba su llamado a las nueve. Enseguida estará con usted. Estaba preocupado porque usted no llamaba.

Susan esperó, retorciendo el cable del teléfono entre el pulgar y el índice.

—¿Susan? —El tono de la voz del doctor Stark revelaba preocupación—. Me alegro mucho de oírla. Después que usted contó lo sucedido ayer por la tarde, comencé a preocuparme cuando no llamaba. ¿Está bien?

Susan vaciló, dudando sobre si debía usar la misma excusa que había usado con Chapman. Decidió que lo mejor era ser consistente.

—Tengo unos dolores abdominales que no me permiten levantarme. Por lo demás estoy bien.

—El descanso le hará bien. En cuanto a sus pedidos: tengo buenas noticias y malas noticias. ¿Cuáles quiere oír primero?

—Empecemos por las malas.

—He hablado con Oren, luego con Harris y por último con Nelson sobre la posibilidad de que usted vuelva al Memorial, pero están inflexibles. Por supuesto que ellos no dirigen el Departamento de Cirugía, pero aquí trabajamos en colaboración, y a decir verdad no me fue posible insistir mucho. Si los hubiera sentido más blandos me habría puesto más intransigente. ¡Pero usted provocó una furia general, señorita!

—Ya veo… —Susan no estaba sorprendida.

—Además, si usted volviese aquí, creo que le resultaría difícil superar su reputación. No podría sacársela de encima. Es mejor dejar las cosas como están.

—Supongo.

—El programa del V. A. está afiliado a instituciones, y allá tendrá oportunidad de hacer más cirugía que aquí.

—Eso puede ser cierto, pero desde el punto de vista de la enseñanza es muy inferior al Memorial.

—Pero tuve un poco de suerte con su otro pedido, el de visitar el instituto Jefferson. Conseguí hablar con el director, y le hablé de su interés especial por la parte de terapia intensiva. También le expliqué que usted tenía muchas ganas de visitar su hospital. Bien, ha tenido la gentileza de dar su consentimiento para que usted vaya, una vez concluida la parte más activa de la jornada, o sea después de las cinco. Pero hay algunas condiciones. Debe ir sola, porque sólo a usted se le permitirá la entrada.

—Por supuesto.

—Y como en realidad yo he salido de mi jurisdicción para entrar en zonas que no me corresponden, le ruego que no mencione a nadie esta visita. Debo comunicarle que tuve que hacer un verdadero esfuerzo para conseguir esa invitación, Susan. No se lo digo para que se sienta en deuda ni nada por el estilo, sino más bien porque quiero que lo considere como una compensación parcial por no admitirla nuevamente aquí, en el Memorial. El director del instituto me dijo categóricamente que no aceptaría que nadie la acompañara en la visita. Admiten grupos de visita cuando tienen tiempo de supervisarlos. Es un lugar algo especial, como usted verá. Sería una situación muy incómoda que usted se presentara con otra persona. De manera que deberá ir sola. Usted comprende, ¿verdad?

—Claro.

—Bien, luego me contará qué piensa del lugar. Yo aún no he estado allí.

—Muchas gracias, doctor Stark. Ah, otra cosa… —Susan estuvo a punto de contarle a Stark su segunda experiencia con D’Ambrosio. Pero decidió no hacerlo, porque el día anterior Stark le había sugerido acudir a la policía, y ahora insistiría en lo mismo. Susan no quería ir a la policía; todavía no. Si detrás de todo esto había una gran organización era ingenuo pensar que no contarían con un plan para evitar la acción policial.

—No estoy segura de si esto es significativo —continuó Susan—, pero encontré una válvula en el tubo de oxígeno que va al quirófano 8, en el área de Cirugía. Está cerca del conducto principal.

—¿Cerca de dónde?

—El conducto principal por donde pasan todas las cañerías del hospital de un piso a otro.

—Susan, es usted increíble. ¿Cómo descubrió eso?

—Pasé al espacio que hay sobre el cielo raso acústico y seguí los tubos de gas hasta los quirófanos.

—¡En el espacio sobre el cielo raso! —Stark levantó la voz con irritación—. Susan, usted está llevando las cosas demasiado lejos. No puedo autorizarla a que ande sobre los cielo rasos de los quirófanos.

Susan esperó que estallara tormenta, como había sucedido con Harris y con McLeary. En cambio hubo una pausa. Stark la interrumpió.

—Sea como fuere, usted dice que encontró una válvula en el tubo de oxígeno que va al quirófano 8. —La voz de Stark era casi normal.

—Eso es —respondió Susan con cautela.

—Bien, creo que sé para qué es. Yo soy el presidente del comité de Cirugía, como usted se habrá imaginado. Esa válvula seguramente sirve para eliminar las burbujas de aire cuando el sistema está cargado al máximo. Pero de todas maneras haré que lo controlen. A propósito, ¿cuál es el nombre del paciente que usted quería ver en el instituto Jefferson?

—Sean Berman.

—Ah, sí, recuerdo el caso. Fue el otro día. Uno de los de Spallek. Un caso de meniscos, según recuerdo. Una tragedia… un hombre de treinta años. Algo verdaderamente lamentable. Bien, buena suerte. Dígame, ¿va a ir al V. A. hoy?

—No. Con este dolor de estómago me voy a quedar en cama, por lo menos durante la mañana. Con toda seguridad podré reintegrarme al trabajo mañana.

—Así lo espero, Susan, por su bien.

—Gracias por atenderme, doctor Spark.

—De nada, Susan.

Se cortó la comunicación y Susan colgó el receptor.

Los guantes sucios cayeron en el canasto junto a la rejilla de las esponjas. Allí había una serie de esponjas ensangrentadas que colgaban como ropa sucia en una cuerda. Una enfermera pasó detrás de Bellows y deshizo el lazo al cuello de su túnica quirúrgica. Bellows la arrojó en el canasto junto a la puerta y salió.

Había hecho gasteroctomía sin complicaciones, un procedimiento que a Bellows le gustaba realizar. Pero en esa mañana en particular los pensamientos de Bellows estaban en otra parte y el doble cierre de la bolsa estomacal y el intestino delgado fue más bien tedioso que agradable. Bellows no podía dejar de pensar en Susan. Sus pensamientos recorrían toda la gama desde la más tierna preocupación, acompañada por remordimientos por las palabras que habían hecho que Susan se marchara la noche anterior, hasta el placer de la conciencia tranquila por los comentarios que creyera justificado hacer. Y había ido demasiado lejos, se había jugado excesivamente, y era muy aparente que Susan no tenía intenciones de cejar en su estúpido impulso que la llevaría a un suicidio profesional.

Por otra parte, el encanto de dos noches atrás seguía vivo en los pensamientos de Bellows. Había respondido a Susan de una manera tan natural, tan fresca. Habían hecho el amor de tal manera que el orgasmo fue una parte, no una meta. Había sentido algo tan maravillosamente compartido, una especie de comunión. Bellows se daba cuenta de que le importaba mucho Susan, a pesar de que sabía tan poco de ella, y a pesar de que la muchacha era tan terriblemente obcecada.

Bellows dictó su nota quirúrgica sobre el caso de gasteroctomía a un grabador con la habitual monotonía médica, finalizando cada oración con el habitual «punto». Luego fue a la sala de médicos para ponerse su ropa de calle.

El reconocer su afecto por Susan ponía en guardia a Bellows. Su aspecto racional lo persuadía de que esos sentimientos disminuirían su objetividad y su sentido de perspectiva. No podía permitirse eso, no ahora que sus oportunidades en la carrera estaban en juego. Desde que Susan fuera trasladada al V. A., las cosas se habían tranquilizado. Stark se comportó cortésmente en las visitas, hasta el punto de presentar un especie de disculpa por implicar sin fundamento a Bellows en el asunto de las drogas halladas en el armario 338.

Bellows terminó de vestirse y fue a la sala de recuperación a controlar si se cumplían sus órdenes con el paciente de la gasteroctomía.

—Eh, Mark —lo llamaron en voz alta desde el escritorio de la sala de recuperación.

Bellows se dio vuelta y vio a Johnson que venía hacia él.

—¿Cómo andan esos malditos estudiantes tuyos? Me han dicho que la muchacha es una incapaz.

Bellows no respondió. Movió una mano con gesto dubitativo. Lo último que deseaba era comenzar una estúpida conversación con Johnston sobre Susan.

—¿Tus alumnos te contaron lo que pasó en la facultad de Medicina esta mañana? Es una de las historias más extrañas que he oído en los últimos tiempos. Un tipo se metió en el pabellón de Anatomía anoche. Debe de haber sido un loco, porque descargó un extinguidor de incendios, destapó todos los cadáveres de los alumnos de primero, disparó tiros por todas partes, se encerró en el refrigerador, y tuvo una especie de pelea con los cadáveres. Volteó unos cuantos y los baleó. ¡Qué te parece! —John se largó a reír a carcajadas.

Bellows sufrió el efecto opuesto. Miraba a Johnston pero pensaba en Susan. Susan le había dicho que le habían perseguido nuevamente, tratando de matarla. ¿Habría sido el mismo hombre? ¿El refrigerador? Susan se convertía rápidamente en un misterio total. ¿Por qué no le había contado más?

—¿El tipo se congeló? —preguntó Bellows. Johnston tuvo que reponerse del ataque de risa antes de hablar.

—No, por lo menos no del todo. La policía lo había ubicado por un llamado anónimo a medianoche. Pensaron que era alguna travesura estudiantil, de manera que no fueron allá hasta el relevo de esta mañana. Cuando llegaron el tipo estaba inconsciente, sentado en un rincón. La temperatura de su cuerpo era de 32°, pero los muchachos de medicina lo descongelaron sin problema con acidosis. Creo que se portaron bien, los muchachitos. El único problema es que tardaron dos horas en llamarme. Ah, ¿sabes como lo llaman las enfermeras de Terapia Intensiva?

—No, no se me ocurre —respondió Bellows, que escuchaba sólo a medias.

—Pelotas de Hielo. —Johnston estalló en risas otra vez—. Me pareció ingenioso. Lo sacaron de Labios Calientes, de M. A. S. H. Qué pareja, Labios Calientes y Pelotas de Hielo.

—¿Se va a salvar?

—Seguro. Habrá que amputar algo. Al menos perderá parte de sus piernas. Sólo sabremos cuánto dentro de un par de días. El infeliz puede llegar a perder sus pelotas de hielo.

—¿Averiguaron algo más sobre él?

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, su nombre, de dónde es, esas cosas.

—Nada. Parece que tenía documentos falsos. De modo que la policía está muy interesada. Balbuceó algo sobre Chicago. ¡Raro! —Johnston murmuró esta última palabra como si fuera un importante mensaje secreto, mientras volvía al escritorio de la sala de recuperación.

Bellows fue a ver a su paciente de la gasteroctomía. Signos vitales estables. Miró su cartilla. Las indicaciones habían sido escritas por Reid, y eran correctas. Pensó en el hombre en el refrigerador. Qué historia extraña. Volvió a preguntarse si realmente se trataría del hombre que había perseguido a Susan. ¿Pero cómo podía ella haberlo encerrado en el refrigerador? ¿Por qué no lo había mencionado? Tal vez Bellows no le había dado oportunidad. Si Susan había encerrado al hombre en el refrigerador, ahora sí tendría problemas legales. ¿Habría sido ella la del llamado anónimo?

Bellows examinó los vendajes del paciente. Todo en su lugar y sin manchas de sangre. La venoclisis corría bien.

Luego Bellows volvió a pensar en Susan y decidió que el loco de la refrigeradora debía ser su perseguidor. Y si lo era, sería importante para Susan saber que estaba hospitalizado y en estado crítico.

Bellows discó el número de la facultad de Medicina y pidió que lo comunicaran con el pensionado. Dejó sonar doce veces el teléfono de Susan antes de darse por vencido. Entonces llamó a la recepción del pensionado y dejó un mensaje para que Susan lo llamara en cuanto llegase.

Luego Bellows salió a almorzar.

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