Coma

Coma


Lunes 23 de febrero » 07:15 horas

Página 5 de 47

07:15 horas

Caían algunos copos de nieve en la avenida Longwood en la media luz del 23 de febrero de 1976. La temperatura era de unos 10° bajo cero, con tiempo seco; las delicadas estructuras cristalinas que caían a la tierra quedaban intactas aun después de chocar con el pavimento. El sol estaba oscurecido por nubes grises y bajas que entristecían a la ciudad recién despierta. La brisa del mar traía más y más nubes que envolvían en una niebla la parte superior de los edificios más altos. Paradójicamente Boston se ponía más oscura a medida que el amanecer la alcanzaba con sus frágiles dedos. No se esperaba una nevada, pero algunos copos se habían cristalizado sobre Cohasset y volaron por toda la ciudad. Los pocos que llegaron a la avenida Longwood y siguieron directamente hasta la Louis Pasteur eran los sobrevivientes, hasta que una repentina ráfaga los aplastó contra una ventana del tercer piso de los dormitorios de la facultad de Medicina. Habrían resbalado si el vidrio no hubiera estado cubierto por el hollín grasoso de Boston. Allí quedaron adheridos mientras el vidrio les transmitía el calor del interior, y sus cuerpos delicados, se disolvieron y mezclaron con la mugre.

Dentro de su habitación, Susan Wheeler no se enteró en absoluto del drama en el vidrio de la ventana. Su mente estaba ocupada en liberarse de las garras de un sueño incomprensible y perturbador que había tenido después de una noche inquieta, casi insomne. El 23 de febrero, en el mejor de los casos, iba a ser un día difícil, y quizás un desastre. La carrera de medicina está compuesta de una serie de crisis menores, a veces interrumpidas por catástrofes verdaderamente memorables. Cinco días atrás Susan había completado los dos primeros años de esa carrera, dictados en los salones de conferencias y en los laboratorios científicos con libros y otros objetos inanimados. A Susan Wheeler le fue muy bien porque no tenía problemas con las aulas, el laboratorio y los trabajos escritos. Sus apuntes de clases eran famosos y todo el mundo se los pedía. Al principio los prestaba indiscriminadamente. Después empezó a percibir las realidades del sistema competitivo que creía haber dejado atrás al salir de Radcliffe, y cambió de táctica. Sólo prestaba sus notas a un pequeño grupo de estudiantes que eran amigos suyos, o que por lo menos también le prestarían notas si faltaba a una clase. Pero Susan rara vez faltaba a una clase.

Muchos le hacían bromas a Susan por su maravillosa asistencia a clase. Siempre respondía que necesitaba toda la ayuda posible. Claro que ésa no era la razón. Como había ingresado en una profesión dominada por el sexo masculino, en la que la mayoría de los profesores e instructores eran hombres, Susan Wheeler no podía faltar a una dase sin que se notara su ausencia. A pesar de que ella consideraba a sus mentores de una manera neutra y asexuada éstos no le respondían de la misma manera. El fondo de la cuestión consistía en que Susan Wheeler era una muchacha de 23 años, muy atractiva.

Su cabello era del color del trigo y muy ondeado. Como era largo y fino la volvía loca en días ventosos si no lo recogía con una hebilla en la nuca. Desde allí caía en una cola hasta debajo de sus hombros. Su rostro era ancho, de pómulos altos, y sus ojos profundos tenían un color que era mezcla de verde y azul con chispitas doradas, de modo que su efecto cromático cambiaba según la luz. Sus dientes eran muy blancos y perfectamente alineados, obra en parte de la naturaleza y en parte del trabajo de un ortodoncista de la clase media alta.

En Susan todo era como en la muchacha de los sueños de la generación de Pepsi. A los 23 años era joven, sana y sexy, con ese estilo californiano que atraía las miradas y despertaba a los hipotálamos. Y sobre todo, o tal vez a pesar de todo, Susan era muy capaz. Su cociente intelectual en la escuela primaria oscilaba alrededor de 140, y era una fuente de infinito placer para sus padres, preocupados por el status. Sus calificaciones escolares eran una monótona serie de diez puntos, que se sumaban a muchos otros triunfos. A Susan le gustaba ir a la escuela y aprender, y se deleitaba usando su cerebro. Leía vorazmente. Radcliffe resultó perfecto para ella. Le iba bien, y se ganaba su puntaje. Siguió la especialidad de química, pero hizo todos los cursos posibles de literatura. No tuvo dificultades en ingresar en la carrera de medicina.

Pero a pesar de ser atractiva Susan tenía ciertas desventajas, muy evidentes. Una era la dificultad de faltar a clase sin que advirtieran su ausencia. Cuando hacían preguntas, era de las que se ocupaban de demostrar la estupidez de los demás alumnos o la brillantez de los profesores. Otro problema es que la gente se formaba opiniones de Susan sin demasiado fundamento. Se parecía tanto a las modelos de los avisos publicitarios que a menudo la confundían con esas muchachas huecas.

Sin embargo ser linda e inteligente también tenía sus ventajas, y lentamente Susan comenzaba a darse cuenta de que era razonable explotarlas en cierta medida. Si deseaba alguna explicación para aclarar un tema complicado, sólo necesitaba pedirla una vez. Instructores y profesores se apresuraban a explicarle algún punto abstruso de la endocrinología o algún aspecto sutil de la anatomía.

Desde el punto de vista social, Susan no salía tanto con muchachos como podría imaginarse. La explicación de esta paradoja era múltiple. En primer lugar, Susan prefería quedarse leyendo en su cuarto a salir con alguien que la aburría, y con su inteligencia encontraba aburridos a muchos hombres. En segundo lugar no había muchos que la invitaran, porque la combinación de belleza e inteligencia de Susan era algo intimidatorio. Susan pasaba muchos sábados sumergida en las novelas, algunas literarias y otras no.

A partir del 23 de febrero, Susan comenzó a temer que su cómodo mundo volara en pedazos. Había concluido la rutina familiar de las clases teóricas. Susan Wheeler, junto con ciento veintidós condiscípulos, sufriría el brusco destete de la seguridad de las cosas inanimadas para ser lanzada a la lucha de sus años de práctica clínica. Toda la confianza que alguien podría haber adquirido durante los años de materias introductorias se ponía duramente a prueba ante la incertidumbre de si serviría para la atención concreta de los pacientes.

Susan Wheeler no se engañaba sobre su total ignorancia de lo que significa ser médico, ocuparse de pacientes reales, vivos. Internamente dudaba de si llegaría a serlo. No era algo que podía leerse y asimilarse intelectualmente. La idea de la prueba de fuego se oponía diametralmente a su metodología básica. No obstante, el 23 de febrero tendría que trabajar con pacientes de una u otra manera. Era esta crisis de confianza la que le provocaba insomnio y llenaba sus noches de sueños extraños y perturbadores en que se encontraba recorriendo laberintos, persiguiendo metas horribles. Susan no sabía que en los próximos días sus sueños se aproximarían a la realidad.

A las 07:15 el «clic» mecánico de la radiodespertador rompió el circuito de sus sueños, y el cerebro de Susan despertó a la conciencia total. Apagó la radio antes de que los transistores llenaran la habitación de estridente música folklórica. Normalmente dejaba que la música la despertara. Pero en esa mañana especial no necesitaba más estímulo. Se sentía demasiado acorralada.

Susan sacó los pies de la cama y los apoyó en el suelo, que sintió frío y desagradable. Los cabellos le caían en forma desordenada sobre la cara, dejando apenas un espacio de unos centímetros para contemplar la habitación. El cuarto no era gran cosa: tres por tres y medio, con dos ventanas de doble vidrio en un extremo. Las ventanas daban a otro edificio de ladrillos y a una playa de estacionamiento, de modo que Susan rara vez miraba hacia afuera. La pintura estaba en bastante buenas condiciones porque Susan misma había pintado el cuarto dos años atrás. El color era un lindo amarillo pastel que armonizaba perfectamente con la tela elegida por ella para las cortinas: varios tonos en la gama del verde brillante hasta llegar a un azul oscuro. En las paredes se veía una serie de posters de colores vivos con marco de acero inoxidable, que mostraban acontecimientos culturales ya pasados.

Los muebles eran los habituales en la facultad de Medicina: una anticuada cama de una plaza, demasiado blanda e incómoda para dos personas. Un sillón gastado y lleno de cosas, que Susan sólo usaba para amontonar la ropa que debía ir al lavadero. A Susan le gustaba leer en la cama y estudiar en el escritorio, de modo que, para usar su propia expresión, ese sillón no era «crítico». El escritorio era de roble y de factura común, excepto las iniciales y otras marcas en la madera. En el ángulo derecho, Susan había encontrado unas palabras obscenas asociadas con el término bioquímica. Sobre el escritorio había un libro de diagnóstico físico, abierto. Durante los últimos tres días lo había releído totalmente, pero el texto no llegó a devolverle la confianza.

—Mierda —dijo Susan con voz inexpresiva. No se lo decía a nadie ni a nada en particular. Era su respuesta ante la percepción de que había llegado ese 23 de febrero. A Susan le gustaba decir palabrotas y lo hacía a menudo, pero en general para sí misma. Ese lenguaje hacía un contraste tan agudo con su aspecto sano, que el efecto era realmente notable. Susan lo consideraba una herramienta útil y divertida.

Una vez que salió con tanta rapidez de la tibieza de las mantas, Susan se dio cuenta de que tenía quince minutos libres. Era la duración habitual de su rutina de apagar varias veces el despertador antes de ir al baño. La ambivalencia que sentía al comenzar este día la hacía perder el tiempo quedándose sentada allí, con la mirada fija hacia adelante, lamentando no haber elegido la carrera de derecho o de letras… cualquier cosa menos estudiar medicina.

El frío del piso desnudo, encerado, llegó a los pies de Susan. Allí sentada, su sistema circulatorio disipó el calor de su cuerpo en la habitación helada, hasta hacer erguir los pezones de sus bien formados pechos. Se le puso la piel de gallina en los muslos desnudos. Llevaba un gastado camisón de franela que le habían regalado una Navidad cuando estaba en la escuela secundaria. Por algún motivo amaba ese camisón. En medio del furioso cambio de ritmo de su vida, parecía ofrecerle un santuario de consistencia. Además, siempre fue el favorito de su padre.

Desde muy temprana edad a Susan le encantaba complacer a su padre. El primer recuerdo que tenía de él era su olor: una mezcla de olor a aire libre y jabón desodorante más un componente distintivo que más tarde aprendió a reconocer como olor a hombre. El padre de Susan siempre había sido bueno con ella, y Susan sabía que era su favorita. Era un secreto que no compartía con nadie, y menos aún con sus dos hermanos menores. Siempre representó para ella una fuente de confianza que la ayudó a enfrentar las crisis de la infancia y la adolescencia.

Era un individuo de voluntad firme, un hombre autoritario pero generoso y considerado, que dirigía a su familia y su empresa de seguros como un déspota inteligente. Un hombre encantador a quien sus hijos reconocían como el que más sabía de cualquier tema. No es que la madre de Susan tuviera carácter débil, sino que se había casado con un hombre que la complementaba a la perfección. Durante gran parte de su vida Susan había aceptado esta situación como una norma invariable. Sin embargo en cierto momento comenzó a producirle cierta confusión interna. Susan era muy parecida a su padre, y su padre estimulaba el desarrollo de su hija en esa dirección. Entonces Susan comenzó a darse cuenta de que no podía ser como su padre y tener algún día un hogar propio como aquél en que se había criado. Durante un tiempo deseó con desesperación ser como su madre, y lo intentó conscientemente. Pero no le daba resultado. Su personalidad demostraba cada vez más poseer las características de las de su padre, y en la escuela secundaria no tuvo más remedio que asumir un rol de liderazgo. Fue elegida presidente del curso que se graduaba ese año, cuando habría preferido ocupar un lugar menos importante.

El padre de Susan nunca fue muy exigente, y por cierto que jamás la empujó a nada. Sólo representó una fuente de confianza y estímulo para que Susan hiciese lo que quería, sin tener en cuenta su sexo. Cuando entró a la Facultad de Medicina y conoció a algunas de sus compañeras, Susan advirtió que venían de hogares con una estructura paternalista similar. Cuando visitó sus casas encontró que los padres tenían algo que le hacía sentir que no era la primera vez que los veía.

El radiador que había debajo de la ventana comenzó a emitir sonidos que indicaban que llegaba la calefacción. La válvula dejó escapar un ligero vapor. Todo esto le recordó a Susan el frío que hacía en el cuarto. Se puso de pie con movimientos rígidos, se estiró en un bostezo, y cerró la ventana, que estaba apenas entreabierta. Susan se quitó el camisón y observó su cuerpo desnudo en el espejo de la puerta del baño. Sentía una extraña atracción por los espejos. Le era casi imposible pasar delante de un espejo, sin echar por lo menos una mirada rápida para asegurarse de que se la veía bien.

—Tal vez tendrías que ser bailarina, Susan Wheeler —dijo poniéndose en puntas de pie y extendiendo los brazos hacia arriba—. Y abandonar esta idea de ser una doctorcita de mierda. —Como un globo que se desinfla aflojó el cuerpo hasta quedar casi doblada en dos. Volvió a mirarse en el espejo. —Ojalá pudiera —agregó con más calma. Susan estaba orgullosa de su cuerpo. Era blando y flexible, y a la vez fuerte y armónico. Podría haber sido bailarina. Tenía buen equilibrio y un gran sentido del ritmo y el movimiento. Envidiaba a Carla Curtis, una condiscípula de Radcliffe que se dedicó al baile al salir del colegio secundario y actuaba en el mundo de Nueva York. Pero Susan sabía que no podía convertirse en bailarina por más que lo deseara. Necesitaba algo que ejercitara su cerebro en forma constante. Hizo una mueca horrible y le sacó la lengua a la muchacha del espejo, que hizo otro tanto. Luego entró en el baño.

Abrió la ducha. Le llevó cuatro o cinco minutos entrar en calor. Se miró la cara en el espejo del baño, después de apartar los cabellos que le obstruían la visión. Si sólo su nariz hubiera sido más fina, Susan se habría considerado atractiva. Luego comenzó a frotarse con un jabón a la lavanda. Susan Wheeler era una mujer práctica; práctica y de voluntad firme.

Ir a la siguiente página

Report Page