Coma

Coma


Jueves 26 de febrero » 20:47 horas

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20:47 horas

Susan saltó del taxi sin pagarlo y corrió directamente hacia la entrada del Memorial. No tenía dinero y no pensaba entrar en discusiones. El taxista también saltó del coche, gritando furiosamente. Llamó la atención de uno de los guardias, pero Susan ya había atravesado la puerta.

Al llegar al vestíbulo principal Susan tuvo que dejar de correr. Con desesperación vio a Bellows un poco más adelante, que avanzaba en la misma dirección. Susan se abrió camino hasta quedar detrás de él, y vaciló sobre si llamarle la atención o no. Pensó nuevamente que Bellows la había hecho restar atención a los análisis de tejidos de los pacientes en coma. Había alguna posibilidad de que Bellows estuviese implicado. Además, recordaba la advertencia de Stark de no hablar con nadie. De modo que cuando llegaron al extremo del corredor, Susan dejó que Bellows continuara hacia la sala de guardia y fue hacia los ascensores del Beard. Había uno esperando; entró y oprimió el botón del diez.

La visión del vestíbulo se iba estrechando al cerrarse la puerta del ascensor. Pero en el último minuto una mano se asió del borde de la puerta, deteniéndola. Susan miró lo sucedido con cara inexpresiva hasta que vio asomar la cara de un guardia.

—Querría hablar un minuto con usted, señorita. —El guardia mantenía la puerta abierta a pesar de que ésta pugnaba por cerrarse, porque Susan no dejaba de oprimir el botón de «Cierre».

—Por favor, salga del ascensor.

—Es que tengo una prisa terrible. Es una emergencia.

—La sala de guardia está en este piso, señorita.

Susan cumplió de mala gana la orden del guardia. Las puertas del ascensor se cerraron tras ella y el ascensor comenzó a subir al décimo piso sin ocupantes.

—No es esa clase de urgencia —explicó Susan.

—¿Es algo tan urgente que no pudo pagar su taxi? —En la voz del guardia había una mezcla de regaño con preocupación. El aspecto de Susan hacía creíble que se trataba de una urgencia.

—Tome el nombre del taxista y de la empresa y pagaré luego. Mire, soy estudiante de medicina de tercer año. Mi nombre es Susan Wheeler. Ahora no tengo más tiempo.

—¿Dónde va a esta hora? —El tono del guardia se había vuelto casi solícito.

—Al Beard 10. Debo ver a uno de los médicos de allí. Tengo que ir. —Susan llamó al ascensor.

—¿A qué médico?

—A Harold Stark. Puede usted llamarlo.

El guardia estaba confuso, vacilante.

—Bien. Pero pase por la oficina de seguridad antes de salir.

—Perfectamente —asintió Susan mientras el guardia se daba vuelta para irse.

En ese momento llegó el ascensor de al lado y Susan lo tomó, empujando a algunos pasajeros, que observaron con curiosidad su lamentable aspecto. En el lento viaje hasta el 10, Susan se apoyó agradecida en la pared del ascensor.

El corredor presentaba un aspecto muy distinto del que Susan recordara el día anterior. Nadie escribía a máquina. No había pacientes. El piso estaba tan silencioso como una morgue. La gruesa alfombra absorbía el ruido de sus pasos vacilantes a medida que avanzaba hacia su meta y su seguridad. La única luz venía de una lámpara solitaria en una mesa en mitad del vestíbulo. Las pilas de «New Yorker» estaban cuidadosamente ordenadas. Los rostros de los retratos de anteriores cirujanos del Memorial eran sombras de color violeta.

Susan se aproximó al despacho de Stark y vaciló un instante, tratando de recomponerse. Estuvo a punto de golpear, pero probó a abrir la puerta, y lo hizo sin dificultades. La antesala de la secretaria de Stark estaba a oscuras, pero la puerta que comunicaba con el despacho de éste estaba ligeramente entreabierta, y por allí se colaba luz. Susan la abrió y entró.

La puerta se cerró tras ella de inmediato. La fatigada psiquis de Susan hizo una tremenda reacción de pánico mientras la muchacha giraba bruscamente sobre sí misma para enfrentar a algún atacante. Tuvo que contenerse para no gritar.

Stark estaba cerrando la puerta con llave. Seguramente estaba detrás de Susan.

—Perdón por este acto dramático, pero creo que no queremos que nadie escuche nuestra conversación. —De pronto sonrió—. Susan, no se imagina qué placer me da verla. Después de las experiencias que me ha contado, debí haber insistido en ir a buscarla al lugar donde se encontraba. Pero, no importa, ha llegado aquí a salvo. ¿Cree que la han seguido?

La reacción agresiva de Susan disminuyó, pero el ritmo de sus pulsaciones llegó a su apogeo y luego comenzó a calmarse. Tragó saliva.

—No creo, pero no puedo estar segura.

—Venga, siéntese. Parece que viniera de la Primera Guerra Mundial. —Stark tocó un brazo de Susan, guiándola hasta una silla frente al escritorio—. Creo que no le haría mal un whisky, por lo menos.

Susan se sentía terriblemente exhausta; la invadía el agotamiento mental, físico y emocional. No pudo dar una respuesta audible. Simplemente siguió a Stark, respirando con dificultad. Se dejó caer en una silla, sin comprender muy bien lo que le había pasado.

—Es usted una muchacha asombrosa —dijo Stark, dirigiéndose al gabinete del otro lado de la habitación.

—No creo —respondió Susan, con voz que revelaba su agotamiento—. Lo que sucedió es que me metí a ciegas en un asombroso horror.

Stark sacó una botella de Chivas Regal. Sirvió cuidadosamente dos copas y las llevó al escritorio. Le extendió una a Susan.

—Usted es muy modesta. —Stark dio la vuelta al escritorio y se sentó, sin apartar los ojos de Susan—. ¿No está herida, verdad?

Susan sacudió la cabeza. Sin darse cuenta hacía chocar los cubos de hielo en el vaso por la intensidad con que le temblaba la mano. Cuando lo advirtió trató de evitarlo tomando el vaso con las dos manos. Tomó un sorbo del líquido ardiente, reconfortante, dejando que se deslizara por su garganta entre profundas inspiraciones.

—Bien, Susan. Me gustaría saber dónde estamos parados. ¿Ha hablado con alguien de nuestra conversación telefónica?

—No —respondió Susan, tornando otro trago.

—Bien, muy bien. —Stark hizo una pausa, observando a Susan que tomaba su whisky—. ¿Hay alguien, además de usted, que está enterado de este asunto?

—No. Nadie. —El whisky le daba a Susan una deliciosa sensación de calor interno y comenzaba a invadirla la calma. Su respiración volvió a la normalidad. Miró a Stark por encima de su copa.

—Bien, Susan. Pero ¿por qué piensa que el Instituto Jefferson es un Banco para trasplante de órganos?

—Los oí hablar. Hasta vi el embalaje para los órganos.

—Pero, Susan, para mí no es sorprendente, que un hospital lleno de pacientes comatosos crónicos sea una fuente de órganos para trasplante, a medida que los pacientes sucumben por los procesos de su enfermedad.

—Es verdad. Pero el problema es que detrás de ellos está la gente que comenzó por poner a esos pacientes en coma. Además, les pagaban por esos órganos. Les pagaban mucho dinero. —Susan sentía que se le cerraban los párpados, e hizo un esfuerzo por levantarlos. La invadía la modorra. Sabía que estaba exhausta, pero consiguió enderezarse en la silla. Tomó otro sorbo de whisky y trató de no pensar en D’Ambrosio. Por lo menos sentía calor.

—Susan, es usted increíble. Porque estuvo tan poco tiempo en ese lugar… ¿Cómo se enteró de tantas cosas con tanta rapidez?

—Tenía los planos de los pisos de la Municipalidad. Mostraban salas de operaciones y la muchacha que me guiaba en la visita me dijo que no había salas de operaciones. Entonces decidí comprobarlo por mi propia cuenta. Y todo se aclaró. Con una claridad espantosa.

—Ya veo. Muy inteligente. —Stark asentía con la cabeza, maravillado de Susan—. Y la dejaron marcharse. Yo habría pensado que preferirían que se quedara. —Stark volvió a sonreír.

—Tuve suerte. Mucha suerte. Salí junto con un corazón y un riñón que iban a Logan. —Susan ahogó un bostezo, tratando de ocultárselo a Stark. Sé sentía muy cansada.

—Muy interesante, Susan. Y creo que es toda la información que necesito. Pero… hay que felicitarla. Sus actividades de los últimos días son un estudio sobre la clarividencia y la perseverancia. Quiero hacerle algunas otras preguntas. Dígame… —Stark juntó las manos y giró su sillón, de modo que ahora veía las aguas negras del puerto—… dígame si se le ocurre en algunas otras razones para esta fantástica operación que ha expuesto tan inteligentemente.

—¿Quiere usted decir, razones desvinculadas del dinero?

—Bien, es una buena forma de liberarse de alguien que uno no desea tener cerca.

Stark se rió en forma inapropiada, o así le pareció a Susan.

—No, me refiero a un beneficio real. ¿Se le ocurren algunos otros beneficios que no sean económicos?

—Creo que los que reciben los órganos obtienen un cierto beneficio, si no se enteran de cómo se obtuvo el órgano donado.

—Me refiero a un beneficio más general. Un beneficio para la sociedad.

Susan trató nuevamente de pensar, pero sus ojos querían cerrarse. Se enderezó otra vez. ¿Beneficio? Miró a Stark. El sentido de la conversación se tornaba difuso, extraño.

—Doctor Stark, creo que éste no es el momento…

—Vamos, Susan. Piense. Ha hecho un trabajo tan notable al descubrir este asunto. Trate de pensar. Es importante.

—No puedo. Es tan espantoso que me resulta difícil considerar la palabra «beneficio». —A Susan comenzaban a pesarle los brazos. Sacudió la cabeza. Por un segundo creyó que realmente se había quedado dormida.

—Bueno, me sorprende usted; Susan. Por la inteligencia que desplegó en estos últimos días, pensé que sería de los pocos capaces de ver el otro lado de la cuestión.

—¿El otro lado? —Susan cerró fuertemente los ojos, luego los abrió, deseando que se mantuvieran abiertos.

—Exactamente. —Stark giró hasta enfrentarse con Susan, inclinándose hacia adelante, con los brazos sobre el escritorio. —A veces hay situaciones en que… diríamos… la gente común, por darles ese nombre, no puede tomar decisiones que proporcionarán beneficios a largo plazo. El hombre común sólo piensa en sus necesidades a corto plazo y en sus exigencias egoístas.

Stark se levantó y caminó hasta el rincón en que se unían las paredes de vidrio. Contempló el gran complejo médico que había ayudado a construir. Susan se sentía incapaz de moverse. Hasta tenía dificultad en mover la cabeza. Sabía que estaba cansada, pero nunca se había sentido tan pesada, tan lánguida. Además, Stark entraba y salía de su radio de visión.

—Susan —dijo Stark repentinamente, dándose vuelta para enfrentar a Susan de nuevo—, usted debe darse cuenta de que la medicina está probablemente al borde de lo que tal vez será la gran revolución de toda su larga historia. El descubrimiento de la anestesia, el descubrimiento de los antibióticos… cualquiera de estos descubrimientos memorables palidecerá ante el siguiente paso gigantesco. Estamos a punto de quebrar el misterio de los mecanismos inmunológicos. Pronto podremos trasplantar todos los órganos humanos a voluntad. El temor a la mayoría de los tipos de cáncer se convertirá en un hecho del pasado. Las enfermedades degenerativas, los traumas… la extensión es infinita. Pero no se llega fácilmente a estas revoluciones. Hace falta mucho trabajo y sacrificio. Y eso tiene un precio. Necesitamos instituciones de primera, como el Memorial y sus instalaciones. Además necesitamos personas como yo, que, como Leonardo Da Vinci, se atrevan a infligir las leyes represoras para asegurar el progreso. ¿Y si Leonardo Da Vinci no hubiese desenterrado los cadáveres para su disección? ¿Y si Copérnico se hubiera sometido a las leyes y al dogma de la iglesia? ¿Dónde estaríamos hoy? Lo que necesitamos para que la revolución se realice verdaderamente son datos, datos concretos. Susan, usted tiene inteligencia como para apreciarlo.

A pesar de las nubes cada vez más oscuras que se instalaban en su cerebro, Susan comenzó a darse cuenta de lo que decía Stark. Trató de incorporarse, pero descubrió que no podía levantar los brazos. Se esforzó, pero sólo logró volcar el resto de su bebida en el suelo. Los cubos de hielo rodaron por la alfombra.

—Usted entiende lo que digo, ¿verdad, Susan? Creo que sí. El sistema legal en vigencia no está equipado para responder a nuestras necesidades Por Dios, no pueden tomar la decisión de terminar con un paciente aunque estén seguros de que su cerebro se ha convertido en una gelatina sin vida. ¿Cómo puede proseguir la ciencia con un obstáculo de la política oficial de esas proporciones? Susan, quiero que lo piense detenidamente. Sé que en este momento le resulta un poco difícil pensar, pero inténtelo. Quiero decirle algo y quiero su respuesta. Usted es una muchacha brillante, realmente brillante. Evidentemente usted pertenece a la… ¿cómo decirlo?, «élite». Suena como un clisé, pero usted sabe lo que quiero decir. Los necesitamos, necesitamos a gente como usted. Lo que quiero decirle es que la gente que dirige el Instituto Jefferson está de nuestro lado. ¿Me entiende? De nuestro lado.

Stark hizo una pausa, mirando a Susan, que luchaba por mantener los párpados por encima de sus pupilas.

—¿Qué dice a todo esto, Susan? ¿Está dispuesta a dedicar ese cerebro suyo al bien de la sociedad, de la ciencia, de la medicina?

La boca de Susan formó palabras que salieron en forma de susurro. Su rostro era inexpresivo. Stark se inclinó para oír. Tuvo que acercar la cara a centímetros de los labios de Susan.

—Repítalo, Susan. La oiré si lo repite.

La boca de Susan luchó por acercar el labio superior al inferior para articular la primera consonante. Se escurrió con un susurro.

—Vayase a la mierda, crá… —La cabeza de Susan cayó hacia atrás, con la boca abierta; respiraba en forma rítmica y regular.

Stark contempló unos momentos el cuerpo drogado de Susan. El desafío de la muchacha lo enfurecía. Pero después de un corto silencio su emoción se transformó en desilusión.

—Susan, podríamos haber usado ese cerebro suyo. —Stark sacudió lentamente la cabeza. —Bien, tal vez aún nos seas útil.

Stark se volvió hacia el teléfono y llamó a la sala de guardia. Pidió hablar con el residente de internaciones.

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