Coma

Coma


Lunes 23 de febrero » 18:55 horas

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18:55 horas

Aún no eran las siete cuando Susan bajó del MBTA en North Station. Al cruzar el puente peatonal se vio expuesta al viento que venía de las aguas del puerto, parcialmente congeladas. La fuerza del viento la obligó a encorvarse, y a sujetar su sombrero con piel de corderito con una mano y las solapas de su abrigo con la otra. Trató de protegerse el cuello del frío metiendo la cabeza lo más posible en el cuello del saco.

Cuando llegó al edificio arreciaba el viento. Una lata de cerveza vacía rodó ante ella por la calle. El conocido mar de luces y la nube de gases de los caños de escape típicos de la hora, se extendía hasta donde alcanzaba la mirada de Susan. Las ventanillas de los coches estaban congeladas, y reflejaban las imágenes cercanas con un resplandor metálico que daba la impresión de las pupilas a menudo blancas de los ciegos.

Susan comenzó a correr, con un balanceo exagerado de su cuerpo, porque llevaba los brazos apretados contra los costados. Por fin alcanzó la entrada principal del hospital, y empujó con alivio la puerta giratoria.

Susan metió su gorro en la manga izquierda del abrigo y los dejó en el guardarropas detrás del escritorio principal de recepción. Luego llamó al centro de computación, cuyo número encontró en la guía telefónica del hospital.

—Hola, hablo desde el departamento de contaduría —dijo Susan jadeando un poco, y tratando de que su voz resultara lo más normal posible—. ¿El señor Schwartz ya retiró su material?

La respuesta fue afirmativa; lo había retirado cinco minutos antes. Todo sucedía en el momento exacto, según los planes de Susan. Fue a tomar el ascensor del edificio Harding para ir a las oficinas de contaduría del tercer piso.

El personal de la noche era escasísimo comparado con el diurno. Cuando entró Susan sólo se veían tres personas en el extremo opuesto. Dos hombres y una mujer levantaron la cabeza al entrar Susan.

—Perdón —comenzó Susan al acercarse al grupo—, ¿dónde podría encontrar al señor Schwartz?

—¿Schwartz? En esa oficina del rincón —respondió uno de los hombres, señalando el lado opuesto de la habitación.

Los ojos de Susan siguieron su dedo.

—Gracias. —Y volvió atrás sobre sus pasos.

Henry Schwartz estaba por la mitad de las salidas de computadora que había obtenido. La oficina era pequeña pero extraordinariamente ordenada. Los libros del estante estaban colocados por orden decreciente de altura. Los libros estaban a tres centímetros del borde del estante, ni uno más, ni uno menos.

—¿Él señor Schwartz? —preguntó Susan, sonriendo y acercándose al escritorio.

—Sí —respondió Schwartz, sin quitar el dedo con que señalaba un lugar en una tarjeta.

—Parece que una tarjeta mía se mezcló con las suyas, o por lo menos eso me dijeron allá arriba. ¿No encontró usted algún material que no había pedido?

—No, pero todavía no lo he visto todo. ¿Qué es lo que le falta a usted?

—Cierta información sobre el coma que necesitamos para una presentación en mi sección. ¿Le molesta que mire si está mezclada con su material?

—De ningún modo —replicó Schwartz, levantando grupos de tarjetas para encontrar las finales.

—Si está allí, sería en el último grupo —colaboró Susan—. Dicen que entró después de las suyas.

Schwartz levantó todo el material del escritorio. Allí estaba la información que había pedido Susan.

—¡Ahí está! —exclamó Susan.

—Pero en el formulario dice que la solicité yo —cuestionó Schwartz, echando una mirada a la tarjeta.

—Con razón se mezclaron con su material —replicó Susan, tomando la hoja—. Pero le aseguro que a usted no le interesaría el tema. Y no es culpa suya, por supuesto.

—Creo que hablaré con George… —dijo Schwartz colocando su propia tarjeta frente a él.

—No hace falta —contestó Susan—. Ya lo he hecho yo. Muchísimas gracias.

—De nada —respondió Schwartz, pero Susan ya se había ido.

—Susan, eres terrible, realmente terrible —dijo Bellows entre una y otra cucharada de flan que había tomado de la bandeja de un paciente que no podía comer por las náuseas—. No asistes a clase ni a las visitas de la tarde, no ves a los pacientes, y luego te quedas aquí hasta las ocho de la noche. La única constante de tu actuación es la variación permanente. —Bellows se reía mientras limpiaba el fondo de la fuentecita de flan.

Susan y Bellows estaban sentados en la sala de descanso del Beard 5, donde había comenzado el día de hospital de Susan. Susan ocupaba el mismo lugar que por la mañana. La salida de IBM que había obtenido caía hasta el suelo. La muchacha recorría la lista de nombres y tildaba los que le interesaban con un marcador amarillo.

Bellows tomó un sorbo de café.

—Bien, aquí tenemos la prueba —anunció Susan colocándole el capuchón al marcador.

—¿La prueba de qué? —preguntó Bellows.

—La prueba de que no hubo seis casos de coma inexplicable, excluido el caso Berman, aquí en el Memorial en el último año.

—¡Estupendo! —exclamó Bellows, haciendo un brindis con su jarro de café—. Ahora puedo dejar de preocuparme por la anestesia y hacerme arreglar las hemorroides.

—Te recomendaría continuar con los supositorios —respondió Susan, contando los nombres marcados—. No hubo seis casos. Hubo once. Y si Berman continúa en su estado actual, serán doce.

—¿Estás segura? —El tono de Bellows cambió bruscamente y por primera vez demostró interés en la salida de la IBM.

—Eso es todo lo que aparece en esta salida —declaró Susan—. No me sorprendería encontrar algunos más si pudiera pedir la información directamente.

—¿Tú crees? ¡Dios mío, once casos! —Bellows se inclinó hacia Susan, mientras le pasaba la lengua a la cuchara vacía—. ¿Cómo hiciste para conseguir esa información de la computadora?

—Me ayudó Henry Schwartz —replicó Susan distraídamente.

—¿Quién diablos es Henry Schwartz?

—¡Qué sé yo!

—Discúlpame —dijo Bellows cubriéndose los ojos con la mano—. Estoy demasiado cansado para juegos intelectuales.

—¿Es una enfermedad crónica o aguda?

—Déjate de tonterías. ¿Cómo obtuviste estos datos? Algo así debe ser autorizado por el departamento.

—Esta tarde fui arriba, llené uno de esos formularios M804, se lo di a ese señor tan amable que está en el escritorio y luego volví a la noche y retiré la salida.

—Veo que es inútil preguntarte. —Bellows se puso de pie y agitó la cuchara como para sugerir que no valía la pena insistir en el asunto—. Pero once casos… ¿Todos ocurrieron durante intervenciones quirúrgicas?

—No —respondió Susan, volviendo a la salida—. Harris estaba en lo cierto cuando dijo seis. Los otros se dieron en pacientes internados en el servicio médico. Su diagnóstico fue reacción idiosincrática. ¿Eso no te parece bastante raro?

—No.

—Ah, vamos —exclamó Susan con impaciencia—. La palabra «idiosincrática» es muy impresionante, pero en realidad quiere decir que no sabían cuál era el diagnóstico.

—Eso podría ser, Susan, pero sucede que éste es un gran hospital, no un country club. Sirve como base de referencia para toda el área de Nueva Inglaterra. ¿Sabes cuántas muertes tenemos, promedio, en un solo día?

—Las muertes tienen causas… estos casos de coma, no… por lo menos no todavía.

—Bien, las muertes no siempre tienen causas aparentes. Por eso se hacen autopsias.

—Has dado en la tecla —replicó Susan—. Cuando alguien muere, se hace una autopsia para averiguar la causa de la muerte y ampliar así los conocimientos. Bien, en los casos de coma no se puede hacer autopsia porque los pacientes, en cierto modo, oscilan entre la vida y la muerte. Entonces se torna aún más importante hacer otra clase de «opsia», una «vita-opsia», o algo así. Estudiar todas las claves existentes, excepto descuartizar a la víctima. El diagnóstico es igualmente importante, tal vez más importante que el diagnóstico de la autopsia. Si pudiéramos averiguar que les sucede a esas personas, tal vez podríamos sacarlas del estado de coma. O, mejor aún, evitar el coma desde el principio.

—Ni siquiera la autopsia revela las causas, a veces —explicó Bellows—. Hay muchas muertes en que nunca se determina la causa exacta, con autopsia o sin ella. Sé que hoy murieron dos pacientes, y dudo mucho de que se haga un diagnóstico.

—¿Por qué crees que no se hará un diagnóstico? —preguntó Susan.

—Porque ambos pacientes murieron por paro respiratorio. Aparentemente los dos dejaron de respirar, muy tranquilamente y sin aviso. Sencillamente los encontraron muertos. Y en los casos de paro respiratorio no siempre se encuentra algo para echarle la culpa.

Bellows había capturado el interés de Susan. La muchacha lo miraba sin moverse, sin pestañear.

—¿Estás bien? —preguntó Bellows agitando la mano frente a la cara de Susan. Pero Susan no se movió hasta bajar la mirada hacia la salida de la IBM.

—¿Qué tienes, epilepsia psicomotriz, o algo parecido? —preguntó Bellows.

Susan levantó los ojos hacia él.

—¿Epilepsia? No, claro que no. ¿Dices que los casos de hoy fallecieron por paro respiratorio?

—Aparentemente. Quiero decir que dejaron de respirar. Se rindieron, así nomás.

—¿Por qué estaban en el hospital?

—No lo sé con certeza. Creo que uno tenía un problema en una pierna. Tal vez una flebitis, y podrían encontrar una embolia pulmonar o algo así. El otro tenía una parálisis de Bell.

—¿Los dos estaban con venoclisis?

—No recuerdo, pero no me sorprendería. ¿Por qué lo preguntas?

Susan se mordió el labio inferior, pensando en lo que acababa de decirle Bellows.

—Mark, ¿sabes una cosa? Las muertes que mencionas podrían estar relacionadas con las víctimas del coma. —Susan dio unos golpecitos en la salida de la IBM—. Quizás has dado con algo. ¿Cuáles eran los nombres de los pacientes? ¿Te acuerdas?

—Por Dios, Susan, esto se te ha metido en la cabeza. Trabajas más de la cuenta y empiezas a delirar. —Bellows adoptó un tono falsamente preocupado—. Pero no es nada; les sucede a los mejores de nosotros cuando han pasado dos o tres noches sin dormir.

—Mark, hablo en serio.

—Ya lo sé, y eso es lo que me preocupa. ¿Por qué no te tomas un descanso y te olvidas de esto por un día o dos? Luego lo retomarás en forma más objetiva. Mira, te propongo algo: mañana por la noche estoy libre, y con un poco de suerte puedo salir de aquí a las siete. ¿Qué te parece si cenamos juntos? Sólo hace un día que estás aquí, pero necesitas alejarte un poco del hospital, tanto como yo.

Bellows no había planeado invitar a Susan tan pronto ni en esa forma. Pero estaba satisfecho porque la cosa se había producido naturalmente y no le resultaría tan duro recibir un rechazo. Parecía más bien una propuesta de estar juntos que una verdadera cita.

—Está muy bien la cena, nunca rechazo una invitación a cenar, aunque sea con un invertebrado. Pero, por favor, Mark, ¿cuáles eran los nombres de las dos personas que fallecieron hoy?

—Crawford y Ferrer. Eran pacientes del Beard 6. Susan frunció los labios mientras escribía los nombres en su cuaderno.

—Tendré que ir a averiguar, mañana por la mañana. En realidad… —Susan miró su reloj—. Quizás esta noche. Si en estos casos se hiciera autopsia, ¿cuándo sería?

—Probablemente esta noche, o mañana a primera hora.

—Entonces mejor iré esta noche.

Susan plegó la salida de la IBM.

—Gracias, Mark, otra vez me has ayudado mucho.

—¿Otra vez?

—Sí. Gracias por las copias que mandaste sacar de esos artículos. Algún día serás un buen secretario.

—Vete al diablo.

—Vamos, vamos. Te veré mañana por la noche. ¿Qué te parece el Ritz? Hace semanas que no como allí —bromeó Susan, dirigiéndose a la puerta.

—Más despacio, Susan. Te veré a las seis y media de la mañana en las recorridas. Recuerda nuestro trato. Si haces las visitas disimularé tus ausencias un día más.

—Mark, te has portado tan bien conmigo… No lo estropeemos todo tan pronto. —Susan se sonrió y dejó caer un mechón de pelo sobre la cara en un gesto de exagerada coquetería. —Me quedaré levantada hasta cualquier hora leyendo todo este material. Necesito otro día completo. Volveremos a hablar de esto mañana por la noche.

Y se fue. Nuevamente Bellows se sintió seguro de conquistar a Susan mientras sorbía su café. Luego se puso de pie. Tenía mucho trabajo.

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