Coma

Coma


Martes 24 de febrero » 14:30 horas

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14:30 horas

Susan dejó vagar sus ojos por el despacho del Jefe de Cirugía. Era amplio y con una decoración exquisita. Grandes ventanas que ocupaban dos paredes casi completas proporcionaban una espléndida vista de Charlestown en una dirección y una esquina de Boston y North End en la otra. El puente de Mystic River estaba parcialmente oculto por nubes de nieve grises. El viento ya no venía del mar, sino del Noroeste, con aire ártico.

El escritorio de Stark, con tapa de mármol, estaba ubicado en diagonal en un ángulo en el sector Noroeste del despacho. La pared de atrás y a la derecha del escritorio estaba cubierta por un espejo desde el piso hasta el techo. En la cuarta pared estaba la puerta que comunicaba con la recepción, y el resto estaba ocupado por estantes empotrados, cuidadosamente construidos. Un sector de los estantes estaba cerrado; por las puertas corredizas ligeramente entreabiertas se veían copas, botellas y una pequeña heladera.

En el ángulo Sudeste, donde el gran ventanal lindaba con los estantes, había una mesa baja, con tapa de vidrio, rodeada de sillas de acrílico. Sus almohadones de cuero eran de colores brillantes en la gama de los naranjas y los verdes.

Stark estaba sentado ante su imponente escritorio. Su imagen se centuplicaba en el espejo debido al reflejo de los vidrios coloreados de la ventana a su izquierda. El Jefe de Cirugía había puesto los pies en un ángulo de su escritorio, de manera que lo que leía recibía luz natural por sobre su hombro.

Estaba impecablemente vestido con un traje beige, a la medida de su cuerpo delgado, y del bolsillo izquierdo de la chaqueta asomaba un pañuelo naranja. Su cabello encanecido y moderadamente largo estaba cepillado hacia atrás desde la frente, cubriéndole apenas la parte superior de las orejas. Su rostro era aristocrático, de rasgos marcados y nariz delgada. Llevaba anteojos de ejecutivo de medio cristal con delicada armazón de carey. Sus ojos verdes recorrían rápidamente la hoja de papel que tenía en la mano.

Susan se habría sentido muy intimidada por la combinación del imponente entorno y la reputación de Stark como genio quirúrgico, si no hubiera sido por la sonrisa inicial con que fuera recibida y su postura aparentemente despreocupada. El hecho de que hubiera puesto los pies sobre el escritorio hacía que Susan se sintiera más cómoda, como si Stark no se tomara demasiado en serio su posición y el poder que ejercía en el hospital. Susan supuso, correctamente, que la habilidad de Stark como cirujano y su capacidad para la administración y los negocios le permitían ignorar las posturas convencionales de la gente importante. Stark terminó de leer el papel y miró a Susan.

—Esto, señorita, es muy interesante. Obviamente estoy bien enterado de los casos quirúrgicos, pero no tenía idea de que ocurrían casos similares en los pisos de medicina clínica. No sé si estarán relacionados o no, pero debo felicitarla por aportar la idea de que pueden estarlo. Y estos dos paros respiratorios fatales, tan recientes; asociarlos es… bien, audaz y muy inteligente a la vez. Da que pensar. Usted los relacionó porque piensa que la depresión de la respiración es la base común de todos estos casos. Mi primera respuesta… pero, que quede claro, es mi primera respuesta, es que eso no explica los casos de anestesia porque en esa circunstancia la función respiratoria se mantiene en forma artificial. Usted sugiere que alguna encefalitis o infección del cerebro anterior puede hacer a estas personas más susceptibles a las complicaciones por la anestesia… Veamos.

Stark bajó los pies de la mesa y se volvió hacia la ventana. En un gesto maquinal se quitó los lentes y se puso a mordisquear una de las patillas. Sus ojos se entrecerraban por la concentración.

—Actualmente se relaciona la enfermedad de Parkinsons con algún ataque virósico previo desconocido, de manera que pienso que su teoría es posible. Pero ¿cómo podría probarse?

Stark se dio vuelta para mirar a Susan.

—Y créame usted —continuó— que hemos investigado los casos de anestesia ad nauseam. Todo… escuche bien: todo fue estudiado exhaustivamente por un montón de personas: anestesiólogos, epidemiólogos, internistas, cirujanos… todos los que se nos ocurrieron. Excepto, naturalmente, por un estudiante de medicina.

Stark sonrió rápidamente. Y Susan se encontró respondiendo al renombrado carisma del hombre.

—Creo —respondió Susan con renovada confianza— que el estudio debe comenzar en el Banco central de computación. La información por computadora que yo obtuve era sólo para el año pasado, y solicitada por un método indirecto. No tengo idea de qué datos surgirían si se le solicitaran a la computadora, por ejemplo, todos los casos de los últimos cinco años de depresión respiratoria, coma y muertes sin explicación. Luego habría que hacer una lista de los casos potencialmente relacionados, estudiando con todo detalle las historias para tratar de detectar comunes denominadores. Las familias de los pacientes afectados deberían ser entrevistadas para obtener los mejores registros posibles de enfermedades virósicas y formas de las enfermedades. La otra tarea sería obtener suero de todos los casos existentes de anticuerpos.

Susan observó la cara de Stark, preparándose para una respuesta intempestiva como la de Nelson, o como la más dramática de Harris. En contraste, Stark mantuvo una expresión invariable; obviamente meditaba sobre las sugerencias de Susan. Era evidente que tenía una mentalidad abierta, innovadora. Por fin habló:

—El anticuerpo de estilo no es muy productivo; lleva tiempo y es terriblemente caro.

—Las técnicas de contrainmunoelectroforesis han resuelto algunas de esas desventajas —sugirió Susan, alentada por la respuesta de Stark.

—Quizás, pero de todos modos representaría una enorme inversión de capital con muy pocas probabilidades de resultados positivos. Yo tendría que contar con alguna evidencia específica para justificar semejante utilización de recursos. Creo que usted debe hablar de esto con el doctor Nelson, en Medicina Clínica. La inmunología es su campo especial.

—No creo que al doctor Nelson le interese —replicó Susan.

—¿Por qué?

—No tengo la menor idea. A decir verdad, ya hablé con el doctor Nelson. Y no fue el único. Le comuniqué mis dudas a otro jefe de departamento y pensé que me iba a dar una paliza, como se hace con un chico travieso. Si trato de incorporar ese episodio en el cuadro, tengo la sensación de que hay otros factores que operan aquí…

—¿Qué serían…? —preguntó Stark, mirando las cifras que le había proporcionado Susan.

—Bien, no sé qué palabra usar… juego sucio… o algo siniestro.

Susan se interrumpió de pronto, esperando una carcajada o un estallido de furia. Pero Stark sólo giró en su asiento, para volver a contemplar la ciudad.

—Juego sucio. Usted sí que tiene imaginación, doctora Wheeler; de eso no hay duda.

Stark miró nuevamente el interior de la habitación, se levantó y dio la vuelta a su escritorio.

—Juego sucio —repitió—. Admito que jamás pensé en eso. —Esa misma mañana se le había informado a Stark sobre el hallazgo de las drogas en el armario 338; el asunto lo había perturbado. Se inclinó sobre el escritorio y miró a Susan.

—Si usted piensa en un juego sucio, lo más importante es el motivo. Y sencillamente no hay motivo para esta serie de penosos episodios. Son demasiado diferentes entre sí. ¿Y el coma? Usted tendría que sugerir que hay algún psicópata muy inteligente que opera en base a premisas que van más allá de lo racional. Pero el mayor problema con la idea del juego sucio es que sería imposible en el quirófano. Hay demasiadas personas involucradas que observan muy de cerca al paciente. Es verdad que las investigaciones deben llevarse a cabo con la mente abierta a todo, pero no creo que el juego sucio sea posible en este caso. Sin embargo, admito que no había pensado en ello.

—En realidad yo no iba a sugerirle a usted lo del juego sucio —dijo Susan—, pero me alegro de haberlo hecho, de manera que ahora pueda dejarlo de lado. Pero, volviendo al problema, si el anticuerpo es muy caro, el examen de las historias y las entrevistas serían comparativamente baratos. Yo podría ocuparme de eso, pero necesitaría que usted me ayudara un poco.

—¿En qué forma?

—En primer lugar, necesitaría autorización para usar la computadora. Eso es lo esencial. También necesito autorización para ver las historias. Y en tercer lugar, es posible que me haya creado un problema allá abajo.

—¿Qué clase de problema?

—Con el doctor Harris. Es el que se puso furioso. Creo que tiene intención de hacerme expulsar de mi rotación quirúrgica aquí en el Memorial. Parece que no le gustan las mujeres que estudian medicina, y quizás yo he servido para intensificar su prejuicio.

—Puede ser difícil tratar con el doctor Harris. Es del tipo emocional. Pero al mismo tiempo quizás sea el mejor cerebro del país en materia de anestesiología. De manera que no lo condene antes de conocerlo del todo. Creo que tiene razones personales específicas para su actitud con las mujeres que estudian medicina. No es nada encomiable, por supuesto, pero es potencialmente comprensible. De todas maneras, veré qué puedo hacer por usted. A la vez debo decirle que ha elegido usted un tema muy espinoso para dedicarse a estudiarlo. Sin duda habrá pensado en las implicancias malintencionadas, en las posibilidades de descrédito para el hospital y aun para la comunidad médica de Boston. Ande con cuidado, señorita, si es que se decide a andar. No encontrará amigos por el camino que ha elegido, y en mi opinión le convendría abandonar todo el asunto. Si opta por continuar, la ayudaré en lo que pueda, pero no puedo garantizarle nada. Si presenta alguna información, le daré mi opinión con mucho gusto. Obviamente, cuanta más información obtenga, más fácil me será conseguirle lo que necesite.

Stark fue hasta la puerta de su despacho y la abrió.

—Llámeme esta tarde, y le comunicaré si he tenido suerte con alguno de sus pedidos.

—Gracias por recibirme, doctor Stark —Susan vacilaba en la puerta, mirando a Stark—. Es alentador que usted no haya dado indicios de ser el devorador de hombres… o más bien de mujeres que se dice que es.

—Tal vez piense que tienen razón cuando venga a las clases —respondió Stark con una carcajada.

Susan se despidió y se fue. Stark volvió a su escritorio y habló por el intercomunicador a su secretaria.

—Llame al doctor Chandler y pregúntele si ya habló con el doctor Bellows. Dígale que quiero aclarar el asunto de las drogas en esa sala de médicos lo más pronto posible.

Stark se volvió a contemplar el complejo de edificios que constituían el Memorial. Su vida estaba tan estrechamente ligada con la del hospital que en ciertos puntos se confundían. Como Bellows le había explicado a Susan, Stark había recolectado el dinero necesario para construir los siete nuevos edificios. Su cargo de jefe de Cirugía del Memorial se debía en parte a esa capacidad suya de reunir fondos.

Cuanto más pensaba en esas drogas en el armario 338 y en las implicancias que podían tener, más se enfurecía. Era una prueba más de que no se podía confiar en que la gente pensara en los efectos a largo plazo.

—Dios —exclamó en voz alta, con los ojos fijos en las nubes que anunciaban nieve. Los idiotas podían socavar todos los esfuerzos por asegurarle al Memorial el puesto número uno entre los hospitales del país. Años de trabajo podían irse por la alcantarilla. Se confirmaba su creencia de que tenía que ocuparse de todo si quería que las cosas marcharan bien.

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