Coma

Coma


Miércoles 25 de febrero » 05:45 horas

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05:45 horas

El despertador sonó en la oscuridad, haciendo vibrar el aire de la habitación con su agudo sonido. Al principio se preguntó por qué no se abrían sus ojos; luego advirtió que estaban abiertos. Lo que sucedía era que no podían penetrar la total oscuridad del cuarto. Durante unos segundos Susan no supo dónde se encontraba. Su único pensamiento era encontrar el reloj y detener ese ruido que le destrozaba los nervios.

Tan repentinamente como había empezado, el timbrazo terminó con un «clic» metálico. Al mismo tiempo Susan tuvo conciencia de que no estaba sola. La invadió el recuerdo de la noche anterior, y comprendió que aún estaba en el departamento de Mark. Volvió a acostarse, cubriendo su desnudez con la sábana.

—¿Qué diablos era ese ruido?

—Un despertador. ¿Nunca lo habías oído antes?

—Un despertador. Mark, ¡es medianoche!

—¡Medianoche! Son las 05:30; hora de ponerse en movimiento.

Mark apartó las mantas y se paró en el suelo. Encendió el velador junto a la cama y se frotó los ojos.

—Mark, debes estar chiflado. Las 05:30, Dios mío. —La voz estaba apagada; Susan había metido la cabeza debajo de la almohada.

—Tengo que ver a mis pacientes, comer algo, y estar listo para las visitas a las 06:30. Las intervenciones comienzan a las 07:30 en punto. —Mark se incorporó y se estiró. Sin cuidarse de su desnudez ni del frío, se dirigió al baño.

—Ustedes los masoquistas de la cirugía desafían cualquier razonamiento. ¿Por qué no empiezan a las 9 o a alguna otra hora razonable? ¿Por qué a las 07:30?

—Siempre se empezó a las 07:30 —respondió Mark, deteniéndose en la puerta.

—Es una buena razón. A las 07:30 porque siempre fue a las 07:30… Dios mío, qué razonamiento tan típico de la medicina. Las 05:30 de la mañana. Carajo, Mark, ¿por qué no me lo dijiste anoche cuando me invitaste a quedarme? Habría vuelto a mi cuarto.

Bellows regresó al borde de la cama, mirando el montón de mantas abultadas por el cuerpo de Susan, que seguía con la almohada sobre la cabeza.

—Si te tomaras tu rotación quirúrgica un poco más en serio, yo no tendría que explicarte cuál es el modus operandi. Hora de levantarse, reina de la belleza.

Bellows tomó las mantas por el borde y las arrancó de la cama con un fuerte tirón, dejando a Susan totalmente desnuda, excepto la cabeza que seguía escondida debajo de la almohada.

—¡Qué hospitalidad! —exclamó Susan, levantándose. Se envolvió en una manta como una especie de oruga, y cayó nuevamente en la cama.

—Ah, pero hoy, borrón y cuenta nueva. Te vas a convertir en una estudiante de medicina normal.

Y dio un tirón a la envoltura de Susan.

—Necesito otro día completo, sólo un día más. Vamos, Mark, uno más. Si hoy no consigo las historias, y creo que no las conseguiré, doy todo por terminado. Además, si puedo ver a Berman, es probable que abandone todo. Entonces tendrás a tu estudiante de medicina normal. Pero necesito un día más.

Bellows soltó las mantas. Susan cayó hacia atrás, con un seno al aire que le daba un aspecto de Amazona.

—Muy bien. Un día más. Pero si Stark viene hoy a las visitas, verá que estás ausente. Yo ya no podré inventar otra historia para cubrirte. Espero que comprendas eso.

—Improvisemos, todopoderoso cirujano. Estoy segura de que se te ocurrirá algo.

—Bueno, tendré que decir que yo te ordené que vinieras a hacer la recorrida.

—Muy bien, como quieras. Pero yo le dedicaré un día más a esto. Ya tengo cierto compromiso con el asunto.

Susan se acomodó en la cama tibia. Apenas alcanzó a oír la ducha que corría en el baño. Pensó que esperaría a que Bellows terminara de prepararse.

Cuando Susan se despertó por segunda vez, ya había aclarado completamente. Las ráfagas de viento hacían golpear la lluvia contra la ventana como si en vez de gotas de agua fueran granos de arroz. Con el estilo caprichoso típico de Boston el viento había cambiado durante la noche de Noroeste a Este. Gracias a la corriente del golfo había ascendido la temperatura, y por eso la precipitación era líquida en lugar de sólida. Los viajeros estaban aliviados; los esquiadores disgustados.

Susan no podía creer que ya fueran las 9. Bellows se había duchado, vestido y marchado sin volver a despertarla. Susan se asombró, porque era de sueño liviano. Sólo para asegurarse de que Bellows ya no estaba allí, fue a echar una mirada al baño y al living. Estaba sola.

Susan encontró una toalla limpia y se dio una buena ducha, recordando la noche de pasión con una agradable sensación de calidez. Bellows había resultado ser un amante mucho más sensible y naturalmente generoso que lo que sospechaba Susan. Se sintió realmente feliz, aunque dudaba de que la relación durara mucho. El compromiso de Bellows con la cirugía parecía demasiado avasallador, como si todo lo demás en su vida fuera un pasatiempo.

Susan encontró una naranja y un poco de queso en la heladera. Se sirvió tostadas con manteca mientras hojeaba el «Yellow Pages». Cuidando de no olvidarse de nada salió del departamento de Bellows, y cerró la puerta con llave. Tenía mucho que hacer.

La lluvia había amainado considerablemente cuando Susan llegó a la calle. El cielo seguía cubierto, pero ahora sería agradable caminar. Susan dobló a la izquierda por Mount Vernon hacia la casa de gobierno. Cruzó el Boston Common por el extremo Norte y entró en el centro comercial de la ciudad.

El empleado de la Boston Uniforme Company donde Susan entró a comprar un guardapolvo de enfermera se encontró con una clienta muy fácil de satisfacer, y que realizaba su compra en menos tiempo que todas las que habían entrado esa mañana. Parecía que las numerosas variaciones del simple atuendo blanco le interesaban muy poco. Indicó su número de talle y le dijo al empleado que le daba lo mismo cualquier guardapolvo.

—Tenemos este estilo que tal vez le guste —sugirió el empleado.

Susan tomó el vestido, se lo puso sobre el cuerpo y se miró al espejo.

—Los probadores están al fondo —indicó el empleado.

—Lo llevo.

El empleado se quedó atónito, aunque encantado con la rapidez de la venta.

La lluvia comenzó nuevamente, aunque con poca fuerza, cuando Susan caminaba por Washington Street hasta Government Center. Al llegar a la mitad del terreno cercado frente a la ultrageométrica municipalidad, el viento trajo otra nube cargada de agua. Al comenzar el aguacero Susan corrió en busca de refugio.

La muchacha de la cabina de información le dijo que el departamento de construcciones estaba en el octavo piso. Fue fácil encontrarlo. Pero una vez allí las cosas eran diferentes. Susan esperó veinticinco minutos frente al mostrador principal y toda la información que obtuvo fue que no estaba en el lugar que buscaba. Esto sucedió dos veces hasta que por fin le indicaron que fuera al fondo del vasto salón. Allí tuvo que esperar otro cuarto de hora a pesar de que era la única persona por atender. Detrás del mostrador había cinco escritorios, tres de los cuales estaban ocupados. Dos hombres y una mujer. Los dos hombres eran sorprendentemente parecidos: de nariz larga y roja, lentes con armazón negro y corbatas insulsas. Discutían acaloradamente sobre algo relacionado con los «Patriots». La mujer tenía un peinado masculino que recordaba los comienzos de la década del sesenta y los labios pintados de un rojo chillón que no respetaba el contorno natural de la boca. Estaba absorta mirándose en un espejito, observando su rostro desde todos los ángulos posibles.

El más bajo de los dos hombres echó una mirada a Susan y percibió que la muchacha no iba a retirarse a pesar de que la ignoraban. Se acercó sin el menor interés. Cuando llegó al mostrador se quitó el cigarrillo de la boca. Le cayó un poco de ceniza en la corbata. Apagó la colilla con energía en un cenicero de metal que ya estaba rebosante.

—¿Qué desea? —preguntó el burócrata, posando sus ojos en Susan por un momento. Los apartó antes de que ella respondiera.

—Ah, Harry, ahora que me acuerdo: ¿qué vas a hacer con el pedido GRI 5? Recuerda que se clasificó como urgente y hace dos meses que está en tu caja. —El hombre volvió a mirar a Susan—. ¿Sí, preciosa? A ver, déjame que adivine. Quieres presentar una queja contra el dueño de la casa en que vives. No es aquí.

Volvió a mirar a su colega.

—Harry, si vas a buscar café, tráeme uno y un sándwich. Te pagaré luego. —Sus ojos enrojecidos se volvieron hacia Susan—. ¿Entonces…?

—Quisiera ver unos planos; los planos de los diferentes pisos del Instituto Jefferson. Es un hospital relativamente nuevo en South Boston.

—Planos. ¿Para qué quieres los planos? ¿Cuántos años tienes, quince?

—Soy estudiante de medicina y me interesan el diseño y la construcción de los hospitales.

—¡Niños de hoy! Quien te ve no pensará que estés interesada en nada. —Se rió groseramente.

Susan cerró los ojos, reservándose la respuesta que merecía el comentario.

El empleado estatal se dirigió a una pila de enormes volúmenes que había sobre el mostrador.

—¿En qué barrio está? —preguntó con obvio aburrimiento.

—No tengo la menor idea.

—Muy bien —dijo el hombre, endureciendo la expresión—. Primero tendremos que ver en qué sector está.

Un libro más pequeño de los que estaba sobre el mostrador proporcionó la información necesaria.

—Sector 17.

Con intencionada lentitud volvió a los libros más grandes. Sacó de su bolsillo un arrugado paquete de cigarrillos. Se puso uno en la boca, pero no lo encendió. Después de mirar varios volúmenes, encontró el que correspondía al sector 17. Apartó los demás. Pasó las páginas rápidamente, humedeciéndose el dedo en la lengua manchada de tabaco cada cuatro o cinco páginas. Una vez hallada la referencia, copió las cifras en un papelito. Hizo una señal a Susan para que lo siguiera, y echó andar entre dos hileras de ficheros.

—Harry —llamó el burócrata, continuando la conversación con su colega mientras caminaba entre los ficheros, con el cigarrillo sin encender entre los labios—. Antes de bajar, llama por teléfono a Grosser y pregúntale si Lester viene hoy. Si no, alguien tendrá que archivar el material que hay en su escritorio; hace más tiempo que está allí que tu pedido GRI 5.

Encontrar el cajón correspondiente y retirar los planos fue asunto fácil.

—Aquí tienes, Rulitos de Oro. Allá al fondo hay una máquina Xerox, si la necesitas. Hay que echarle monedas. —La señaló con el cigarrillo sin encender.

—Tal vez usted pueda decirme cuáles de éstos son los planos de los pisos. —Susan había sacado el contenido de la carpeta.

—¿Estás interesada en la construcción de edificios y no sabes cuáles son los planos de los pisos? Dios mío. Mira, éstos son los planos… subsuelo, planta baja, primer piso. —Encendió su cigarrillo con un encendedor.

—¿Qué quieren decir estas abreviaturas?

—¡Madre mía! Aquí abajo están las aclaraciones. «SO»: Sala de operaciones. «P» (principal): o sea, Pabellón Principal. «S. Comp.»: Sala de Computación. Etcétera. —El hombre daba señales de comenzar a irritarse.

—¿Y la máquina Xerox?

—Allá. En la pared hay una máquina que da cambio. Cuando termines con los planos, colócalos en la bandeja de metal que hay sobre el mostrador.

Susan copió cuidadosamente los planos en la Xerox y rotuló los distintos ambientes en la copia con un marcador amarillo. Luego salió del lugar y se dirigió al Memorial.

Susan entró en el Memorial por la puerta principal. Eran apenas algo más de las diez de la mañana. Sin embargo ya estaban allí las inevitables multitudes de todos los días. Todo asiento disponible estaba ocupado. Había gente de todas las edades esperando. Eternamente esperando. Estas personas no buscaban asistencia en los consultorios clínicos ni en la sala de guardia. Esperaban la internación o el alta de algún familiar, o quizás eran pacientes que ya habían sido atendidos y ahora esperaban que los viniesen a buscar para llevarlos a sus casas. Había poca conversación y ninguna sonrisa. Todas estas personas eran islas diferentes y separadas, sólo unidas por su saludable mezcla de temor y admiración por el hospital y sus misterios ocultos. La densa multitud impedía avanzar a Susan, que tuvo que abrirse camino a empujones para poder consultar la guía. «Departamento de Neurología, Beard 11». Susan logró acercarse a los ascensores del Beard y esperó junto con la multitud. La persona que tenía a su lado se dio vuelta y Susan retrocedió con mal disimulado horror. Los ojos del hombre… ¿o era una mujer?, estaban rodeados por grandes hematomas. La nariz estaba hinchada y desfigurada, con obstructores nasales que sobresalían en parte. Del interior de la nariz salían alambres cuyos extremos estaban fijados a las mejillas con tela adhesiva. Era el semblante de un monstruo. Susan trató de mantener los ojos en el indicador de pisos, porque no estaba preparada para las sorpresas visuales del hospital.

El doctor Donald McLeary era uno de los miembros más jóvenes del personal full-time de Neurología, y a causa de la falta de espacio cada vez mayor no se le había dado un consultorio en el piso once. Susan tuvo que subir al doce, donde encontró una puerta que decía «Doctor Donald McLeary» en letras negras. Abrió la puerta y entró en un vestíbulo diminuto; la puerta no se podía abrir del todo a causa de un fichero colocado demasiado cerca de ella. El escritorio, de tamaño corriente, parecía enorme en el cuartito. Una secretaria entrada en años levantó los ojos. Tenía una capa de maquillaje extraordinariamente gruesa y además mucho lápiz labial y pestañas postizas. Su cabello totalmente teñido estaba peinado en bucles cortos con fijador. Llevaba un conjunto de saco y pantalón de color rosa que denunciaba pronunciados rollos.

—Perdón, ¿está el doctor McLeary?

—Sí, pero está muy ocupado. —La secretaria se mostraba molesta por la visita inesperada—. ¿Tiene una cita con él?

—No. No, no tengo, pero sólo querría hacerle una pregunta. Soy estudiante de medicina y estoy haciendo mis rotaciones en el Memorial.

—Se lo diré al doctor.

La secretaria se puso de pie, y observó a Susan de pies a cabeza. Aún más irritada ante la esbelta figura de Susan, entró en el despacho que estaba a la derecha. Susan echó una mirada al lugar donde se encontraba por ver si había señales de las historias que buscaba.

La mujer volvió casi enseguida, colocó una hoja de papel en la máquina de escribir y escribió varios renglones. Sólo entonces miró a Susan.

—Puede entrar; dice que la verá un momento.

La secretaria se puso a escribir a máquina otra vez antes de que Susan tuviera tiempo de responder. Maldiciendo en voz baja, Susan abrió la puerta y entró en el despacho del médico.

Como el del doctor Nelson, el despacho de McLeary estaba igualmente desordenado, con papeles y publicaciones apilados de cualquier manera. Algunas de las pilas se habían desmoronado en algún momento, y nadie se había preocupado por volver a armarlas. El doctor McLeary era un hombre delgado, de mirada intensa, con un profundo pliegue en cada mejilla. Su nariz muy aguileña y su mentón estaban separados por una boca pequeña que se movía mientras el hombre observaba a Susan por encima de sus anteojos y entre sus pobladas cejas.

—Susan Wheeler, supongo —dijo el doctor McLeary en tono nada amistoso.

—Sí. —Susan se sorprendió de que supiera su nombre. No estaba segura de si era buena señal o no.

—Y usted ha venido por estas diez historias que tengo aquí. —El doctor McLeary giró con su sillón y señaló una gran cantidad de historias clínicas en su biblioteca.

—¿Diez? ¿Sólo tiene diez?

—¿No le basta? —preguntó sarcásticamente el doctor McLeary.

—Está bien. Pensé que tendría más. ¿Son las historias de las víctimas del coma?

—Posiblemente. Y si lo son, ¿qué se propone usted al respecto?

—No lo sé muy bien. El doctor Stark me dijo que estaban en su poder, y se me ocurrió venir a preguntarle si puedo verlas, o ayudar a examinarlas.

—Señorita, yo soy un neurólogo con mucha experiencia. Mi especialidad es la neurología, y estoy estudiando las evaluaciones neurológicas que nuestro personal de residentes hizo de estos pacientes. Realmente no necesito ninguna ayuda.

—No estoy insinuando que usted necesite ayuda, doctor McLeary, y menos aún en el plano profesional. Admito que no sé prácticamente nada de neurología. Pero todos estos pacientes han sufrido una tragedia que equivale a la muerte, y hay algo muy extraño en todo el asunto. Creo que estos casos deben ser vistos como instancias de un mismo problema, y no como acontecimientos casuales.

—Y por supuesto será usted quien se ocupe de eso.

—Bien, alguien tiene que hacerlo.

McLeary hizo una pausa y Susan tuvo la desagradable sensación de que la conversación se deterioraba rápidamente.

—Bien. Permítame que le diga —continuó McLeary con intensidad— que este tipo de problema supera totalmente su capacidad actual. No sólo eso, sino que lo que ha hecho usted hasta ahora ha provocado una desproporcionada cantidad de molestias en el hospital. Antes que una ayuda, se está convirtiendo usted en un evidente obstáculo. Ahora, por favor, siéntese. —McLeary indicó una de las sillas frente a su escritorio.

—¿Cómo? —Susan lo había oído, pero el tono era confuso. McLeary no pedía; ordenaba.

—¡Le dije que se siente! —El enojo en su voz era inconfundible.

Susan se sentó en la única silla que no estaba ocupaba por papeles.

McLeary discó un número de teléfono. Miraba a Susan sin pestañear, con los ojos fijos. Movía nerviosamente los labios mientras esperaba la comunicación.

—Con el despacho del Director, por favor… Deseo hablar con Philip Oren.

Hubo una pausa. La expresión de McLeary no cambió.

—Señor Oren, habla el doctor McLeary. Tenía usted razón. Aquí está, sentada frente a mí… ¿Las historias? Por supuesto que no, ni en broma… Muy bien. De acuerdo.

McLeary colgó el receptor, sin dejar de mirar a Susan. Susan no detectaba en él la menor calidez humana. Pensó que ese hombre se merecía la secretaria que tenía. Luego de un incómodo silencio Susan comenzó a incorporarse.

—Tengo la impresión de que no…

—¡Siéntese! —gritó McLeary más fuerte que antes. Susan se sentó de inmediato, sorprendida ante el súbito estallido.

—¿Qué pasa aquí? Vine a ver si a usted le interesaba que lo ayudara con esos casos de coma, no a que me grite.

—Realmente no tengo nada más que decirle, señorita. Usted ha sobrepasado sus límites aquí en el Memorial. Ya me habían advertido que vendría a meter la nariz en esas historias. También sé que obtuvo información de la computadora sin autorización. Y como si eso fuera poco, consiguió sacar de sus casillas al doctor Harris. De todos modos el señor Oren estará aquí en un momento y usted podrá hablar con él. Éste es problema de él, no mío.

—¿Quién es el señor Oren?

—El director del hospital, amiguita. El es el administrador, y los problemas con el personal son de su jurisdicción.

—Yo no pertenezco al personal. Soy estudiante de medicina.

—Muy cierto. Y eso la coloca en un plano aún más bajo. Usted es una invitada aquí… una invitada del hospital… y como tal su conducta debe ser adecuada a la hospitalidad que se le brinda. Y en cambio usted quiere crear problemas, ignorar disposiciones y reglamentaciones. Ustedes los estudiantes de medicina de ahora equivocan totalmente su sentido de la posición que ocupan. El hospital no existe para beneficio de ustedes. El hospital no les debe una educación.

—Éste es un hospital escuela y está asociado con la facultad de Medicina. Se supone que la enseñanza es una de las principales funciones de este hospital.

—La enseñanza, por supuesto. Pero eso no se refiere sólo a los estudiantes de medicina, sino a toda la comunidad médica.

—Exactamente. Se supone que debe ser una atmósfera simbiótica para beneficio de todos: estudiantes y profesores. El hospital no existe para beneficio del estudiante ni para el del profesor. En realidad, en primer lugar, es para beneficio del paciente.

—Bueno, es fácil entender la reacción del doctor Harris ante usted, señorita Wheeler. Como él dijo, usted no tiene respeto por las personas ni por las instituciones. Pero eso se puede decir, en general, de toda la juventud de hoy. Creen que por el mero hecho de existir tienen derecho a todos los lujos que brinda la sociedad, entre ellos el de la educación.

—La educación es algo más que un lujo. Es una responsabilidad que la sociedad se debe a sí misma.

—La sociedad sin duda tiene una responsabilidad consigo misma, pero no con cada estudiante en forma individual, no con los jóvenes porque son jóvenes. La educación es un lujo porque es extraordinariamente onerosa y el mayor peso, en especial en medicina, recae sobre el público en general, sobre el trabajador. Los estudiantes mismos pagan una parte muy pequeña del dinero necesario. No sólo cuesta una enorme cantidad de dinero tenerla a usted aquí, señorita Wheeler, sino que el hecho de estar usted aquí significa que es económicamente improductiva. Por lo tanto el costo para la sociedad se duplica en forma automática. Y además, por ser usted mujer, su futura productividad por hora…

—Bueno, ahórreme el resto —interrumpió Susan—. Ya he oído demasiadas idioteces.

—No se mueva, señorita —gritó McLeary, furioso. El mismo se puso de pie.

Susan trató de ver más allá del rostro de ese hombre que temblaba de furia. Pensó en la explicación de Bellows relativa a la sexualidad al comentar el comportamiento de Harris. Le costaba creer que ése pudiera ser un factor en la conducta de McLeary. Una vez más se encontraba ante un comportamiento muy extraño, por llamarlo de alguna manera. El hombre jadeaba, su pecho subía y bajaba desacompasadamente. Aparentemente, sin saberlo, Susan lo había desafiado. Pero ¿cómo? ¿En qué sentido? No tenía idea. Susan pensó si no debería retirarse. Una mezcla de curiosidad y respeto por la aparente irracionalidad de las acciones de McLeary le hizo quedarse. Se sentó observando a McLeary, que ahora no sabía qué hacer. El también se sentó y se puso a jugar nerviosamente con un cenicero. Susan estaba inmóvil. No le hubiera sorprendido que el hombre se echara a llorar.

Oyó abrirse la puerta de la recepción. Llegaron voces hasta el despacho. Entonces se abrió la puerta del despacho. Sin anunciarse ni llamar, entró un individuo enérgico. Parecía un hombre de negocios, con su traje azul tan elegante. Su atuendo le recordó a Susan el de Stark: del bolsillo izquierdo de su chaqueta asomada un pañuelo de seda. El hombre tenía un inconfundible aire de autoridad; transmitía la seguridad de quien maneja un amplio espectro de problemas.

—Gracias por tu llamado, Donald —dijo Oren.

Luego miró a Susan con expresión condescendiente.

—De modo que ésta es la infame Susan Wheeler. Señorita Wheeler, ha causado usted una gran conmoción en el hospital. ¿Se ha dado cuenta?

—No, no tenía idea.

Oren se apoyó de espaldas contra el escritorio de McLeary, cruzando los brazos en actitud profesional.

—Por pura curiosidad, señorita Wheeler, permítame que le haga una pregunta: ¿cuál cree usted que es el principal objetivo de esta institución?

—Atender enfermos.

—Bien. Al menos coincidimos en términos generales. Pero debo agregar una frase crucial a su respuesta. Atendemos a los enfermos de esta comunidad. Eso le parecerá redundante porque obviamente no atendemos a los enfermos de Wetchester County, Nueva York. Pero es una distinción sumamente importante porque destaca nuestra responsabilidad con la gente de aquí, de Boston. Como corolario directo, cualquier cosa que interrumpa o perturbe de uno u otro modo esta relación con la comunidad estaría en contradicción, en efecto, con nuestra misión primordial. Tal vez esto le parezca a usted… diríamos… irrelevante. Pero es todo lo contrario. He recibido quejas de usted en los últimos días que han ido desde lo molesto hasta lo intolerable. Por lo visto usted pretende dañar específicamente la relación que con tanto cuidado mantenemos con la comunidad.

Susan sintió que le subían los colores. La actitud condescendiente de Oren comenzaba a irritarla.

—Supongo que hacer saber a todo el mundo que las probabilidades de convertirse en un vegetal, de perder el cerebro, son muy altas, intolerablemente altas entre los pacientes de aquí, arruinarían la reputación del hospital.

—Exacto.

—Bien, creo que la reputación del hospital no es nada comparada con el daño que sufren esas personas. Cada vez estoy más convencida de que la reputación del hospital merece arruinarse si con eso se resuelve el problema.

—Señorita Wheeler, no habla usted en serio. ¿Adónde iría toda esta gente… toda la gente que usa a diario los servicios del hospital? Vamos… vamos. Atrayendo la atención sin ningún cuidado hacia una complicación desgraciada pero de todos modos inevitable…

—¿Cómo sabe usted que es inevitable?

—Sólo puedo creer lo que me aseguran los jefes de los respectivos departamentos. No soy médico ni científico, señorita Wheeler, ni pretendo serlo. Soy un administrador. Y cuando me encuentro con una estudiante de medicina que ha venido aquí a aprender cirugía, y en cambio dedica su tiempo a llamar la atención sobre un problema que ya está siendo investigado por personas calificadas como el doctor McLeary… un problema que, si es revelado en forma indiscreta puede causar daños irreparables a la comunidad, me veo obligado a reaccionar en forma rápida y decidida. Es obvio que las advertencias y exhortaciones que ha recibido de que asuma sus obligaciones normales no han tenido el menor eco en usted. Pero esto no es un debate. No he venido aquí a discutir con usted. Por el contrario; con el debido respeto, pensé que sería mejor darle una explicación sobre lo que he decidido con respecto a su rotación quirúrgica. Ahora, si me disculpa, voy a hablar por teléfono con el decano de ustedes.

Oren discó un número en el teléfono de McLeary.

—Por favor, con el despacho del doctor Chapman… con el doctor Chapman, por favor. Habla Phil Oren… Jim, te habla Phil Oren. ¿Cómo está la familia? En casa todos bien… Creo que ya te conté que Ted entró en la universidad de Pennsylvania… Así lo espero… El motivo por el que te llamo es que una de tus estudiantes de tercer año que está haciendo la rotación de cirugía, una tal Susan Wheeler… Eso es… Sí, espero.

Oren miró a Susan.

—¿Usted es alumna de tercer año, señorita Wheeler? Susan asintió con la cabeza. Su furia inicial se había transformado en desaliento.

Oren miró nuevamente a McLeary, quien se puso de pie bruscamente, como si estuviera aburrido.

—Lamento esta invasión, Don… Creo que tendríamos que haber ido a mi oficina. Ya termino… Oren volvió a prestar atención al teléfono.

—Sí, aquí estoy, Jim. Bueno, me alegra que haya sido una buena estudiante. Pero de todos modos ya no es bien recibida aquí, en el Memorial. Debería estar en Cirugía, pero ha decidido no ver a los pacientes, ni asistir a clase, ni presenciar operaciones. En cambio ha molestado al personal, en particular a nuestro Jefe de Anestesia, ha obtenido datos de la computadora sin autorización por medios deshonestos. Ya tenemos aquí bastantes problemas sin que ella nos ayude… Por supuesto, le diré que quieres verla… esta tarde a las 16:30. Muy bien. Estoy seguro que en el V. A. estarán encantados de tenerla allí… sí (risita). Gracias, Jim. Te hablaré pronto, para que nos encontremos.

Oren colgó el receptor y miró diplomáticamente a McLeary. Luego se volvió hacia Susan.

—Señorita Wheeler: su decano, como usted acaba de oír, querría hablar con usted esta tarde a las 16:30. Desde este momento en adelante ha terminado su admisión profesional en el Memorial. Adiós.

Susan miró a Oren, luego a McLeary y enseguida nuevamente a Oren. La expresión de McLeary no había cambiado. Oren sonreía, muy satisfecho de sí mismo, como si acabara de triunfar en un debate. Hubo un silencio incómodo. Susan advirtió que la escena había terminado; se levantó sin decir palabra, tomó el envoltorio con el guardapolvo de enfermera, y se retiró.

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