Coma

Coma


Miércoles 25 de febrero » 19:15 horas

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19:15 horas

Susan no se hacía ilusiones sobre su situación. Estaba en peligro y debía proceder con inteligencia. Quienquiera que fuese el que la había amenazado esperaba sin duda que ella se corrigiera y viviera muerta de miedo, al menos por un tiempo. Susan sentía que tenía cuarenta y ocho horas de relativa libertad de movimiento. Después, ¡quién lo sabía!

Lo que más la estimulaba era que alguien pensaba que ella era suficientemente peligrosa como para amenazarla. Eso podía significar que estaba en la senda correcta; quizás ya había encontrado más respuestas que las que llegaba a comprender. Tal vez fuera como aquel profesor que había descubierto cuidadosamente toda la información para destruir el DNA (cadena de moléculas que transmiten los rasgos hereditarios). Pero no la había ordenado apropiadamente, y se necesitó el ingenio de Watson y Crick para armarla, para ver toda la molécula como la maravillosa doble hélice.

Susan repasó cuidadosamente su cuaderno, leyendo todo lo que había anotado. Releyó sus notas sobre el coma y todas sus causas conocidas; subrayó todos los artículos que quería leer, y el título del nuevo texto de anestesiología que había visto en el despacho del doctor Harris. Luego releyó el extenso material sobre Nancy Greenly y las dos víctimas de paro respiratorio. Susan estaba segura de que allí estaba la respuesta, pero no la veía. Sabía que debía recoger más datos para aumentar la probabilidad de hacer correlaciones. Las historias médicas. Necesitaba las que estaban en manos de McLeary.

Eran las siete y cuarto de la noche cuando estuvo lista para salir de su cuarto. Como en una película de espionaje, controló el estacionamiento de autos desde su ventana, para ver si había alguna vigilancia notoria. Miró por sobre los autos, pero no encontró a nadie. Susan corrió las cortinas y cerró la puerta con llave, dejando las luces encendidas. En el corredor se detuvo un momento. Luego, imitando lo que se hacía en las películas de espionaje, hizo una diminuta bolita de papel y la insertó entre el marco y la puerta, cerca del suelo.

En el subsuelo del pensionado había un túnel que conducía al edificio de Anatomía y Patología. Contenía cañerías y cables de electricidad; Susan y sus compañeros lo usaban en días de tiempo inclemente. Susan no sabía si la seguían, pero quería hacerlo difícil, hasta imposible. Desde el pabellón de Anatomía, Susan siguió por un pasillo hasta el edificio de Administración, cuya puerta estaba sin llave. Desde allí salió a la Biblioteca Médica, y tomó un taxi en Huntington Avenue. Después de unos veinte kilómetros hizo retomar al taxi el camino por el que venían, y volvió al lugar en que lo había tomado. Envolviéndose en su abrigo para no ser vista, Susan trató de descubrir si alguien la seguía. No vio a nadie de aspecto sospechoso. Se relajó e indicó al conductor que la llevara al Memorial Hospital.

Como cualquier «matón profesional», Angelo D’Ambrosio sentía una satisfacción interna por haber terminado con éxito un trabajo. Después de comunicar el mensaje que tenía para Susan, volvió caminando Hungtinton Avenue y tomó un taxi cerca de la esquina de Longfellow. El conductor estaba encantado: por fin un buen viaje hasta el aeropuerto, que significaba una buena suma y seguramente una propina adecuada. Antes de D’Ambrosio sólo había levantado a unas viejas que iban al supermercado.

D’Ambrosio se apoyó en el respaldo de su asiento, satisfecho del trabajo del día. No tenía idea de quién lo había contratado ni del porqué de lo que había hecho en Boston ese día. Pero D’Ambrosio nunca sabía el porqué, y en realidad no quería saberlo. En las pocas oportunidades en que la información y las instrucciones fueron más precisos, tuvo más problemas. En el trabajo actual sólo le indicaron volar a Boston en la tarde del día 24 y hospedarse en el Sheraton del centro bajo el nombre de George Tarando. La mañana siguiente debía proseguir al número 1833 de Stewart Street y al departamento del subsuelo de un hombre llamado Walters. Tenía que conseguir que Walters firmara una nota que decía: «Las drogas eran mías. No puedo enfrentar las consecuencias». Y disponer de Walters en forma tal que sugiriera un suicidio. Luego debía ubicar a una estudiante de medicina llamada Susan Wheeler, y «asustarla hasta que se cagara de miedo», diciéndole que correría peligro si no volvía a sus ocupaciones habituales. Las órdenes terminaban con la habitual exhortación a cuidarse. Había un paquete de información sobre Susan Wheeler, incluida una foto de su hermano, algunos datos personales, y un programa de sus actividades actuales.

Mirando su reloj, D’Ambrosio calculó que alcanzaría perfectamente el vuelo de las 20.45 a Chicago. También sabía que encontraría sus mil dólares en el depósito abierto durante las veinticuatro horas, número 12, cerca del lugar donde se encontraba el equipaje. Con expresión satisfecha, D’Ambrosio observó con placer el juego de luces desde su ventanilla. Pensó en el siniestro Walters y en la atractiva Wheeler. D’Ambrosio recordó el aspecto de Susan, y cómo tuvo que luchar consigo mismo para no echarse sobre ella. Comenzó a imaginar una serie de delitos sádicos que despertaron su pene dormido. De pronto se dio cuenta de que estaba deseando que le propusieran un segundo encuentro con la señorita Wheeler. Si sucedía, decidió que se desquitaría.

Al llegar al aeropuerto D’Ambrosio entró en una cabina telefónica. Quedaba un pequeño detalle en esa tarea de rutina: llamar a su contacto central en Chicago e informar que la labor estaba cumplida.

Oyó los siete timbrazos convenidos.

—Residencia Sandler —contestó una voz en el otro extremo de la línea.

—¿Puedo hablar con el señor Sandler, por favor? —dijo D’Ambrosio, aburrido. No comprendía la maniobra, y le llevó varios minutos. Siempre debía recordar el nombre actual. Si oía otro debía cortar la comunicación y llamar a otro número. D’Ambrosio se humedeció el índice con la lengua y marcó círculos de saliva en el vidrio de la cabina. Finalmente volvió la voz.

—Todo en orden.

—Boston concluido, sin problemas —informó D’Ambrosio con voz inexpresiva.

—Hay un trabajo adicional. Es necesario eliminar a la señorita Wheeler lo antes posible. El método es cosa suya, pero debe aparecer como una violación. ¿Entiende? Una violación.

D’Ambrosio no podía creer a sus oídos. Era como un sueño que se vuelve realidad.

—Habrá un pago extra —dijo D’Ambrosio con tono práctico, ocultando cuidadosamente sus deseos de asaltar sexualmente a Susan.

—Habrá un extra de quinientos dólares.

—Setecientos cincuenta. No será fácil. —¿Fácil? Sería una pequeñez. D’Ambrosio pensaba que en realidad quien debía pagar era él.

—Seiscientos.

—De acuerdo. —D’Ambrosio colgó el teléfono. Estaba inmensamente complacido. Miró el programa de vuelos de la noche. El último que salía para Chicago era el de las 23:45. Bajó a la zona de carga y tomó un taxi. Indicó al conductor que lo llevara a la esquina de las avenidas Longwood y Huntington.

Hacia las siete y media el ir y venir de gente se reducía muchísimo en el Memorial. Susan entró por la puerta principal. Llevaba su uniforme de enfermera; nadie se detuvo a mirarla. Primero fue a la sala del Beard 5 y se quitó el abrigo. Luego fue hasta el despacho de McLeary en el Beard 12. La puerta estaba cerrada con llave, y, como Susan esperaba, las luces estaban apagadas. Examinó todas las oficinas y laboratorios vecinos. Vacíos.

Susan volvió a la entrada principal y caminó por el corredor hasta la sala de guardia. Al contrario que en el resto del hospital, en la sala de guardia aumentaba la actividad por la noche. En el corredor había algunas camillas ocupadas por pacientes. Susan se volvió y giró a la izquierda al llegar a la sala de guardia y entró en la oficina de seguridad del hospital.

La oficina era pequeña y estaba llena de muebles. Toda la pared más alejada estaba ocupada por pantallas de televisión; había veinte o veinticinco. En cada pantalla se veían imágenes de las entradas, corredores y áreas clave del hospital, incluida la de la sala de guardia, televisadas en estos monitores con cámaras de video a control remoto. Algunas de las cámaras eran fijas; otras recorrían repentinamente el área. Dos guardias uniformados y uno en ropa de civil vigilaban la habitación. El hombre de civil estaba sentado detrás de un pequeño escritorio, y parecía más pequeño de lo que era porque estaba junto a un compañero obeso. La piel de su cuello formaba un rollo sobre el de su camisa. Se lo oía respirar con agitación.

Ninguno de los tres hombres prestaba atención a los monitores de TV que se les pagaba por observar. En cambio, tenían los ojos fijos en la pantalla de un pequeño televisor portátil. Estaban absortos en el partido.

—Perdón, pero tenemos un problema —anunció Susan, dirigiéndose el hombre con ropa de civil—. Anoche el doctor McLeary se retiró sin devolver algunas cartillas a 10 Oeste. Y no podemos medicar a los pacientes sin las cartillas. ¿Ustedes pueden abrir ese despacho?

El hombre de seguridad miró a Susan por una fracción de segundo, luego volvió al desarrollo del partido. Habló sin levantar los ojos.

—Cómo no. Lou, sube con esta enfermera y abre el despacho que necesita.

—Un minuto, un minuto.

Los tres miraban atentamente el televisor. Susan esperó. Llegó un aviso comercial. El guardia se puso de pie de un salto.

—Bien, vamos a abrir esa oficina. Luego me contarán si me he perdido algo, muchachos.

Susan tuvo que correr un poco para ponerse a la par de los pasos largos y decididos del guardia. Mientras andaban el nombre sacó un gran manojo de llaves.

—Los Bruins van perdiendo por dos puntos. Si también los vencen en este partido me pasaré al Philly.

Susan no respondió. Caminaba a toda prisa junto al guardia, esperando que nadie la reconociera. Sintió un cierto alivio al llegar a la zona de las oficinas. Estaba desierta.

—Carajo, ¿dónde está la llave? —exclamó el guardia mientras probaba casi todas las del manojo antes de dar con la correspondiente a la puerta de McLeary. La demora puso algo nerviosa a Susan, que comenzó a mirar hacia uno y otro lado del corredor, esperando que sucediera lo peor en cualquier momento. El guardia abrió la puerta, entró en el despacho y encendió la luz.

—Al salir cierra la puerta y quedará trabada automáticamente. Yo tengo que ir abajo.

Susan se encontró sola en la salita de recepción del despacho de McLeary. Entró rápidamente en el cuarto interno y encendió la luz. Luego apagó la de la oficina externa y se encerró en el despacho del médico.

Observó con desesperación que las cartillas ya no estaban en el estante donde las había visto por la mañana. Comenzó a investigar en el lugar. Primero en el escritorio. Ninguna señal de lo que buscaba. Al cerrar el cajón central, comenzó a sonar el teléfono que tenía bajo el brazo. En medio del silencio el sonido era insoportable, y la sacudió de pies a cabeza. Miró su reloj y se preguntó si habitualmente McLeary recibiría llamados a las ocho y cuarto de la noche. El sonido se interrumpió después de tres timbrazos, y Susan recomenzó su búsqueda. Las cartillas eran voluminosas; no podían estar ocultas en muchos lugares. Al tirar del último cajón del fichero sintió un inconfundible ruido de pasos en el vestíbulo. Se oían cada vez más fuertes. Susan se quedó helada, sin atreverse a cerrar el cajón por temor al ruido. Consternada oyó cómo los pasos se detenían y alguien introducía una llave en la cerradura de la oficina externa. Susan miró a su alrededor, aterrorizada. En el cuarto había dos puertas; una daba al corredor y la otra probablemente era un placard. Susan observó la posición de los muebles, y de inmediato apagó la luz. Al hacerlo oyó abrirse la puerta externa y encenderse la luz en la otra habitación. Susan avanzó hacia la puerta del placard, sintiendo correr la transpiración por su frente. Llegó un sonido metálico en la oficina de adelante; luego otro. La puerta del placard se abrió sin problemas y Susan entró lo más silenciosamente posible. Cerró con dificultad la puerta del placard. Casi al mismo tiempo se abrió la puerta y se encendió la luz en la oficina externa. Susan esperaba que se abriera la puerta del despacho en cualquier momento. En cambio oyó pasos que se dirigían al escritorio. Luego oyó un ruido que indicaba que alguien se sentaba en el sillón. Pensó que era McLeary. ¿Qué estaría haciendo en el despacho a esas horas? ¿Y si la descubría? La idea le aflojó las piernas. Si el que había entrado abría la puerta, Susan decidió que trataría de trabarla.

Susan oyó que el recién venido descolgada el teléfono y discaba. Pero cuando esa persona habló, su voz la desorientó. Era voz de mujer. Y hablaba en español. Con lo poco que sabía de español, Susan logró descifrar parte de la conversación. Hablaba del tiempo en Boston, luego en Florida. De inmediato Susan comprendió que la mujer que había venido a hacer la limpieza usaba el teléfono de McLeary para hacer un llamado personal a Florida. Tal vez esas cosas explicaban los gastos del hospital.

La conversación telefónica duró una media hora. Después la mujer de la limpieza vació el papelero, apagó la luz y desapareció. Susan esperó unos minutos antes de abrir la puerta del placard. Extendió la mano en dirección a la llave de la luz pero se dio un doloroso golpe en el pulgar contra el cajón abierto del fichero. Echó una maldición y decidió que sería una pésima asaltante.

Con la luz nuevamente encendida Susan retomó la búsqueda. Por curiosidad de ver dónde se había escondido, examinó el placard. En el estante más bajo, entre cajas de papelería, encontró lo que buscaba. Se preguntó si McLeary habría tratado realmente de esconder las historias. Pero no siguió pensando en el misterio. Quería salir del despacho de McLeary.

Usando sus recursos recién aprendidos, Susan metió las historias en el canasto de los papeles vaciado poco antes. Luego salió de la oficina. Como había hecho en el pensionado, colocó una bolita de papel entre la puerta y el marco.

Susan llevó las historias al Beard 5 y entró en la sala de médicos. Sacó su cuaderno de tapas negras y se sirvió café. Luego tomó la primera cartilla e hizo un extracto, como había hecho con la de Nancy Greenly.

Cuando D’Ambrosio volvió al pensionado de la facultad de Medicina, no tenía ningún plan especial en la cabeza. Su método habitual de acción era improvisar, después de haber observado cuidadosamente el campo. Ya sabía bastante sobre Susan Wheeler. Sabía que rara vez volvía a salir, una vez de regreso en su cuarto. Estaba completamente seguro de encontrarla allí ahora. De lo que no estaba tan seguro era de si habría denunciado su visita anterior a las autoridades. Decidió que había un cincuenta por ciento de posibilidades en uno u otro sentido. Si había hecho la denuncia, había un diez por ciento de posibilidades de que la tomaran en serio; por lo menos ésa era la experiencia de D’Ambrosio. Y aun si la tomaban en serio, sólo había un uno por ciento de que le ofrecieran vigilancia. El factor riesgo estaba dentro de las circunstancias normales de D’Ambrosio. Decidió volver al cuarto de Susan. Llamó a la habitación de la muchacha desde un teléfono en la farmacia de la esquina. No hubo respuesta. Sabía que eso no significaba nada. Susan podía estar allí y no atender el llamado. D’Ambrosio no tenía problemas con la cerradura; lo había comprobado esa misma tarde. Pero, la traba; quizás habría corrido la traba, y eso haría ruido. D’Ambrosio sabía que de todos modos tenía que sacar a la muchacha de su habitación.

Caminó hasta el pensionado y entró en el estacionamiento. La luz del cuarto estaba encendida. Entonces entró en el patio, como había hecho esa misma tarde, levantando la traba del portón. Era una cerradura de sólo tres vueltas. ¿En eso ahorraba dinero la universidad?

Subió rápidamente las escaleras de madera. Aunque no se notaba, D’Ambrosio estaba en óptimas condiciones físicas. Era un atleta y un psicópata. Se aproximó velozmente al cuarto de Susan y escuchó. Ningún sonido. Golpeó la puerta. Confiaba en que Susan no abriría sin antes hablar. Pero en este punto D’Ambrosio sólo quería asegurarse de que Susan estaba allí. Si respondía, él se movería de manera de darle la impresión de que volvía hacia la escalera. En general eso daba resultado.

Pero no hubo respuesta.

Forzó la cerradura en cuestión de segundos. La puerta se abrió. Susan no estaba.

D’Ambrosio examinó el placard. Allí estaban las mismas ropas. Y las dos maletas que había visto en su primera visita. D’Ambrosio era un detallista, y eso estaba a su favor. Ahora sabía que había grandes probabilidades de que Susan no hubiera salido de la ciudad. Lo cual significaba que volvería. D’Ambrosio decidió esperar.

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