Coma

Coma


Jueves 26 de febrero » 01:00 horas

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01:00 horas

Como toda gran ciudad, Boston nunca se va a dormir por completo. Pero, al contrario de otras grandes ciudades, Boston queda casi en silencio. Cuando Susan se acomodó en el taxi que avanzaba velozmente por Storrow Drive, sólo vio pasar dos o tres coches, en dirección opuesta. Estaba muy cansada, y anhelaba acostarse. Había sido un día increíble.

La laceración del labio y el moretón de la mejilla le dolían más. Se tocó la mejilla con cuidado para ver si había aumentado la hinchazón. No. Miró hacia la Esplanade y el helado Charles River a su derecha. Las luces de Cambridge eran escasas y poco atractivas. El taxi dobló a toda velocidad a la izquierda de Storrow Drive hacia Park Drive, de modo que Susan tuvo que sostenerse con un brazo.

Trató de evaluar sus progresos. No eran alentadores. Para mantenerse dentro de un límite razonable de seguridad, pensaba que tenía otras treinta y seis horas para insistir con la búsqueda. Pero se sentía frustrada. Mientras el coche cruzaba el Fenway, Susan admitió que ya no tenía más ideas sobre cómo proceder. Sentía que no podía arriesgarse a entrar en el Memorial de día, con Nelson, Harris, McLeary y Oren en contra de ella. Dudaba de que el uniforme de enfermera diera buen resultado en un enfrentamiento directo.

Pero quería más datos de la computadora. Y también necesitaba las otras historias. ¿Había forma de lograrlo? ¿Bellows la ayudaría? Susan lo dudaba. Ahora sabía que Bellows estaba realmente ansioso por su posición. Realmente era un invertebrado, pensó Susan.

¿Y el suicidio de Walters? ¿En qué forma estarían vinculadas las drogas con lo demás?

Susan pagó el viaje y bajó del taxi. Mientras caminaba hasta la puerta, pensaba que trataría de averiguar todo lo posible sobre Walters. Tenía que estar relacionado. Pero ¿cómo?

Susan se paro ante la puerta con la mano en el picaporte, esperando que el sereno le abriera el portero eléctrico. Pero el sereno no estaba allí. Susan echó una maldición mientras buscaba las llaves en su chaqueta. Era desagradable que ese hombre no estuviera cuando se lo necesitaba. Los cuatro tramos de la escalera hasta su cuarto le parecieron muy largos a Susan. Se detuvo varias veces, con una mezcla de cansancio físico y esfuerzo mental.

Susan trató de recordar si entre las drogas encontradas en el armario de la sala de médicos que había mencionado Bellows figuraba succinilcolina. Recordaba muy bien que Bellows había nombrado el curare, pero no recordaba la succinilcolina. Llegó a lo alto de la escalera inmersa en sus pensamientos. Le llevó otro minuto encontrar la llave. Como tantas otras veces, metió la llave en la cerradura. Le costó cierto esfuerzo.

A pesar de estar absorta en sus reflexiones, y del agotamiento, Susan recordó que había puesto una bolita de papel. Sin sacar la llave de la cerradura se agachó a mirar.

El papel no estaba allí. La puerta había sido abierta.

Susan se alejó de la puerta caminando hacia atrás, esperando que se abriera bruscamente en cualquier momento. Recordó el rostro espantoso de su atacante. Si estaba dentro del cuarto, sin duda estaba alerta, esperando que ella entrara como de costumbre. Pensó en el cuchillo que el hombre no había usado la vez pasada. Susan sabía que tenía muy poco tiempo. El único elemento a su favor era que si el hombre estaba en la habitación, no sabría que Susan sospechaba su presencia. Por lo menos durante unos momentos.

Si llamaba a las autoridades y encontraban al hombre, tal vez ella estaría segura por unas horas. Pero recordó la amenaza si ella llamaba a la policía, la fotografía de su hermano. ¿Se trataba de un ladrón, o de un pervertido sexual? No era probable. Susan entendía que el hombre que la atacaba era profesional y serio, mortalmente serio. Tenía que escapar, tal vez incluso salir de la ciudad. ¿Y si hacía la denuncia a la policía de todos modos, como le sugería Stark? Susan no era una profesional; eso era penosamente evidente.

¿Por qué habrían de llegar a ella ya mismo? Susan confiaba en que no la habían seguido. Tal vez el papelito se había caído solo. Susan avanzó otra vez hasta la puerta.

—¿Qué diablos pasa con esta cerradura? —exclamó en voz alta, sacudiendo las llaves, haciendo tiempo. Recordó que el sereno no estaba ante su escritorio, abajo. ¿Si bajara y golpeara la puerta de alguien, diciendo que la suya estaba atascada? Susan retrocedió nuevamente y fue hacia la escalera. Pensó que era lo mejor que podía hacer en esas circunstancias. Conocía a Martha Fine, del tres; no le molestaría que la llamara a esa hora. No sabía qué le diría. Tal vez fuera mejor para Martha que no le dijera nada. Solamente que no podía entrar en su cuarto, y si podía dormir en el piso del de Martha.

Susan bajó lentamente por la escalera de madera, que crujía sin piedad bajo su peso. El sonido era inconfundible y ella lo sabía. Si alguien estaba agazapado detrás de su puerta lo oiría. Susan corrió escaleras abajo. Al llegar al tercer piso oyó correrse el pasador de su puerta. Siguió bajando sin detenerse. ¿Y si Martha no estaba, o no respondía? Susan sabía que tenía que impedir que el hombre volviera a ponerle las manos encima. El pensionado parecía dormido, aunque era poco más de la una.

Susan oyó cómo la puerta se abría y golpeaba contra la pared del vestíbulo. Oyó algunos pasos e imaginó que alguien se acercaba a la baranda de la escalera. No se atrevió a mirar hacia arriba. Había tomado una decisión. Saldría del pensionado. Sería fácil desorientar a cualquiera que la siguiese en el complejo de la facultad de Medicina. Susan sentía que podía correr bastante rápido y conocía el lugar centímetro a centímetro. Ya estaba en la planta baja cuando oyó a su perseguidor en el tramo más alto de la escalera.

Al pie de la escalera Susan giró bruscamente a la izquierda y corrió bajo una pequeña arcada. De inmediato abrió una puerta que daba al patio externo, pero no salió. En cambio dejó que la bisagra automática cerrara la puerta. Se dio vuelta y pasó por una puerta al ala adyacente del pensionado, cerrando la puerta tras ella.

Oía correr al hombre en el descanso del segundo piso. Evitando el ruido que harían sus zapatos si corriera normalmente, Susan bajó al vestíbulo de la planta baja del pensionado contiguo, con las piernas relativamente tiesas. Se movía con rapidez pero silenciosamente; pasó por la oficina de Salud del Estudiante. Al llegar al extremo del vestíbulo abrió silenciosamente la puerta que daba a la escalera y la cerró sin el menor ruido. La escalera llevaba a un subsuelo; Susan bajó sin vacilar.

D’Ambrosio cayó en la trampa de la puerta que se cerraba suavemente, pero no por mucho tiempo. No era un novato en materia de persecuciones y sabía con exactitud, en cuánto tiempo lo aventajaba Susan. Al salir corriendo al patio supo de inmediato que lo habían engañado. La cosa habría dado resultado, pero no había otras puertas lo suficientemente cerca como para que Susan volviese a entrar en el edificio.

D’Ambrosio volvió como una flecha a la puerta por la que acababa de salir. Sólo había dos caminos posibles. Eligió la puerta más cercana y corrió hacia adelante por el vestíbulo.

Susan entró en el túnel que comunicaba el pensionado con la Facultad de Medicina. Estaba segura de estar a salvo. El túnel seguía en línea recta unos veinticinco o treinta metros, luego doblaba a la izquierda. Susan corrió lo más rápido que pudo: el túnel estaba bastante bien iluminado por lamparitas en jaulas de alambre abiertas.

Al final del túnel estiró la mano hacia la puerta de incendio y la abrió. Al pasar por ella sintió una ráfaga de aire. Se sintió desvanecer al darse cuenta de que la puerta que había dejado atrás debía haberse abierto al mismo tiempo. Entonces oyó los pasos enérgicos, inconfundibles de un hombre que corría por el túnel.

—Dios mío —murmuró en medio del pánico. Tal vez había procedido mal, dejando atrás el pensionado lleno de gente, aunque fuera de gente dormida, para meterse en un laberinto de espacios en un edificio desierto y oscuro.

Susan subió corriendo la escalera, con una sensación de desvalimiento al recordar la fuerza de D’Ambrosio. Trató rápidamente de pensar en el esquema del edificio en que se encontraba. Era el pabellón de Anatomía y Patología, que tenía cuatro pisos. Había dos grandes anfiteatros para clases teóricas en el primer piso, y varias salas auxiliares. En el segundo piso había una serie de pequeños laboratorios; estaba dedicado a Anatomía. El tercero y cuarto piso eran de oficinas; Susan no los conocía muy bien.

Abrió la puerta que daba al primer piso. A diferencia del túnel, el edificio estaba totalmente oscuro excepto la luz de los faroles de la calle que se filtraba por algunas ventanas. El piso era de mármol y respondía con un eco a los pasos de Susan. El vestíbulo tenía forma circular porque bordeaba a uno de los anfiteatros.

Sin ningún plan especial, Susan se abalanzó hacia una de las puertas anchas y bajas que conducían al primer anfiteatro. Era la puerta por donde se llevaba en camilla a los pacientes para las demostraciones. Al cerrar la puerta Susan oyó pasos en el piso de mármol a sus espaldas. Se alejó de la puerta baja para ir al centro del anfiteatro. Los grupos de asientos continuaban ordenadamente hasta perderse en la oscuridad. Susan subió los escalones de un pasillo desde la platea.

Los pasos se oyeron más cerca y Susan siguió subiendo, con miedo de mirar hacia atrás. Entonces se alejaron y se hicieron menos audibles. Enseguida se detuvieron totalmente. Susan continuaba subiendo. A sus espaldas la platea era cada vez más difícil de distinguir. Susan llegó a la fila más alta de butacas y avanzó en forma lateral frente a ellas. Volvió a oír los pasos en el piso de mármol. Tenía unos momentos para pensar. Sabía que no había forma de enfrentarse directamente con este hombre; debía desorientarlo o esconderse el tiempo suficiente como para que abandonara su propósito y se fuera. Susan pensó en el túnel que llevaba al edificio de la Administración. Pero no estaba cien por ciento segura de que estuviese abierto. A veces estaba cerrado cuando ella trataba de seguir ese camino al salir de la biblioteca por la noche.

Se quedó inmóvil al oír abrirse la puerta que daba a la platea del anfiteatro. Entró la figura desdibujada de un hombre. Susan apenas lo veía. Pero llevaba el uniforme blanco de enfermera, y temía ser más visible por ese motivo. Se acurrucó detrás de una hilera de asientos, pero los respaldos sólo se elevaban unos treinta centímetros por sobre el nivel donde ella se encontraba. El hombre se detuvo y no se movió. Susan supuso que estaba examinando el recinto. Se acostó cuidadosamente en el suelo. Podía ver entre los respaldos de dos de las butacas. El hombre caminó hasta la plataforma y miró a su alrededor. Claro, ¡buscaba las llaves de las luces! Susan se sintió invadir una vez más por el pánico. Frente a ella, a unos seis metros de distancia, había una puerta que daba al vestíbulo del segundo piso. Susan rogó que la puerta no estuviera cerrada con llave. Si lo estaba trataría de llegar a la puerta en el lado opuesto del anfiteatro. Le llevaría más o menos el mismo tiempo que a D’Ambrosio llegar desde la platea hasta el nivel en que se encontraba Susan. Si la puerta que tenía frente a ella estaba cerrada con llave, Susan estaba perdida.

Se oyó el chasquido de un interruptor y se encendió una luz de la plataforma. De pronto, siniestramente, la horrible cara llena de cicatrices de D’Ambrosio quedó iluminada desde abajo, arrojando sombras grotescas. Sus ojeras parecían agujeros negros en una máscara de vampiro. Las manos de D’Ambrosio buscaron a tientas en el costado de la plataforma y el sonido de otra llave de luz que se encendía llegó a los oídos de Susan. Surgió un fuerte rayo de luz del cielo raso, que iluminó intensamente la platea. Ahora Susan veía a D’Ambrosio.

Susan avanzó en cuatro patas lo más rápido que pudo hacia la puerta. Se oyó el chasquido de otro interruptor y se encendieron una serie de lámparas que iluminaron el pizarrón. Ahora Susan veía claramente a D’Ambrosio.

Susan se arrastró lo más rápido que pudo hacia la puerta. Otro ruido de un interruptor y se encendieron una serie de luces sobre el pizarrón. Mientras D’Ambrosio seguía buscando llaves, Susan se incorporó y corrió hacia la puerta. Dio vuelta el picaporte mientras seguían prendiéndose las luces en el salón. ¡Cerrado con llave!

Susan miró hacia la platea. D’Ambrosio la vio y apareció una sonrisa de expectativa en sus labios finos, marcados de cicatrices. Entonces corrió hacia las escaleras subiendo de a dos o tres escalones.

Desesperada, Susan sacudió la puerta. Y advirtió que estaba trabada por dentro. Corrió el pasador y la puerta se abrió. Susan salió como una exhalación, cerrándola de un golpe tras ella. Oía la respiración profunda de D’Ambrosio que se acercaba a la hilera superior de butacas.

Precisamente enfrente de la puerta del anfiteatro del segundo piso había un extinguidor de oxígeno. Susan lo arrancó de la pared y lo puso hacia abajo. Dio una vuelta alrededor, oyendo cómo se acercaba el sonido metálico de los zapatos de D’Ambrosio, y se puso en posición en el mismo momento en que giraba el picaporte y se abría una puerta.

En ese instante Susan oprimió el botón del extinguidor. El repentino cambio de fase y expansión del gas produjo un ruido explosivo que resonó y provocó ecos en el silencio del edificio vacío, mientras D’Ambrosio recibía en plena cara una lluvia de hielo seco. Retrocedió y tropezó con la fila superior de butacas, tambaleándose, cayendo luego de costado sobre la segunda y tercera filas. El respaldo de una butaca se hundió a la altura de su décima costilla. Estiró los brazos para protegerse, aferrándose a los respaldos de los asientos, todavía con los pies en el aire. Cayó cuan largo era, boca abajo contra la cuarta fila, estupefacto.

Susan misma quedó pasmada ante el efecto causado, y entró en el anfiteatro, mirando la caída de D’Ambrosio. Se quedó allí un instante, pensando que D’Ambrosio estaba inconsciente. Pero el hombre consiguió ponerse de rodillas. Miró a Susan y logró sonreír a pesar del intenso dolor en la costilla fracturada.

—Me gustan… las peleadoras —gruñó con los dientes apretados.

Susan recogió el extinguidor y lo arrojó con todas sus fuerzas a la figura arrodillada. D’Ambrosio trató de moverse, pero el pesado cilindro de metal lo golpeó en el hombro izquierdo, volteándolo nuevamente; la parte superior de su cuerpo cayó sobre los respaldos de las butacas de la fila siguiente. El extinguidor saltó cuatro o cinco filas más con un ruido espantoso, y se detuvo en la octava.

Cerrando de un golpe la puerta del anfiteatro, Susan se quedó jadeando. Dios, ¿era sobrehumano? Tenía que encontrar la forma de detenerlo. Sabía que había tenido mucha suerte en lastimarlo, pero era evidente que no se había liberado de él. Susan pensó en el gran refrigerador del aula de anatomía. El vestíbulo estaba oscuro excepto la ventana en el extremo más lejano, que brindaba un miserable rayo de luz pálida. La entrada del aula de anatomía estaba en el extremo mismo del corredor, cerca de la ventana. Susan corrió hacia la puerta. Al llegar a ella, oyó abrirse la del anfiteatro.

D’Ambrosio estaba herido, pero no de gravedad. Sentía dolor al toser o al inspirar profundamente, pero era soportable. Su hombro izquierdo estaba lastimado, pero funcionaba. Por sobre todas las cosas D’Ambrosio estaba furioso. El hecho de que esa pollita lo hubiera sometido, aunque fuese por unos momentos, le resultaba insoportable. Había pensado en divertirse con la muchacha, pero ahora ya no. Primero la mataría y después la haría suya. Tenía su Beretta en la mano derecha, con el silenciador de plata en posición. Al salir del anfiteatro vio entrar a Susan en el aula de anatomía. Hizo fuego sin apuntar realmente, y la bala pasó a unos diez centímetros de Susan, golpeando contra el marco de la puerta y enviando astillas de madera al aire.

El sonido del arma fue como el de una maza para sacudir alfombras. Susan no se dio cuenta de lo que era hasta que el ruido del proyectil que entraba en la madera le indicó que era una pistola, una pistola con silenciador.

—Bueno, hija de puta, se acabó el juego —gritó D’Ambrosio, que venía caminando por el vestíbulo. Sabía que la muchacha estaba acorralada y que a él le provocaría dolor correr.

En el aula de anatomía Susan se detuvo un momento, tratando de recordar la disposición de las cosas en las penumbras. Luego trabó la puerta. El grupo de los alumnos de primer año estaría en la mitad del curso de anatomía. Las mesas de disección estaban cubiertas con plástico verde. A la luz difusa parecían grises. Susan corrió entre las mesas hasta la puerta del refrigerador en el extremo más distante de la sala. La cerradura estaba atravesada por un gran clavo de acero inoxidable. Lo retiró y lo dejó colgando de la cadena, abriendo la traba. Con cierto esfuerzo Susan abrió la pesada puerta y se metió en el refrigerador. Cerró la puerta y se oyó un fuerte «clic». Buscó una luz cerca de la puerta y la encendió.

El refrigerador tenía por lo menos tres metros de ancho y nueve de profundidad. Susan recordaba eso con toda claridad desde el primer día en que lo había visto. Al cuidador le encantaba mostrárselo a los estudiantes, de a uno por vez, y le gustaban las estudiantes mujeres por alguna razón desconocida pero indudablemente perversa. Estaba a cargo de los cadáveres almacenados aquí para su disección. Después de embalsamarlos los colgaba de unos ganchos en las varillas externas. Los ganchos estaban unidos a roldanas en guías fijadas al techo, para facilitar el movimiento. Los cuerpos estaban tiesos, desnudos, deformados; la mayoría eran color mármol desvaído. Los cadáveres de mujeres estaban mezclados con los de los hombres, los católicos con los judíos, los blancos con los negros, en la igualdad de la muerte. Los rostros estaban helados en una variedad de muecas distorsionadas. La mayoría de los ojos estaban cerrados, pero algunos estaban abiertos, contemplando el infinito. La primera vez que Susan vio estas cuatro hileras de cadáveres colgados como ropas descartadas en un placard refrigerado, se sintió enferma. Juró no volver nunca. Y hasta esa noche evitó «la heladera», como la llamaba cariñosamente el cuidador. Pero ahora era diferente.

El aula de anatomía estaba oscura. El interior del refrigerador estaba iluminado por una única bombita de cien watts al fondo del compartimiento, que arrojaba espantosas sombras en el cielo raso y en el suelo. Susan trató de no mirar de cerca esos cuerpos grotescos. Temblaba de frío y trataba desesperadamente de pensar. Sólo pasaron unos pocos momentos. Su pulso latía muy aceleradamente. Sabía que D’Ambrosio entraría en el refrigerador en cuestión de minutos. Tenía que hacerse un plan, pero no contaba con mucho tiempo.

Sonriendo, D’Ambrosio retrocedió un paso y dio un puntapié a la puerta del refrigerador, pero éste se mantuvo firme. Desprendió con el pie un vidrio congelado, retiró algunas astillas, metió la mano por allí y abrió la puerta. Dio una mirada por el lugar, sin entender qué era. Como precaución para no perder a su presa, cerró la puerta y le acercó una mesa. La sala era grande, de unos dieciocho metros por treinta, con cinco hileras de siete mesas cubiertas cada una. D’Ambrosio fue hasta la primera mesa y retiró la cubierta de plástico.

D’Ambrosio jadeó, sin sentir el dolor de su costilla rota. Estaba ante un cadáver. En la cabeza se había efectuado una disección de modo que no tenía piel, y los ojos estaban expuestos. El cuero cabelludo había sido arrancado y estirado hacia atrás como un pellejo. Faltaba la parte anterior del tórax y también la del abdomen. Los órganos, que habían sido retirados, estaban apilados en el cuerpo abierto de cualquier manera.

D’Ambrosio fue hasta la puerta y pensó en encender las luces. Luego decidió no hacerlo porque la luz que saliera de las ventanas podía alertar a la vigilancia policial. No era que no confiara en manejar a un par de guardias inexpertos, pero quería llegar a Susan sin ninguna interferencia.

Sistemáticamente D’Ambrosio quitó todas las cubiertas de los cadáveres de la sala. Trataba de no mirar los cuerpos disecados. Sólo quería estar seguro de que Susan no estaba entre ellos.

D’Ambrosio miró a su alrededor. Del lado derecho del vestíbulo había varios esqueletos que colgaban de cadenas, y que giraban lentamente por la corriente producida al abrir y cerrar la puerta. Detrás de los esqueletos había un enorme gabinete que contenía numerosos frascos con especímenes. Al fondo de la habitación había tres escritorios y dos puertas. Una de ella parecía la puerta de un refrigerador, la otra un placard. El placard estaba vacío. Entonces D’Ambrosio advirtió el clavo de acero inoxidable que colgaba del pasador en la puerta del refrigerador: Le volvió su ligera sonrisa y pasó la pistola a su mano izquierda. Abrió la puerta del refrigerador y retrocedió, horrorizado. Los cuerpos colgantes parecían un ejército de vampiros.

D’Ambrosio quedó alelado por la aparición de sus cadáveres; sus ojos paseaban de uno a otro. Entró con profundo rechazo en la refrigeradora, sintiendo el intenso frío.

—Sé que estás ahí adentro, puta. ¿Por qué no sales, así tendremos otra charlita? —La voz de D’Ambrosio se perdía. El encierro en la refrigeradora y la cercanía de los cadáveres lo ponían nervioso, mucho más nervioso que lo que recordaba haber estado jamás.

Miró hacia abajo entre las dos primeras hileras de cadáveres congelados. Con precauciones dio dos pasos a la derecha y observó la hilera del medio. Veía la lamparita desnuda al fondo del compartimiento. Echó otra mirada a la puerta y dio varios pasos más a la derecha para poder ver hasta el último pasillo.

Los dedos de Susan soltaban lentamente la guía al fondo de la segunda hilera de cadáveres. No sabía cuál era la ubicación de D’Ambrosio, hasta que éste le habló por segunda vez.

—Vamos, preciosa. No me hagas examinar este lugar.

Susan estaba segura de que D’Ambrosio estaba al comienzo de la última hilera. Ahora o nunca, pensó. Con todas sus fuerzas empujó con los pies la espalda del tieso cadáver del sexo femenino que tenía frente a ella. Sosteniéndose de la guía que había sobre ella, Susan había levantado las piernas para aplicarlas a la espalda de ese cadáver. Su propia espalda se apoyaba en la espalda dura como una piedra del último cadáver de la hilera, un hombre que debía pesar unos cien kilos.

Casi imperceptiblemente al principio, toda la segunda fila de cadáveres congelados comenzó a moverse hacia adelante. Una vez superada la inercia inicial, Susan empujó con los pies, con increíble energía. Como una serie de maniquíes, todo el grupo de cadáveres se deslizó hacia adelante.

Los oídos de D’Ambrosio registraron el sonido del movimiento. Se mantuvo inmóvil durante una fracción de segundo, tratando de localizar el extraño sonido. Con la velocidad de un gato, dio media vuelta y retrocedió hasta la puerta. Pero no lo bastante rápido. Al pasar por la tercera fila, vio el movimiento. Instintivamente levantó el arma y disparó. Pero su atacante ya estaba muerto.

Un cadáver de sexo masculino y raza blanca, cuyos labios estaban congelados en una horrible semisonrisa, venía hacia D’Ambrosio. Cien kilos de carne humana congelada golpearon al hombre, que cayó sobre el costado del refrigerador. En rápida sucesión los otros cadáveres avanzaron detrás del primero; algunos cayeron de sus ganchos creando una confusión de cuerpos, un enredo de extremidades congeladas.

Susan soltó la guía y cayó al suelo. Luego corrió hacia la puerta abierta. D’Ambrosio trataba de quitarse los cuerpos de encima. Pero estaba dolorido, y le fallaba el equilibrio. Se ahogaba con las emanaciones del líquido para embalsamar. Cuando Susan pasó a su lado trató de atraparla.

Luchó por liberar su arma y apuntar, pero quedó enganchada en la mano crispada de un cadáver.

—¡Mierda! —gritó D’Ambrosio mientras luchaba con todas sus fuerzas por librarse del peso opresivo de la carne muerta.

Pero Susan ya había atravesado la puerta.

Ahora D’Ambrosio estaba de pie. Empujando los cuerpos amontonados a derecha e izquierda, se lanzó hacia la puerta que se cerraba. Pero desde afuera Susan la empujaba con todas sus fuerzas, y el peso de la puerta aislada hizo el resto. Se oyó sonar el cierre. Susan colocó en su lugar el clavo de acero. Adentro, D’Ambrosio luchaba con el pasador. Susan le ganó por una fracción de segundo cuando el clavo entró en su lugar.

Susan dio un paso atrás, con el corazón saltándole en el pecho. Oyó un grito ahogado. Luego un estampido. D’Ambrosio disparaba contra la puerta. Pero tenía casi cuarenta centímetros de espesor. Hubo otros estampidos ineficaces.

Susan dio media vuelta y salió corriendo. Finalmente comprendió la realidad del peligro que había corrido. Temblando incontroladamente, se esforzó por no llorar. Tenía que buscar ayuda, verdadera ayuda.

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