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DINERO

NOTA DEL AUTOR:

A diferencia de otros idiomas, el vocabulario japonés no distingue entre el femenino y el masculino, por lo que imaginaremos que el billete protagonista de esta historia es femenino.

Soy un billete de cien yenes, número de serie 77851. Mire a ver dentro de su cartera, puede que me encuentre ahí.

Ya soy vieja, estoy agotada y apenas me entero de lo que ocurre a mi alrededor. Hace tiempo que no sé si estoy dentro del bolsillo de alguien o tirada en un cubo de basura. Corre el rumor de que dentro de poco van a renovar la moneda japonesa, por lo que se desharán de todas nosotras. Prefiero que me quemen y morir de una vez a estar sin saber dónde me encuentro ni qué será de mí.

Una vez lo hayan hecho, no sé si iré al cielo o al infierno, eso será decisión de Dios, pero es posible que acabe yendo al infierno. Sí, al infierno.

Cuando nací no tenía un aspecto tan decadente como ahora. Aunque luego fueron sacando billetes con un valor mayor que el mío, como los de doscientos o mil yenes, en aquella época, los de cien yenes eran los reyes de los billetes. Incluso a la persona que me sacó por primera vez de la ventanilla de un gran banco de Tokio le temblaban ligeramente las manos cuando lo hizo.

Que sí, que sí, que pasó de verdad. Fue un joven carpintero. Me metió con mucho cuidado y sin doblarme en el bolsillo de su delantal. De hecho, se pasó todo el trayecto del banco a su casa con la mano izquierda sobre el bolsillo en el que me encontraba, cualquiera que le hubiese visto habría pensado que le dolía la barriga. Nada más llegar a casa me colocó en el altar[78] para poder adorarme.

Así de feliz fue el comienzo de mi vida. Me hubiese gustado haberme quedado en la casa de aquel carpintero para siempre, pero solo pude quedarme allí un día.

Aquella noche el carpintero estaba de muy buen humor. Bebía sake acompañado de su pequeña y joven esposa, a la que de vez en cuando le decía alegremente, pero con cierto tono soberbio:

—¿Ves? Ya no puedes reprocharme nada. Mira, ¡yo también traigo dinero a casa!

Y acto seguido me bajaba del altar para alzarme con las dos manos sobre su cabeza y adorarme de manera exagerada mientras ella reía. Al final se pusieron a discutir y la mujer me dobló en cuatro partes y me metió en su monedero. Y así fue como, a la mañana siguiente, la mujer del carpintero me llevó a una tienda de empeño para recuperar las diez piezas de kimono que tiempo atrás había empeñado. Allí me metieron en una húmeda caja fuerte donde hacía un frío que pelaba. Cuando ya me empezaba a doler el estómago, me sacaron de allí y pude volver a ver la luz del sol.

Esa vez me cambiaron por el microscopio que un estudiante universitario de medicina llevó para empeñar. Aquel universitario me llevó de viaje bastante lejos. Al final me abandonó en un ryokan[79] de una pequeña isla del mar interior de Seto. Pasé bastante tiempo metida dentro del cajón de una cómoda que tenían en recepción. Desde allí, pude escuchar a las mujeres que trabajaban en el ryokan comentar que aquel universitario, tras abandonarme en aquel lugar y salir, se suicidó tirándose al mar.

—¡Qué desperdicio de chaval! —exclamaba una de las trabajadoras, que rondaría los cuarenta, obesa y con la cara llena de granos, mientras hacía reír a sus compañeras—. ¡Con lo guapo que era, no me habría importado acompañarle y morir junto a él!

Luego me pasé una buena temporada dando vueltas por Shikoku y Kyushu[80], mientras me deterioraba de manera considerable. Según fue pasando el tiempo, los dueños que iba teniendo me trataban cada vez peor y empecé a sentir repugnancia de mí misma tras volver a Tokio, después de seis años y ver cómo había cambiado mi situación durante todo ese tiempo. En la capital, solo me estuve moviendo entre los comerciantes del mercado negro. Durante aquellos cinco o seis años que había estado fuera, había cambiado bastante, pero el cambio que se había producido en Tokio sí que era estremecedor.

Una noche, a eso de las ocho, un comerciante del mercado negro que iba algo bebido me llevó desde la estación de Tokio por Nihonbashi hasta Shinbashi, pasando por Kyobashi y Ginza. Durante todo el trayecto caminamos entre tinieblas. Tenía la sensación de que cruzábamos un bosque negro y profundo. Por supuesto que no nos cruzamos con nadie, ni siquiera con alguno de esos gatos que tanto abundan por la zona. La ciudad tenía un terrible aspecto de muerte y mal augurio debido al inminente comienzo de la guerra.

Al cabo de un tiempo, comenzaron aquellos boom, boom, fiuuu, fiuuu que poco a poco se hicieron tan habituales. Durante el caos de aquellos días, no pararon de moverme de un lugar a otro, pasando por innumerables manos de manera vertiginosa, como si de una carrera de relevos se tratase, lo que hizo que me arrugase y se me pegasen todo tipo de olores. Tanta vergüenza hizo que ya todo me diese igual.

Por aquel entonces, Japón también se abandonó a la desesperación. Imagino que se podrá hacer a la idea de por qué tipo de manos pasé, por qué razones y qué tipo de crueles conversaciones escuché mientras me intercambiaban, así que no voy a entrar en detalles.

No creo que esto sea un problema único de los japoneses, sino de la humanidad en general. Imagino que una persona, en una situación de vida o muerte, lo último que se le pasaría por la cabeza sería alimentar sentimientos de lujuria o de codicia, pero, en realidad, parece que esto no es tan simple, y cuando la gente se encuentra en una situación de la que quizás no escape con vida, en lugar de sonreír, parece que intentan devorarse mutuamente sumidos en la avaricia. Compréndalo. Solo con el hecho de que haya una persona desgraciada en este mundo yo ya no puedo ser feliz.

Pensar de esta manera sería lo justo, pero lo cierto es que mucha gente que busca su propia felicidad o la de su familia es capaz de insultar, engañar o maltratar a los que le rodean. (Sí, seguro que usted también lo ha hecho alguna vez. Es algo que se suele hacer de forma inconsciente, sin darse uno cuenta, lo que me enfurece todavía más. Debería avergonzarse. Si aún queda algo de humanidad dentro de usted, avergüéncese, por favor. Avergonzarse es un sentimiento de lo más humano).

Parecía que la gente a mi alrededor fuesen muertos peleándose en el infierno. Unas escenas ridículas y miserables que me obligaban a presenciar una y otra vez. Aun así, y a pesar de llevar una vida vulgar de mano en mano, había ocasiones en las que me alegraba de haber nacido.

Ahora ya estoy mayor y totalmente agotada. A pesar de que ya estoy algo senil y ni siquiera sé donde me encuentro, guardo algunos recuerdos inolvidables y divertidos. Por ejemplo, me acuerdo de una vez que una vieja me llevó en tren desde Tokio hasta una pequeña ciudad a la que se tardaban unas tres o cuatro horas en llegar. Se lo contaré así, un poco por encima:

Durante todo aquel tiempo que estuve entre comerciantes, me percaté de que las mujeres suelen ser bastante mejor negociando que los hombres. Su avaricia suele ser superior a la de ellos, y me parece que ese hecho hace que sean mucho más lamentables y rastreras. El caso es que aquella señora no era una vieja cualquiera.

Me adquirió tras venderle una botella de cerveza a un señor. No bien me tuvo en su poder, la vieja cogió un tren para ir a comprar algo de vino. Tan pronto como llegamos al mercado negro de la zona, se puso a cuchichear con el comerciante de vinos. Habló con él largo y tendido, soltando alguna risita de vez en cuando.

Normalmente, un shō de vino costaba unos cincuenta o sesenta yenes en el mercado negro. Al final, me entregó y, a cambio, recibió unos cuatro shō de vino. A continuación, y sin demostrar el más mínimo esfuerzo por el peso de las botellas, se largó. Total, que gracias a su persuasión, consiguió unos cuatro shō de vino a cambio de una botella de cerveza. Gracias a su treta, comprendí que si luego metía el vino en botellas pequeñas y las rellenaba con un poco de agua, conseguiría unas veinte botellas de vino si era hábil. En fin, pienso que la avaricia de las mujeres en ocasiones es excesiva. Aun así, a pesar de haber conseguido muchísimo más de lo que podría haber adquirido con tan poco dinero, se marchó quejándose y diciendo: «¡Qué mal está el mundo, qué mal está!».

Recuerdo que aquel comerciante de vino me metió en una gran cartera, y allí me quedé dormida de puro agotamiento. Al rato me sacó y me entregó a un capitán del ejército japonés de tierra. Aquel capitán parecía que era colega de algunos comerciantes del lugar, ya que les trataba con mucha familiaridad.

El ejército le proporcionaba unos cigarrillos exclusivos que se llamaban Homare, los cuales este intentaba vender. El capitán le ofreció al comerciante de vinos una caja en la que había escrito «Cien cigarrillos». Cuando mi dueño los contó, se dio cuenta de que solo había ochenta y seis. «¡Tramposo hijo de puta!», le gritó indignado. Aun así, el capitán logró hacerse conmigo y me metió por la fuerza y sin cuidado en su bolsillo.

Aquella noche se dirigió a un burdel a las afueras de la ciudad. Subimos al primer piso.

Aquel hombre era un borracho terrible. Estuvo bebiendo a sorbos algo que parecía brandy mientras insultaba a su acompañante femenina. Se ve que cuando bebía se ponía muy pesado.

—Tienes cara de zorra, se mire como se mire —empezó a exclamar el capitán diciendo sorra en lugar de zorra—. La puta cara de las sorras, con ese morro alargado y esos bigotes. Tres a la derecha y cuatro a la izquierda. El pedo de las sorras es insoportable. Todo se llena de un tremendo humo amarillo que hace que incluso un perro al olerlo de vueltas y caiga desmayado, pum. No, no es una broma. Por cierto, tu cara es amarilla. Es realmente amarilla. Seguro que está así por alguno de tus pedos. Joder, qué mal huele. ¿Has sido tú, no? Sí, seguro que sí. Ya te vale, menuda falta de respeto. Tirarse un pedo en la cara de un militar. ¿No te da vergüenza? Yo, aunque no lo parezca, soy muy sensible. No puedo aguantar que una sorra se tire pedos en mi cara —dijo muy serio y, cuando se escuchó a un bebé llorar en el piso de abajo, el capitán volvió a insultar a su acompañante—. ¡Qué niño más pesado! Ya te he dicho que soy muy sensible. ¿Pero qué dices? ¡No jodas! ¿Es tu hijo? Qué raro. A pesar de ser el hijo de una sorra llora como si fuese un bebé humano. De todas formas, mira que tienes poca vergüenza. Trabajar aquí teniendo un hijo, te parecerá bonito. Japón está en esta situación por culpa de mujeres egoístas e ignorantes como tú, que no sabéis cual es vuestro deber. Tú, que eres torpe e imbécil, seguro que piensas que Japón va a ganar la guerra. Pero qué idiota eres. De todos modos, hablar sobre esta guerra ya no tiene sentido. Es como lo de la sorra y el perro. Ese que da vueltas y se desmaya haciendo pum. Jamás ganaremos esta guerra. Por eso todas las noches me emborracho y me voy de putas. ¿Qué tiene de malo?

—Eres horrible —exclamó de pronto la mujer. Estaba muy pálida—. ¿Pero qué dices de zorra? Si no quieres, pues no vengas. Sois vosotros, los soldados, los únicos que os emborracháis e insultáis a las mujeres de esta manera. ¿De dónde crees que viene tu sueldo? ¡Gilipollas! Piénsalo. El Gobierno nos quita la mitad de lo que ganamos y son ellos los que os dan esa pasta para que vengáis a emborracharos. ¡No te pienses que soy idiota! Soy una mujer y es normal que tenga un hijo. No podéis ni imaginar lo que estamos sufriendo las mujeres que tenemos niños pequeños ahora mismo. De nuestras tetas ya no sale ni una sola gota de leche. Están secas. Los bebés chupan de ellas esperando a que salga algo y ya ni siquiera tienen fuerzas para succionar. Sí, claro, mi hijo es un cachorro de zorro. Tiene la mandíbula alargada, la cara arrugada y está llorando de cansancio todo el día. ¿Quieres que te lo enseñe? A pesar de ello, aguantamos la situación. Pero ¿y vosotros?

Nada más terminar de hablar, sonó la sirena que anunciaba un bombardeo aéreo y, casi al mismo tiempo, se escuchó el ruido de la primera explosión. Aquel boom, boom, fiuuu, fiuuu volvió de nuevo y enseguida se pudo ver el color rojo del fuego a través del shōji de la habitación.

—¡Vaya, han llegado, al fin han llegado! —gritó el capitán mientras se ponía en pie tambaleándose a causa de todo lo que había bebido.

La mujer huyó bajando las escaleras, veloz como un pájaro, para, al rato, volver con el bebé a hombros.

—¡Venga, salgamos de aquí! ¡Vamos! —gritó ella.

Agarró por atrás al capitán, que estaba reblandecido como si casi no tuviese huesos, y le ayudó a bajar las escaleras. Le puso los zapatos, le sujetó del brazo y así huyeron hacia el recinto de un templo sintoísta que quedaba cerca. Una vez allí, el capitán se tumbó boca arriba mientras despotricaba contra el ruido de las bombas que caían del cielo.

Aquella lluvia de fuego no paraba de caer sobre la ciudad. Pronto el templo también se incendió.

—Por favor, capitán, huyamos más lejos. Si nos quedamos aquí moriremos para nada. ¡Huyamos todo lo que podamos!

Aquella mujer, pálida y desnutrida, que ejercía una de las profesiones más denigrantes que uno pueda imaginarse, me pareció de repente la persona más noble que jamás había conocido a lo largo de mi oscura vida. Ay, ¡fuera la codicia! ¡Fuera la vanidad! De hecho, Japón perdió la guerra por culpa de estos dos defectos. Aquella mujer de compañía intentaba salvar a su cliente, que iba demasiado ebrio, y sin codicia ni vanidad alguna, tiró de él para incorporarle y ayudarle a caminar hacia unos huertos que había cerca del templo.

Cuando llegaron, el recinto del templo ya había sucumbido bajo las llamas. La mujer arrastró al capitán hacia una zona donde acababan de segar la cebada y le tumbó junto a un montículo de tierra bastante elevado. Ella se sentó a su lado extenuada y respirando agitadamente, mientras que él comenzó a roncar estrepitosamente. Aquella noche la ciudad entera ardió en llamas.

El capitán se despertó al amanecer. Se incorporó y contempló el gran incendio que se extendía a su alrededor sin saber muy bien qué había pasado. Al rato volvió en sí, y recordó lo que había ocurrido al ver a aquella mujer durmiendo a su lado. Se puso en pie algo desconcertado y dio unos cinco o seis pasos, como si tratase de huir, pero, tras meditarlo, dio media vuelta y sacó del bolsillo interior de su chaqueta cinco billetes de cien yenes. Luego me sacó a mí del bolsillo de su pantalón, nos juntó a todas, nos dobló y nos metió entre la ropa del bebé, junto a la piel de su espalda, y acto seguido huyó corriendo.

Puedo decir que aquel fue el momento más feliz de mi vida. Qué felices seríamos si siempre se nos usase de esa manera. La espalda del bebé era esquelética y tenía la piel reseca, pero recuerdo que le dije a mis compañeras:

—No existe un lugar mejor que este. Aquí somos felices. Me gustaría poder quedarme siempre junto a este niño para poder calentar su espalda y ayudarle a coger peso.

Todas asintieron en silencio.

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