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CHIYOJO

Por mucho que me cueste, tengo que reconocer que las mujeres, después de todo, no servimos para nada. Aunque puede que, de entre todas las mujeres del mundo, sea yo la única verdaderamente estúpida. Por más vueltas que le dé, sigo considerándome una inútil. Aun así, siento que en el fondo de mi corazón palpita un pensamiento testarudo. Un pensamiento que se aferra a mi alma y que me repite que, a pesar de todo, sigo teniendo cosas buenas. Cada vez me entiendo menos a mí misma.

Ahora me siento más angustiada que nunca, como si tuviese una olla oxidada plantada sobre mi cabeza. Estoy convencida de que soy tonta. Sin lugar a dudas, lo soy. Una tonta que el año que viene va a cumplir diecinueve años. Ya no soy una niña.

Cuando cumplí doce, mi tío, que vive en Kashiwagi, mandó sin decírmelo un relato que yo había escrito a un concurso de la revista Pájaro Azul. Y, casualidades de la vida, resultó que gané el primer premio. Los maestros que ejercían de jueces hablaron tan bien de mi cuento que me dio miedo. Y a partir de aquel momento todo empezó a ir de mal en peor en mi vida.

Cuando pienso en aquel relato me consume la vergüenza. ¿De verdad estaba tan logrado? No sé qué podría ser lo que lo hacía tan especial. Se titulaba «El Recado» y narraba una anécdota muy simple, algo de poca importancia que me ocurrió una vez que fui a comprarle unas cajetillas de Bat[49] a mi padre. La señora del estanco me dio cinco cajetillas, pero como todas eran de color verde me resultaron monótonas, así que le devolví una y le pedí que me diese alguna de otra marca cualquiera, pero que fuese roja. Ya estaba dispuesta a pagar cuando, de repente, me di cuenta de que no llevaba suficiente dinero. Entonces la señora me sonrió, como quitándole importancia: «No te preocupes, ya me pagarás en otra ocasión». Recuerdo que me hizo sentir muy feliz.

Así que coloqué las cajetillas verdes en mis manos, y sobre ellas puse la cajetilla de color rojo. El conjunto quedaba precioso, parecía uno de esos cuadros que representan las flores de cerezo. El corazón me latía con tanta fuerza que me resultó difícil sostener las cajetillas en el camino de vuelta a casa.

Fue algo así lo que escribí. Pero, no sé, lo vuelvo a leer ahora y me parece infantil y ridículo. Me irrita.

Justo después de aquello, mi tío de Kashiwagi me animó a volver a participar en el concurso, por lo que les mandé otro relato titulado «Kasugachō». Esta vez, en lugar de publicarlo en la sección de relatos que envían los lectores, lo colocaron en primera página en grandes caracteres.

En aquel relato contaba lo que me ocurrió cuando fui a visitar a mi tía de Ikebukuro, que se acababa de mudar a la zona de Kasugachō, en el barrio de Nerima. Hacía poco, mi tía me había escrito para decirme que su nueva casa tenía un gran jardín y que podía visitarla cuando quisiese. Así que el primer domingo de junio cogí el tren en la estación de Komagome, cambié a la línea Tōjō en Ikebukuro y me bajé en Nerima. La estación estaba rodeada de huertos y no había ningún cartel que indicara por dónde se iba a Kasugachō, así que tuve que preguntar a los campesinos de la zona. Por desgracia, ninguno de ellos aparentó tener la más mínima idea de cómo se llegaba. Me entraron ganas de llorar.

Recuerdo que aquel día hacía un calor tremendo y que había poca gente por la calle. Finalmente, vi aparecer a un señor que arrastraba una carretilla llena de botellas de refresco vacías. Tendría alrededor de cuarenta años y sudaba. Cuando se detuvo para escucharme, me sonrió con tristeza. «Kasugachō, Kasugachō…», repetía mientras pensaba y se secaba el sudor que le recorría la cara con una toalla sucia de color gris. Al rato me contestó:

—Kasugachō está muy lejos. Tienes que coger la línea Tōjō aquí, en Nerima, e ir hasta Ikebukuro. Allí cambias de línea y vas hasta Shinjuku, donde tienes que cambiar una vez más para viajar en dirección a la estación de Tokio, te bajas en Suidobashi y luego…

Y así me explicó el camino que tenía que seguir. Su japonés no era muy fluido, pero ponía mucho empeño en hacerse entender, a pesar de que el recorrido que me estaba explicando era para ir a otro sitio que también se llamaba Kasugachō, pero que estaba en Hongō.

En cuanto empezó a hablar me di cuenta de que era coreano, por lo que su esfuerzo me emocionó. Al despedirnos le agradecí su ayuda lo más efusivamente que pude.

Los japoneses con los que me había encontrado, quizá por pereza, no me orientaron aunque seguramente sabían donde se encontraba Kasugachō. Y en cambio este señor coreano, aunque no estuviese muy seguro, me lo había explicado todo lo mejor que había podido a pesar del sudor y del esfuerzo que le costaba.

Le di las gracias y acto seguido me volví hacia la estación de Nerima como él me había indicado. Cogí la línea Tōjō de nuevo y, aunque estuve a punto de ir al Kasugachō de Hongō, decidí volverme a casa. Al llegar, no sé por qué, empecé a sentir que me invadía la tristeza, así que me senté y me puse a escribir todo lo que me había ocurrido aquella tarde, tal cual. Finalmente lo publicaron en la revista Pájaro Azul en primera página, en grandes caracteres, y yo no podía sentirme más avergonzada de la imagen que estaba dando con mis relatos.

Mi casa está en Nakazatochō, en Takinogawa[50]. Mi padre, que da clases de inglés en una universidad privada, nació en Tokio, y mi madre es de la ciudad de Ise. No tengo hermanos mayores, solo un hermano pequeño que enferma con mucha facilidad y que acaba de empezar la secundaria en un colegio público. No es que no me guste mi familia, pero me entristece mucho su situación. Antes, cuando era pequeña, todo era mejor que ahora. Mucho mejor. Mis padres me daban mucha libertad y yo cuidaba muy bien de mi hermano. Siempre estaba gastando bromas, lo que alegraba a toda la familia. Fui una buena hermana para él. Hasta que publicaron mi relato en la portada de aquel número de la revista Pájaro Azul. Entonces me convertí en una persona cobarde y despreciable. Incluso empecé a discutir con mi madre.

En el mismo número en el que me publicaron «Kasugachō», el maestro Iwami, que era uno de los jueces del concurso, escribió una reseña sobre él dos o tres veces más larga que el propio relato. Me puse muy triste cuando la leí y sentí que le había engañado totalmente. Me pareció que el maestro Iwami era una persona simple pero con un corazón mucho más puro y bello que el mío. En el colegio, nuestro tutor, el profesor Sawada, trajo aquella revista a clase de lengua y copió todo el texto de mi relato en la pizarra. Recuerdo que aquel día estaba muy nervioso y que no paró de alabarme durante toda la clase con un tono de voz en el que parecía adivinarse cierto enfado. Me invadió la angustia, como si ante mis ojos se alzara una oscura niebla, y noté como si mi cuerpo se estuviese petrificando. A pesar de los halagos que recibía, sabía que lo que había hecho no tenía tanto mérito. Me empezó a preocupar lo que pasaría si algún día escribiese un relato de peor calidad. Me daría mucha vergüenza si todo el mundo se riese de mí. En aquellos momentos me sentía más muerta que viva. Además, me dio la impresión de que el profesor Sawada no se comportaba de aquella manera porque estuviese orgulloso de mí, sino porque yo hubiera sido capaz de salir en la portada de aquella revista en grandes caracteres y, por si fuera poco, había conseguido que el prestigioso maestro Iwami hablase bien de mi trabajo.

Finalmente, mis temores se hicieron realidad. A partir de aquel momento todo lo que me ocurrió fue duro y bochornoso. Mis amigas del colegio empezaron a mostrarse distantes conmigo de un día para otro. Incluso Ando, con quien me entendía muy bien, me llamaba Ichiyō, Murasaki Shikibu[51] y nombres similares con desprecio. Al final se alejó de mí y se juntó con los grupos de Nara e Imai, a las que siempre había odiado. Me lanzaban miradas con disimulo desde lejos y susurraban entre ellas para después reírse todas juntas en voz alta. Era evidente que estaban burlándose de mí.

Fue entonces cuando decidí no escribir ni un solo relato más en lo que me quedaba de vida. Nunca debí haberme dejado convencer por mi tío de Kashiwagi para mandar aquel cuento a la revista. Es el hermano menor de mi madre. Trabaja en el Ayuntamiento de Yodobashi[52] y este año cumplirá treinta y cuatro o treinta y cinco. Aunque su primer hijo nació el año pasado, él sigue comportándose como un crío y, al parecer, en ocasiones se mete en líos por su afición a la bebida. Por lo visto, siempre que viene a casa mi madre le da algo de dinero. Ella me contó que cuando entró en la universidad mi tío tenía intención de ser escritor, y que había muchas esperanzas puestas en él, hasta que empezó a frecuentar compañías poco deseables. Por culpa de ellos, las cosas empezaron a irle mal y acabó abandonando los estudios. Al parecer, desde siempre ha leído muchísimas novelas japonesas y extranjeras. Fue él quien me insistió para que mandase aquel estúpido relato a la revista Pájaro Azul hace siete años, y es él quien me molesta desde entonces por cualquier tontería.

Lo cierto es que a mí nunca me gustó escribir. Ahora puede que algo haya cambiado, pero aquellos días, cuando publicaron mis ridículos relatos, mis amigas se metían conmigo, me sentía presionada por la actitud de mi tutor y empecé a odiar la escritura. Nunca más, y a pesar de lo que dijese mi tío, no envié ningún otro texto. Cuando me insistía demasiado, me ponía a llorar en voz muy alta para que todos se enteraran. No volví a escribir ni una sola letra en clase de lengua. En el cuaderno de redacciones solamente dibujaba círculos, triángulos y princesas. Un día, el profesor Sawada me llamó a la sala de profesores. Me regañó diciéndome que era una soberbia, que debía portarme bien. Me enfurecí, pero me consolé pensando que al menos no faltaba mucho para terminar el curso, por lo que pronto podría escapar de tanto sufrimiento.

Cuando terminé primaria y entré en el instituto de chicas de Ochanomizu, donde nadie sabía nada sobre mis aburridos relatos ni sobre el premio, por fin pude estar tranquila. En clase de lengua podía escribir sin presiones y sacaba notas normales. Pero mi tío seguía molestándome y nunca me dejaba en paz. Cada vez que venía a visitarnos, me traía tres o cuatro libros e insistía en que los leyese. Yo lo intentaba, pero me resultaban muy difíciles y no los entendía bien, así que siempre hacía como que los había leído y se los devolvía en cuanto podía.

Un buen día, cuando ya estaba cursando el tercer año de secundaria, mi padre recibió una larga carta del maestro Iwami, el que había ejercido de juez en el concurso de la revista Pájaro Azul. En ella decía que yo tenía un gran talento que no debía desperdiciar, y aquello me dio tanta vergüenza que es imposible describirla con palabras. Me alababa exageradamente y decía que sería una pena si ese talento desapareciese; me animaba a intentar escribir algo nuevo y se ofrecía a recomendarme a una revista para que lo publicasen. La carta estaba escrita en un tono serio y elegante del que, desde luego, yo nunca fui digna.

Mi padre me entregó la carta sin decirme nada. Al leerla, me di cuenta de que el maestro Iwami era una gran persona, pero, al mismo tiempo, resultaba obvio que mi tío había tenido algo que ver. Lo más seguro es que se las hubiera ingeniado para acercarse al maestro y, de alguna manera, le había insistido para que le escribiese una carta así a mi padre. Estaba claro. «Es mi tío quien está detrás, no hay duda. ¿Por qué hará este tipo de cosas?». Me entraron ganas de llorar y alcé la mirada con los ojos humedecidos hacia mi padre. Parecía que él también se había percatado de aquello, pues sacudió la cabeza levemente y dijo de mal humor:

—No lo hace con mala intención, pero a ver cómo le digo yo ahora al maestro Iwami que no.

A mi padre hacia tiempo que mi tío no le caía muy bien. Cuando gané el premio de la revista todos se alegraron y armaron un gran jaleo, y sin embargo mi madre, más tarde y algo molesta, me dijo que mi padre había regañado a mi tío diciéndole que no se debía estimular tanto a una niña tan pequeña. Mi madre siempre está criticando a mi tío, pero cuando es mi padre quien habla mal de él, aunque sea un poquito, se enfurece. Por lo general, mi madre es una persona cariñosa y agradable, pero cuando se trata de mi tío, es capaz incluso de discutir con mi padre. Mi tío es el cáncer de la familia.

De ahí que, dos o tres días después de haber recibido aquella carta tan amable del maestro Iwami, mis padres se enzarzaran en una gran discusión. Durante la cena mi padre dijo:

—El señor Iwami ha sido tan amable al escribirnos que creo que sería buena idea que Kazuko y yo lo visitáramos para explicarle como se siente y, de paso, para pedirle disculpas por no aceptar su propuesta. Si lo hacemos por escrito, puede que la malinterprete y que se sienta dolido, y eso es algo que me gustaría evitar.

Ante esto, mi madre bajó la mirada y se quedó pensativa durante unos segundos. Finalmente respondió:

—La culpa de todo la tiene mi hermano. De verdad, siento mucho que os esté causando tantos problemas. —Tras decir estas palabras, alzó la mirada con cierta frialdad y se retiró con delicadeza el cabello que le caía por la nuca con el meñique de la mano derecha—. Pero lo cierto es que no te entiendo. Puede que mi hermano y yo no entendamos nada, pero creo que deberíamos aprovechar esta situación. Que un maestro tan prestigioso hable tan bien de Kazuko y quiera apoyarla es algo que no deberíamos desaprovechar. Si es posible, me gustaría pedirle ayuda para que fomente su talento, pero siempre que hablo de este tema te enfadas. ¿Por qué tienes que ser tan cabezota? —dijo finalmente casi tropezando con las palabras y soltó una irónica risa.

Mi padre dejó de comer y contestó:

—Aunque intentáramos fomentarlo, no serviría de nada. Su talento no es para tanto. Simplemente será algo famosa por una temporada, solo porque despertará la curiosidad de los demás, y luego terminará llevando una vida poco adecuada. Además, a Kazuko le asusta la idea. Lo mejor que le puede ocurrir a una mujer es encontrar algún día a un buen hombre con quien casarse y convertirse en una buena madre. Lo que estáis intentando hacer tu hermano y tú es satisfacer vuestra propia vanidad y codicia utilizando a la niña —concluyó severamente.

Mi madre, sin prestarle ninguna atención a mi padre, se puso a sacar la olla del shichirin[53] que estaba a mi lado, pero lo hizo bruscamente y de pronto exclamó: «¡Ay!», mientras se llevaba el pulgar y el índice de la mano derecha a los labios:

—¡Uf, qué caliente! Me he quemado. Pero mi hermano no lo está haciendo con mala intención, ¿sabes? —dijo y después apartó la mirada.

Esta vez, mi padre, con la paciencia agotada, dejó los palillos en la mesa y gritó:

—¡¿Pero cuántas veces tengo que repetírtelo?! ¡Estáis intentando abusar de Kazuko!

Después se ajustó ligeramente las gafas con la mano izquierda y ya estaba dispuesto a seguir hablando, cuando de pronto mi madre empezó a llorar. Se secó las lágrimas con el delantal y se puso a hablar sin tapujos sobre el sueldo de mi padre, lo que costaba nuestra ropa y todo lo que tenía que ver con el dinero que gastábamos. Mi padre nos hizo un gesto con la cabeza para que saliésemos de la habitación, así que cogí a mi hermano y nos fuimos al cuarto de estudio. Se pasaron una hora entera discutiendo.

Mi madre es, por lo general, bastante simpática, pero cuando se pone nerviosa exagera mucho todo lo que dice. En esas ocasiones, me cuesta escucharla y me avergüenzo un poco de ella. Al día siguiente, mi padre aprovechó al volver del trabajo para ir a visitar al maestro Iwami, darle las gracias y pedirle disculpas. Por la mañana me había pedido que lo acompañara, pero no sé por qué, me dio miedo y empezó a temblarme el labio inferior, por lo que no me atreví. Cuando mi padre volvió a casa a eso de las siete de la tarde, nos contó a mi madre y a mí que el señor Iwami era, a pesar de su juventud, una persona muy respetable. Comprendió muy bien mi situación e incluso se disculpó, ya que le confesó que lo cierto era que no le gustaba demasiado incitar a chicas tan jóvenes a que se conviertan en escritoras. No lo dijo claramente, pero era bastante obvio que había escrito aquella carta porque mi tío le había insistido mucho. Le pellizqué la mano a mi padre con cariño y sonrió cerrando ligeramente los ojos protegidos tras sus gafas. A mi madre parecía que se le había olvidado todo lo de la noche anterior y solo asentía en silencio a todo lo que decía mi padre.

Desde entonces mi tío empezó a visitarnos con menos frecuencia y cuando venía, mantenía las distancias conmigo y nunca se quedaba mucho rato. Acabé olvidándome totalmente de los relatos. Cuando volvía de clase me ponía a cuidar las flores del jardín, hacía la compra, echaba una mano en la cocina, ayudaba a mi hermano con las tareas, cosía, estudiaba, le daba masajes a mi madre, etc. Pasaba los días ayudando a todo el mundo y eso me hacía estar de muy buen humor.

Pero aún me esperaba otra tormenta. Yo estaba en el cuarto año de secundaria cuando, de repente, el profesor Sawada, el que había sido mi tutor durante la primaria, se presentó un día en casa para felicitarnos el año nuevo. Fue un poco inesperado pero mis padres, al sentir algo de nostalgia por aquellos días, le recibieron con mucha alegría. El profesor Sawada nos contó que había dejado el colegio y que ahora llevaba una vida tranquila ejerciendo de profesor particular. A pesar de sus palabras, la impresión que me dio fue totalmente opuesta a lo que se entiende por tranquilidad. Debía de tener la misma edad que mi tío, pero parecía muchísimo mayor, casi como si rondase los cincuenta. Siempre había aparentado más edad de la que tenía, pero en cuatro o cinco años que no nos habíamos visto, parecía agotado y daba la sensación de que había envejecido veinte. Cuando reía, además de dar la impresión de que lo hacía de forma forzaba, aparecían unas toscas arrugas en sus mejillas que, más que dar pena, resultaban de lo más desagradables. Llevaba el pelo muy corto, como siempre, pero le habían salido muchas canas. Podría decirse que se comportaba como siempre, si no fuera por el pequeño detalle de que ahora me halagaba sin parar. Que si yo era guapa, elegante y demás. Me halagaba con tanto descaro que me costaba seguir escuchándole. Además, por su forma de tratarme parecía que yo estaba en una posición superior a la suya. Me agobió tanto que me hizo sentir muy incómoda. Les repetía a mis padres una y otra vez anécdotas sin importancia de la época en que era mi profesor en el colegio. Finalmente, cuando ya lo había olvidado por completo, sacó de nuevo a relucir el tema de los relatos:

—Es una pena desaprovechar un talento así. Por aquel entonces, yo no estaba muy interesado en las redacciones de los alumnos y tampoco sabía cómo estimular su talento a través de ellas, pero ahora he cambiado. He estado estudiando bastante sobre este tema y confío en mi método de enseñanza. ¿Qué te parece, Kazuko? Retomaremos tus relatos, bajo mi supervisión y de una manera distinta. Te aseguro que…

Al parecer había bebido bastante y creo que por eso siguió exagerando. Luego se puso muy pesado y empezó a decir que nos diésemos la mano. Mientras, vi que mis padres se reían, aunque me dio la impresión de que en realidad no les hacía mucha gracia. Sin embargo, aquello que nos dijo borracho el profesor Sawada aquel día no era ninguna broma. Unos diez días más tarde volvió a nuestra a casa muy serio y me dijo:

—Muy bien, empecemos poco a poco por la práctica básica de la redacción.

Ante la determinación que mostraba, no supe cómo reaccionar. Al cabo de un tiempo nos enteramos de que, debido a un problema que había causado en las clases de preparación para los exámenes de ingreso, el colegio había despedido al profesor Sawada. Las cosas empezaron a irle mal desde entonces y decidió visitar a las familias de sus antiguos alumnos para que le contratasen como profesor particular para ganarse la vida. Por lo visto, tras su visita sorpresa en año nuevo, le escribió una carta en secreto a mi madre en la que le hablaba exageradamente bien de mí. No se olvidó, por supuesto, de recordarle la popularidad que tenían últimamente los relatos cortos, y puso como ejemplo a una chica que estaba haciéndose famosa gracias a ellos. Como mi madre sí quería que siguiese escribiendo, le dijo que podía venir a casa una vez por semana para ayudarme. A mi padre le dijo que lo hacía por el profesor Sawada ya que su situación económica era bastante precaria. Mi padre no pudo oponerse porque yo era antigua alumna suya[54].

Comenzó a venir los sábados. Cuando estábamos en el cuarto de estudio me atosigaba con cosas ridículas hablándome en voz baja y no podía aguantarlo. No entendía por qué me repetía una y otra vez cosas normales y corrientes como si tuviesen una gran importancia:

—Para escribir frases, primero hay que dominar perfectamente el uso de las partículas. Es incorrecto decir «Taro juega el jardín». Tampoco se puede decir «Taro juega al jardín». Lo correcto sería decir «Taro juega en el jardín». —No pude evitar soltar una pequeña risa, a la que él respondió con una intensa mirada llena de rencor y después suspiró profundamente—. No tienes respeto. Aunque poseas un gran talento, tienes que ser honesta, o nunca vas a llegar a ninguna parte. ¿Has oído hablar de una célebre muchacha llamada Masako Terada? Nació en una familia pobre y tuvo una infancia muy difícil. Aunque ella quería profundizar en sus estudios, sus padres no podían permitirse comprarle los libros que necesitaba. Aun así, era una chica honesta que hizo caso a su maestro y por eso pudo crear una obra maravillosa. Imagino que también fue una experiencia muy reconfortante para él. Si tú fueses más honesta, podría hacerte llegar al nivel de la señorita Masako Terada. Es más, tú vives en un entorno más propicio, por lo que podría convertirte en una escritora todavía mejor. Soy consciente de que mi método es mucho más avanzado que el de su profesor, porque yo sé tratar la educación desde un punto de vista moral. ¿Conoces a Rousseau? Jean-Jaques Rousseau, de mil seiscientos, no, de mil setecientos, espera, de mil novecientos… Sí, sí. Ríete todo lo que quieras. Eres demasiado engreída. Te crees superior y desprecias a tu maestro. Hace mucho tiempo, en China, había un hombre llamado Yan Hui[55]…

Así eran sus clases. Al cabo de una hora dejaba de hablar de repente como si nada y me decía que seguiríamos la semana siguiente. Entonces salía del cuarto de estudio y se iba a la sala de estar a charlar con mi madre un rato antes de marcharse. Sé que no está bien que hable mal de un profesor con el que tuve algo de relación, aunque fuese mínima, en el colegio, pero lo cierto es que me dio la sensación de que el profesor Sawada estaba algo senil. Consultaba constantemente su pequeña agenda y me decía cosas muy básicas que yo ya tenía más que asumidas.

—Para escribir, las descripciones son fundamentales. Si no sabes describir bien las cosas, no se entiende qué quieres decir. Por ejemplo, para describir un escenario nevado… —dijo guardando la agenda en el bolsillo del pecho. De pronto, se giró bruscamente y se puso a contemplar los copos de nieve que caían por la ventana como si de una representación teatral se tratase—. No se puede decir que nieva a cántaros. Así no se puede expresar la intensidad con la que cae la nieve. Tampoco puedes decir que nieva a borbotones. Entonces, ¿y si dijeras que los copos caen revoloteando? No, no es suficiente. Murmurando, eso estaría mejor. Estamos acercándonos al aspecto de la nieve. ¡Qué interesante! —se celebró a sí mismo mientras agitaba la cabeza. Cruzó los brazos y continuó—: ¿Qué tal si digo chop, chop? Bueno, eso se asemeja más a la lluvia de primavera. ¿Al final nos quedamos con murmurando? ¡Ah!, ¡no quedaría mal que dijéramos murmurando y revoloteando! Murmurando y revoloteando… —dijo en voz baja mientras entornaba los ojos, como si disfrutase saboreando la expresión. De pronto, exclamó—: ¡No! No es suficiente. Veamos. Los copos de nieve revolotean por el aire y se esparcen como si fuesen plumas de oca[56]. Al final, las frases antiguas siempre son las mejores. Plumas de oca, ¡qué expresión tan lograda! ¿Verdad, Kazuko? —dijo, y por primera vez quiso saber mi opinión.

La verdad es que odiaba profundamente a aquel señor, pero al mismo tiempo me daba lástima. Me entraban ganas de llorar cuando estaba con él, pero a pesar de eso aguanté unos tres meses de sus clases absurdas, hasta que un día le confesé a mi padre como eran en realidad. Le dije que no le soportaba y que no quería volver a verle jamás. Mi padre se quedó muy sorprendido de oírme decir aquello. Nunca le había gustado la idea de que tuviese un profesor privado, pero el argumento de que el profesor Sawada lo estaba pasando mal era irrebatible y por eso había aceptado que viniese. Creyó que me ayudaba con los estudios y jamás pensó que sus clases de redacción fuesen tan estúpidas. Nada más terminar nuestra conversación, se puso a discutir con mi madre. Yo no podía dejar de llorar mientras escuchaba sus gritos desde el cuarto de estudio. Sentí que era la peor hija del mundo por haberles causado tantos problemas, y en aquel momento hubiese preferido seguir recibiendo clases de redacción o de cualquier otra cosa antes que causar tantos disgustos si con ello hubiera podido ver contenta a mi madre, pero es que no podía más. Ya no soy capaz de escribir nada. Nunca he tenido ese talento del que todos hablaban. Seguro que el profesor Sawada es capaz de describir mejor que yo la forma en la que cae la nieve. ¡Qué tonta soy, yo que me reía del profesor Sawada y ni siquiera soy capaz de hacer nada por mí misma! Jamás se me habría ocurrido una idea tan lograda como la de murmurando y revoloteando. Me sentía muy, pero que muy mal escuchando los gritos de mis padres en la sala de estar.

Mi padre consiguió por fin convencer a mi madre tras aquella discusión y el profesor Sawada dejó de venir a casa, pero desde entonces, comenzaron a ocurrir nuevas desgracias. Una chica de dieciocho años llamada Fumiko Kanazawa, que vivía en Fukagawa, Tokio, escribió un relato y se hizo muy famosa. Mi tío vino a casa y nos contó que el libro de aquella chica había vendido muchísimo más que cualquiera de los libros de los grandes maestros y que se había hecho muy rica en muy poco tiempo. Se lo contó a mi madre con tanta pasión que parecía que había sido él el que se había hecho rico. Mi madre volvió a excitarse con la idea y un buen día, mientras recogía la cocina, me dijo entusiasmada:

—Tú también tienes talento. Si te pusieses a ello en serio lo harías muy bien. ¿Por qué no has querido intentarlo nunca? Hoy día las cosas ya no son como antiguamente. Ahora aunque seas una mujer, no tienes por qué esconderte en casa. Intenta escribir algo con la ayuda de tu tío. Él es distinto al profesor Sawada, ha estudiado en la universidad y eso es muy importante. Si puedes ganar tanto dinero, seguro que tu padre lo tolerará.

Entonces mi tío volvió a visitarnos de nuevo casi todos los días. Me llevaba al cuarto de estudio y me decía:

—Comienza escribiendo un diario. Escribe exactamente lo que has vivido y sentido durante el día. Eso ya se podría considerar literatura.

Luego se ponía a contarme teorías rebuscadas que yo no entendía muy bien, pero como no tenía intención de escribir nada, dejaba que hablase sin prestarle atención. Mi madre es una persona que se entusiasma con facilidad y que después se olvida, así que, como ocurre siempre, estuvo muy emocionada durante el primer mes y luego dejó de darle importancia al asunto. Pero mi tío seguía insistiendo y decía con mucha seriedad:

—Esta vez me he propuesto convertirla en una escritora de verdad. Kazuko no puede elegir otro futuro que no sea ese. Una niña con un talento tan poco común nunca será una esposa normal y corriente, y por eso debería dejar todo lo demás y esforzarse al máximo con la escritura.

Solo se dedicaba a vociferar este tipo de cosas cuando mi padre no estaba en casa. A mi madre no le hacía demasiada gracia que hablase tan mal de mí, y por eso le sonreía con una expresión triste y le decía:

—¿Tú crees? Pobrecita, ¿no?

Al año siguiente terminé el instituto. Ahora pienso que a lo mejor mi tío tenía razón. A día de hoy sigo odiando a muerte la predicción diabólica que me lanzó y aun así, por otro lado, una parte de mí piensa que tenía algo de razón. Soy una mujer inútil. Estoy convencida de que soy tonta. Últimamente no soy capaz ni de entenderme a mí misma. Mi carácter cambió súbitamente cuando terminé los estudios. Me aburre la vida cotidiana: ayudar en casa, cuidar las flores del jardín, practicar con el koto[57] o cuidar de mi hermano pequeño. Todo me parece estúpido. Además, últimamente me paso el día leyendo a escondidas novelas para adultos. ¿Por qué será que todas las novelas hablan de la maldad oculta del ser humano? Me he convertido en una mujer que imagina de vez en cuando cosas obscenas. Ahora sí que me gustaría escribir las cosas tal cual las he vivido y sentido para disculparme ante Dios, pero no tengo valor. Lo que quiero decir en realidad es que no tengo talento para ello. Cada vez me siento más angustiada, como si tuviese una olla oxidada plantada sobre mi cabeza. No soy capaz de escribir, aunque lo cierto es que últimamente tengo ganas de hacerlo. El otro día, por practicar un poco, escribí en la agenda sobre una tontería que se me ocurrió una noche y se lo entregué a mi tío para que lo leyese. Antes de llegar a la mitad del relato, dejó la agenda y me dijo muy seriamente:

—Kazuko, deja ya de intentar ser escritora.

Resulta que ahora, de vez en cuando, como si me estuviese aconsejando pero siempre con una amarga sonrisa, me dice que para crear una obra literaria hace falta tener un talento especial. Por el contrario, mi padre ha cambiado de opinión y suele decirme sonriendo que, si de verdad me interesa, puedo intentarlo. Cuando mi madre oye hablar de la señorita Fumiko Kanazawa o de otras chicas que también se han hecho famosas gracias a la literatura, vuelve a entusiasmarse y me dice:

—Tú también eres capaz de escribir bien si te lo propones. ¡Qué pena que no le pongas empeño! Hace muchos años, cuando Chiyo-ni[58] visitó a su maestro para pedirle lecciones de haiku, este le dijo que compusiese uno sobre los cucos. Enseguida escribió varios y se los enseñó, pero el maestro los rechazó diciendo que no eran suficientemente buenos. Chiyo-ni pasó la noche entera sin dormir pensando en el haiku y, cuando se dio cuenta de que ya había amanecido, escribió sin prestar mucha atención: «Cuco, cuco toda la noche / Y al fin / ¡La aurora!». Se lo enseñó al maestro y este le dio la enhorabuena. ¿Ves? Para cualquier cosa hay que tener constancia. —Tomó un sorbo de té y murmuró en voz baja y llena de asombro—: «Cuco, cuco toda la noche / Y al fin / ¡La aurora!». Lo cierto es que lo hizo muy bien.

Madre, yo no soy Chiyo-ni. Soy una inútil aficionada de la literatura que no es capaz de escribir nada. El otro día me entró sueño mientras leía una revista metida en el kotatsu[59] y se me ocurrió que el kotatsu era una caja para que el ser humano durmiese. Escribí un relato sobre ello y se lo enseñé a mi tío, pero ni siquiera lo terminó. Más tarde volví a leerlo y no pude encontrarle nada interesante. ¿Qué podría hacer para escribir un buen relato? Ayer le mandé una carta al maestro Iwami en secreto y en ella le pedí que no se olvidase de aquella niña prodigio que conoció siete años atrás. A lo mejor algún día me vuelvo loca.

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