Cola

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1. Allá por 1970: El hombre de la casa » Terry Lawson

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TERRY LAWSON

EL PRIMER DÍA DE COLEGIO

Los pequeños Terry e Yvonne Lawson estaban sentados ante unos refrescos y unas patatas fritas en una mesa de madera del Dell Inn, dentro del recinto de hormigón denominado beer garden. Estaban mirando por encima de la valla que había al fondo del jardín, pasada la orilla empinada, y contemplaban a los patos en Water of Leith. Pasaron del asombro al tedio en cuestión de segundos; uno no podía quedarse mirando los patos más allá de cierto tiempo, y Terry tenía otras cosas en la cabeza. Había sido su primer día de colegio y no le había gustado. A Yvonne le tocaba ir el año siguiente. Terry le dijo que no era demasiado agradable y que había estado asustado, pero ahora estaba con su madre y su padre también estaba ahí, así que no estaba mal.

Su padre y su madre estaban hablando, y se dieron cuenta de que su madre estaba enfadada.

«Bien», la oyeron decir, «¿qué tienes que decir?»

Terry miró a su padre, que sonrió y le guiñó un ojo antes de volverse para dirigirse a la madre del muchacho. «Delante de los críos no», dijo con calma.

«No finjas que te importan», se mofó Alice Lawson, levantando la voz de modo constante e implacable, como el motor de un avión a reacción a punto de despegar, «¡para abandonarles no te lo has pensado mucho, así que no finjas!»

Henry Lawson se revolvió un poco para ver quién había escuchado aquello. Fue al encuentro de una mirada boquiabierta con una expresión fija y amenazadora hasta que se apartó. Dos vejestorios cabrones. Una pareja. Viejos y entrometidos hijos de puta. Hablando entre dientes, con un cuchicheo forzado, le dijo a ella: «Te lo he dicho, no les faltará de nada. Ya te lo he dicho, joder. Son mis putos críos», le soltó bruscamente, los tendones del cuello tensos.

Henry sabía que Alice siempre se sentía impelida a creer lo mejor de la gente. Creía poder insuflar su tono de voz con suficiente indignación controlada, con suficiente inocencia herida, como para sugerir que su atrevimiento al pensar que él (con todos sus defectos, que él sería el primero en reconocer) sería capaz de dejar a sus hijos en el desamparo era pasarse de la raya, incluso teniendo en cuenta la exaltación de los ánimos producida por la quiebra de su relación. Es más, ese género de alegatos fue precisamente lo que prácticamente le arrojó en brazos de Paula McKay, una solterona de la parroquia de Leith.

La hermosa Paula, una joven cuya gran virtud y bondad había sido cuestionada en repetidas ocasiones por una amargada Alice. ¿Acaso Paula no era la única persona que cuidaba de su padre, George, propietario de la Port Sunshine Tavern de Leith y aquejado de cáncer? Ya faltaba poco, y Paula necesitaría toda la ayuda posible para atravesar ese momento tan difícil. Henry sería su firme punto de apoyo.

Y su propio nombre se había visto mancillado de continuo, pero Henry estaba dispuesto a aceptar de buena gana que la gente tiende a decir cosas que no siente en los momentos de emociones revueltas. ¿Es que acaso el dolor de la quiebra de su relación le era ajeno? ¿No era más difícil para él, ya que era él quien tenía que dejar a sus hijos? Mirándoles, Henry dejó que sus ojos se humedeciesen y que se le hiciese un nudo en la garganta. Esperaba que Alice captara aquel gesto y que fuera suficiente.

Pareció que así era. Escuchó un sonido borboteante, como el del arroyo que corría debajo de ellos, pensó, y se sintió impelido a rodear con su brazo aquellos hombros temblorosos.

«Henry, no te vayas, por favor», se estremeció Alice, apretando la cabeza contra el pecho de él, llenándose las fosas con el aroma de Old Spice todavía presente en aquella barbilla rasposa. Henry no era de aquellos hombres a los que se les nota la barba a las cinco de la tarde, sino de aquellos a los que se les nota a media mañana; tenía que afeitarse al menos dos veces al día.

«Vamos, vamos», la arrulló Henry. «Tú no te preocupes. Tenemos a los críos, son tuyos y míos», sonrió, estirándose para despeinar la mata de rizos del pequeño Terry, mientras pensaba que Alice debería llevarle al peluquero más a menudo. Parecía Shirley Temple. El chico podría acabar saliendo raro.

«Nunca preguntaste siquiera cómo le iba en el colegio.» Alice se irguió, henchida de una amargura renovada al volver a centrarse en lo que allí sucedía.

«Nunca me diste la oportunidad», replicó Henry con malhumorada impaciencia. Paula estaba esperándole. Esperando sus besos, esperando aquel brazo reconfortante que ahora rodeaba a Alice. Alice; llorosa, abotargada, fofa. Qué contraste con el cuerpo juvenil de Paula; maciza, ágil, sin las secuelas de la maternidad. Realmente no había color.

Pensando, más allá de las palabras de Henry, de los olores y de su fuerte brazo, en lo que realmente estaba sucediendo y abandonándose al duro e implacable latir del dolor en su pecho, Alice consiguió saltar: «Lloró y lloró y lloró. Lloró hasta más no poder.»

Aquello irritó a Henry. Terry era mayor que el resto de sus compañeros porque había perdido un año de colegio debido a una meningitis. Tendría que haber sido el último en llorar. Era culpa de Alice; le mimaba y le seguía tratando como a un bebé a causa de su enfermedad. Ahora al chico ya no le pasaba nada. Henry estuvo a punto de sacar el tema del pelo de Terry, de decir que puesto que ella le hacía parecer una chiquilla, ¿qué otra cosa esperaba que hiciera? Pero Alice le miraba fijamente, con una mirada ardientemente acusadora. Henry apartó la vista. Ella miraba su mandíbula, su barba de tres días, y después, casi sin darse cuenta, se volvió para mirar a Terry.

Apenas hacía dieciocho meses el chiquillo había estado muy enfermo. Había sobrevivido por muy poco. Y Henry iba a abandonarles a todos, a abandonarles por ella, por aquella asquerosa zorra casquivana.

Dejó que la conciencia descarnada de aquella realidad le palpitase en el pecho, sin arrugarse ni resistirse ante ella.

BANG

Todavía erguida y orgullosa, Alice notó cómo el brazo de Henry se aflojaba alrededor de sus hombros. Seguro que el siguiente arrebato de náusea no sería tan malo como aquél.

BANG

¿Cuándo mejorarían las cosas, cuándo remitiría aquel horror, cuándo podría estar ella, cuándo estarían todos ellos en alguna otra parte?

BANG

Iba a abandonarles por ella.

Y entonces desapareció el ancla de su brazo y Alice se ahogaba en el vacío del espacio que la rodeaba. Podía verle a él por el rabillo del ojo, haciendo girar en el aire a Yvonne cogida de las manos, reuniendo a los niños y agrupándolos a su alrededor, cuchicheando instrucciones importantes pero dando ánimos a la vez, como cuando un entrenador de fútbol escolar arenga a sus jugadores durante el descanso.

«Papá tiene un trabajo nuevo así que tendrá que trabajar fuera a menudo. ¿Veis lo apurada que está mamá?» Henry no vio a Alice primero ponerse rígida y después derrumbarse ante sus palabras; era como si la hubieran pateado en el estómago. «Eso quiere decir que vosotros tenéis que ayudarla. Terry, no quiero oír más tonterías de que si lloras en el colegio. Eso es de nenas tontorronas», le dijo a su hijo, formando un puño y encajándolo bajo el mentón del chico.

Después Henry rebuscó en los bolsillos del pantalón y sacó un par de monedas de dos chelines. Apretándole una en la mano a Yvonne, observó cómo su expresión permanecía neutral, en tanto que los ojos de Terry se ensanchaban y en su mirada asomaba una expectación feroz.

«Recuerda lo que te he dicho», dijo Henry, sonriéndole a su hijo antes de otorgarle el mismo trato.

«¿Vendrás a vernos alguna vez, papá?», preguntó Terry, con los ojos fijos en la plata que tenía en la mano.

«¡Claro, hijo! Iremos al fútbol, a ver a los Jam Tarts.»[2]

Aquello le levantó el ánimo a Terry. Sonrió a su padre y volvió a mirar la moneda de dos chelines.

Alice se comportaba de un modo muy extraño, meditó Henry, comprobando que no llevaba la corbata torcida mientras planeaba el modo de despedirse. Estaba ahí sentada sin más, en total silencio. Pues bien, él había pronunciado su discurso y le había dado todas las garantías. Pasaría a ver cómo estaban los chicos, les llevaría por ahí, a tomar un batido en el Milk Bar. Eso les gustaba. O les llevaría a Brattissani’s a comer patatas fritas. Pero seguir hablando con Alice poco podía dar de sí. Lo único que conseguiría sería malquistarse con ella y eso sería malo para los chicos. Lo mejor era escabullirse discretamente.

Henry salió apresuradamente entre las mesas. Volvió a echar otra mirada amenazadora a aquel par de viejos cabrones. Ellos le devolvieron una mirada de desprecio. Se acercó a su mesa. Tocándose la nariz, Henry les dijo con jovial frialdad: «No la metáis en los asuntos de los demás o acabará rota, ¿vale?»

La pareja de ancianos quedó muda de asombro ante tamaño descaro. Sosteniendo un segundo la mirada, Henry les dedicó una radiante sonrisa y a continuación se metió en el pub por la puerta de atrás, sin pararse a mirar a Alice o a los niños.

Mejor no armarla.

«Pero qué cara tan dura», gritó Davie Girvan poniéndose en pie y haciendo ademán de ir detrás de Henry antes de que su esposa Nessie le retuviese. «Siéntate, Davie, no te enzarces con ese tipejo. No es más que basura.»

Davie tomó asiento a su pesar. No le tenía miedo, pero no quería armarla delante de Nessie.

En el bar, de camino hacia la puerta, Henry intercambió algunos saludos con la cabeza y algún que otro «qué tal». Allí estaba el viejo Doyle, con uno de sus chicos, Duke al parecer, y algún otro venao. Vaya un clan de gangsters: el abuelo, calvo, gordo y retorcido como un Buda psicópata; Duke Doyle, con sus cabellos ya escasos todavía dispuestos en tupé, al estilo Teddy-boy, con dientes negruzcos y grandes anillos en los dedos. Saludando a Henry al pasar con una leve inclinación de cabeza, como un depredador. Sí, pensó Henry, ése era el mejor lugar para aquella cuadrilla; lo que perdía la barriada lo ganaba el centro de la ciudad. La devoción que los demás bebedores sentían por los hombres de aquella mesa enrarecía el ambiente del local, donde cambiaba más dinero de manos durante una partida informal de dominó de lo que la mayoría de ellos ganaba en un mes trabajando en la construcción o en las fábricas de los alrededores. Este era el pub al que había acudido Henry desde que vinieron a vivir aquí. No era el más cercano, sino el que prefería. Podías tomarte una buena pinta de Tartan Special. Pero aquélla sería su última visita en mucho tiempo. En realidad nunca le había gustado estar allí, pensó al salir por la puerta: estaba en el culo del mundo; pero no, no volvería.

Dentro, Nessie Girvan recordaba las imágenes de la hambruna biafreña que había visto en la tele la noche anterior. Pobrecillos, era como para partirle a una el corazón. Y aquella basura tan fresca, y como él los había a montones. No podía comprender cómo alguna gente tenía niños. «Maldita sabandija», le dijo a su Davie.

Davie deseó haber reaccionado con mayor rapidez, haber entrado al pub detrás de aquel hijo de puta. El tío tenía pinta de ser un auténtico canalla, eso sí: de tez cetrina y con una mirada astuta y dura. Davie se había enfrentado a tipos mucho más duros en otras ocasiones, pero de eso hacía ya algún tiempo. «Si nuestro Phil o Alfie hubiesen estado aquí, no se habría puesto tan gallito», dijo Davie. «Cuando veo a escoria como ésa, quisiera ser más joven. Durante cinco minutos, no llevaría más tiempo… Dios…»

Davie Girvan se detuvo en seco, incapaz de creer lo que veía. Los chiquillos habían atravesado un agujero en la valla metálica y estaban bajando por la orilla hasta el río. Aquella parte era poco profunda, pero tenía una pendiente inclinada y aquí y allá había tramos traicioneramente profundos.

«¡SEÑORA!», le gritó a la mujer sentada, señalando frenéticamente el espacio abierto de la tela metálica, «¡OJO CON SUS CRÍOS, POR DIOS!»

Sus críos

BANG

Ciega de terror, Alice miró de soslayo, vio el hueco en la valla y salió corriendo hacia él. Les vio, de pie y a mitad del recorrido de la pendiente que conducía a la orilla. «¡Yvonne! ¡Ven aquí!», suplicó con toda la serenidad de la que era capaz.

Yvonne levantó la vista y se rió. «¡No!», gritó.

BANG

Terry llevaba un palo. Azotaba la hierba de la orilla, segándola.

Alice imploraba: «Os estáis perdiendo todos los dulces y refrescos. ¡Hay helados!»

Los ojos de los niños se iluminaron con el brillo de la expectación. Subieron deprisa y con impaciencia por la orilla y hacia la valla donde estaba ella. Alice quería darles una paliza, quería zurrarles

quería zurrarle a él

Alice Lawson prorrumpió en sollozos y estrechó a sus hijos en un abrazo asfixiante, sobándoles ansiosamente la ropa y el cabello.

«¿Dónde están los helados, mamá?», preguntó Terry.

«Ahora mismo vamos a por ellos, hijo», jadeó Alice, «ahora mismo vamos a por ellos.»

Davie y Nessie Girvan observaron cómo aquella mujer destrozada se alejaba tambaleándose con sus hijos, cogidos firmemente de la mano, tan inquietos y llenos de vida como completamente aniquilada estaba ella.

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