Cola

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4. Aproximadamente 2000: Ambiente festival » Edimburgo, Escocia: Miércoles, 8.07 de la mañana

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EDIMBURGO, ESCOCIA
Miércoles, 8.07 de la mañana

AEROGRAFÍALO

Franklin se encontraba deshecho. ¿Dónde puñeta podía haberse metido? El bolo era mañana por la noche. Tenía que impedir que aquello llegara a la prensa o Taylor la dejaría tirada sin más. Cogió la cubierta del elepé en la que aparecía una fotografía aerografiada de una Kathryn vigorosa y saludable. Vio un bolígrafo sobre el escritorio de su habitación y garabateó sobre él, con gran resentimiento y ponzoña, las palabras ZORRA IMBÉCIL.

«Una oveja vestida de oveja», le dijo amargamente al retrato sonriente.

Y ahora tocaba aquella recepción de mierda, la que le habían montado los organizadores del Festival de Edimburgo. ¿Qué les diría?

UN MITO URBANO

Kathryn se mostró recelosa cuando Terry paró un taxi. Una cosa era tomarse una copa en el pub de enfrente, pero meterse en un taxi con aquel tío ya era mucho liar el petate. Pero la expresión de su rostro era tan entusiasta y tan amigable mientras le abría la puerta del taxi que Kathryn no pudo hacer otra cosa que entrar. Él charlaba sin parar mientras ella intentaba orientarse al dejar atrás una calle bulliciosa. Para gran alivio suyo, cuando bajaron, aquello seguía pareciendo la zona del centro urbano, a pesar de ser un barrio menos acomodado.

Habían tomado el taxi hasta Leith y se habían metido en un pub de Junction Street. Terry era de la parte oeste de la ciudad y estimó que aquí abajo había menos posibilidades de encontrarse con algún conocido. Pidió más pintas. Kathryn se emborrachó enseguida y se dio cuenta de que la cerveza la hacía balbucear.

«Ya no quiero ir más de gira ni grabar más discos…», se quejó, «siento como si mi vida no me perteneciera.»

«Sé lo que quieres decir. El capullo ese de Tony Blair; el muy gilipollas es peor que la Thatcher. Nos viene con una mierda de New Deal. Tienes que hacer dieciocho horas o los cabrones te dejan sin paro. Dieciocho horas de curro a la semana que algún cabrón te saca por la puta cara. Putos trabajos forzados. ¿De qué va todo eso? Ya me dirás.»

«No sé…»

«Pero vosotros no le tenéis a él. Tenéis al cabrón que se lo tira, el de los pelos…»

«El presidente Clinton…»

«Ése. Vaya, como la Mónica esa le hizo una mamada, él coge y le dice a Tony Blair: tú puedes ocupar el lugar de Mónica si me apoyas en lo de bombardear al cabrón de Milosevic.»

«Eso son bobadas», dijo Kathryn sacudiendo la cabeza ante lo que había dicho Terry.

Terry creía más en la fuerza que en los detalles de la argumentación. «De eso nada, eso es lo que todos esos cabrones quieren que creas. Me lo contó todo en el garito un gachó cuya hermana se casó con un alto funcionario de Londres. Todas las noticias que intentan ocultarte. Esos gilipollas no sabrían hacer ni un recado. Qué New Deal ni qué pollas. El caso es que yo también odio el trabajo. Sólo estoy haciendo lo de las ventanas para ayudar a Post Alec, eh. Las furgonas de reparto de refrescos, eso era lo mío. Mi cargo exacto era el de representante de aguas carbonatadas. Me dieron el finiquito allá por el ochenta y uno. Solía llevar todas las furgonas de las barriadas: Hendry’s, Globe, Barrs…, creo que Barrs son los únicos que quedan. Siguieron funcionando gracias al Irn Bru. Así que los cabrones estos del paro, los de Restart, cogieron y me dijeron: Te conseguiremos un trabajo en el que puedas vender refrescos.»

Kathryn miró a Terry con una expresión de desconcierto total. Para ella era como el motor bronco de un fuera borda, sólo que él hacía mucho más ruido.

«Los cabrones lo único que querían era que trabajara en un R. S. McColl’s», le explicó Terry, al parecer totalmente ajeno a la falta de comprensión de Kathryn, «pero eso hubiera supuesto vender chucherías y periódicos además de refrescos y no estaba por la labor. Así es como me pusieron el apodo de Juice Terry, ¿sabes? Además, el tipo que fundó lo de R. S. McColl jugó para los hunos, así que de ningún modo iba yo a trabajar allí. Escucha, nena, no pensaba pedírtelo, pero tú debes estar forrada. ¿Podrías subvencionarme para pillar?»

Kathryn se lo planteó. «Qué… sí… llevo dinero…»

«Guay… joder…» Juice Terry miró a su alrededor y se sintió enojado de ver entrar a Johnny Catarrh y Rab Birrell. Se preguntaba qué estarían haciendo por aquellos lares cuando se fijó en el polo verde-amarillo fluorescente de los Hibs que llevaba puesto Rab. Había un partido de entre semana en Easter Road y Catarrh y Birrell debían de haberse hecho con algo de pasta si habían ido y ahora pensaban ir de marcha por el viejo puerto histórico. Terry siempre se sentía intrigado cuando cualquiera de sus socios parecía andar boyante.

Rab Birrell y Johnny Catarrh estaban igualmente sorprendidos de ver a Juice Terry bebiendo fuera de ambientes más familiares, como The Gauntlet, Silver Wing, Dodger, Busy Bee, Wheatsheaf y demás garitos de la parte oeste frecuentados por él. Se aproximaron a la mesa de Terry pero se detuvieron al ver que tenía compañía femenina. Catarrh sintió un rencor instantáneo. Un gordo cabrón como Juice Terry siempre rodeado de mujeres. Zorras viejas, de acuerdo, pero un polvo era un polvo y no era para hacerle ascos. Ésta estaba demacrada y era flaca, pero iba mejor arreglada que la mayoría de las conquistas habituales de Terry. Claro está que la tal Louise a la que había estado tirándose Terry estaba buena que te cagas, pero apestaba a conexiones gangsteriles. Se la habían metido unos cuantos tipos dudosos, uno de ellos Larry Wylie. Uno nunca iba a por chochos de ese tipo, que se metían esa clase de pollas, salvo que estuviera seguro de que ya no tenían derecho a atracar allí. Aunque era de risa: un dios griego como él, que en la actualidad no conseguía echar un polvo ni pagando.

«¿Todo bien, John Boy?», dijo Juice Terry al sentarse Catarrh. Catarrh odiaba que Terry se refiriese a él de aquella forma, ya que sólo era un par de años más joven que aquel cabrón gordo y desaliñado. Era casi tan malo como que le llamaran Johnny Catarrh.

El verdadero nombre de Johnny era John Watson, bastante difundido en Escocia. Su hermano mayor, Davie, era un fan del blues y el rock and roll y empezó a llamarle Johnny Guitar por Johnny «Guitar» Watson. Por desgracia para Johnny, estaba aquejado de problemas de sinusitis y catarros, y pasó muchos años sin saber que su apodo había sido corrompido.

Rab Birrell se había detenido ante la máquina de tabaco para comprar unos Embassy Regal antes de unirse a ellos. Terry hizo las presentaciones. Catarrh había oído hablar de Kathryn, por supuesto: «Mi madre es tu fan número uno. Tiene toneladas de discos tuyos. Te adora. Piensa ir al concierto mañana. Leí algo acerca de ti en el Evening News. Decía que habías cortado con el tío aquel de Love Sindicate.»

«Así es», replicó Kathryn con mirada acerada, pensando en aquella habitación de hotel en Copenhague, «pero de eso hace un tiempo.»

«Prehistoria, eh», confirmó Juice Terry. Catarrh carraspeó y tragó unas mucosas. Ojalá se hubiese acordado de traer sus comprimidos de ajo. Eran el único remedio.

«Yo me conformaría con vivir como tú», opinó Rab Birrell, declinando la oferta de un cigarrillo que le hizo Juice Terry. Johnny tampoco quiso. Eran Silk Cut y Catarrh era un purista cuando de cigarrillos se trataba. «Soy un acérrimo de los Regal», sonrió, sacando un Embassy.

«Sí», dijo Rab, que seguía dirigiéndose a Kathryn, «el estilo de vida roquero podría soportarlo. Mogollón de tías…, claro está que tú no tienes que preocuparte por eso, con eso de que eres tía, claro, a menos que seas, eh…, sabes lo que quiero decir, ¿no?…»

Juice Terry se había sentido levemente cabreado por la intrusión de sus amigos en su rollo con Kathryn; ahora las divagaciones de Birrell empezaban a irritarle de veras. «¿Qué cojones intentas decir, Rab?»

Rab dio marcha atrás, cayendo en la cuenta de que estaba un poco borracho y bastante colgado a cuenta de todos los porros que se había fumado en Easter Road, y que Juice Terry podía ser un capullo bastante picajoso, notorio por ser capaz de poner su considerable peso detrás de sus puñetazos. ¿Cómo cojones habría ligado un mangui tocino como ése con una tía como aquélla? Treinta y seis años y todavía vivía en casa con su madre. «Sólo quería llegar a la conclusión, Terry», dijo a la defensiva, «de que los tíos que están en un grupo pueden elegir las tías que quieran. Si son famosos y tal. Pero cualquier tía puede elegir entre tíos…, ¿no es así, Johnny?» Se volvió hacia Catarrh en busca de apoyo.

Catarrh se sintió debidamente halagado. Aquello significaba que Rab reconocía o bien su currículum como músico o su pericia con las mujeres, a los que nunca se había dignado aludir con anterioridad. Estaba desconcertado por aquella adulación confusa pero bienvenida. «Eh, sí…, más o menos. Una vieja pelleja no, pero cualquier tía joven sí.»

Sopesaron aquella afirmación durante un rato y después miraron a Kathryn para recabar su opinión. A ella sus acentos le resultaban casi impenetrables, pero el hecho de estar borracha ayudaba. «Lo siento, no acabo de entenderlo.»

Juice Terry le explicó lentamente el argumento.

«Supongo que sí», respondió con recelo.

«No hay nada que suponer», se rió Catarrh, «las cosas son así. Siempre lo han sido y siempre lo serán. Y punto.»

Kathryn se encogió de hombros. Juice Terry tamborileó con el vaso vacío sobre la mesa. «Vete a buscar algunas más, Kath, anda, guapa. Ahí está la barra», dijo señalando a unos pasos de distancia. Kathryn lanzó una mirada de desasosiego a la multitud de cuerpos que había entre la barra y ella. Pero sin duda el alcohol ayudaba. El médico le había dicho que no bebiera si tomaba antidepresivos, pero Kathryn tenía que reconocer que estaba disfrutando. No por la compañía en particular, aunque desde luego era distinta de aquellas a las que estaba acostumbrada, sino por la falta de inhibiciones, la sensación de escapar y dejarse ir. Sentaba bien alejarse de los directivos, el grupo, la plantilla y los gilipollas de las discográficas durante un rato. Se estarían preguntando dónde estaba. Kathryn sonrió para sus adentros y se abrió paso hasta la barra.

Juice Terry levantó la vista y la observó mientras se daba de empellones para llegar. «En todas sus canciones le va el rollo feminista, así que puede levantarse e ir a por la priva.»

Catarrh hizo un gesto de asentimiento categórico. Rab Birrell se guardó deliberadamente de toda reacción, cosa que enojó un poco a Terry.

Mientras esperaba que sirvieran las pintas de lager, Kathryn fue descubierta por una mujer corpulenta con brazos gruesos, cabellos como de nanas y gafas. «¿Eres tú?», preguntó.

«Eh, me llamo Kathryn…»

«¡Sabía que eras tú! ¡Qué haces aquí!»

«Eh, he venido con unos amigos…, eh, Terry, ahí atrás…»

«¡Me tomas el pelo! ¡El puto perdido de Juice Terry! ¡Amigo tuyo!» A aquella mujer le temblaba la voz de incredulidad. «Justo le llega para levantarse de la cama una vez cada quincena para firmar en el paro. ¿De qué le conoces?»

«Simplemente nos pusimos a hablar…», dijo Kathryn, y su propio asombro reflejaba el de aquella mujer mientras meditaba acerca de la pregunta.

«Ah, claro, eso sí que sabe hacerlo. Eso es lo único que sabe hacer. Igualito que su padre», escupió ella con auténtica hostilidad. «Escucha, guapa», dijo la mujer sacando una tarjeta de taxista, «¿me firmarías esto?»

«Sí…, claro…»

«¿Llevas un boli?»

«No…»

La mujer se volvió hacia el camarero. «¡Seymour! ¡Pásame un puto boli! ¡Pásamelo! ¡Aquí!»

Su tono estridente espoleó al camarero, ya agotado, para que asumiera aún más actividad. Terry escuchó aquello, reconoció la voz y levantó la vista lentamente, reconociéndola poco a poco. Era la vacaburra aquella con la que había estado su viejo después de dejar a la madre de Juice Ferry. Paula la Gorda, de Bonnington Road. La que antes llevaba el pub. ¡Y además Kathryn estaba hablando con ella! Aquello no tenía ni pies ni cabeza, pensó Terry; te bajas a Leith para evitar a la gente que conoces y te encuentras rodeado de ellos.

Kathryn estuvo encantada de firmar y de volver con Terry y los chicos con las bebidas. Terry había decidido preguntarle qué había dicho de él Paula la Gorda pero se había enzarzado en una discusión con Rab Birrell, que se volvía más acalorada por momentos. «Cualquier cabrón que haga eso merece la muerte, joder. Así lo veo yo», dijo Terry con brusquedad, desafiando a Rab.

«Pero eso es una chorrada, Terry», argumentó Rab, «eso es lo que se denomina un mito urbano. Los casuals no harían algo así.»

«Esos cabrones de casuals son unos putos zumbaos», afirmó Terry. «¿Cuchillas de afeitar en los tubos de desagüe? Pero ¿de qué va eso? Ya me dirás.»

«He oído esa historia», asintió Catarrh. De hecho, era la primera vez que la oía. Catarrh había andado con los casuals hacía años pero se largó cuando la cosa se empezó a poner un poco peliaguda. A pesar de todo, hizo todo lo que estuvo en su mano para darles notoriedad y de paso aumentar su propia celebridad por asociación de ideas.

Aquello molestó a Rab Birrell. Él había disfrutado siendo un casual, aunque aquello ya pertenecía a un pasado muy lejano para él. Ahora era demasiado fuerte, con toda la mierda de vigilancia que había, pero le había encantado. Una peña estupenda, unos ratos estupendos, unas risas estupendas. ¿A qué cojones jugaba Johnny soltando todas esas chorradas? Rab Birrell odiaba la forma en que la gente se mostraba ansiosa por creerse los vaciles pasados de rosca. En su opinión, sólo mantenía entre los demás un estado de temor y servía como mecanismo de control social. Detestaba pero comprendía el modo en que la policía y los medios de comunicación se regodeaban en ese tipo de insensateces; a fin de cuentas, lo hacían en interés propio. Pero ¿qué hacía Johhny dando crédito a esa clase de chorradas? «Si no es más que eso, una puta historia… inventada por unos gilipollas…, a ver, ¿para qué iban a querer hacer eso? ¿Para qué querrían los denominados casuals, a pesar de que ya no existan, meter cuchillas de afeitar en los tubos de desagüe de las piscinas municipales?», razonó Rab Birrell, mirando a Kathryn en busca de apoyo.

«Porque son unos zumbaos», dijo Juice Terry.

«Mira, Terry, tú ni siquiera vas a la piscina.» Rab Birrell se volvió hacia Kathryn otra vez. «¡Ni siquiera sabe nadar, hostias!»

«¡No sabes nadar!», acusó Kathryn, riéndose levemente ante la imagen de los michelines de Terry desbordando un bañador ajustado.

«Eso no tiene nada que ver. Se trata de la mentalidad de los cabrones que colocan cuchillas en los tubos de desagüe de una piscina pública donde hay críos pequeños. ¿Qué me contestas a eso?», le interrogó.

Kathryn meditó sobre aquello. Era obra de gente enfermiza. Pensaba que esa clase de cosas sólo pasaba en América. «Supongo que es bastante espantoso.»

«No hay nada que suponer», vociferó Terry, volviéndose hacia Rab Birrell otra vez, «está fuera de lugar.»

Rab sacudió la cabeza. «Estoy de acuerdo. Estoy de acuerdo con que hacer eso está fuera de lugar, pero no han sido los casuals, Terry. Ni de coña. ¿A ti te parece que les pega eso? Sí claro, hemos montado una peña para ir al fútbol a currarnos, así que vámonos todos a la piscina municipal a colocar cuchillas en los desagües. Es una chorrada. Conozco a muchos de los chicos: no es su estilo, joder. Además, ahora ni siquiera hay casuals. Estás viviendo en el pasado.»

«Zumbaos», dijo Terry con insolencia. Aunque tenía que reconocer que lo que decía Rab Birrell tenía lógica y probablemente fuera cierto, odiaba que le vencieran en una discusión y se puso aún más agresivo. Incluso aunque no fuesen los casuals quienes lo hiciesen, Birrell tendría que tener la madurez suficiente para admitir el principio más general de que eran unos zumbaos. Pero no, el capullo universitario amariconado de Birrell, no. Lo cual probaba para Terry la validez de otro principio: nunca le proporciones una educación a un arrabalero. Apuntas a Birrell a algún piojoso cursillo del Stevenson College durante diez minutos y ya se cree que es el puto Chomsky de los huevos.

«Oí que había pasado eso con los desagües. Oí que corría sangre desde uno de los toboganes hasta el agua de la piscina», declaró Catarrh con la frialdad de un insecto, estrechando los ojos y apretando los labios. Paladeó el estremecimiento y el mohín de repulsión que creyó ver en Kathryn. «Corría sangre», repitió en voz baja.

«Chorradas», dijo Rab Birrell.

Catarrh, sin embargo, empezaba a entusiasmarse con el tema. «Conozco a esos tíos tan bien como tú, Rab, deberías saberlo», dijo en un tono ominoso, esperando que Kathryn captara lo enigmático y la impresión de peligro que transmitía, quedara adecuadamente impresionada, le diera puerta a Juice Terry y le llevase a él a América con ella. Pasarían por la ceremonia, aunque sólo fuera para conseguir el permiso de residencia y trabajo, y el estatus de residente extranjero sería suyo. Después se instalaría en un estudio con un grupo de acompañamiento de primera y volvería al Reino Unido con una triunfante sucesión de éxitos guitarreros claptonescos a sus espaldas. Era posible, pensó. Mira la Shirley Manson esa que estaba en Garbage, la que antes estuvo en Goodbye Mr McKenzie. Primero la ves de pie, detrás de Big John Duncan y de unos teclados en el escenario de The Venue, y acto seguido se lo come todo en América. Él podría hacer lo mismo. Entonces le llamarían por su verdadero nombre, Johnny Guitar, en lugar de la espantosa degradación con la que lo habían cargado.

Juice Terry tenía una gusa de espanto. Pensaba que no le importaría zamparse un curry. Terry estaba harto del rumbo que tomaba la conversación: directamente hacia los relatos de casuals de Catarrh. Todos los demás ya los habían oído varias veces, pero eso nunca había detenido a Johnny. Sobre todo ahora, que tenía un nuevo oído que atorar en Kathryn. Terry se imaginó a Catarrh en su lecho de muerte, dentro de un montón de años. Estaría ahí tirado, con noventa años, marchito y con tubos colgándole. Una maruja sedada y titubeante, unos hijos y unos nietos preocupados con los oídos pegados a él para escuchar sus últimas palabras, roncas y sin aliento. Serían éstas: «… y recuerdo aquella vez que estuvimos en Motherwell…, la temporada mil novecientos ochenta y ocho, ochenta y nueve, me parece…, íbamos una peña de unos trescientos…, aaagghhhh…»

La raya del electrocardiograma se volvería continua en ese instante y Catarrh emprendería el camino hacia la gran bulla celestial.

No, Terry no quería saber nada de esa mierda aquella noche. Aquel capullo se olvidaba de que fueron personas como él, Juice Terry, los que echaron horas en las gradas antes de que existiera una cuadrilla grande, dura y conocida para respaldarles. La vieja pandilla de hinchas de aquellos días era, lo reconocía, una banda bastante mierdera. Tenían tendencia a romantizar sus escasas y gloriosas victorias, y a quitarle importancia o hacer caso omiso de las numerosas ocasiones en que tenían que salir por patas; Nairn County (amistoso de pretemporada), Forfar, Montrose. Además, sus batallas más encarnizadas eran las que transcurrían entre ellos antes que con cualquier otro. A decir verdad, una cuadrilla de mierda. Tenía que reconocer que los casuals se encontraban en otra categoría, pero Birell y Catarrh no. Ellos nunca fueron nada remotamente parecido a los top boys.

Terry cambió rápidamente de tema. «Pero me juego algo a que tienes toneladas de viruta, ¿eh?, con tantos éxitos en las listas», se aventuró a decirle a Kathryn, volviendo a uno de sus temas favoritos. Que le dieran por culo a Catarrh, aquí el que marcaba la agenda era él.

Kathryn sonrió de forma benévola. «Supongo que soy afortunada. Me pagan bien por lo que hago. Hace un tiempo tuve un encontronazo con los de Hacienda, pero mis discos viejos se venden bien. Tengo unos ahorrillos.»

«¡Joder, ya lo creo que los tendrás!», canturreó Terry, indicando a Catarrh y a Birrell que se arrimaran. «¡John Boy! ¡Birrell! ¡Escuchad esto! ¿De qué va todo ese rollo? ¡Ya me dirás!» Indicó con la cabeza a Kathryn.

Ésta tenía una expresión ausente. «A veces el dinero no lo es todo…», dijo en voz baja, pero nadie la escuchaba.

«¡Que le pagan bien por su trabajo! ¡Discos de oro! ¡Números uno! ¡Ya lo creo que estarás bien pagada, joder! Venga», dijo Terry frotándose las manos, «ya está. ¡Al Ruby Murray, invitas tú!»

«Qué… Ruby…»

«El curry», sonrió Terry, «un poco de papeo», añadió haciendo gesto de comer.

«No me sentaría mal una puta tripada, eh», reconoció Rab Birrell.

Catarrh se encogió de hombros. No le gustaba desperdiciar el tiempo de beber en comer, pero con un curry se podía pedir cerveza. Se tomaría unos popadoms, eso satisfaría sus requisitos. Johnny desconfiaba instintivamente de cualquier clase de alimentos que no se asemejaran a las patatas fritas.

«Yo no quiero comer nada…», dijo Kathryn con horror. Había salido para alejarse de Franklin y su obsesión con que ella comiera. Su mente embotada por el alcohol captó todas las repercusiones de aquello. Quizá los hubiera contratado aquel maníaco del control para conseguir que ella comiera. Quizá fuera una estratagema minuciosa todo aquel maldito asunto.

«Vale, yo no estoy diciendo que tú tengas que comer, eso es cosa tuya, pero puedes observarnos a nosotros. Venga, Kath, tú tienes la guita. Yo estoy pelado hasta que llegue el cheque del subsidio el martes y no hay manera de que me subvencione ese judío cabrón de Post Alec hasta que haya hecho la semana completa limpiando ventanas.»

«Quiero invitaros a cenar. Eso puedo hacerlo, pero yo no quiero comer nada…»

«Guapo. Me gustan las tías que no se cortan de echar la mano al bolso. No soy uno de esos capullos anticuados, creo en la igualdad de los chochos. ¿Qué es lo que dijo el rojo cabrón aquel?», preguntó Terry, volviéndose hacia Rab. «Tú deberías saberlo, Birrell, con eso de que eres estudiante. De cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades. Eso quiere decir que tú presides. Esto es Escocia, aquí lo compartimos todo», dijo Terry, recordando acto seguido que le picaba la almorrana y el daño que podría hacer un vindaloo a la mañana siguiente. Pero a la mierda, a veces hay que ir a por todas.

«Vale», dijo Kathryn con una sonrisa.

«Nos vemos», dijo Catarrh arrastrando la voz, «eres legal, ¿lo sabes?», dijo acariciándole suavemente el antebrazo. «Hay cantidad de tordas por ahí a las que nunca se les ocurre echar mano al bolso.»

«Algunas cobran unos sueldazos que te cagas además…, esa que trabaja para el Scottish Office…» Terry sacudió amargamente la cabeza, recordando una noche, hacía algún tiempo, en la que salió con una chavala que había conocido en el Harp. La muy vacaburra se echó al coleto la mitad de su subsidio en Bacardis y desapareció sin darle ni un besito de despedida en la mejilla. Aunque le molestaba la ostentosa demostración de ternura de Johnny, se veía obligado a reconocer que tenía razón.

«¿Qué es eso de tordas?», preguntó Kathryn.

«Eh, chochos…, eh, tías…, pibitas, ¿sabes?», explicó Terry.

«Dios mío. ¿Es que vosotros no habéis oído hablar de lo políticamente correcto?»

Juice Terry y Johnny Catarrh se miraron el uno al otro durante un par de segundos y sacudieron lentamente y a la vez la cabeza. «No», dijeron.

BOLINGAS, DROGAS, FOLLADAS

Charlene estaba en pie, delante de Lisa, que hacía rechinar los dientes, exasperada. Antes de que su amiga pudiera hablar, Lisa dijo: «Ah, eres tú. Vale. Vamos a salir. Nos vamos a emborrachar, a drogar y a follar.»

«¿Te importa que primero entre un rato?», preguntó tímidamente Charlene, mirando directamente a la esencia de Lisa con sus ojos oscuros y angustiados.

Lisa miró el equipaje que su amiga tenía a sus pies, y Richard, el vídeo y el consolador se borraron de su mente como si nada de ello hubiera ocurrido. «Sí…, entra», le rogó apresuradamente, recogiendo una de las bolsas de Charlene.

Pasaron a la sala de estar y las depositaron en el suelo. «Siéntate», le indicó Lisa. «¿Qué pasa? ¿No había nadie en casa?»

A Lisa la mirada de Charlene le pareció extraña y salvaje, y la joven soltó una risa como de bruja, mientras un espasmo intermitente aparecía en uno de los lados de su rostro. «Uy, sí. Ya lo creo que había alguien en casa. Ya lo creo, joder.»

Lisa sintió cómo se tensaban los músculos de su propia cara. Charlene rara vez juraba; era una chiquita muy puritana en muchos aspectos, pensó. «Entonces qué…»

«Por favor, déjame hablar», dijo Charlene. «Algo pasó…»

Lisa puso rápidamente agua a hervir y preparó un té. Se sentó en la silla que estaba frente al sofá en el que Charlene se había desmoronado, y escuchó mientras su amiga le relataba el recibimiento que había tenido al volver de Ibiza. Mientras hablaba, Lisa vio el reflejo de la luz que golpeaba las paredes de seda que enmarcaban a Charlene, tan pequeña en el sofá frente a ella.

No me lo cuentes, guapa, no me lo cuentes…

Y Charlene siguió hablando.

Sobre las paredes veía las trazas oscuras del diseño viejo, que chocaba con la novedad. Era el papel pintado, aquel viejo y horrible papel pintado; parecía atravesar la pintura. Tres capas, con pintura de seda y vinilo, además. Pero la mierda aquella aún traslucía, aún se distinguía el viejo y asqueroso diseño.

Para, por favor…

Entonces, justo cuando pensaba que su amiga había terminado, Charlene reanudó bruscamente su discurso, pasando a un monólogo frío. A pesar de todo el terror y la náusea que le provocaba, Lisa no se sintió con fuerzas para interrumpirla. «Sus dedos rechonchos manchados de nicotina, con las uñas mugrientas empujando y aporreando mi vagina casi pelada. El aliento a whisky y el jadeo que lo acompañaba en mis oídos. Yo estaba rígida y temerosa; trataba de permanecer en silencio, no fuera que ella se despertara. Ahí estaba la gracia. Ella habría hecho lo que fuera con tal de no despertarse. Yo trataba de permanecer en silencio. Yo. Ese cerdo asqueroso. Si él fuera otra persona o lo fuera yo, quizá incluso sintiera lástima por él. Si hubiera sido otro el coño en el que tenía metido el dedo.»

Tendría que haber arrancado el papel. Haberse deshecho de aquella mierda. No importa cuántas capas le pongas por encima, siempre acaba transparentándose.

Lisa estaba a punto de hablar, pero Charlene levantó la mano. Lisa se sintió paralizada. Le resultaba tan duro escuchar; apenas podía imaginar lo difícil que debía de ser para su amiga empezar a hablar, pero ahora la pobre chica no podría parar aunque así lo hubiera querido. «Debería ser virgen y frígida, o ninfómana; debería ser, ¿cómo dicen?, sexualmente disfuncional. Ni hablar. Mi venganza última sobre él, el dedo metafórico que opongo al suyo, es que no lo soy…» Charlene se quedó mirando al vacío. Cuando continuó, su tono había subido una octava; era como si le hablara a él. «Y me alegro del odio y el desprecio que siento por ti porque sé recibir y dar amor, so gilipollas, porque nunca fui yo la rara o la reprimida y nunca lo seré…» Se volvió hacia Lisa y dio un respingo en el asiento, como si regresara al espacio que ocupaba. «Lo siento, Lisa, gracias.»

Lisa se sentó en el sofá y abrazó a su amiga con todas sus fuerzas. Charlene aceptó brevemente el consuelo y luego se apartó un poco, mirándola con una sonrisa tranquila. «¿Qué era todo aquello que decías de que íbamos a emborracharnos, drogamos y follar?»

Lisa estaba desconcertada. «No podemos…, quiero decir…», tartamudeó, incrédula, «… lo que quiero decir es que, eh, quizá no sea el mejor momento para ti…, quiero decir, hemos estado haciendo todo eso durante dos semanas y no te ha librado de él.»

«Sólo fui porque pensé que él se había largado definitivamente. ¿Por qué le dejaría volver a casa? Es culpa mía, culpa mía por marcharme. No tendría que haberme marchado», dijo Charlene con un escalofrío, sujetando una taza de té con sus dedos llenos de anillos dorados. «Pero vamos a salir, Lisa. Otra cosa más, ¿puedo quedarme a dormir aquí unos días?»

Lisa estrechó a Charlene con más fuerza: «Ya sabes que puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras.»

Charlene forzó una sonrisa. «Gracias…, ¿alguna vez te he hablado de mi conejo?» Tiritaba mientras sostenía la taza con ambas manos pese a que en el piso hacía calor.

«Nah», dijo Lisa, preparándose, volviendo a mirar las paredes. No había duda, necesitaban más pintura.

UNA ALTERNATIVA BIENVENIDA AL SEXO Y LA VIOLENCIA

El Festival Club le resulta infernal a Franklin, pero los organizadores del acto habían insistido en que acudieran él y Kathryn. Un hombre vestido con colores chillones, con una chaqueta de pana azul y unos chinos amarillos se acercó de un salto a Franklin y le estrechó lánguidamente la mano. «Señor Delaney, soy Angus Simpson, del comité organizador del festival. Me alegro de verle», dijo con un acento de escuela pública inglesa. «Ésta es la concejala Morag Bannon-Stewart, que representa al ayuntamiento en el comité. Eh… ¿dónde está la señorita Joyner?»

Franklin Delaney dejó que su rostro se deformase hasta conformar una sonrisa empalagosa. «Tenía una ligera tos y le picaba la garganta, así que decidimos que era mejor que se quedara en el hotel y se acostara temprano.»

«Ah…, qué lástima, ha venido alguna gente de la prensa y de las radios locales. Por lo visto, Colin Melville, del Evening News, acaba de recibir una llamada al móvil diciendo que había sido vista en Leith esta misma noche…»

Leith. Franklin ardía en deseos de preguntarle: ¿Dónde cojones está eso? En vez de hacerlo, dijo con aplomo: «Creo que antes salió un rato, pero ahora está recogidita y en la cama.»

Morag Bannon-Stewart invadió el espacio personal de Delaney y cuchicheó con un aliento que apestaba a whisky: «Espero que se encuentre bien. Es fantástico tener a una artista pop con la que puede disfrutar toda la familia. Antes el festival era maravilloso. Ahora es una exaltación del sexo y la violencia…» Franklin escrutó los capilares reventados de su rostro de cartón piedra mientras ella despotricaba.

Sintiéndose tenso, Franklin apuró su whisky doble e hizo señas para que le sirvieran otro. Aquella inútil de Kathryn… Ahora aquella vieja cabra loca del ayuntamiento intentaba ligar con él. Pero el tío de la radio dijo que la habían visto en Leith. Eso no podía quedar demasiado lejos en taxi. En cuanto pudo, Franklin se excusó haciendo ver que tenía que ir al retrete. En lugar de eso, se escabulló por la puerta y salió a respirar el aire nocturno.

MEDÍCAME

Algo extraño le sucedía a Kathryn Joyner en el restaurante indio. La cantante americana experimentaba una auténtica, profunda y violenta sensación de hambre. La cerveza, y uno de los porros de Rab Birrell que se habían fumado mientras iban de camino, le habían provocado gusa y los aromas de los currys resultaban embriagadores. Por más que lo intentara, Kathryn no podía impedir que una bola de hambre se le atascara en la garganta, casi asfixiándola. Los crujientes e incitantes bhajis, la salsa picante y aromática que cubría los tiernos pedazos de ternera adobada, pollo y cordero, el colorido de las verduras friéndose en las sartenes, hicieron que sus papilas gustativas palpitasen a dos mesas de distancia.

Kathryn no pudo remediarlo. Pidió al mismo tiempo que los demás y cuando llegó la comida, atacó los platos con una ferocidad que podría haber hecho enarcar una ceja en compañía más quisquillosa pero que a Rab, Terry y Johnny les pareció perfectamente natural.

Kathryn quería llenar su vacío interior: no con medicamentos, sino con curry, cerveza y pan naan.

Terry y Rab habían reanudado la discusión de antes. «Es un mito urbano», declaró Rab.

«Si yo te partiera la boca de una hostia, ¿sería un mito urbano?»

«No…», replicó cautelosamente Rab.

«Pues entonces deja ya ese puto rollo de los mitos urbanos», dijo Terry mirando fijamente a Rab, que desplazó la mirada a su tenedor.

Rab estaba enfadado. Con Terry evidentemente, pero también consigo mismo. Había acumulado un montón de jerga en aquel curso de estudios sobre medios de comunicación al que se había apuntado en la universidad local para mayores de veinticinco y tendía a utilizarla cada vez más en sus conversaciones cotidianas. Sabía que irritaba a sus amigos y les distanciaba de él. No eran más que fanfarronadas, pues podía expresar adecuadamente los mismos conceptos con palabras corrientes. Entonces pensó, a la mierda, ¿es que no tengo derecho a emplear palabras nuevas? Aquello parecía una coacción cultural contraproducente. Pero en realidad era irrelevante, porque estaba enfadado sobre todo porque era hermano de Billy «Business» Birrell. Ser hermano de «Business» Birrell acarreaba determinadas expectativas, una de las cuales era que uno no se achantaba ante tipos como Juice Terry.

Business tenía pegada y había ganado sus primeros seis combates como profesional en los primeros asaltos, por K. O. o abandono del rival. Su séptima contienda, sin embargo, fue un desastre. Con todas las apuestas a su favor, Steve Morgan, un habilidoso zurdo de Port Talbot, le abrumó y le venció por puntos. Durante el combate, el habitualmente explosivo Business parecía apático y lento; rara vez acertó a colocar un golpe y fue presa fácil para el punzante jab de Morgan. El consenso general era que de haber tenido Morgan pegada, Business se habría visto en serios apuros. Los jueces y el médico se dieron cuenta de que algo fallaba.

Un examen médico posterior al combate y varias pruebas subsiguientes revelaron que Billy Business Birrell padecía problemas de tiroides que afectaban adversamente sus niveles de energía. Aunque esto podía controlarse mediante fármacos, el British Board of Boxing Control se vio obligado a retirarle la licencia.

Sin embargo, Business gozaba de respeto y tenía la reputación de ser un hombre con el que no se jugaba. El hecho de haber sido derrotado por su estado de salud en lugar de por su adversario, y de haberse negado a caer o capitular de cualquier otra forma aumentó más aún su reputación de héroe local. En lugar de maldecir la suerte cruel que le había arrebatado la posibilidad de grandeza, Billy Birrell sacó provecho de su fama local y abrió un bar de copas popular y lucrativo llamado, inevitablemente, The Business Bar.

El problema que tenía Rab Birrell era que, en tanto hombre reflexivo y especulativo, carecía del dinamismo explosivo con el que competir con la habilidad pugilística o el brío empresarial de su hermano. Rab sentía que siempre iba a desempeñar un papel secundario ante Business y se vio atrapado entre tratar de establecerse por cuenta propia o dejarse llevar por la estela de su hermano. Sentía, fuera cierto o imaginado, que la clase de gente que idolatraba a su hermano le miraba a él por encima del hombro.

Mientras Rab meditaba sobre aquello, Juice Terry trataba de no dar crédito a sus oídos. Se había colocado en el mismo lado de la mesa que Kathryn y quedó atónito cuando ella tiró de él hacia ella y le cuchicheó al oído: «Escucha, Terry, hay una cosa que quiero que sepas, no nos vamos a ir a la cama juntos. Eres un tío estupendo y me gustas como amigo, pero no vamos a follar. ¿Vale?»

«Te va Catarrh… o Birrell…» Terry sintió que su mundo se venía abajo. Sus opciones sexuales se estaban clausurando más rápido que los hospitales, mientras que las de Rab y Johnny, por contraste, se abrían como cárceles. Lo de la tal Louise también se había acabado. Era una chavala por su sitio, pero un poco joven para él y, más importante, andaba por ahí con Larry Wylie, que estaba fuera de la cárcel otra vez. Así que punto y final. Louise, de todos modos, nunca había tenido discos suyos en la gramola del Silver Wing o el Dodger.

Kathryn se sentía repelida y al mismo tiempo atraída por lo que consideraba el monstruoso ego de Terry y sus amigos. Allí estaban, tres semivagabundos de una parte mierdera de una ciudad de la que ella apenas había oído hablar y se comportaban como si estuvieran en el centro del universo. Jamás había conocido a ninguna de las vacas sagradas del rock and roll que tuviera un ego de esas dimensiones. La mera idea de que ella, Kathryn Joyner, que había recorrido el mundo entero, que había ocupado las portadas de las revistas de estilo y de moda, saliera con uno de aquellos gandules echados a perder era ridícula.

Absolutamente ridícula.

Kathryn se aclaró la garganta. Agarró suavemente por el brazo a Terry, tanto para orientarse ella misma como para consolarle a él. Y le había gustado cuando Johnny Catarrh hizo lo mismo con ella.

«No, no me va ninguno de ellos. Somos amigos, tú, yo y los chicos. No es más que eso, y nunca podrá ser más que eso», dijo sonriendo y mirando a su alrededor. «Tengo que ir al lavabo», anunció, levantándose y tambaleándose ligeramente en dirección a los retretes.

«¿Cómo es que los yanquis llaman restroom[55] al servicio? Uno no entra ahí para reposar», se rió Rab Birrell.

«Ahí sólo se entra para mear o meterse drogas», reflexionó Johnny.

Terry esperó en silencio hasta que ella hubo desaparecido tras las puertas giratorias de los servicios y después se volvió hacia Rab. «Será creída la puta pija americana escuchimizada esta…»

A Rab Birrell se le esbozó una amplia sonrisa entre los bocados que le estaba dando a su pollo jalfrezi. «Has cambiado de canción. ¿Qué ha pasado con Kathryn esto y Kathryn aquello?»

«Bah, yanqui de mierda», refunfuñó Terry sombríamente. Poca gente lleva bien el rechazo, pero Terry lo llevaba peor que la mayoría.

Los ojos de Birrell se iluminaron al caer en la cuenta. «Te ha dado calabazas. ¡Pensabas que te la ibas a hacer y te ha dado calabazas!»

«La puta guarra se cree que puede pavonearse con los de nuestra cuerda cuando le venga en gana…»

«Ahora no empieces a odiarla sólo porque no vas a mojar con ella. ¡Si odiaras a todos los capullos que no quieren follar contigo la lista sería larga que te cagas!» Rab se echó un placentero trago de Kingfisher, apuró la copa e hizo señal de que sacaran otra ronda mientras Catarrh asentía con un gesto de entusiasmo sombrío.

«Es porque para las de su ralea yo soy un don nadie, eso es lo que pasa», dijo Terry, ligeramente animado ante la perspectiva de que Kathryn invitara a unas cuantas cervezas más.

«Terry, eso no tiene nada que ver», dijo Rab desechando su explicación, «a la chica sencillamente no le vas.»

«Nah, nah, nah», dijo Terry cansinamente. «A mí no me des conferencias sobre tías, Birell; yo de tías entiendo. Ni dios me puede decir nada sobre los chochos. En todo caso, ninguno de los que están en esta puta mesa», dijo desafiante, tamborileando con los dedos sobre la mesa para mayor efecto.

«Las tías americanas son distintas», se aventuró a decir Catarrh, lamentándolo de forma instantánea.

La sonrisa de Juice Terry se ensanchó como el río Almond al llegar al estuario de Forth. «Vale, pues, John Boy, tú eres el gran experto en chochos americanos. Todas esas tías americanas que te has follado en comparación con todas las escocesas. ¡Dinos tú cuál es la diferencia entonces!», soltó Terry, dejando escapar una risotada estentórea y entrecortada; Rab Birrell notó cómo le temblaban los costados.

Catarrh se movía intranquilo en su silla, mientras su expresión y el tono de su voz adquirían un aspecto avergonzado y defensivo. «No estoy diciendo que me haya follado a montones de tías yanquis. Sólo digo que las tías americanas son distintas…, como las que se ven en la tele y tal.»

«Y una mierda», saltó Terry. «Los chochos son chochos. Iguales en el mundo entero.»

«Escucha», dijo Rab, cambiando de tema para ahorrarle rubores a Johnny, «¿no estará metiéndose los dedos por la garganta y potando todo el curry ese en el tigre?»

«Más vale que no, joder. Menudo desperdicio», afirmó Terry. «¡Con la de críos que se ven muriéndose de hambre, en la tele y eso, y que alguien haga eso!»

«Pero eso es lo que hacen las tías así, bulimia o como se llame», reflexionó Catarrh.

Kathryn regresó de los lavabos. Hubo un momento en que pensó que iba a vomitar, pero se le había pasado. Normalmente, sí iba a vomitar los tóxicos alimentarios antes de que se convirtieran en moléculas de grasa, corrompiendo y atrofiando su cuerpo. Ahora resultaba reconfortante, aquel centro pesado y cálido que en otro tiempo para ella significaba enfermedad.

«Esta noche funciona el club ese del Shooting Gallery, para el festival, ¿sabes?», sugirió Rab.

«Guay. ¿Te apetece que vayamos allí después, Kath? ¿A mover el esqueleto?», se aventuró Juice Terry.

«La verdad es que no voy vestida para la ocasión…, pero no quiero volver al hotel…, pero…, bueno, vale», dijo ella. Parecía importante seguir por ahí, mantenerse en movimiento.

«Pero habrá que hacerse con unas drogas. Speed y unos éxtasis, eh», dijo Rab. A continuación se volvió hacia Catarrh: «¿Vas a llamar a Davie?»

Terry sacudió la cabeza. «A la mierda el speed, pilla un poco de perica para luego. ¿Te parece bien, Kath?»

«Sí, por qué no», consintió Kathryn. No sabía adonde conduciría aquella aventura, pero acababa de decidir que ella iba a hacer el viaje hasta el final.

Rab vio como la expresión de Terry se distorsionaba hasta adoptar un aire petulante. «Kath está metida en el mundillo del rock and roll, Rab. No querrá saber nada de tu speed arrabalero. A partir de ahora, sólo lo mejor.»

«A mí me gusta el speed», protestó Rab.

«Vale, Birrell, juega a hacerte el puto héroe de la clase trabajadora todo lo que quieras. ¡Pero de nosotros no esperes ninguna medalla, colega! ¿Verdad, John Boy?» Se volvió hacia Catarrh.

«Un poco de perica estaría por su sitio», dijo Catarrh, «para variar y tal, Rab», le dijo a Rab para mitigar su traición. Normalmente Catarrh era un maníaco del speed y esnifar coca disparaba su ya maltrecha sinusitis.

EL CONEJO

Lisa recordaba a Angie diciendo algo acerca de Mad Max, el conejo de Charlene. El que había tenido de niña. Se acordaba de que una vez dijo algo mientras estaba de bajada después de una noche metiéndose pastillas por los clubs. Algo raro, cuyos detalles no lograba recordar del todo, aunque sí recordara la sensación fea y perturbadora. Algo que podía ser fácilmente etiquetado y archivado bajo el epígrafe «chorradas drogotas».

Algo le había pasado a su conejo. Algo malo, porque Charlene estuvo sin ir al colegio un tiempo. Era lo único que Lisa lograba recordar.

Entonces Charlene empezó a hablar otra vez. Sobre el conejo.

Charlene le dijo a Lisa que adoraba al conejo, le dijo cómo lo primero que hacía todas las mañanas era bajar a la conejera a ver cómo estaba. A veces, cuando los gritos de borracho de su padre o el ruido de los gritos de su madre se hacía insoportable, se quedaba sentada en el extremo del jardín, abrazando y acariciando a Mad Max y rogando por que pararan.

Un día, cuando llegó a casa del colegio, vio abierta la puerta de la conejera. El conejo se había escapado. Vio algo por el rabillo del ojo y levantó lentamente la vista para mirar el árbol. Mad Max estaba clavado a él. Unos enormes clavos atravesaban su cuerpo. Charlene intentó desprenderle de los clavos, acariciarle, a pesar de que sabía que estaba muerto. No pudo desprenderle. Entró en casa.

Más tarde, aquella misma noche, su padre llegó borracho a casa. Gritaba y lloraba. «El conejo de la cría…, esos cabrones de al lado…, los mataré…» Vio a Charlene sentada en la silla. «Te compraremos otro conejo, nena.»

Ella le miró con aversión y desprecio en estado puro. Sabía lo que le había ocurrido al conejo. Él sabía que ella lo sabía. Abofeteó con fuerza su rostro de diez años y ella cayó al suelo. Su madre entró y protestó y él la envió al hospital, dejándola inconsciente y partiéndole la mandíbula de un puñetazo. Después él se fue al pub, dejando a la cría que llamara al 999 y a una ambulancia. En el estado de shock en el que se hallaba, le daba la impresión de que le costaba siglos marcar los números.

Después de contarle aquella historia, Charlene se incorporó bruscamente y sonrió alegremente. «¿Adónde vamos, pues?»

Ahora Lisa quería meterse en la cama.

UN AMERICANO EN LEITH

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