Cola

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4. Aproximadamente 2000: Ambiente festival » Aeropuerto de Heathrow, Londres, Inglaterra: 6.30 de la tarde

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Gran Bretaña. No, Inglaterra. No es Escocia. En realidad, Gran Bretaña nunca existió. Todo fue un camelo de relaciones públicas al servicio del Imperio. Ahora tenemos distintos imperios a los que servir, así que nos dirán que somos otra cosa. Europa, o el cincuenta y un Estado de la Unión o las Islas Atlánticas o alguna mierda de ésas. Un montón de putas mentiras.

Pero en realidad siempre fue Escocia, Irlanda, Inglaterra y Gales. Bajar del avión. Subir al avión. A Escocia. A poco más de una hora de distancia.

No puedo subir a un avión con destino a Edimburgo. El primero es para Glasgow. No quiero estar aquí sentado, a pesar de que el siguiente vuelo a Edimburgo me dejaría en casa casi a la misma hora, para cuando llegara en el tren. Pero parece importante mantenerse en movimiento, así que compro un billete para Glasgow.

Telefoneo a mi madre.

Es estupendo hablar con ella. Parece centrada, pero la noto un poco ida, como si fuera de Valium o algo. Mi tía Avril se pone al aparato, me dice que lo lleva bien. No hay nada nuevo del viejo. «Están a la espera, hijo», me dice.

Es la forma en que lo dice. Están a la espera. Me voy a los lavabos y me siento, paralizado por la angustia. No me salen las lágrimas y no tendría sentido, sería como intentar vaciar un embalse de dolor con un gotero. Estoy haciendo el idiota. Mi viejo estará bien. Es invencible y los médicos son unos putos gilipollas. Si muere será porque le habrán dejado en el puto aparcamiento en el contenedor de basuras con otra docena de pacientes no acaudalados en vez de en una cama de hospital como está mandado, recibiendo el tratamiento por el que ha pagado durante toda su vida con sus vales y sus impuestos.

Sólo puedo pensar en llegar a casa de mi madre. Sobar un poco, afeitarme, ducharme, sacarme todo el polvo y la mugre y después ir a ver a todo el mundo. A lo mejor incluso me pongo al día con alguno de los chicos. Bueno, puede que sí y puede que no. Estoy demasiado hecho polvo para sentir nada por Escocia, que sólo está a una distancia de una hora. Sólo quiero una cama.

Mentira.

Era todo mentira. Nos manteníamos alejados los unos de los otros porque nos recordábamos mutuamente nuestro fracaso como amigos. A pesar de nuestra grandilocuente palabrería, nuestro amigo había muerto solo.

Era todo mentira.

Me mantuve lejos de Terry y Billy.

Gally me contó que era seropositivo. Se había chutado un par de veces en Leith con un tío llamado Matty Connell. Sólo dos o tres veces, deprimido por la forma en que iban las cosas con su cría. El chalado con el que estaba su tía, aquel al que la cría llamaba papá.

Mark McMurray se llamaba el tío. El maromo de Gail. El colega de Doyle. Le había arrancado un trozo de vida a Gally en dos ocasiones.

Polmont, le llamábamos. El Dalek.

Pobre Polmont. Pobre Gally.

El primer polvo de Gally dio paso a un embarazo y a un matrimonio de penalti desamorado.

Su primer o segundo chute dio paso al virus.

Me dijo que no soportaba la residencia para desahuciados, que no soportaba la idea de que todo el mundo, su madre y tal, supiera que era por drogas; heroína y sida. Pensaba que ya le había quitado todo a su madre, que ya no podía quitarle nada más. Probablemente pensaba que la muerte por accidente sonaba mejor que morir de sida. Como si ella fuera a verlo así.

Pero Gally era un chaval como está mandado, ya lo creo.

Pero nos dejó.

Nos dejó; me di cuenta por la forma en que miraba directamente hacia delante mientras le gritábamos para que no fuera tan idiota, y que volviera a pasar al otro lado de la barandilla. Gally siempre había sido un escalador, pero había saltado por encima de la verja del puente George IV y se asomaba al Cowgate. Era la

forma en que miraba hacia abajo, en un extraño trance. Y yo lo vi todo, era el que más cerca estaba. Billy y Terry se dirigían hacia Forrest Road, mostrándole que no les impresionaban sus trucos para llamar la atención.

Pero yo estaba justo al lado suyo. Podría haberle tocado. Podría haberme estirado y haberle agarrado.

No.

Durante un breve instante, Gally salió de su estado hipnótico, y vi cómo se mordía el labio inferior, y cómo la mano subía hasta el lóbulo y retorcía el pendiente. Parecía que a pesar de todos los años transcurridos seguía poniéndose postilloso y supurando. Entonces cerró los ojos y dio un salto o cayó, no,

dio un salto desde el puente, cayendo veinte metros y estrellándose contra la calle de abajo.

Rugí: «¡GALLY! ¡QUÉ COJONES…! ¡GALLY!»

Terry se dio la vuelta, se quedó de piedra durante un segundo, chilló algo y después empezó a tirarse del pelo con las manos y a dar pisotones sin moverse del sitio, como si estuviera en llamas e intentara apagar el fuego. Era un enloquecido baile de San Vito, como si le arrancaran algo, como si algo conectado con él estuviera feneciendo.

Billy bajó directamente por la callejuela en curva que conducía a la calle de abajo.

Miré por encima de la balaustrada y vi a Gally tendido, casi como si estuviera haciéndose el muerto, abajo en la calle. Recuerdo haber pensado que de alguna forma aquello tenía que ser una broma, una vacilada. Como si de algún modo milagroso hubiera logrado bajar hasta la calle y estuviera tumbado, siguiendo con la broma, como cuando éramos críos y nos «matábamos» jugando a japoneses y comandos. La realidad que sus ojos ponían de manifiesto parecía contradicha por la esperanza horrorizada, tan fuerte que provocaba náuseas, de que aquello no fuera más que un estrafalario montaje. Entonces Terry me miró y me gritó: «Venga», y le seguí por el estrecho callejón hasta la calzada principal donde estaba tendido Gally.

Sentí fuertes latidos en un lado de la cara y los tendones de la parte trasera de mi cuello parecían haberse convertido en cuchillos. Aún existía una posibilidad de que volviéramos al punto de partida: un montón de tíos de pedo. Pero aquella fantasía, aquella esperanza, estalló en pedazos cuando vi a Billy estrechando el cuerpo de Gally.

Me acuerdo de una tía boba y borracha que no paraba de repetir: «¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado?» Lo repetía una y otra vez, como una cretina. Quise que fuera ella la muerta en lugar de Gally. «¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado?» Ahora me doy cuenta de que la pobre chavala debía de estar conmocionada. Pero quise que hubiera sido ella en lugar de él. Sólo durante un segundo o dos; después no quise que nadie muriera nunca más.

La mayor parte de la gente reunida alrededor había salido de los pubs y todos buscaban el coche que habría atropellado a Gally, intentando calcular qué dirección habría tomado. A nadie se le ocurrió levantar la vista hacia el puente.

Estoy allí, en lo que creo que es silencio, pero todos me miran como si estuviera herido, como si sangrara profusamente. Terry se aproxima y me da un meneo como si fuera un crío pequeño, y sólo entonces me doy cuenta de que estaba chillando.

Billy se limita a sostener a Gally y a decir en voz baja y con una triste ternura como nunca antes o después le he escuchado a nadie: «¿Por qué has hecho eso, Andy? ¿Por qué? Seguro que las cosas no estaban tan mal. Podríamos haberlo arreglado, colega. ¿Por qué lo has hecho, chaval? ¿Por qué?»

Ésa fue la última vez que resultó especial. Tras aquello nos mantuvimos alejados unos de otros. Era como si hubiésemos aprendido acerca de lo que es la pérdida a una edad demasiado temprana y quisiéramos apartarnos unos de otros antes de que lo hicieran los demás. Aunque en realidad no estábamos tan alejados unos de otros; yo, Billy y Terry, y supongo que Gally, nos convertimos en los cuatro puntos cardinales tras aquella noche.

Ahora regreso.

Según el veredicto emitido por el juez de instrucción no se pudo establecer la causa de la muerte. Terry se negó a considerar siquiera la posibilidad del suicidio. Pero me parece que Billy lo había adivinado.

Fui a Londres y me establecí allí. Una temporada de residente en un club pequeño pero en el que pasaban cosas y que se trasladó a un local más grande. Después a un superclub grande y de pasta. Grabé unos cuantos temas propios y después unos cuantos mixes. Después un álbum; después otro. En esencia, viví la vieja fantasía de éxito de Snap mientras trataba de tocar el bajo. Sin embargo, nunca fui bajista; nunca fui un Manni, un Wobble, un Hooky o un Lemmy, ni siquiera un puto Sting. No le sacaba un

feeling de bajo a mis torpes intentos, que jamás estuvieron en sintonía con mis vibraciones internas, pero sí logré desarrollar un

oído para los bajos. Eso ayudó mucho cuando llegó el momento de hacer mezclas. El éxito llegó despacio, pero con paso firme. Un gran disco dance,

Groovy Sex Doll, que llegó a las listas de ventas generales. Eso me consagró a lo grande. Lo pusieron en

Top of the Pops; yo hacía como que tocaba el teclado mientras unas modelos vestidas de lycra bailaban sin parar a mi alrededor. Me puse hasta las orejas de vodka y cocaína, me tiré a una de las modelos, anduve por el Met Bar y algunos clubs del Soho, tuve discusiones profundas y significativas con diversas estrellas del pop, actores, escritores, modelos, presentadores de televisión, artistas, editores de periódicos y revistas, e intercambié números de teléfono a patadas. Me fijé en cómo cambiaban los acentos en el contestador. Lo que tendría que haberse quedado en un par de meses interesantes, en un verano, se convirtieron en seis ampulosos años.

No me arrepiento. Tienes que lanzarte cuando llega tu momento o más tarde lo lamentarás. Sí que me arrepiento de haber estado por en medio más tiempo de la cuenta, dejándome avasallar por ese lamentable y repugnante proceso destructivo. En un avión que volvía de Nueva York y de un bolo excelente en el Twilo, tomé una decisión profesional: ya no estaba por hacer de aquello una profesión.

Tenía un pie en ambos campos, pues siempre había admirado a los cabecillas del house que hacían cosas auténticas: Dave the Drummer, los chicos de Liberator, esa clase de peña. Esencialmente, eso era lo mío, las fiestas clandestinas, la reunión de las tribus. La verdad lisa y llana es que es mejor. Es más divertido, te ríes más. De modo que dejar el circuito de las celebridades estiradas fue una jugada puramente calculada y mercenaria por mi parte.

Así que actuaba en los

raves y las fiestas de la vieja escuela; la prensa dance se preguntaba: ¿HA PERDIDO N-SIGN LOS PAPELES?, y yo estaba pasando la temporada más feliz y más satisfactoria de mi vida. Entonces empezaron a notarse los efectos de la Ley de Justicia Criminal, y tras las sonrisas de profidén el Reino Unido siguió siendo un lugar opresivo para aquellos que no querían divertirse como ellos dispusieran. Y sus fiestas, las fiestas Cool Britannia esas, eran una puta mierda.

Así que nos largamos; primero a París, después a Berlín, y después a Sydney. La peña Spiral, la peña Mutoid, todos parecían acabar encallando en Sydney. Últimamente me he encontrado hecho polvo a menudo. Eso siempre me dice que es el momento de cambiar de aires. Alguna gente pasa años de terapia tratando de lidiar con el hecho de estar hechos polvo. Yo me limito a cambiar de aires. La sensación de estar hecho polvo siempre desaparece. La opinión ortodoxa es que estás huyendo, que deberías aprender a hacerle frente al hecho de estar hecho polvo. Yo no estoy de acuerdo con eso. La vida es un proceso más dinámico que estático y cuando no cambiamos nos mata. No es huir, es cambiar de aires.

Sí. Esto me hace sentirme mejor. No hay nada como la autojustificación. No estoy huyendo, estoy cambiando de aires.

Cambiando de aires.

La última vez que los vi fue en el funeral, hace nueve años. Lo curioso es que nunca pensaba en Billy, Terry, Topsy y demás tanto como pensé que lo haría. Sólo lo hago ahora que estoy cerca de casa.

El vuelo de enlace con Glasgow; subo a él con una copia de obsequio del

Herald. Los

weedgies. Adoro a esos cabrones que te cagas. Nunca jamás te decepcionan. Otra vez en casa. Siempre que vuelvo a Escocia noto un extraño hormigueo. Caigo en la cuenta de que, pese al terror, ha pasado mucho tiempo y de hecho estoy emocionado. Espero que todavía haya un padre al que ver cuando llegue allí.

Aunque no habrá ningún Gally.

Adoraba a Gally, ese capullín, ese sacomierda enano y egoísta. Probablemente ahora más que nunca, porque está criando malvas. Ahora ya no decepciona a nadie, sólo lo hizo una vez. La imagen de su cuerpo quebrado en esa calle nunca me abandonará.

Aquella chica de Munich, hace años, en el noventa, noventa y uno, ochenta y nueve o algo así, Elsa se llamaba. Gally se largó con su amiga. «Tu amigo es extraño», dijo, «no tuvo con Gretchen…, no hicieron… a ella le gustaba, pero no tuvieron relaciones sexuales plenas.»

Me preguntaba en qué estaría pensando. Ahora lo sabía, como lo sabía él. Era un tío demasiado íntegro para follarse a nadie siendo seropositivo.

Nos inició a todos en la pérdida de seres queridos.

Ojalá se hubiese querido a sí mismo tanto como quería a los demás.

Está muerto, así que resulta más fácil quererle que a Terry o Billy. Pero a ellos todavía les quiero; tanto que no puedo dejar que subviertan lo que siento por ellos dejándoles aproximarse en modo alguno. Me gusta la

idea que tengo de ellos. Pero nunca podremos tener lo que tuvimos; todo ha desaparecido: la inocencia, la cerveza, las pastillas, las banderas, los viajes, el barrio…, me queda todo tan lejano.

¿Cuál era el estribillo ese de Bowie que sampleamos?: Corramos las cortinas sobre el ayer…

El autobús de vuelta al centro de la ciudad. Estoy follao. A decir verdad, más que follao. A veces me siento como si viera por las orejas en lugar de por los ojos. La estación de autobuses de Buchanan Street.

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