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1. Allá por 1970: El hombre de la casa » Windows 70

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El sol salió por detrás del hormigón del bloque de pisos de enfrente, dándoles directamente en la cara. A Davie Galloway le sorprendió tanto aquel brillo traicionero que casi soltó la mesa que a duras penas transportaba. Ya hacía calor de sobra en el piso nuevo y Davie se sentía como una extraña planta exótica que iba marchitándose en un invernadero sobrecalentado. Son las ventanas esas, tan enormes que absorben todo el sol, pensó, mientras depositaba la mesa en el suelo y se asomaba a la urbanización que había debajo.

Davie se sentía como un emperador recién coronado abarcando con la mirada la totalidad de sus feudos. Los edificios nuevos eran realmente impresionantes: relucían mucho cuando la luz topaba con aquellas piedrecillas centelleantes incrustadas en el revestimiento. Luminosidad, limpieza, buena ventilación y calor; eso era lo que hacía falta. Se acordaba de la fría y oscura casa de vecinos de Gorgie; cubierta de hollín y mugre durante generaciones, durante las cuales la ciudad se ganó su apodo de «Auld Reekie’»[1]. Fuera, las calles sombrías y estrechas, la gente caminaba de aquí para allá, encogida y arrastrando los pies por el frío invernal que helaba hasta el tuétano, y aquel rancio olor a lúpulo procedente de la fábrica de cerveza que trasladaba el aire cuando uno abría una ventana y que siempre le provocaba arcadas si la noche anterior se había excedido en el pub. Todo aquello había desaparecido, y ya iba siendo hora. ¡Esto sí que era vida!

Para Davie Galloway, las ventanas grandes simbolizaban todo lo que los nuevos edificios del programa de demolición y reconstrucción de los barrios pobres tenían de bueno. Se volvió hacia su mujer, que estaba sacándole brillo a los rodapiés. ¿Por qué tenía que abrillantar los rodapiés de una casa nueva? Pero Susan estaba de rodillas, vestida con un mono, y su gran moño negro subía y bajaba, dando fe de su frenética actividad. «Eso es lo mejor de estos sitios, Susan», se arriesgó a decir Davie, «las ventanas grandes. Dejan que entre el sol», añadió, antes de echar una mirada a aquella maravillosa cajita que se encontraba sobre la cabeza de Susan, incrustada en la pared. «Calefacción central para el invierno, además. No hay color; con darle al interruptor, ya está.»

Susan se incorporó lentamente, con respeto por el calambre que había ido acumulándose en sus piernas. Sudaba mientras iba dando pisotones con un pie entumecido y hormigueante para reactivar la circulación. Su frente acumulaba perlas de sudor. «Es demasiado caluroso», se quejó.

Davie meneó enérgicamente la cabeza. «Qué va, aprovecha mientras puedas. Estamos en Escocia, ¿recuerdas? No durará.» Tomando aliento, Davie levantó la mesa, reemprendiendo su ardua lucha por llegar hasta la cocina. Era una puñeta de cacharro: un modelo nuevo elegante con una superficie de fórmica cuyo peso parecía desplazarse constantemente y que se abría por todos lados. Es como luchar con un jodido cocodrilo, pensó, y, dicho y hecho, la bestia se abalanzó sobre sus dedos, forzándole a retirarlos con premura y chuparlos mientras la mesa caía ruidosamente al suelo.

«Jo… jolines», maldijo Davie. Jamás juraba delante de una mujer. En el pub se podía hablar de cierta manera, pero delante de una mujer no. Se acercó de puntillas hasta la cuna situada en el rincón. El bebé seguía durmiendo plácidamente.

«Te dije que te ayudaría con eso, Davie; a este paso vas a acabar sin dedos y con una mesa rota», le advirtió Susan. Sacudió la cabeza despacio, mirando hacia la cuna. «Me sorprende que no la hayas despertado.»

Notando su desasosiego, Davie dijo: «En realidad no te gusta esa mesa, ¿verdad?»

Susan Galloway volvió a sacudir la cabeza. Miró más allá de la nueva mesa de cocina y vio el tresillo nuevo, la mesita de café nueva y las alfombras recién compradas que habían aparecido misteriosamente el día anterior, cuando ella estaba fuera, trabajando en la destilería.

«¿Qué pasa?», preguntó Davie, agitando su mano dolorida. Notó la fijeza de su mirada, abierta y hosca. Aquellos enormes ojos suyos.

«¿De dónde has sacado todo esto, Davie?»

Odiaba que le hiciera ese tipo de preguntas. Lo estropeaba todo, abría entre ellos un abismo insalvable. Lo que hacía, lo hacía por todos ellos: por Susan, por la cría, por el chavalín. «Tú no hagas preguntas y yo no te mentiré», dijo con una sonrisa, pero sin poder mirarla, pues él estaba tan insatisfecho de aquella réplica como sabía que lo estaría ella. En lugar de eso, se agachó y le dio a su hijita un beso en la mejilla.

Levantando la mirada, se preguntó en voz alta: «¿Dónde está Andrew?» Le echó una mirada fugaz a Susan.

Susan le volvió la espalda con un gesto amargo. Ya había vuelto a esconderse otra vez, a esconderse detrás de los críos.

Davie se internó en el vestíbulo con la sigilosa cautela de un soldado de las trincheras temeroso de los francotiradores. «Andrew», gritó. Su hijo bajó las escaleras con gran estrépito; era una fuerza vital cargada y fibrosa, que lucía el mismo cabello castaño oscuro que Susan, pero trasquilado con un estilo minimalista. Siguió a Davie hasta el cuarto de estar. «Aquí está», anunció alegremente para que Susan le oyese. Percatándose de que ella le ignoraba con esmero, se volvió hacia el muchacho y preguntó: «¿Estás a gusto en tu nueva habitación?»

Andrew le miró primero a él y luego a Susan. «He encontrado un libro que nunca tuve antes», les dijo con solemnidad.

«Eso está bien», dijo Susan, acercándose a él y quitándole una hilacha suelta de la camiseta a rayas.

Mirando a su padre, Andrew preguntó: «¿Cuándo podré tener una bici, papá?»

«Pronto, hijo», sonrió Davie.

«Dijiste que cuando fuera al colegio», dijo Andrew con gran sinceridad, centrando sus grandes ojos negros en los de su padre, con una mirada algo menos acusadora que la de Susan.

«Cierto, amigo», confesó Davie, «y será pronto.»

¿Una bici? ¿De dónde iba a salir el dinero para una puñetera bici?, pensó Susan Galloway, estremeciéndose mientras el resplandeciente y sofocante sol veraniego atravesaba aquellas inmensas ventanas sin piedad.

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