Cola

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4. Aproximadamente 2000: Ambiente festival » Glasgow, Escocia: 5.27 de la tarde

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Buchanan Street: el hedor del diésel y de los

weedgies surca los aires, corrientes inconexas de aspereza que los nuevos centros comerciales y las boutiques de diseño, por curioso que parezca, intensifican en lugar de disimular.

Ni siquiera recuerdo cómo se llega a la estación de Queen Street desde aquí, ha pasado mucho tiempo. Por supuesto, está aquí al lado. No me funciona el móvil, así que llamo a mi madre desde una cabina. Mi madre está en el hospital. Con la tía Avril.

Me cuenta cómo están las cosas. Farfullo algunas chorradas durante un minuto y después salgo a coger el tren, dándome cuenta en ese momento de que no he preguntado por nadie, ni siquiera por Billy.

Billy Birrell y todos sus alias; algunos que le gustaban, otros que le mosqueaban que te cagas. Silly Girl (primaria). Secret Squirrel (secundaria). Biro (nombre del pandillero barriobajero y matón incendiario). Business Birrell (boxeador). Ha pasado mucho tiempo. El mejor tipo que he conocido en mi vida. Billy Birrell.

Ahora necesito volver atrás. Llego hasta Queen Street y me subo al tren.

Reconozco a un tío que va en el tren. Creo que es un disc-jockey, o algo que tiene que ver con los clubs. ¿Un promotor? ¿Lleva un sello? Quién sabe. Le saludo con una inclinación de la cabeza. Me corresponde. Renton, creo que se llama. Tenía un hermano en el ejército al que mataron, un tío que solía ir mucho a Tynecastle en tiempos. No era mal tipo, el hermano quiero decir. Este capullo nunca me mereció muy buena opinión; oí que le dio el palo a sus colegas. Pero supongo que hemos de tener la suficiente fortaleza para vivir con el hecho de que la gente más cercana nos tiene que desilusionar de vez en cuando.

El funeral de Gally fue el acto más triste al que nunca he asistido. Lo único que me dio ánimos inesperados fue la presencia de Susan y Sheena. Estaban pegadas la una a la otra como lapas junto a la tumba. Parecía como si los pilares de masculinidad que tenían a su alrededor, el señor G. y Gally, hubiesen quedado en evidencia como castillos de naipes que se habían venido abajo. Ya sólo quedaban ellas. Y no obstante, por encima de la devastación absoluta de todo aquello, parecían personas fortísimas y rectas.

Tenían un solar familiar. Yo fui uno de los portadores del ataúd; ayudé a llevarlo y a depositar a Gally bajo tierra. Billy también ayudó, pero a Terry ni siquiera se lo pidieron. Gail, como había dicho que haría, se mantuvo alejada y mantuvo alejada a Jacqueline. Era lo mejor para todos. Faltaba el viejo de Gally; probablemente estaba en el talego.

Mi padre y mi madre, los Birrell; ellos estaban allí, incluyendo a Rab Birrell y un par de los amigos futboleros de Gally. También estaban la madre dé Terry y Walter. Apareció Topsy. La mayor sorpresa tuvo lugar en el hotel, donde Billy me dijo que se había asomado Blackie. Ahora era el director del colegio y había oído que había muerto un antiguo alumno suyo. No le vi por la capilla ni junto a la tumba y tampoco vino con nosotros al hotel, pero Billy me aseguró que era él, de pie y con gesto severo bajo la lluvia, con las manos entrelazadas delante de él, junto a la tumba.

La gravilla del camino se me atascó entre las suelas del zapato, y recuerdo que aquello me enojó en su momento. Me entraron ganas de soltarle una hostia a alguien sólo porque llevaba un poco de gravilla en el zapato.

Fue una mañana fea y fría; el viento nos asaltaba desde el mar del Norte, escupiendo lluvia y aguanieve contra nuestros rostros. Afortunadamente, el pastor fue breve y nos fuimos temblando calle abajo hasta el hotel a tomar un té, unos pasteles y alcohol.

Durante la ceremonia, Billy sacudía la cabeza, farfullando para sus adentros, todavía conmocionado. En aquel momento me preocupaba. Aquél no era Billy Birrell. Parecía el mismo, pero era como si su concentración y la corriente subterránea de energía hubiesen desaparecido. Le habían quitado las pilas. Billy siempre había sido un pilar de fuerza y no me gustó verle así. Yvonne Lawson, que lloraba, le cogía de la mano, horrorizada. Billy estaba jodido y tenía un combate a la vuelta de la esquina.

Yo sostenía una de las manos de Susan entre las mías, y pronunciaba el viejo discurso: «Si hay algo…, lo que sea…», y sus ojos cansados y vidriosos me sonrieron, como los de su hijo, mientras me contaba que estaba bien, que ella y Sheena se las apañarían.

Cuando fui al servicio a echar una meada, Billy se me acercó y empezó a contarme con cierta vacilación algo acerca de Doyle que capté vagamente a pesar del alcohol y el dolor.

Doyle se había acercado al club de Billy después de acabar el entrenamiento. Estaba esperando a Billy. «Yo pensé», dijo él acariciándose la cicatriz, «esto es una pasada, vuelta a empezar. Así que me tensé. Pero parecía que iba solo. Dijo que sabía que era socio de Power y eso y que no quería problemas, que sólo quería preguntarme una cosa. Entonces me dijo: ¿Estuviste tú con Gally en casa de Polmont aquella noche?»

Pero en aquel momento, durante el funeral, lo cierto es que no tenía ganas de oír aquello. Ya había tenido suficiente y fui egoísta. Después de lo de Munich, toda aquella mierda; era como si hubiese hecho un borrón en aquella parte de mi vida, aquella parte de mi vida en mi ciudad natal. Sólo quería enterrar a mi amigo y cambiar de aires. La noche que salimos, la noche en la que Gally saltó, sólo significaba para mí una salida por los viejos tiempos, antes de largarme a Londres.

Billy hundió las manos en los bolsillos del pantalón, poniéndose tieso y rígido por completo. Recuerdo que aquello me asombró más que lo que dijo en ese momento; no era la clase de lenguaje corporal que uno asociaba con él. Normalmente Billy se movía de un modo elástico, grácil y relajado. «Yo le dije: ¿Y a ti qué te va en ello?» Doyle dijo que Polmont decía que no hubo nadie más allí, sólo Gally. Sólo quiero saber si es cierto. «Pues yo no estaba allí», le dije. «De modo que», dijo Billy mientras me miraba, «si hubo alguien más, es obvio que Polmont nunca le dio el chivatazo a Doyle.»

«¿Y?», pregunté, sacudiéndome la polla y volviendo a meterla dentro de la cremallera. Como he dicho, no estaba interesado. Supongo que sentía un gran resentimiento hacia Gally, por lo que me parecía su egoísmo. Ahora quienes más me preocupaban eran Susan y Sheena; en lo que a mí se refería, aquel día giraba en torno a ellas. Desde luego no tenía deseo alguno de hablar del puto Doyle o de Polmont.

Billy se rascó el cuero cabelludo. «Verás, lo que no le dije a Doyle es que Gally me vino a ver y me preguntó si bajaría con él a ver a Polmont.» Billy dejó escapar una larga exhalación. «Bueno, pues entendí lo que quería decir con eso de “ver”. Le dije que lo dejara, que todos ya habíamos tenido suficientes líos a cuenta de aquel gilipollas.»

No podía apartar la vista de la cicatriz de Billy, de la vez aquella en que Doyle le sacudió en la cara con el cuchillo ballenero. Comprendía su punto de vista, no necesitaba volver a pasar por la misma mierda; tenía un combate en ciernes. Creo que Billy tenía tantas ganas de cambiar de aires como yo.

«Debí hacer un mayor esfuerzo para convencerle de que no lo hiciera, Carl. Ojalá me hubiera acercado a verle…»

En ese momento a punto estuve de contarle a Billy lo que Gally me había contado a mí: lo de que era seropositivo. Para mí, aquél era el motivo de que Gally saltara. Pero le había hecho una promesa a Gally. Pensé en Sheena y en Susan, que estaban dentro, en el bar, en cómo si le contabas algo así a alguien, acostumbraban a contárselo a alguien más… y ya lo sabía todo el mundo. No quería que sufrieran más, que supieran que el chaval había saltado porque no quería morir de sida. Sólo pude decir: «No había nada que tú o nadie más pudiera hacer, Billy. Ya lo tenía decidido.»

Y dicho eso, pasamos al interior y nos reunimos con los demás dolientes.

Terry, tan grandote, gordo y ruidoso, parecía encogido, cada vez más disminuido dentro de aquella habitación. Más aún que Billy, no parecía él mismo. No era Juice Terry. La animadversión silenciosa y enérgica de Susan Galloway hacia él resultaba palpable. Era como si hubiéramos vuelto a ser críos y Terry, el mayor, hubiese permitido que aquello le sucediera a su chico. Billy y yo estábamos al parecer exentos de su furor por la muerte de su hijo. En contraste, mostraba una especie de odio primario contra Terry, como si él hubiera sido la gran fuerza contaminante en la vida de Andrew Galloway. Era como si Terry se hubiera convertido en el señor Galloway, el Polmont, los Doyle, la Gail que ella podía odiar.

Ahora estoy en el tren este, asomándome al exterior. Se ha detenido en una estación. Echo un vistazo a la señal del andén:

Polmont

Vuelvo a mirar mi ejemplar del

Herald, que ya he leído unas tres veces, de pe a pa.

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