Cola

Cola


4. Aproximadamente 2000: Ambiente festival » Edimburgo, Escocia: 6.21 de la tarde

Página 70 de 73

Juice Terry giró la cabeza y echó un vistazo rápido hacia el otro lado de Dalry Road. Rab Birrell aún le seguía, aunque se mantenía a una discreta distancia. Terry le volvió la espalda con ademán altivo y siguió caminando. Un taxi pasó a toda velocidad junto a él, haciéndole caso omiso cuando sacó la mano para pararlo.

Al menos se había quitado de encima a aquella guarra americana, pensó Terry. Dormía a pierna suelta en el hotel y había dicho que le llamaría por la mañana. Tantas chorradas que había dicho acerca de quedarse una temporada en Edimburgo: se largaría en el primer avión en cuanto se hiciera de día.

Algún que otro borracho venía por la calle dando tumbos. Terry se fijó con malévola alegría en que por la acera de Birrell venían un par de tíos bastante cachas, y que se dirigían de cabeza hacia aquel capullo de estudiante. A lo mejor iba a recibir una de aquellas tundas gratuitas que los varones de la clase trabajadora escocesa tendían a infligirse unos a otros en proporciones insólitas en las calles de Escocia. No lo hacían ni por dinero, ni para realzar la reputación viril, sino casi por una especie de estrafalario protocolo. Pero si le daban a ese capullo una buena soba, ¿qué haría él? Tendría que acudir en ayuda de aquel hijo de puta. Pero primero que le metieran unas buenas hostias. Pero no, Birrell les conoce. Hasta les estrecha la mano. Están de charla un rato, y después cada uno sigue su camino, mientras Rab reemprende su persecución de Terry.

Rab Birrell echó mano al teléfono móvil que llevaba en el bolsillo de su chaqueta bomber de cuero marrón y lo encendió. Marcó los números de las dos compañías de taxis que se sabía de memoria. Los dos estaban ocupados. Volvió a guardarse el móvil en el bolsillo. A Rab se le daba mal guardar los mosqueos y empezó a sentirse avergonzado ante aquella situación, superando su enfado con Terry. Cruzó hasta la mitad de aquella calzada desierta, situándose en la tierra de nadie señalada por la raya continua. «Terry, venga colega…»

Terry se detuvo, se volvió y señaló con el dedo a Rab. «No te pienses que vas a entrar en mi casa. ¡Más vale que te vayas para casa, Birrell!»

Rab vaciló en medio de la calzada. «Ya te lo he dicho joder, te dije que recogería a Charlene y después me iría.»

¿Quién cojones se creía?, se preguntó Terry. Ese capullo de Birrell se piensa que puede hacerse perdonar lamiéndome el culo después de haber estado a punto de provocar mi muerte. «Mmmm. Vuelve a tu lado de la calle», protestó Juice Terry Lawson, pasándose la mano por el cabello.

«¡Terry, esto es ridículo! ¡Venga!» Rab dio un paso al frente.

«¡A TU PUTO LADO, BIRRELL!», rugió Terry, adoptando una postura de combate. «¡Vuelve a tu puto lado!»

Rab chasqueó la lengua en señal de exasperación, y levantó los ojos bruscamente hacia el cielo antes de volver a cruzar la calle. Se aproximaban dos hombres, esta vez por la acera de Terry. Llevaban chaquetas de cuero y pantalones ajustados. Llevaban el pelo corto y uno de ellos tenía un bigote llamativo. Terry no les vio hasta que se encontraron a pocos pasos de él.

«¿Una peleíta de enamorados?», ceceó el del mostacho. «Éste es igual, malísimo», dijo señalando a su amigo.

«¡¿Quééé?!»

«Uy, lo siento, creo que me he confundido.»

«Joder que sí», saltó Terry al cruzarse con ellos, aunque a continuación empezó a reírse para sus adentros. Menuda imagen debían de estar dando, Rab y él, cada uno en un lado de la calle y riñendo. Se estaba comportando como un idiota, pero seguía alterado después de haber estado colgado boca abajo y enfrentado a una muerte inminente. Y Birrell pretendía que se comportara como si no hubiera pasado una puta mierda.

Otro taxi pasó zumbando. La cara gruñona del capullo del taxista mientras sacudía la cabeza con cara de pena, pasando de largo. Entonces escuchó el sonido de otro deteniéndose al otro lado de la calle. Era otro taxi, en el que se estaba subiendo Birrell. Terry empezó a cruzar la calle, pero el coche salió disparado, dejándole tirado. Vio a Rab en el asiento de atrás, desapareciendo calle abajo, con un guiño insolente y mostrándole el pulgar levantado.

«¡PUTOS BIRRELL DE MIERDA!», aulló Terry volviendo el rostro hacia el cielo, como si apelase a la instancia suprema.

Rab se rió en el asiento trasero del taxi antes de decirle al chófer que diese media vuelta. Se detuvieron a la altura de Terry y Rab abrió la puerta, mientras aquél le lanzaba una mirada llena de resentimiento. «¿Vas a subir?»

Terry se introdujo cansinamente en el taxi y permaneció firmemente en silencio durante la mayor parte del trayecto hasta el barrio. Cuando pasaron por delante del Cross, Rab empezó a reírse. Terry intentó resistirse un rato, pero no pudo evitar sumarse.

Cuando volvieron se encontraron con que Lisa estaba levantada viendo la tele. Charlene estaba dormida en el sofá. «¿Habéis acostado a Kath sin problemas?»

«Sí», dijo Terry.

Lisa se fijó en las marcas de sus rostros, en el ojo hinchado de Terry, la sangre de la chaqueta de Rab y su boca. «¿Os habéis pegado?»

Terry y Rab se miraron el uno al otro. «Eh, nada, a la vuelta nos cruzamos con unos tíos que iban de listos», dijo Terry.

Ella se acercó a Terry. «Estás hecho un desastre», dijo, rodeándole el cuello con los brazos.

«Tendrías que ver al otro», respondió Terry, lanzándole una mirada furtiva a Rab.

Rab no quería despertar a Charlene, pero se acomodó en el sofá junto a ella y la abrazó. Ella abrió los ojos un par de segundos para acusar su presencia, hizo «Mmmm», y volvió a quedarse dormida, abrazándole con más fuerza. Rab dejó que el agotamiento le condujera hasta la inconsciencia.

Terry y Lisa todavía sentían cierta efervescencia, aunque empezaba a pasárseles un poco delante del hogar. Muy pronto también ellos cayeron dormidos.

Un ruido agudo, cantarín e insistente les devolvió al mundo de los presentes, uno por uno. Era el móvil de Rab.

Terry estaba furioso. ¿Es que ese capullo no podía apagar aquel puto juguete de arrabalero? Rab intentó sacarse el teléfono del bolsillo sin molestar a Charlene. Resultó imposible y el teléfono resbaló y cayó al suelo. Rab se estiró como pudo para agarrarlo. «Hola… Billy… ¿Qué?… No… Me tomas el pelo.»

Terry estaba a punto de reprender a Rab por dejarse encendido el móvil, pero le intrigaba que Billy hubiese llamado. «¡Si ha llamado para disculparse por su comportamiento de antes, dile que se vaya a tomar por culo!»

Rab hizo caso omiso de Terry mientras escuchaba a su hermano. «Vale…», dijo varias veces, y finalmente colgó. Miró a Terry. «No te lo vas a creer: Carl Ewart ha vuelto y su viejo está hospitalizado.»

«¿Duncan?», preguntó Terry, preocupado de verdad. Siempre le había caído bien el padre de Carl.

Le retumbaba la cabeza. Carl había vuelto. Hostia puta. Carl. La inspiración apareció como un rayo en el tarro de Terry. Intuía la inminencia de un chanchullo y su colega le necesitaba. Carl. Terry se levantó y dejó a una Lisa en estado grogui en el suelo. Era de mal tono dejar así a una tía, y más cuando constituía uno de los componentes vitales de

¡Shh! Las seis curas para una resaca, título de un libro que se había propuesto escribir algún día y que consistían en: follar, cagar, afeitarse, ducharse, camisa y shandy. Esto último consistía en una pinta de lager en el pub con ese par de centímetros de gaseosa que nunca pasaba a ninguna de las rondas subsiguientes. Pero fue al cuarto de baño, se dio un baño rápido y se cambió de ropa.

Cuando Terry reapareció con el rostro colorado por el calor del baño, Lisa levantó la vista desde su posición en la alfombra. Rab y Charlene volvían a estar en el sofá en estado comatoso.

«¿Adónde vas?», preguntó Lisa.

«A ver a mi amigo», dijo Terry, corriendo las cortinas para dejar pasar la luz. Las calles estaban desiertas pero los pájaros situados en los árboles del exterior cantaban. Se volvió hacia Lisa. «No tardaré mucho. Ahí arriba tienes una cama como está mandado si quieres quedarte a dormir», sonrió. «Dentro de un rato llamaré. ¡Rab!», gritó.

Rab se volvió y gimió: «Qué…»

«Cuida de las damas. Te llamaré al móvil.»

FIN

A Billy Birrell le sorprendió ver a un Juice Terry Lawson mudado de ropa y aseado caminando por el pasillo hacia él. Terry tenía el ojo hinchado. Eso no se lo he hecho yo, pensó, yo le di en la mandíbula a ese capullo. Puede que se diera un golpe al caer. Con una leve sensación de culpa, Billy dijo: «Terry», en tono conciliador.

«¿Están ahí dentro?», dijo Terry asomándose a la sala.

«Sí. Pero yo les dejaría tranquilos. A Duncan no le queda mucho. Mi madre acaba de marcharse, pero les voy a esperar aquí», explicó Billy. «No hay mucho que puedas hacer, colega.»

Sí, claro, pensó Terry, ¿y qué cojones vas a hacer tú?, ¿devolverle la vida al pobre viejo? Aquella escoria de Birrell seguía intentando hacerse el capullo virtuoso. «Yo también les esperaré», resopló Terry. «Yo también soy amigo de Carl.»

Billy se encogió de hombros, como diciendo «allá tú».

Terry recordó que Billy era mucho menos sensible que su hermano y que era imposible vacilarle o hacer que se sintiera culpable del mismo modo. La única forma de hacer mella en aquel capullo era mediante el insulto directo, y en ese caso se arriesgaba uno a recibir una tangana, cosa que también le habían recordado últimamente.

Pensando en el mismo tema, Billy dijo: «Siento haber tenido que pegarte, Terry, pero fuiste a por mí. No me dejaste opción.»

No me dejaste opción. Escucha a este cabrón, pensó Terry, ¿se pensará que está en el puto Hollywood de los huevos o qué? De todos modos, a la mierda, el viejo de Carl se estaba muriendo. No era momento para bobadas. Terry le tendió la mano. «Está bien, Billy; siento haberme comportado como un capullo, pero no lo hice con mala intención.»

Billy no creyó ni una palabra de aquello, pero ahora mismo no era cuestión de ocuparse de esa clase de mierda. Cogió la mano de Terry y la estrechó con firmeza. Al separarse, se produjo un silencio embarazoso. «¿Has visto alguna enfermera de buen ver?», preguntó Terry.

«Un par.»

Terry estiró el cuello y se asomó a la sala. «¿Ese de ahí es Ewart? Sigue siendo un esmirriado.»

«La verdad es que no está muy cambiado», le dio la razón Billy.

Por encima del hombro de su hijo, Maria Ewart vio a Billy Birrell y Terry Lawson, sus viejos amigos, de pie junto a la puerta de salida de la sala.

Maria y Carl se agacharon un poco más cuando Duncan intentó hablar de nuevo. «Acuérdate de las diez reglas», le dijo, resollando, a su hijo, mientras al mismo tiempo le apretaba la mano.

Carl Ewart miró a aquella parodia quebrada de su padre, despatarrado bajo las sábanas. Ya, a ti sí que te dieron resultado, pensó. Pero justamente a la vez que aquella reflexión tomaba forma en su cabeza, se vio superada por una irrupción de pasión procedente del corazón que le atravesó de parte a parte, deteniéndose en el arco formado por el paladar. Derramaba palabras como si se tratase de bolas de luz dorada y decía: «Claro que sí, papá.»

Cuando Duncan murió, abrazaron su cuerpo por turno, llorando y gimiendo en voz baja, abrumados por el inconcebible dolor y la incredulidad ante la pérdida, sólo atenuados por el alivio de saber que su sufrimiento había terminado.

Terry y Billy permanecieron fuera, sumidos en un silencio pesaroso, esperando el momento en que pudieran ser de utilidad.

Había allí una enfermera pelirroja y Terry sintió cómo su cerebro febril se obsesionaba con los pelos de su pubis. En su imaginación veía un trozo de materia gris dentro de su propio cráneo, del que salían sedosos cabellos color canela. Aquella mujer tenía un rostro dulce, con pecas; ella le sonrió y Terry sintió que su corazón rezumaba emoción como la miel de un tarro volcado. Aquello era lo que le hacía falta, pensó, una tía con clase como ésa que le cuidara. Una como ésa y otra como Lisa, un poco más peleona y decidida. Una nunca era suficiente. Dos tías, las dos con ganas pero también las dos por la otra. Sería como el tipo ese de aquella vieja telecomedia,

Un hombre en casa. Pero además las tías también tendrían que tener tendencias lésbicas. No tantas que uno quedara al margen, claro está, dándole un poco de ajuste fino a su fantasía.

«¿Qué tal está Yvonne?», preguntó Billy.

«Sigue casada con el tío aquel de Perth. Muy fan del St Johnstone. Viaja con ellos a todas partes. Los críos ya se están haciendo grandes.»

«¿Sales con alguien?»

«Bueno, ya me conoces, ¿no?», sonrió Terry mientras Billy le respondía con un gesto de asentimiento inexpresivo. «¿Y tú?»

«Llevo un par de años con una chavala francesa, pero volvió a Niza para las navidades. Relación a distancia; mal asunto», dijo él.

Siguieron así hasta que les pareció apropiado entrar a ver a Carl y Maria. Billy le puso la mano sobre el hombro a Maria y Terry hizo otro tanto con Carl. «Carl», dijo.

«Terry.»

Billy le dijo en voz baja a Maria: «Dime lo que quieras hacer, ¿vale? Nos podemos marchar o quedarnos aquí un rato.»

«Tú vete a casa, hijo, a mí me apetece quedarme un rato», dijo ella.

Carl se sintió un poco celoso. Billy estaba diciendo lo que debería decir él. Y no es que Billy dijera gran cosa, pero cuando lo hacía, solía dar en el clavo. Saber cuándo cerrar la puta boca es un talento grande e infravalorado. Carl era capaz de soltar chorradas al más alto nivel, pero en ocasiones, sobre todo en momentos como aquél, uno captaba las limitaciones que tenía aquello. Eran los tipos como Billy, los intervencionistas oportunos, los que de verdad lo tenían claro. «Nah, nos quedaremos por aquí, hasta que estés lista. No hay ninguna prisa», le dijo a la madre de Carl.

Estuvieron allí hasta mucho después de que la raya del osciloscopio se quedase estacionaria. Sabían que Duncan ya no estaba. Sin embargo, se quedaron un rato más, por si regresaba.

Billy llamó a la hermana de Maria, Avril, y a su madre, Sandra. Después les llevó a todos a casa de Sandra. Las mujeres se quedaron sentadas con Maria, mientras los chicos salieron, caminando sin rumbo hasta que acabaron en el parque.

Carl levantó la vista hacia el cielo gris; su silueta delgada se vio conmocionada por las convulsiones y los sollozos sin lágrimas. Billy y Terry se miraron el uno al otro. Estaban avergonzados, no tanto de Carl, sino por él. Seguía siendo un gachó, después de todo.

Pero más allá de la muerte de Duncan, algo seguía pendiente entre ellos. Había

algo, una especie de segunda oportunidad, e incluso Carl parecía percibirla a pesar de su dolor. Parecía que trataba de recobrar la compostura, de tomar aliento, de decir algo.

Vieron a unos chavales jóvenes, de unos diez años, jugando al fútbol. Billy recordó los tiempos en que ellos hacían lo mismo. Pensó en la forma que tenía el tiempo de arrancarle a la gente las entrañas, petrificarlas y luego, lentamente, hacerlas saltar a pedacitos. El césped veraniego recién cortado tenía aquel familiar tufillo agridulce. Las máquinas cortacésped parecían despedazar igual cantidad de mierda de perro que de hierba, pulverizando los cagarros resecos. Los chavales peleaban con la hierba, echándosela por el cuello unos a otros, igual que hacían ellos en sus tiempos, sin pensar por un momento en acabar embadurnados de mierda canina.

Billy echó la mirada hacia una de las esquinas del parque, junto al muro aquel donde todo el mundo iba a pegarse para resolver las disputas que surgían jugando o en el barrio. Allí había zurrado a Brian Turvey unas cuantas veces. Topsy, el amigo de Carl. Pero el chaval era decidido, no sabía reconocer cuándo estaba vencido. Siempre volvía a por más. Con frecuencia aquella táctica daba resultado: había visto a unos cuantos de los tíos que habían zurrado a Topsy quedar desgastados por su persistencia y capitular la segunda o tercera vez sólo para poder tener la fiesta en paz. Denny Frost era un ejemplo. Dejó medio muerto a Topsy varias veces, pero acabó tan harto de que le atacara o le plantara cara que terminó resignándose y cediendo ante él.

Aquello nunca le había molestado a Billy; él habría estado dispuesto a patearle el culo a Topsy todos los días durante el resto de su vida si eso era lo que quería. Tras la tercera vez, Topsy tuvo la sensatez de considerar que los efectos a largo plazo de las botas Doctor Martin sobre las neuronas podrían disminuir sus posibilidades económicas y sociales. Pero era un tipo decidido, meditó Billy, con una extraña mezcla de admiración y desprecio.

Terry respiró el aire húmedo y fétido, cuyos rancios vapores le atacaban la garganta y le impregnaban los pulmones. La juerga de alcohol y perica había dejado en su sistema inmunológico una cuenta de linfocitos espantosamente baja, y se imaginó que podía sentir la tuberculosis incubándose en sus pulmones.

El gris lo va invadiendo todo, le dijo Gally una vez. No después de la primera, sino de la segunda vez, cuando cumplió aquellos dieciocho meses en Saughton. Cuando Gally salió dijo que había sentido cómo parte de la materia gris de su cerebro se solidificaba como un bloque de cemento. Terry pensó en sí mismo; sí, había unos cuantos cabellos grises en las sienes de aquellos rizos castaños.

El gris lo va invadiendo todo.

El barrio, el plan de empleo gubernamental, la oficina del paro, la fábrica, la cárcel. Juntos creaban un mísero hedor a pocas expectativas, capaz de exprimirte hasta el último aliento si te dejabas. Hubo un tiempo en que Terry se sentía capaz de poder mantener a raya todo aquello, cuando las armas de su arsenal social parecían lo bastante contundentes como para abrir grandes brechas en Technicolor en todo aquello. Eso fue cuando era Juice Terry, sobrao, follador, y capaz de patinar sobre hielo tan hábilmente como Torvill y Dean. Pero la lucha y la supervivencia eran cosa de jóvenes. Conocía a algunos de los de la peña joven, y sabía que sentían por él el mismo desprecio afectuoso que él había sentido por Post Alec.

Ahora el hielo estaba derritiéndose y él se hundía con rapidez.

Se estaba confundiendo con el gris.

Lucy le había contado los problemas que su hijo tenía en el colegio. De tal palo… La muda afirmación posada en sus labios era ésa. Pensó en su propio padre, tan ajeno a él como él lo era a su hijo. La reflexión madura y desalentadora que hizo Terry era que no había nada que él pudiera hacer para ejercer una influencia más positiva en la vida del chaval.

Aun así, tenía que intentarlo.

Al menos Jason le tenía a él. Jacqueline no tenía a Gally.

Carl empezaba a recuperar el control sobre su respiración. El aire tenía un olor dulce y extraño, y sin embargo formaba parte de su experiencia. El parque parecía familiar y distinto a la vez.

La mirada de Terry era una súplica en pos de una afirmación. Billy estaba sumido en sus propias reflexiones, pero era como si estuviese a punto de dar con algo. Miró a Carl, quien le hizo un gesto de asentimiento.

Billy comenzó a hablar de forma lenta y deliberada, observando los cristales rotos y la lata morada que tenía junto a los pies. «Es curioso», empezó, como si fuera un abogado, «después de que saliera todo a la luz, Doyle se acercó al gimnasio. Me subí al coche con él. Me dijo: Mi amigo habla como un Dalek. El tuyo tiene suerte de estar muerto. Ya no hace falta que la cosa vaya más lejos.» Billy alternó miradas duras entre Carl y Terry, para terminar mirando a Carl. «Dime, Carl, tú no estarías aquella noche en casa de McMurray, ¿verdad?»

«¿Con Gally quieres decir?», preguntó Carl. Se remontó al funeral. Billy había mencionado aquello.

Billy asintió.

«Nah. No sabía que a McMurray le habían apañado aquel fin de semana. Yo pensaba que sólo íbamos de pedo, no tenía ni idea de que Gally hubiera hecho eso.»

Terry se estremeció por dentro. Jamás había creído que la confesión fuera beneficiosa para el alma. El haber madurado en las salas de interrogatorio de la policía le había enseñado que mantener un hermético silencio era la mejor política. Cuando se trataba del mundo oficial uno siempre llevaba las de perder. Lo que había que hacer era no soltarles una mierda, y eso sólo si te la sacaban a hostias.

Pero algo pasaba; las piezas de las circunstancias de la muerte de Gally empezaban a encajar. A Terry la cabeza le daba vueltas.

Mirando a Carl y después a Billy, dijo con calma: «Yo me acerqué a casa de Polmont aquella noche con Gally.»

Billy le lanzó una mirada a Carl, y ambos miraron a Terry. Aclarándose la garganta, Terry continuó: «No sabía que se había puesto en contacto contigo primero, Billy. Debió de ser después de que le dijeras que lo dejara. Fuimos a echar un trago, y traté de convencerle de que no hiciera nada. Sólo nos tomamos un par, ahí en el Wheatsheaf, pero yo sabía que Gally estaba decidido a enfrentarse a McMurray. Yo quería estar allí porque…»

«Querías apoyar a tu amigo», dijo Carl, rematando la frase y mirando fríamente a Billy.

«¿Apoyar a mi amigo? ¡Ja!», dijo Terry con una risotada amarga y lágrimas en los ojos. «¡A mi amigo le di por culo!»

«¿Qué dices, Terry?», gritó Carl, «¡fuiste allí a apoyarle!»

«¡Cállate, Carl! ¡Baja de las nubes! Fui allí porque quería oír lo que esos dos iban a decirse, porque… porque había cosas que no quería que McMurray le dijese a Gally…, si le contaba a Gally… no habría podido soportarlo.»

«Maldito… asqueroso…», resollaba Billy. Carl le puso la mano en el hombro.

«Cálmate, Billy, escucha lo que está diciendo Terry.»

«Había rollos entre Gail y yo», carraspeó Terry. «McMurray y ella cortaron porque yo…, pero llevábamos años en ese plan. No quería que Gally lo supiera. ¡Gally era mi amigo!»

«Eso tendrías que haberlo pensado cuando te follabas a su mujer cada vez que volvía la espalda, so cabrón», le espetó Billy.

Terry levantó la cabeza hacia el cielo. Parecía experimentar un dolor inmenso.

«Escucha», le suplicó Carl a Billy. «Terry», le instó.

Pero ahora Terry ya no podía parar. Habría sido como tratar de reintroducir pasta de dientes en un tubo. «Gally cogió la ballesta y la envolvió en una bolsa de basura negra. Iba a acabar con McMurray. Quiero decir acabar con él de verdad. Era como si nada más le importara. Como si no tuviera nada que perder.»

Carl tragó con fuerza. Le había dicho a Gally que jamás le contaría a nadie lo del sida.

«Desde luego», tosió Terry, «Gally había cambiado. Algo se le había roto por dentro. ¿Os acordáis de cómo estuvo en Munich? Aquella noche estaba peor, estaba desquiciado que te cagas», dijo dándose un golpecito con el dedo en la cabeza. «Según veía él las cosas, McMurray le quitó la libertad, la mujer y la cría. Hizo que le hiciera daño a la cría. Intenté convencerlo para que no lo hiciera», dijo Terry, gimiendo ahora, «pero ¿sabéis una cosa? ¿Sabéis qué clase de cabrón soy? Una parte de mí pensaba que si va y se carga a McMurray, entonces estupendo. Sería un puntazo.»

Billy apartó la mirada.

Terry apretó los dientes. Clavó las uñas y rascó la pintura verde del banco. «¿Sabéis en qué estado estaba entonces? ¿Os acordáis del estado de ánimo de aquel pobre cabrón? Nosotros, chavales empanaos, estábamos de broma y de copas, mientras el pobre cabrón se volvía loco… por mi culpa.»

Carl cerró los ojos y levantó la mano. «Por culpa de Polmont, Terry. Ella no le dejó por ti, fue por Polmont. Acuérdate. No estuvo bien lo que tú hiciste, pero ella no le dejó porque tú te la estuvieras follando. Le dejó por Polmont.»

«Eso es, Terry, mantén la perspectiva», dijo Billy, estirándose y tirándole de la manga, y apartando la vista antes de preguntar: «¿Qué pasó allí, colega?»

«Lo curioso», empezó Terry, «es que pensamos que tendríamos que echar la puerta abajo. Pero no, Polmont abrió sin más y nos dejó pasar. Como si nos estuviera esperando. “Ah, sois vosotros”, nos soltó. “Adelante.”

»Nosotros nos quedamos mirándonos el uno al otro. Yo esperaba que estuvieran allí los Doyle, esperaba que aquello fuera alguna clase de trampa. Como una gran emboscada o algo así. Gally se quedó de piedra. Le cogí la bolsa de basura. Dame eso, le dije.

»Polmont…, eh, McMurray, estaba solo en la cocina, haciendo café. Tranquilo que te cagas; ni siquiera tranquilo, más bien resignado. “Me alegro de que os acercarais”, nos dijo. “Ya era hora de que aclaráramos todo esto”, soltó, pero mirándome más a mí que a Gally.

»Gally me miró a mí, totalmente perplejo. Aquello no era lo que él esperaba. No era lo que esperaba yo. Me estaba cagando. Era la sensación de culpa, pero también era algo más que eso. Era la idea de que Gally me odiara, que dejáramos de ser amigos. Él empezaba a coscarse de que algo pasaba.

»Entonces McMurray le miró. “Cumpliste condena por algo que hice yo y nunca te chotaste”, le dijo a Gally. “Después me lié con tu tía…”

»Gally le miró; se quedó ahí lanzándole miradas encendidas, conmocionado. Era como si el tío le hubiese quitado las palabras de la boca, como si le hubiera robado el discurso.

Ir a la siguiente página

Report Page