Cola

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4. Aproximadamente 2000: Ambiente festival » Edimburgo, Escocia: Miércoles, 11.14 de la mañana

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POST MADRE, POST ALEC

Terry tenía problemas. Graves problemas. Siempre había tenido una mujer que le cuidase. Ahora su madre se había marchado. Su madre había hecho lo mismo que su mujer. Y ella seguía siendo amiga de su ex, por el bien de su nieto Jason, o al menos eso es lo que la vieja pelleja siempre decía. Pero probablemente habría hablado de todo el asunto con Lucy, las dos conspirando contra él y apoyadas por el enorme gilipollas con el que se había juntado Lucy. Si tuviera que ser sincero consigo mismo tendría que reconocer que nunca había tomado aquella relación en serio. No era más que un polvo con una tía elegante que sabía arreglarse para salir por las noches. Duró un año, aproximadamente un año más de lo que habría durado de no haber aparecido el crío. Vivian era diferente. Era una joyita y él la había tratado como una mierda. La única novia duradera que había tenido. Tres años. La quería, pero la trataba como una mierda y ella siempre le perdonaba. La quería y la respetaba lo suficiente para darse cuenta de que él era mercancía en mal estado: lo suficiente como para dejarla, para dejarla seguir adelante sin él. Tras la noche del puente, él se había apartado del buen camino. Nah, pero ¿qué decía? Él jamás había estado en el buen camino.

Hubo otras cohabitaciones anecdóticas y de corta duración. Una serie de mujeres le había acogido esporádicamente, hasta que se daban cuenta de que los problemas que les habían conducido al empleo del Valium, el Prozac y otros tranquilizantes palidecían de insignificancia en comparación con el nuevo

statu quo. En la imaginación de Terry, sus rostros se fusionaban en un solo y vago mohín de desaprobación. No tardaban nada en ponerse las pilas y echarle, devolviéndole a casa de su madre. Pero ahora su madre había desaparecido. Terry meditó acerca de las repercusiones de todo aquello. A todos los efectos prácticos, había sido abandonado. Por su propia madre. ¿Qué les pasaba a las mujeres? ¿Cuál era su problema? Pero a Terry no le habían abandonado del todo. Sonó el teléfono, era su viejo colega Post Alec.

«Terry…», dijo Alec con voz ronca por el auricular. Terry conocía a Alec lo suficiente como para reconocer una resaca fenomenal. Por descontado que aquello no requería grandes poderes de deducción, pues Alec sólo tenía dos modalidades de funcionamiento: bolinga y resacoso. En realidad, la continuidad de la existencia de Alec en este planeta durante los cinco últimos años había supuesto un gran revés para las ciencias de la fisiología y la medicina. A Alec le habían adjudicado el apodo de «Post» a causa de un breve período de ocupación legal en el Servicio Real de Correos.

«¿Qué pasa, Alec? Los cuatro jinetes del Apocalipsis pisándote los talones otra vez, colega, ¿es eso?»

«Ojalá no hubiera más que cuatro de esos cabrones», se quejó Alec. «Tengo la cabeza a punto de reventar. Escucha, Terry, necesito que me eches una manita con un curro. Legal y tal», añadió casi en tono de disculpa.

«Vete a la mierda», dijo Terry con incredulidad, «¿cuándo en la vida has hecho tú algo legal, vejestorio oportunista?»

«En serio», protestó Alec, «pásate por Ryrie’s dentro de media hora.»

Terry fue a cambiarse de ropa. Mientras subía a su dormitorio por las escaleras, evaluaba el estado de la casa. Tendría que pagar el alquiler, lo cual no sólo era un rollo, sino un agobio de primera. Con todo, cabía la posibilidad de que la vieja recapacitara.

Efectuando una rápida inspección del piso, Terry llegó a la conclusión de que las ventanas modulares instaladas por el ayuntamiento habían supuesto una gran diferencia. Ahora se estaba mucho más calentito y más tranquilo. Eso sí, había una mancha de humedad que seguía atravesando el alféizar; vinieron a hacerle un apaño un par de veces y se lo habían currado, pero seguía reapareciendo. Aquello le recordaba a Alec. Tenía que reconocer que el piso necesitaba que lo pintaran y empapelaran. Su habitación estaba hecha un caos. El póster de la tenista rascándose el culo y el de la tía desnuda que traza el perfil de Freud, «en qué piensan los hombres». Había uno de Debbie Harry de finales de los setenta o comienzos de los ochenta, y uno de Madonna unos años más tarde. Ahora tenía uno de los All Saints. Eran unos polvetes. Las Spice Girls eran iguales que las tías que podrías encontrarte en Lord Tom’s o cualquier mercado de ganado de Lothian Road. En la pared lo que interesaba tener era el tipo de tías inaccesible y de categoría. Terry sólo compraba revistas pornográficas cuando en una de ellas posaba desnuda una estrella inaccesible.

EL BALMORAL

La delgada joven sentada con las piernas cruzadas sobre la cama de la habitación del hotel parecía tensa y pálida cuando interrumpió la lectura de una revista para encender un cigarrillo. Levantó la vista, vagamente distraída, y soltó un aro de humo mientras contemplaba el entorno. Sólo era una habitación más. Levantándose para asomarse a la ventana, vio un castillo descollando sobre ella desde lo alto de una colina. Aunque aquello ya de por sí resultaba desusado, seguía sin impresionarla. Para ella, la vista panorámica ofrecida por la ventana había adquirido el mismo aspecto soso y monótono que uno de los cuadros de la pared. «Otra ciudad», musitó.

Llamaron rítmica e íntimamente a la puerta y entró un hombre fornido. Llevaba el pelo cortado al rape y unas gafas de montura plateada.

«¿Te encuentras bien, cariño?», inquirió.

«Supongo.»

«Tendríamos que llamar a Taylor e ir a cenar.»

«No tengo hambre.»

Sobre aquella inmensa cama parecía tan pequeña, pensó aquel hombre, concentrándose en sus brazos desnudos. No tenían apenas carne y el mero hecho de contemplar su escasez hacía que sus propias y abundantes carnes se estremecieran. Su rostro era una calavera con la piel estirada sobre ella como si de un plástico se tratara. Al estirarse ella para echar la ceniza de su cigarrillo en el cenicero, pensó en la vez en que se la había follado, sólo una vez, hacía muchísimos años. Ella había dado la impresión de estar distraída y no logró llegar al orgasmo. Él fue incapaz de suscitar en ella pasión alguna y después del acontecimiento él se sintió como un lamentable sujeto dependiente de la beneficencia después de recibir una dádiva. Un maldito insulto, pero fue culpa suya por intentar mezclar los negocios y el placer, y no es que hubiese experimentado mucho de este último.

Todo empezó aproximadamente en aquella época, el puñetero problema este de la comida. Franklin se detuvo por un momento, tenso, consciente de que estaba a punto de volver a pasar por la misma escena por la que había pasado tantas veces antes y que siempre resultaba de una futilidad absoluta.

«Mira, Kathryn, ya sabes lo que dijo el médico. Tienes que comer. De lo contrario, te quedarás seca…» Se detuvo, evitando decir «como la mojama». No parecía correcto.

Ella levantó brevemente la vista para observarle antes de apartar su mirada vacía. Cuando había cierta luz, su semblante parecía ya una mascarilla mortuoria. Franklin notó el familiar reflujo de la resignación. «Voy a llamar al servicio de habitaciones…» Levantó el auricular y pidió un sándwich de dos pisos y una cafetera llena.

«Pensaba que Taylor y tú ibais a salir a cenar por ahí», dijo Kathryn.

«Es para ti», le dijo él, tratando de disimular el enojo de su tono de voz con una capa de apaciguamiento tranquilizador y fracasando por completo.

«No me apetece.»

«Inténtalo, nena, ¿quieres? Inténtalo por mí», imploró él, señalándose a sí mismo.

Pero Kathryn Joyner estaba a muchos kilómetros de distancia. Apenas se dio cuenta cuando su viejo amigo y mánager Mitchell Franklin Delaney Jr. abandonó la habitación.

SACÁOSLAS PARA QUE LAS VEAN LAS CHICAS

«Sacáoslas para que las vean las chicas», les gritó Lisa a los dos jóvenes con pinta de estudiantes con los que se cruzó en los pasillos del tren. Uno de ellos se puso colorado, pero el otro respondió con una sonrisa. Angie y Shelagh se rieron en voz baja mientras sus víctimas se metían en el compartimiento de al lado. Charlene, más joven que las otras tres, que tenían veintitantos, esbozó una sonrisa forzada. Siempre estaban bromeando acerca de la «Pequeña Charlene» y de la influencia corruptora que ejercían sobre ella. Charlene opinaba que ellas ejercerían una influencia corruptora sobre cualquiera.

«No son más que unos putos críos», dijo Angie sacudiendo la cabeza y echando hacia atrás un mechón de sus rizos castaños. Aquella enorme y redondeada cara, cubierta de maquillaje, aquellas grandes manos con extensiones de uñas rojigualdas e inverosímilmente largas que se había hecho en Ibiza. Hacía que Charlene se sintiese como una cría, y había ocasiones en las que sentía ganas de acurrucarse entre la seguridad de aquellos inmensos pechos que parecían llegar a una habitación unos diez minutos antes que su amiga entrase en ella.

Lisa se incorporó mientras Angie y Shelagh tocaban a rebato. «No iréis detrás de esos capullines, ¿verdad? Eres una puta asaltacunas, guapa», se burló Shelagh.

Shelagh, alta y desgarbada, rubia oxigenada con cabellos cortos y en punta, tan delgados y delicados como el resto de su cuerpo. Comía y bebía como un pez y aun así tenía una percha delgadísima. Juraba y maldecía y bebía tanto que dejaba atrás a los chicos más lanzados. A Angie no le gustaba el modo en que las demás eran capaces de comer y beber cualquier cosa, en tanto que a ella le bastaba con mirar una bolsa de patatas fritas para que lo notara en cuanto se subiese a una balanza.

«Y una mierda», dijo Lisa, pero sumando un gesto ladino de asentimiento, añadió: «Sólo pensaba ir a echar un pitillo a los servicios», y se alejó con movimientos exagerados, parodiando a una modelo de pasarela. Lanzó una rápida mirada a sus amigas a la espera de su reacción, maravillándose ante sus morenos mediterráneos, ante el buen aspecto que le proporcionaban a una y lo bien que le hacían sentir. Valía la pena correr el riesgo de contraer un cáncer de piel, valía la pena pasarse la mediana edad con aspecto de ciruela pasa. Ya nos preocuparemos del mañana cuando llegue.

Angie le guiñó un ojo a Charlene. «Ya, querrás decir más bien que vas a ponerte un poco de lápiz de labios», gritó a espaldas de Lisa. Volviéndose hacia Shelagh y Charlene, preguntó: «¿Creéis que esa guarra habrá ido a echar una meada?»

«Sí, y pasará largo rato hasta que regrese a tierra después de lo de Ibiza. Guarra asquerosa», se rió Shelagh.

Charlene sintió una pequeña punzada en el pecho ante la idea de que todo estaba acabando. No tanto por el final de las vacaciones o siquiera por la vuelta al trabajo: habría abundantes historias que contar para que resultara soportable durante un tiempo. Era por el hecho de que ya no estarían juntas todos los días. Lo iba a echar de menos y a ellas también. Sobre todo a Lisa. Lo curioso era que Charlene la conocía desde hacía siglos. Habían trabajado juntas en el Departamento de Transportes del Servicio Civil. En aquel entonces, Lisa nunca le hablaba y Charlene supuso que era demasiado joven y demasiado poco enrollada para ella. Pero entonces Lisa dejó el trabajo y se marchó a la India. Sólo después de volver a Edimburgo el año pasado, cuando Charlene se había asociado con Angie y Shelagh, las viejas amigas de Lisa, se hicieron amigas. Charlene pensó que quizá Lisa encontrara difícil aceptarla. Sucedió lo contrario, y rápidamente se convirtieron en íntimas amigas. Menuda máquina era Lisa. «Sí, dijo que le apetecía salir esta noche, porque estamos de festival», dijo Charlene.

«Que le den, yo me voy a la cama», dijo Shelagh, sacándose una legaña del ojo.

«¿Sola?», le provocó Angie.

«Desde luego. Estoy harta. Algunas tenemos un coño normal entre las piernas, guapa, no el túnel del Mersey. Si esta noche se presentara el Leonardo di Caprio ese en mi casa con cinco gramos de coca y dos botellas de Bacardi y dijera: “Vámonos a la cama, muñeca”, me daría la vuelta y le diría: “Otra vez será, colega.”»

Charlene observó con curiosidad malsana cómo Shelagh se sacaba la legaña y la arrojaba lejos de sí, mientras se esforzaba para que las payasadas de su amiga no le repugnasen demasiado. Se maldijo a sí misma por ser tan escrupulosa. Ibiza, con aquella basca, no era un lugar apropiado para los pusilánimes, y a veces todo aquello le resultaba excesivo.

La puntuación lo decía todo: 8, 6, 5 y 1.

El uno correspondía a Charlene, por supuesto. Hubo otros dos rollos, en los que no había llegado hasta el final, y uno de ellos estuvo mucho mejor que la ocasión tensa e irregular en que sí lo hizo. Charlene odiaba los rollos de una noche, incluso estando de vacaciones.

Aquel tío le había sudado y babeado encima por todas partes, y después se quedó sobado en cuanto se corrió dentro del condón que se había quejado de tener que ponerse. Ella estaba borracha, pero en cuanto él empezó, deseó haber estado más borracha aún.

Por la mañana se vistió temprano y dijo: «Luego nos vemos, Charlotte.»

Incluso el tío con el que estuvo magreándose le había llamado Arlene y había dejado una potada en el suelo de su dormitorio del chalé. Aquél fue el que acabó poniéndose desagradable y llamándola rara por no querer follar con él.

San Antonio no había sido un lugar apto para los pusilánimes.

Ahora volvía a casa de su madre.

Angie había perdido uno de sus pendientes de aro, y Charlene pensó que debería decírselo, pero Angie habló primero. «Ya, yo también estoy harta de tíos. Pero Leez no. Ella no se va a ir a la cama, sola no, en todo caso. ¿De qué va?»

«Menuda máquina está hecha. Mira que follarse al chaval ese de Tranent en los servicios volviendo en el avión. ¡Tranent! ¡Te vas hasta allí y te lo acabas haciendo con uno de Tranent!», dijo Charlene, horrorizada. Después se estremeció. El motivo para ir allí era follarse a alguien. Y ella había tenido un solo encuentro de mierda. Y ahora hablarían de ello.

Angie se metió un chicle en la boca. «Ya, pero eso fue culpa tuya, por llevártela al Manumission ese la última noche y ponerla cachonda.»

«Ya, cuando la pareja aquella se puso a follar, no sabía dónde esconder la cara», dijo Charlene, aliviada de que no la tomasen con ella.

Shelagh la miró y, dándole un sorbo a la mezcla de vodka y Coca-Cola que habían preparado en el aeropuerto de Newcastle, se rió: «Yo sí: ¡justamente debajo del culo del

geordie[46] aquel!»

En los servicios, Lisa se estiraba los pelos rubios sobre el cuero cabelludo para exponer las raíces morenas que necesitaban un retoque. Nunca lo hacía ella misma, y Angie iba a intentar encontrarle un huequito la semana entrante. Tenía que ser un trabajo profesional, arreglar las puntas abiertas y asegurarse de acondicionarlo. Evítense a toda costa los extremos grasientos o secos de las chapuzas caseras.

El sol le había acentuado las pecas. Lisa se subió el top, para examinar la franja de la morenez. Le había costado un par de días animarse a quitarse el top. Había empezado justamente a ponerse morena cuando hubo que volver a subirse al puto avión y vuelta el trabajo la semana que viene a los putos cubículos de la centralita en Scottish Spinsters. Hasta el año que viene.

El año siguiente iba a sacarse las tetas desde el primer día. Lisa siempre había querido tener unas tetas más grandes. El gilipollas aquel que le dijo: «Si tuvieras unas tetas más grandes tendrías un cuerpo perfecto.» Se supone que aquello era un jodido piropo, encima. Ella replicó diciéndole al tío que si su polla fuera tan grande como su nariz entonces él tampoco estaría mal. El triste cabrón se puso paranoico y cohibido perdido. A algunos se les daba muy bien repartir, pero odiaban que les tocara encajar. Los guapos eran los peores: narcisistas, egocéntricos, aburridos y sin personalidad. Pero el problema estaba en que si te follabas demasiados fetos, se te iba erosionando poco a poco la autoestima. Y ése era un problema, pero uno de los que merece la pena tener.

La pequeña Charlene había estado un poco rara durante las vacaciones. Lisa sospechaba que todo aquello le había resultado algo excesivo. A Lisa le sorprendía lo protectora que se sentía respecto de su amiga más joven. Cuando salían por el West End de San Antonio le echaba miradas, como una gallina madre, cada vez que una selección variopinta de camisetas de tonos pastel y pantalones cortos se acercaba pavoneándose hasta ellas, todo sonrisas esperanzadas y expresiones llenas de ironía. Siempre había un tipo de tío sórdido que iba directamente a por Charlene. Su amiga era menuda y morena: aquel aspecto «irlandés oscuro», decía ella, casi gitano. De la parte de su madre. El rostro convencionalmente hermoso de Charlene y su abundante escote deberían sugerir una sexualidad vivaz, pero había en ella algo serio y vacilante. Se daba una cuenta de que todo aquel rollo le avergonzaba, y que sin embargo hacía grandes esfuerzos por encajar.

Asomándose fuera del vagón, observaron cómo Berwick pasaba por debajo de ellas. Charlene lo había visto desde el tren muchísimas veces y le seguía pareciendo impresionante. Se acordaba de una ocasión en que volviendo desde Newcastle tras una noche de marcha, se sintió impulsada a salir y explorarlo. Resultó ser una ciudad bastante agradable, pero se la apreciaba mejor desde el tren.

Angie codeó ligeramente a Charlene mientras le cogía la botella a Shelagh. «Está loca que te cagas», dijo lanzándole una mirada a Shelagh, «es casi tan mala como tú. ¿Te acuerdas de aquella vez que te largaste con el tío aquel en Buster’s?»

«Sí…, vale, guapa», dijo Shelagh con recelo. Era incapaz de recordar qué ocasión fue aquélla, pero había captado el estado de ánimo de Angie.

«¡El tío iba bolinga!»

Ahora Shelagh se acordaba. Era mejor contarlo ella misma que tener que sufrir la versión de Angie. «Ya, me fui con él a su casa, pero no se le levantaba. Por la mañana me estaba vistiendo y él todo retozón, intentando montárselo conmigo. Le mandé a tomar por culo.»

«Eso es una faltada», dijo Angie, dándose cuenta de que no era aquélla la historia a la que se había referido. Pero iba un poco bolinga, y como había olvidado la primera, ésta podía valer. «No pasa nada si estás borracha, pero no por la mañana, cuando están sobrios, sobre todo si la noche anterior no se le levantaba.»

«Lo sé. Eso hace que sea como enrollarse con un desconocido. Como si fueras una puta guarra o algo. Le dije que se fuera a tomar por culo; tuviste tu oportunidad, hijo, y no estuviste a la altura. Ya sabes lo que dijo ella», explicó Shelagh, señalando el vagón al que había ido Lisa. «Va y me suelta, te lo tendrías que haber tirado por la mañana. Yo le dije vete a la mierda, tuve que tomarme ocho Diamond Whites[47] para morrearme con él. No voy a follar con un feto al que no conozco sin más protección que una resaca.»

Fue entonces cuando volvió Lisa y alzó la vista en un gesto dubitativo, deslizándose en el asiento que estaba al lado de Shelagh.

Charlene lanzó una mirada nostálgica por la ventana mientras el tren recorría la costa de Berwickshire. «Aunque puede que tuviera razón. Es cuestión de diurética. El tío puede quedarse empalmado más rato tras una noche de pedo. Lo he leído y me empapé de todo. Por eso mi madre tardó tantos siglos en dejar a mi padre, a pesar de ser un alcohólico. Se levantaba por las mañanas y le echaba un polvo con la erección de priva que tenía. Ella pensaba que significaba que la seguía queriendo. Era simple necesidad química. La habría metido en un

bridie de Gregg’s[48] si hubiera estado lo bastante caliente y húmedo.»

Les dio la impresión de que Charlene había hablado más de la cuenta. Se produjo un largo y tenso silencio mientras ella daba nerviosos botes en el asiento hasta que Lisa dijo con calma: «Entonces ya no sería un

bridie de Gregg’s.»

La risa era demasiado estruendosa para ser humor pero idónea para hacer de catarsis. En ese momento, en la mente de Lisa, embotada por el alcohol, empezaron a configurarse pensamientos confusos y repugnantes acerca de Charlene y su padre.

Lisa miró los ojos oscuros de Charlene. Estaban hundidos, como los de Shelagh y Angie y los suyos mismos al inspeccionarlos en el

water. Por qué no iban a estarlo, habían estado castigándose durante todas las vacaciones. Pero los de Charlene eran distintos, estaban algo más que angustiados. Aquello la asustaba y la preocupaba.

COMPAÑÍA DE DISCOS

Franklin Delaney estaba sentado con Colin Taylor en un concurrido café bar de Market Street, en Edimburgo. El estilo de aquel sitio no le agradaba: un local lúgubremente pendiente de su condición de garito moderno que habría podido estar situado en un barrio pijo de cualquier ciudad de Occidente. «Kathryn está volviéndome loco», le confió.

Franklin se arrepintió de aquella confesión en cuanto la hizo. Taylor era hombre de pocas palabras; no era precisamente un tipo receptivo y comprensivo. Su ropa parecía cara, pero tenía un aspecto demasiado impoluto y deshabitado para que la llevara una persona auténtica. Era como un maniquí cuyos trapos confirmaban su condición de esclavo empresarial anodino y prefabricado. Pero su voz sí que era auténtica. «Tiene que comer o la palmará», dijo sacudiendo despreocupadamente la cabeza. «¿Por qué no nos hace a todos un favor y se mete una puta sobredosis?»

El mánager de Kathryn Joyner lanzó una mirada áspera al ejecutivo de la discográfica. Nunca se sabía cuándo aquel saco de mierda

limey[49] estaba tomándote el pelo. Había intentado entender la obsesión británica con la ironía y el sarcasmo pero nunca lo había logrado del todo.

Pero Taylor no estaba tomándole el pelo. «Estoy harto. Al menos si cascara colocaríamos unos cuantos vinilos. Estoy hasta el gorro de esa puta

prima donna», se mofó, lanzando una mirada de desaprobación a la ensalada que la camarera le había puesto delante. Había tratado de alimentarse de forma sana pero aquello no tenía un aspecto demasiado apetitoso. El bistec de Franklin tenía mucha mejor pinta, aunque el cabrón yanqui ni se había dado cuenta, pues era muy dado a quejarse de la calidad de la comida en Gran Bretaña. Taylor observó a Delaney. Los norteamericanos nunca fueron una de sus debilidades. La mayoría de los que había conocido a través del negocio de la música eran gilipollas homogeneizados que querían que todo fuera como en los Estados Unidos.

«Sigue siendo la mejor cantante blanca del mundo», dijo Franklin mientras notaba cómo su tono de voz se agudizaba, cosa que ocurría siempre que se ponía a la defensiva. No le gustaba Taylor. Aquel tipo era intercambiable con casi cualquier otro maricón de discográfica de los que se había topado. Independientemente de los problemas que tuviese aquella zorra loca, debería mostrar algún respeto por su talento. Le había hecho ganar a la compañía de aquel soplapollas mucha pasta y a él mucho prestigio. A pesar de que ya hiciera algún tiempo de aquello.

«Sí, claro», dijo Taylor encogiéndose de hombros. «Pero ojalá tuviera un perfil de ventas que lo demostrara.»

«El nuevo elepé tiene algunas canciones estupendas, pero fue un error empezar con

Betrayed by You. Ni de coña iba a sonar esa canción en las ondas.

Mystery Woman habría sido la opción idónea para un primer single. Ése era el tema con el que ella había querido arrancar.»

«Este debate ya lo hemos tenido en otras ocasiones, Franklin, más veces de las que me gustaría recordar…», dijo Taylor cansinamente, «… y tú sabes tan bien como yo que su voz está tan hecha polvo como su cabeza. Apenas se la oye en el elepé, de manera que cualquiera que fuese el single que sacáramos de él iba a ser un montón de mierda.»

Franklin sintió cómo se acumulaba la ira en su interior. Masticó su filete poco hecho y, con gran dolor y enojo, se mordió la lengua con fuerza. Sufrió en silencio mientras los ojos le lagrimeaban y las mejillas se le enrojecían. Su sangre y la de la vaca se mezclaron en su boca, lo que le hizo sentir como si estuviese devorando su propia cara.

Taylor interpretó aquel silencio como una señal de conformidad. «Está contratada para hacer un elepé más con nosotros. Te seré sincero, Franklin, si no se redime con ése me sorprendería mucho que grabara otro, con esta compañía… o con cualquier otra. Casi todos los periódicos que se molestaron en cubrir el bolo de Newcastle de anoche lo pusieron por los suelos y el público es cada vez más escaso. Estoy seguro de que mañana será la misma triste historia aquí en Glasgow.»

«Esto es Edimburgo», afirmó Franklin.

«Lo que sea. Para mí es todo lo mismo, el bolo

jock obligatorio del final de la gira. La cuestión sigue siendo la misma. Culos en los asientos, colega, culos en los asientos.»

«Las entradas para este concierto se están vendiendo bien», protestó Franklin.

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