Cola

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4. Aproximadamente 2000: Ambiente festival » Edimburgo, Escocia: 3.37 de la tarde

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ESCORIA

Lisa había intentado persuardirlas a todas para salir, pero no quisieron saber nada. Charlene se sintió tentada, pero decidió ir directamente a casa de su madre. Mientras iba en el taxi, ensayaba lo que iba a decirle a su madre acerca de sus vacaciones, decidiendo qué es lo que dejaría fuera.

Cuando llegó, el mundo se le vino abajo. Él estaba allí.

Había vuelto.

Aquella puta cosa, sentada como si tal cosa en la silla junto al hogar.

«¿Todo bien?», dijo él con una expresión desafiante y autosatisfecha. Ni siquiera se molestó en montar un numerito teatral en plan muestra de arrepentimiento, en volver arrastrándose a entrometerse en sus vidas de aquella forma quejumbrosa, endeble y miserable. Ahora era tal la confianza que tenía en la debilidad de su madre, que sentía que apenas tenía que tratar de disimular su naturaleza arrogante y retorcida.

Lo único que pudo pensar Charlene era

He dejado marchar al taxi. Pese a ello, cogió sus cosas, dio media vuelta y volvió a salir por la puerta. Oyó como al fondo su madre decía algo, algo estúpido, débil y desganado que se desintegró ante un ruido procedente de su padre, semejante al crujir de un ataúd al abrirse.

No hacía tanto frío, pero después de haber estado en Ibiza y con la impresión de volver a verle, la frialdad del viento le llegaba hasta los huesos. Resignada y asqueada, se daba cuenta de que, si bien la impresión fue grande, en realidad no constituía una sorpresa. Charlene caminó con decisión, pero sin saber adonde ir. Por fortuna, iba en dirección al centro.

Puta vacaburra estúpida, necia y débil.

¿Por qué?

Por qué coño había ella

Se dirigió al piso de Lisa.

En el autobús, Charlene experimentó una sensación de pérdida cada vez mayor, una disminución del propio yo, hasta parecer que le sacaban hasta el último aliento. Miró al tío más bien joven que estaba sentado en el asiento de enfrente, jugando con un bebé en las rodillas. La disposición indulgente de su rostro. Algo se retorció en su interior y apartó la mirada.

Fuera, en la calle, una mujer empujaba un carrito. Una mujer. Una madre.

¿Por qué le habría dejado volver?

Porque era incapaz de no hacerlo. Era incapaz de no hacerlo, incluso aunque él acabara con ella. Y entonces él se arrodillaría ante su tumba, suplicando perdón, diría que aquella vez había llegado demasiado lejos, que lo sabía y que lo sentía tanto, tantísimo…

Y su puto espectro se levantaría de la tumba y le miraría con aquel amor ignorante y retorcido propio de los imbéciles, le tendería los brazos y gimotearía en voz baja: «No pasa nada, Keith…, no pasa nada…»

Charlene iba a ver a Lisa. Necesitaba hablar con Lisa. Habían bebido, se habían tragado pastillas, se habían llamado hermanas la una a la otra. Pero tenían una relación más estrecha que todo eso. Lisa era lo único que le quedaba.

No es que tuviera que aceptar que hubiera roto con su padre; aquello había sucedido hacía mucho tiempo. Pero Charlene acababa de darse cuenta de que ahora había hecho lo mismo con su madre.

EL PROBLEMA DE LA CAMISETA

Rab Birrell recorrió lentamente los contornos de su rostro con la maquinilla. Notó que algunos de los pelos de su barba empezaban a blanquear. Meditando sombríamente acerca del hecho de que él y el tipo de chicas que le gustaban (jovencitas y delgadas) pronto operarían en distintos mercados sexuales, Rab se afeitó de forma concienzuda y meticulosa.

El amor se le había escurrido de entre los dedos unas cuantas veces, la última de las cuales, de forma muy traumática, había tenido lugar tan sólo hacía unos meses. Quizá, pensó, aquello era lo que realmente había querido. Joanne y él: tras seis años juntos, todo había terminado. Terminado. Ella le había dado puerta y seguido con su vida. Lo único que ella quería era algo de sexo, algo de cariño y, bueno, en realidad ambición no, era demasiado enrollada para eso, pero sí ímpetu. Él, por su parte, había vacilado, se había estancado en la rutina y había permitido que su relación se estancara y se pudriese como los alimentos que se dejan fuera de la nevera.

Cuando, la semana anterior, se había topado con ella en un club con su nuevo novio, se le secó la garganta. Era todo sonrisas y amables apretones de mano, pero algo se atrofiaba en su interior. Jamás la había visto tan hermosa, tan llena de vitalidad.

El capullo con el que iba: le entraron ganas de arrancarle la cabeza y metérsela por el culo.

Rab se secó la cara con la toalla. Algo que él y su hermano Billy tenían en común eran los amores infelices. De vuelta en el dormitorio, Rab se enfundó un niki verde de Lacoste. Oyó cómo llamaban a la puerta.

Cuando bajó y abrió, vio a sus padres delante de él. Allí estaban, boquiabiertos durante un par de segundos, como un par de turistas de viajes organizados que acabasen de bajar del autobús, a la espera de que el guía les dijese lo siguiente que iban a hacer.

Rab se echó a un lado. «Adelante.»

«Íbamos de camino a casa de Vi», dijo Sandra, su madre, atravesando el umbral y echando una mirada cautelosa a su alrededor.

Rab estaba un poco sorprendido. Su madre y su padre nunca habían ido a su piso. «Se nos ocurrió venir a ver tu nueva residencia», se rió Wullie.

«Llevo dos años aquí», dijo Rab.

«¡Jesús!, ¿tanto hace? ¡Cómo pasa el tiempo!», dijo Wullie, quitándole un poco de espuma de afeitar de la oreja a su hijo. «Límpiate bien, hijo», le reprendió.

Rab se sintió tan perturbado como reconfortado por las confianzas espontáneas de su padre. Le siguieron hasta el cuarto de estar. «¿Comes algo, ahora que tu mujer no está?», preguntó Sandra, mirando a su hijo a los ojos en busca de cualquier señal de doblez en ellos.

«No era mi mujer.»

«Seis años compartiendo la misma casa y la misma cama, para mí eso significa marido y mujer», dijo Sandra con brío, mientras Rab se ponía tenso.

Wullie lanzó una sonrisa comprensiva: «Pareja de hecho, hijo.»

Rab echó un vistazo al reloj de la pared. «Os haría un té, pero resulta que estaba a punto de salir. Iba a Easter Road, esta noche hay partido.»

«Tengo que ir al baño, hijo», dijo Sandra.

Rab la escoltó por el pasillo y le indicó una puerta de cristal esmerilado mientras Wullie se sentaba en el sofá. «Si vas al partido, podrás ponerte la camiseta que tu madre te compró por Navidades, esa de color verde fluorescente», le exhortó.

«Eh, no, un día de éstos lo haré, pero ahora tengo que najar», replicó apresuradamente Rab. Aquella camiseta era horrenda que te cagas.

Sandra había oído aquel intercambio de palabras y se situó en la entrada otra vez sin que Rab se diera cuenta. «Nunca se la ha puesto, no le gusta», acusó con ojos llenos de lágrimas, y añadió mientras giraba sobre sus talones y se dirigía hacia el baño de Rab: «Le parece que todo lo que hago está mal…»

Wullie se levantó, cogió a Rab del brazo y atrajo hacia él a su atónito hijo. «Escucha, hijo», cuchicheó con apremio, «últimamente tu madre no se encuentra demasiado bien…, desde que salió del hospital tras la histerectomía está de lo más hipersensible», dijo sacudiendo la cabeza. «Tengo que andar pisando huevos, hijo. Que si “otra vez navegando por Internet” y, cuando no, “Billy te compró ese ordenador tan caro, ¿es que no vas a usarlo?”», añadió, encogiéndose de hombros.

Rab le sonrió de forma enérgica.

«Mímala un poco, hijo, pónmelo fácil. Ponte esa puñetera camiseta para ir al fútbol. Sólo esta vez, como un favor que le haces a tu viejo», suplicó Wullie desesperadamente. «Se le ha metido en la cabeza, no habla de otra cosa.»

«Me gusta comprarme y ponerme mi propia ropa, papá», dijo Rab.

Wullie volvió a apretarle el brazo: «Venga, hijo, sólo una vez, un favorcito de nada.»

Rab levantó la mirada hacia el techo. Fue al dormitorio y abrió el cajón inferior de la cómoda. La camiseta verde fluorescente yacía sin abrir dentro de su paquete de celofán. Era repugnante. Así no podía salir. Si le vieran los chicos… Una puta camiseta de imitación de los Hibs… Arrancó el envoltorio, se quitó el niki de Lacoste y se puso la prenda.

Parezco el puto hombre de los caramelos, pensó al mirarse en el espejo. Llevo la camiseta del equipo, la marca del gilipollas en todas partes. Lo único que me falta ahora es el número.

9 MAMÓN 10 HUEVÓN 11 GILIPOLLAS 15 BORREGO 25 PAYASETE 6 HIJO DE PAPÁ 8 EXHIBICIONISTA

Volvió al cuarto de estar. «Uy, qué elegante te queda», arrulló Sandra, aparentemente apaciguada. «Es verdaderamente moderna.»

«Los Hibs del Milenio», sonrió Wullie.

Rab seguía poniendo cara de póquer. Era de la opinión de que dejar que la gente se tomara ciertas libertades, incluso o sobre todo quienes se encontraban más cerca de uno, era sentar un mal precedente. «No os quiero echar, pero llego tarde. Os daré un toque y os podéis acercar a comer un día.»

«No, hijo, ya hemos satisfecho nuestra curiosidad. Puedes venir a casa de tu madre a tomar una comida decente», dijo Sandra, levantando el rostro y exhibiendo una tensa sonrisa.

«Te acercaremos, hijo», dijo Wullie, «nos pilla de camino a casa de tu tía Vi.»

Rab tuvo la impresión de que el corazón se le hundía en el pecho. Vi vivía de camino al estadio, no habría tiempo de volver y quitarse aquel engendro. Se puso la chaqueta de cuero marrón encima, abrochándola para asegurarse de tapar la camiseta. Al fijarse en su teléfono móvil sobre la mesita de café, lo recogió y se lo guardó en el bolsillo.

Mientras iban bajando por la calle en dirección a la parada del autobús, Sandra cogió la cremallera y la bajó de un tirón. «¡Enorgullécete de los colores de tu equipo! ¡Hace una noche calurosa! Si luego hace frío no le sacarás ningún partido.»

Cumplo treinta el mes que viene y todavía intenta vestirme como si fuera una puta muñeca, pensó Rab.

Nunca había estado tan contento de perder de vista a sus padres. Se quedó mirándoles un momento mientras se marchaban; su madre estaba fondona mientras que su padre seguía magro. Se subió la cremallera y entró al pub. Al acercarse a la barra, Rab guipó a los muchachos, que estaban sentados en la esquina: Johnny Catarrh, Phil Nelson, Barry Scott. Para su horror, Rab no se dio cuenta de que, al entrar, se había vuelto a desabrochar por instinto la chaqueta. Johnny Catarrh miró la camiseta de Rab, incrédulo al principio y con una sonrisa de cocodrilo después.

Rab se dio cuenta de lo que había pasado. «Déjalo estar, Johnny, tú déjalo estar.»

Entonces se le acercó Gareth. Gareth, el cabrón más estilista que jamás se paseó por una grada. A diferencia de la mayoría de los chicos, que procedían de lo que Rab habría denominado «la clase obrera puesta», Gareth había asistido al colegio más pijo de Edimburgo, Fettes College, donde se educó Tony Blair. A Rab siempre le cayó bien Gareth; le gustaba la forma en que acentuaba, en lugar de minimizar, sus orígenes de clase media alta. Nunca sabías cuándo estaba de vacile; se comportaba de modo muy purista en cuestión de vestimenta y modales y divertía y horrorizaba respectivamente a los chicos del centro y a los de los barrios con sus irónicos comentarios intimidatorios. «¡Por qué no podemos comportarnos como perfectos caballeros de Edimburgo! ¡No somos

weedgies!», solía arengarles con su acento a lo Malcolm Rifkind durante los viajes en tren. Por lo general, a los muchachos les encantaba.

Ahora miraba a Rab. «Eres un individualista inquebrantable en lo que a la moda se refiere, Birrell», dijo Gareth. «¿Cómo lograste forjar un estilo tan resueltamente personal? Los burdos dictados del consumismo nada significan para nuestro Rab…»

Rab tuvo que limitarse a sonreír y aguantar el chaparrón.

El pub estaba abarrotado de seguidores entusiastas que lo iban siendo cada vez más a medida que caían más copas. Rab pensaba en Joanne, en lo encantado que debería sentirse de ser libre otra vez, pero no se sentía así en absoluto. Preguntó a Gareth si echaba de menos la emoción de los viejos tiempos, en particular ahora que su amigo era un veterinario respetable con su propia consulta, con una compañera y una criatura, además de otra en ciernes.

«Si te soy completamente sincero, aquéllos fueron los mejores años de mi vida y nunca podré igualarlos. Pero uno nunca puede volver atrás y la cualidad más importante de todas es ser capaz de contemplar algo bueno y saber ponerle fin antes de que se estropee. ¿Que si lo echo de menos? Todos los días. Los

raves también. Eso también lo echo de menos que te cagas.»

Joanne había desaparecido y Rab, dejando al margen un polvo insatisfactorio, llevaba sin follar desde entonces. Andy se había instalado en la habitación sobrera; ahora tenía compañero de piso en lugar de novia. Era un estudiante. ¿Para qué estudiaba? Tenía treinta años, estaba sin novia, era prácticamente inservible para cualquier empleo. Menudo nivel. Rab envidiaba a Gareth. Parecía haber sabido lo que quería desde el primer momento. Su formación había sido larga, pero no había cejado. «De todos modos, ¿por qué quisiste ser veterinario?», le preguntó Rab una vez, medio imaginando que le iba a soltar un discurso acerca del bienestar de los animales, la espiritualidad y el fascismo antiespecies.

Gareth puso cara de palo y habló con mesura: «Lo veo como una forma de desagravio por los daños que he causado. En el pasado he sido culpable de causarle bastante sufrimiento a los animales», añadió mientras sonreía, «en particular durante las excursiones a los estadios de Parkhead e Ibrox.»

Terminaron sus copas y se fueron paseando hasta el estadio. Estaban construyendo una tribuna nueva, pues habían derribado el viejo montón de chatarra condenado. Recordó cuando su padre los llevó allí a él y a Lexo, con Billy y Gally. ¡Qué pijos se sentían por estar en la tribuna! ¡Aquella pocilga de madera vieja y chapa de zinc! Vaya broma. Los vejetes daban pisotones du-du, du-du-du, du-du-du-du… ¡Hibees! Rab pensaba que tenía más que ver con asegurar la circulación de la sangre en los pies que con lo que fuera que estuviera sucediendo en el campo.

Ahora lo llamaban el Festival Stadium, o al menos así era por lo que respecta a tres de sus lados. Los parroquianos de la vieja escuela seguían apiñándose bajo las tribunas espartanas de antaño, en la parte este del campo, mientras esperaban que los bulldozers y los albañiles les exterminaran o les transformaran de hinchas futboleros en consumidores de deportes.

Rab se volvió hacia Johnny, observando cómo carraspeaba y escupía unas flemas sobre el hormigón de lo que había sido el piso de la vieja tribuna de la parte este. Muy pronto echarían a Johhny del terreno, escoltado por la policía, por esa clase de comportamiento. Disfrútalo mientras puedas.

OPORTUNIDADES DE MARKETING

«A estas alturas estará forrada de royalties de todos modos», sonrió con suficiencia Taylor, «a menos que…, ja ja ja…, a menos que la gente de Hacienda no le haya deducido nada directamente del

sueldo», dijo mientras se le saltaban las lágrimas de risa. Las copas estaban cayendo a buen ritmo, y Franklin y Taylor estaban a punto de salir de marcha, pero Franklin se echó atrás. «Será mejor que le eche un vistazo a esa zorra», dijo arrastrando las palabras y avergonzándose de ellas por dentro; una parte de él odiaba la complicidad natural que establecía con Taylor tras unas copas. Pero lo cierto era que ella

estaba obsesionada consigo misma. Taylor llevaba razón. ¿Cuál era el gran problema que entrañaba llevarte un tenedor a la boca, masticar y tragar?

Llamó a su habitación desde el teléfono móvil pero no hubo respuesta. Con un pánico que iba en aumento, volvió a toda prisa al hotel, imaginándose un cadáver huesudo al lado de la cama junto a una botella de vodka y unas pastillas para dormir. Taylor le siguió ansiosamente, con una imagen del mismo corte calentándole la cabeza. Sin embargo, a él semejante perspectiva le provocaba un estado de excitación febril, y ya estaba pensando en la selección de temas para un doble elepé

Lo mejor de… Estaba también la colección de compacts y, por supuesto, el elepé homenaje. Alanis haría una versión de un tema de Kathryn Joyner. Fundamental. Annie Lennox… obligado. Tanita Tikaram… Tracy Chapman… Sinead. Ésos eran los nombres que se le venían de inmediato a la mente. Pero tenía que tener una base más amplia, y tenía que tener calidad. Aretha era una posibilidad remota, pero era una posibilidad. Joan Jett como participante comodín. Dolly Parton para un tema country. Quizá pudiera engatusarse incluso a Debbie Harry o Macy Gray. Puede que hasta a Madonna. Las posibilidades circulaban aceleradamente por su cabeza mientras las puertas del hotel aparecían ante sus ojos.

Los dos hombres se quedaron pasmados cuando les dijeron que Kathryn había salido con un hombre alrededor de media hora antes.

«¿Quiere decir que ha dejado libre la habitación?», dijo Franklin tragando aire.

«Uy, no. Sólo ha salido», dijo eficientemente la chica de recepción, mientras unos ojos serios, situados bajo un flequillo negro, le miraban fulminantemente.

Ella nunca salía con extraños. Aquella zorra padecía agorafobia. «¿Cómo es el hombre en cuestión?»

«Corpulento, con el pelo rizado.»

«¿Qué?»

«Como las permanentes que llevaba la gente hace siglos.»

«¿En qué estado de ánimo diría usted que se encontraba?», le preguntó Franklin a la recepcionista.

«Aquí no psicoanalizamos a nuestros huéspedes, señor», le dijo ella enérgicamente. Al oír aquello, Taylor se permitió una sonrisita.

RICHARD GERE

Después de un largo baño, puso el vídeo de

Pretty Woman en el aparato. Lisa sintió un acceso de sentimiento de culpa cuando la energía eléctrica dio vida al consolador que tenía en las manos. Como si no se hubiese metido pollas suficientes en Ibiza, de todas las formas, tamaños y colores; pero eso era lo que tenían las pollas, cuantas más te metías, más querías. El labio vaginal irritado se había vuelto a inflamar y había pasado de rascarse despreocupadamente a realizar una inspección. Entonces se dio cuenta de lo valiosa que es la tecnología. La cosa había llegado al punto de tener el vídeo encendido mientras se daba lentos y deliciosos pellizcos en el clítoris. Richard lo sabía todo acerca de los juegos preliminares, vaya que sí, nadie había sido capaz de extasiarla de esa forma. Ahora veamos si Dicky tiene lo que hay que tener para rematar la faena…

«Richard…», gimió Lisa, mientras la enorme polla de plástico vibratoria de Richard se estremecía implacable sobre los labios de su coño, recorriéndolos lentamente, separándolos suavemente y con gran destreza mientras se abría paso lentamente en su interior. Se detuvo, aminorando un poco la marcha, mientras ella apretaba los dientes y observaba su sonrisa dentuda en la pantalla. Trabajando hábilmente con el mando del vídeo en una mano y el consolador en la otra, Lisa jadeó mientras Richard aparecía en primer plano. «Ponme a prueba», le decía, y justo entonces ella pulsó el botón de pausa.

«No me provoques, cariño. Métemela», suplicó Lisa, pasando la cinta a la secuencia donde al sonido de los vaqueros de Richard desabrochándose le sigue un plano de él en la ducha.

Después adelantar FF>>

El zumbido del consolador…

Después adelantar FF>>

PAUSE

El extremo de la polla de plástico de Richard empujando contra los labios de su coño mientras, en pantalla, sus ojos levemente picaros e irónicos reflejaban el deseo de ella, su propia depravación… y esa deliciosa lucha por el control…, la provocación sin la cual todo se queda en algo mecánico y aburrido…

PLAY

Richard y ella en la cama. Primer plano de Richard. «Me pareces una mujer muy inteligente y muy especial…»

Rebobinar

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Rebobinar

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PAUSE

ZZZZZZZZZZZZ… «Ay, Richard…»

PLAY

La sonrisa dentuda de Richard se desvanece y su expresión facial adopta la faceta comercial. «Te pagaré para tenerte a mi entera disposición…»

REW<<

«mi entera disposición…»

«En tu vida has disfrutado de una mujer como yo, chaval, yo no soy una de esas putas zorras frígidas hollywoodienses, amiguito…»

ZZZZZZZZZZZZZZZZ

«Ay, cabronazo…»

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Adelante, más allá de la imagen bobalicona de la puta Julia Roberts esa; que la incluyan en ella lo estropea todo, porque para Lisa sólo pueden estar ella y Richard…

PAUSE

PLAY

«Voy a subir», le dice Richard a Lisa…

ZZZZZZZZZZZZZZZZZ

«Dios mío, Richard…»

ZZZZZZZZZZzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzz…

Mientras Richard introducía más adentro su polla de plástico, algo fallaba. El enfebrecido cerebro de Lisa hacía involuntarios flashbacks renegados al irlandés borracho de San Antonio. Su polla se había desmoronado como si fuera masilla y se había corrido fuera de ella mientras decía: «Jesús, esto nunca me había pasado antes…»

…ZZZZZ…ZZZZZ…ZZ…Z…

Pero eso no podría pasarle a Richard…

Y entonces nada.

Puto cabrón…

Las pilas, las putas pilas de mierda.

Lisa se sacó bruscamente aquel trozo de húmedo látex y se subió las bragas. Estaba dispuesta a bajar a la gasolinera, pensando con aversión hacia sí misma que una chica lista siempre lleva un Durex en el bolso pero que una chica más lista aún lleva una Duracell.

Entonces sonó el timbre y Lisa Lennox pulsó el botón del mando a distancia, apagando la imagen en pantalla. Se levantó de forma tensa, y se dirigió a la puerta.

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