Cola

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4. Aproximadamente 2000: Ambiente festival » Edimburgo, Escocia: Jueves, 12.41 del mediodía

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THE BITTEREST PILL IS MINE TO TAKE[56]

Hubo una época en que Kathryn se había metido mucha coca, pero nunca había probado el éxtasis. Experimentó una sensación trepidante al tragarse aquella amarga pastilla. «¿Ahora qué pasa?», le preguntó a Rab Birrell, mirando a la multitud cada vez mayor que se agolpaba en el club.

«Simplemente esperamos a que nos suba», le dijo Rab con un guiño.

Así que eso hicieron. Kathryn ya empezaba a aburrirse cuando sintió que se apoderaba de ella una hermosa náusea. Pero la sensación de tener el estómago revuelto se le pasó rápidamente y pronto se dio cuenta de que jamás se había sentido tan a gusto y tan a tono con la música. Era fantástico. Recorrió con una mano uno de sus brazos desnudos, gozando de la forma en que la tensión iba desenmarañándose de una forma deliciosa y arrebatadora. Pronto se encontró al borde de la pista de baile, adaptándose a la onda house, moviéndose de forma instintiva e inconsciente, perdida entre la música. Jamás había bailado así antes. La gente no paraba de acercarse a ella, de estrecharle la mano y de abrazarla. Cuando lo hacían después de un bolo, cuando ella se encontraba tensa, lo percibía como una intrusión y le ponía ansiosa. Ahora resultaba maravilloso y cálido. Dos de las personas que la estaban abrazando y saludando eran dos chicas llamadas Lisa y Charlene.

«Kathryn Joyner, una tía de primera», dijo Lisa mostrando su encantada aprobación.

Catarrh vio su oportunidad y se acercó. Empezó a bailar con Kathryn, llevándola paulatinamente hacia el corazón de los bajos. Kathryn se sentía arrastrada por la onda como en un alegre arrebato. Catarrh era un veterano soulero y sabía bailar house de verdad.

Juice Terry y Rab Birrell miraban desde la barra con consternación creciente, aunque Rab logró consolarse bastante merced al hecho de que Terry parecía aún más disgustado que él.

Terry ya no podía soportarlo; decidió dirigirse a los servicios; quizá se metería una raya de coca. Últimamente ya no salía tanto, pero cuando lo hacía, prefería la coca a los éxtasis. De hecho, no sabía por qué se había metido una pastilla. Los

waters, sin embargo, estaban llenos de gente haciéndose rayas; era mejor guardar la coca para más tarde. De pie ante el urinario, Terry se sacó la polla y se pegó una larga meada de éxtasis, de esas que no parecían terminar nunca, incluso cuando ya has acabado.

Puesto que la sensación de estar meándose en los pantalones no le agradaba, y se veía obligado a comprobar de continuo que no se trataba más que de una ilusión, Terry trató de arreglarse el pelo y después salió. A la puerta de los servicios, había tres chicas arregladas a tope con indumentaria de club, hablando y fumando. Una de ellas en particular le parecía arrebatadora. Se lo había currado de verdad y a él siempre le habían gustado las chicas que hacían eso. Se acercó alegremente y dijo: «Estás preciosa, muñeca, hay que decirlo.»

Las chicas miraron de arriba abajo al gordo aquel que iba vestido de forma tan rara. «Y tú pareces lo bastante viejo como para ser mi padre», replicó ella.

Terry le guiñó un ojo a las amigas y después le dijo a la chica con una sonrisa, «Sí, y lo habría sido si el pit bull ese no le hubiera estado masticando el coño a tu madre en ese momento», declaró alegremente, marchándose con el dulce sonido de las risas de las amigas de la chica en los oídos.

Terry volvió a la barra, donde Rab seguía apoyado, observando bailar a Johnny y Kathryn. «John Boy se está divirtiendo.»

«Ésa es la única forma en que puede ligar Catarrh. Ponerse una camisa blanca, tragarse una pastilla y bailar con una tía que va hasta el culo de éxtasis», se mofó Terry. A pesar de que había puesto en su sitio a la cabrona descarada aquella, seguía resentido por el comentario. Miró a Birrell y a Catarrh. Los cinco o seis años que mediaban entre él y ellos más bien parecían diez. En algún punto entre la edad que tenía él y la que tenían ellos, los tíos habían empezado a cuidarse un poco mejor. Terry lamentaba la circunstancia de que se encontraba justamente en el lado equivocado de un cisma cultural.

A Catarrh le encantaban las pastillas y la forma en que conseguían que se entregara sin ningún esfuerzo al ritmo. Obligó a Kathryn a seguir sus pasos en la pista, bastante extenuantes, esperando hasta que las brillantes perlas de sudor que tomaban forma sobre su frente bajo las luces estroboscópicas confluyesen formando el primer reguero, antes de tomar aquello como la señal para indicar con la cabeza unos asientos libres en la zona de chill-out.

«¡Cómo bailas, Johnny!», dijo Kathryn al sentarse el uno cerca del otro y darle unos sorbos a la Volvic. Johhny rodeaba castamente con el brazo su estrecha cintura, lo cual les sentó bien a ambos. Aquel muchacho tenía algo realmente espontáneo y hermoso, se dijo Kathryn a sí misma, notando cómo los efectos de la pastilla revoloteaban por su cuerpo al estirar los brazos exuberantemente.

«También toco la guitarra, ¿sabes? Así es como me gané el apodo, Johnny Guitar. Toqué en grupos durante años. Me encanta la música dance, pero mi primer amor es el rock and roll. Guitar, eh.»

«Guitar», sonrió Kathryn, escudriñando los magníficos ojos negros de Johnny.

«Sí, había un tío llamado Johnny “Guitar” Watson y eso era guay porque los dos tocábamos la guitarra y teníamos el mismo nombre. Así es como me gané el apodo de Johnny Guitar, por el tío ese. Era negro, americano y tal.»

«Johnny Guitar Watson, supongo que he oído hablar de él», mintió Kathryn, de aquella forma tan vaga y americana destinada a no ofender demasiado.

«Me gusta la acústica, pero también puedo ser un guerrero enloquecido del hacha cuando me apetece. Y no estoy hablando de unos cuantos temas de Status Quo o del

Smoke on the Water…, así que», y Catarrh preparó su discursito, «si alguna vez necesitas un guitarrista, yo soy tu hombre.»

«Lo tendré en cuenta, Johnny», dijo Kathryn, acariciándole el dorso de la mano.

Catarrh no necesitaba que le dieran más ánimos. Millares de oportunidades desfilaron por su cerebro. Elton John y George Michael en el escenario durante un inmenso espectáculo benéfico televisado desde un estadio, cuando desde cada extremo aparecen ni más ni menos que Eric Clapton y Johnny Guitar blandiendo sus instrumentos, con aspecto tranquilo y concentrado, pero sin dejar de hacer esos pequeños gestos de asentimiento llenos de ironía dirigidos al público y las cámaras. Elton y George harían una ceremoniosa reverencia y conducirían a cada uno de aquellos héroes guitarreros al borde del escenario, donde aquellas legendarias manos le extraerían a las cuerdas de las Gibson Les Paul un dueto de guitarra vertiginoso, extravagante pero muy controlado, que iría acumulando tensión hasta alcanzar nuevas cotas, y llevarían al público a un estado de éxtasis incontrolado. Entonces Elton y Michael volverían al escenario y volverían a atacar el

Don’t Let the Sun Go Down on Me mientras un primer plano le mostraba a billones de telespectadores las lágrimas que rodaban por las mejillas de Elton; así de exaltado se encontraría ante la cegadora actuación de los maestros. Al final de la canción, se derrumbaría del todo y suplicaría: «Volved al escenario… Eric… Johnny…», y los dos héroes guitarreros se lanzarían una mirada chamánica en señal de respeto mutuo, se encogerían de hombros y reaparecerían en medio del mayor hurra de toda la noche. Catarrh daría un paso al frente, con confianza (su talento indicaba que tenía derecho a semejante escenario) pero sin arrogancia (después de todo, seguía siendo un tipo de a pie de The Calders, y era por eso que la peña le adoraba) y soltaría aquella sonrisa ligeramente modesta que daba envidia a los tíos y ponía cachondas y húmedas a las tías.

Elton colmaría de extravagantes abrazos a los maestros, abrumado por la emoción. De forma histérica y entre sollozos entrecortados les presentaría como «… unos grandes amigos míos… el señor Eric Clapton y el señor Johnny Guitar…» antes de que un Michael comprensivo le apartara del micro.

Elton y George abrazarían por turno a Guitar, lo cual podía resultar un tanto peliagudo con los tíos que lo estuvieran viendo en la tele del Silver Wing, por aquello de que los dos eran maricones y tal. Pero seguro que los gachos comprenderían que la gente del mundo del espectáculo, los artistas, eran por naturaleza gente más expansiva y más apasionada que el resto de la humanidad. Claro está que Guitar no quería que nadie se cachondeara. La peña de los amargados que se habría quedado atrás, con Juice Terry como ejemplo de primera categoría, jugaría esa baza para sacarle todo el jugo posible. Se engendrarían falsos rumores basados en un único gesto, inocente, emotivo y teatral. Johnny tendría que pensar largo y tendido acerca de esos abrazos de Elton y George. Podrían ser malinterpretados por los incautos y tergiversados por los celosos. Se acordó de Morrissey cantando

We Hate It When Our Friends Become Successful.[57] Pues bien, no les quedaría más remedio que hacerlo porque Johnny Guitar, sí, GUITAR, no Catarrh ni tampoco John Boy, estaba yendo a alguna parte. Kathryn Joyner no era más que un peldaño en el camino del éxito. Ella no era nadie. En cuanto él se consagrara, cambiaría a aquella perra vieja por una sucesión de ejemplares más jóvenes. Estrellitas del pop, presentadoras de televisión, chicas marchosas, todos vendrían y se irían mientras él picoteaba aquí y allá con implacable desenfreno antes de hallar el verdadero amor con alguna mujer intelectualmente dotada pero hermosa, quizá una joven académica posmoderna, que tuviera el seso pero también el corazón necesarios para comprender la complejidad de la mente y del alma de un verdadero artista como Johnny GUITAR.

No obstante, nada podía darse por sentado; Juice Terry era un rival. Pero él sólo quería utilizar a Kathryn. Por descontado que Johnny también, pero él pensaba utilizarla para conquistar su propia independencia y autonomía. La perspectiva de Terry finalizaba con ella rascándose los bolsillos para pagar unas cuantas cervezas, algo de perica, un curry y después echar un polvo con él antes de pasar una noche tranquila viendo la tele en su apestosa leonera. Por lo que a aquel gordo borrachín de rizos concernía, eso ya sería todo un logro. Sería criminal permitir que Kathryn se viera explotada en función de aspiraciones tan triviales. Ella valía para algo más que para ser empleada como un mando a distancia con pretensiones.

Y también estaba Rab Birrell. El típico intelectual barriobajero, demasiado cínico y crítico como para llegar nunca a nada en la vida. Birrell, tan pedante para contarte cómo son las cosas, cuáles son una mierda y cuáles no, que olvida que los años pasan volando y que él aún no ha hecho otra cosa que firmar en el paro cada quincena y hacer unos cuantos módulos en Stevenson College bajo la regla de las veintiuna horas. Birrell, que creía de verdad que soltarle sus pomposas chorradas políticas a capullos que van medio bolingas o medio puestos de gelatinas en los pubs de la parte oeste iba a elevar su nivel de conciencia e inspirarles para realizar acciones políticas y unirse para transformar la sociedad. ¿Qué podría querer Birrell de Joyner? ¿Decirle a la pobre boba yanqui que sufría de falsa conciencia y que debería rechazar el mundo del entretenimiento capitalista y entregarle su dinero a alguna pandilla de tristes capullos sin colegas que se hacen llamar «partido revolucionario» para que puedan ir a visitar a otros colgaos como ellos en distintos países en misiones de «recogida de datos»? El problema es que las puñeteras chorradas de Birrell podrían tener un gancho tipo secta para una yanqui con pasta que probablemente hubiera probado todas las demás modas existentes de religión, política, medicina o estilo de vida. Rab Birrell, a su propio modo farisaico, era más peligroso para las ambiciones de Johnny que Juice Terry. A fin de cuentas, ella se aburriría muy pronto de vivir del paro en Saughton Mains con un gordo cabrón y su madre. Aquello era muy distinto de Madison Square Garden. Pero los cabrones políticos y religiosos esos podían llegar a comerte el tarro. Lavarte el cerebro. También había que proteger de ellos a Kathryn. Johnny lanzó una mirada hacia la barra, donde los depredadores pastaban junto a su abrevadero. Alentado, Catarrh continuó: «También escribo canciones.»

«Guau», dijo Kathryn. A Johnny le gustaban los círculos que describían sus ojos y su boca cuando hacía eso. Los americanos eran así: tan positivos respecto de todas las cosas, no como los escoceses. Aquí uno no podía compartir sus sueños y sus fantasías sin que algún capullo amargado se mofara de ti. La brigada de los «conocí a su padre». Pues podían irse todos a tomar por culo, porque su padre también les conocía a ellos y eran, son y serían siempre un hatajo de putos gilipollas.

Kathryn sintió otro subidón de éxtasis y experimentó un acceso de buena voluntad hacia Catarrh. La verdad es que era un tío muy mono, de una forma sucia y ratonil. Lo mejor de todo es que era delgado.

«Una de las canciones que escribí… se llama

Social Climber. Sólo te canto el estribillo: “Puedes ser un trepa, puedes salir del paro, pero recuerda quiénes son tus amigos, o caerás por un agujero negro…”», chisporroteó Catarrh, tragando un poco más de mucosa que tenía acumulada al fondo de su cavidad nasal para lubricar su garganta seca. «Pero eso es sólo el estribillo.»

«Suena muy bien. Supongo que quiere decir que hay que recordar las propias raíces. Dylan escribió algo parecido…»

«Es curioso que digas eso, porque Dylan es una de mis grandes influencias…»

En la barra, la breve alianza entre Terry y Rab se deshacía. Frustrado por el éxito de Catarrh, a Terry el éxtasis le producía un puntillo más travieso que amoroso. «Business Birrell. Qué bueno, eh», se rió, mirando a Rab a la espera de su reacción.

Rab miró para otro lado y sacudió la cabeza con una sonrisa forzada.

«Business Birrell», repitió Terry en voz baja, mientras la voz le temblaba de alborozado desdén.

A pesar de la exuberante lucidez libre de chorradas que le proporcionaban las pastillas, Rab se veía obligado a admitir que Terry era un vacileta de élite. «Terry, si tienes algo que decirle a mi hermano, díselo a él, no a mí», dijo Rab, volviendo a sonreír.

«Nah, sólo pensaba en el titular de prensa aquella vez, Birrell va en serio, ¿te acuerdas?»

Rab le dio una palmada en la espalda a Terry y pidió un par de Volvics. Pasaba de meterse en aquello. Terry era legal, era su colega. Sí, sentía celos del hermano de Rab, pero ése era un tema para que lo resolviera Terry. Capullo lamentable, pensó Rab alegremente.

En su cabeza, Terry repetía el mantra: Billy Birrell, Silly Girl. Se acordaba de ése: ése era viejísimo, de los tiempos de la escuela primaria.

Y también estaba Secret Squirrel. Ése lo había inventado él. ¡Cómo lo odiaba Billy! Aquello hizo que Terry empezara a pensar en el pasado, o más bien en el futuro a partir de aquel punto, acerca de lo amigos que habían sido él y Billy Birrell. Eran grandes colegas; en aquellos tiempos no se trataba de Terry y Rab o Terry y Post Alec; en aquellos tiempos se trataba de Terry y Billy, Billy y Terry. Ellos dos y Andy Galloway. Galloway. Menudo tipo. A aquel cabroncete lo echaba de menos. Y a Carl. Carl Ewart. N-SIGN. La estrella del tecno. Fue Terry quien le puso el apodo. Terry trató de pensar en la influencia que el nombre de N-SIGN tuvo sobre la carrera de disc-jockey de Carl. Lo había supuesto todo. Sin duda tenía derecho a una tajada de los ingresos de su viejo amigo por proponerlo. Carl Ewart. ¿Dónde estaría ahora ese cabrón?

Rab se dedicó a darle sorbos a una de las botellas de Volvic y se dejó llevar por la música hasta ponerse a bailar. Aquellas pastillas eran excelentes. Él se mostraba más bien cínico respecto del potencial de los éxtasis para cambiar la vida; le habían motivado para ir a la universidad, pero él consideraba que más lejos no podían llevarle. Ahora simplemente formaba parte de la mezcla de alcohol, speed, perica y a veces barbitúricos que constituía el menú de las salidas nocturnas. Aunque cuando uno conseguía pastillas de esta calidad, terminaba por pensarlo dos veces. Resultaba manifiesta una vibración de los buenos viejos tiempos de hacía unos pocos años: el local estaba iluminado por esa sensación de unidad despreocupada. Y ahora, sin darse verdadera cuenta de lo que hacía, estaba hablando no con una, sino con dos tías preciosas que te cagas. Más importante aún, desde el punto de vista de Rab, lo estaba haciendo sin el bagaje de chorradas y afectación, sin hacerse el listo o mostrarse agresivo para ocultar el hecho de que era un tímido barriobajero escocés con un hermano y sin hermanas y que nunca había aprendido a hablar de forma apropiada con las mujeres. Pero ahora no había ningún problema. Era fácil. Se limita uno a decir: ¿Cómo va, os lo estáis pasando bien?, y las cosas fluyen sin que la testosterona o los condicionamientos sociales hagan de las suyas. Ve a una de las chicas, Lisa se llama, bailando sin parar, sus largos cabellos rubios sacudiéndose de un lado a otro, su top blanco con un incandescente brillo de azul eléctrico, su culo con aspecto de dominar el mundo y haciéndolo, mientras se menea con sensuales ondulaciones. Ve al disc-jockey, Craig Smith, ejecutando una difícil mezcla y llevándola a cabo con la naturalidad indiferente de un

pizza chef experimentado de Nueva York en la Pequeña Italia, improvisando una de aquellas apetitosas creaciones. Todas esas chicas y el disc-jockey trabajando para ellas, sabiendo que los chicos acatarían. Ésa es Lisa, prisionera voluntaria de la onda. Pero es la otra, Charlene, la chavala de pelo oscuro y aspecto agitanado quien le parece a Rab la verdadera obra de arte de esta exhibición de belleza femenina, pura, abrumadora y magnífica. Ella le dice que quiere quedarse traspuesta y ahora se sienta en la rodilla de un tal Robert Birrell para hacerlo y le rasca la espalda mientras él le acaricia el brazo y ella le dice al joven Birrell: «Me gustas.» ¿Acaso el Birrell en cuestión murmura algo áspero y avergonzado, acaso estropea el momento con un alcohólico y frívolo? «Entonces, ¿te apetece echar un polvo?». ¿Acaso mira a su alrededor con semblante paranoico, preocupado de que algún supuesto colega como Juice Terry le haya tendido una trampa para dejarle en ridículo?

Acaso una mierda. Robert Birrell se limita a soltar: «Tú también me gustas», y en sus ojos no se aprecia una mirada cohibida, huidiza o paralizada, ninguna pausa tensa para interpretar o malinterpretar la señal. Sólo dos bocas y dos lenguas que se unen de forma relajada y lánguida y dos psiques entretejiéndose como dos serpientes. Rab Birrell está contento y decepcionado a la vez al darse cuenta de que no hay erección a la vista porque se está embarcando en un viaje de amor trascendental con la tal Charlene, pero un polvo estaría bien y debería tenerlo presente porque después las prioridades cambian, pero ahora a la mierda con eso. Sólo estar aquí sentado, morreándola y acariciándole el brazo. Después de que Joanne se fuera, había pasado una noche follándose a una chica que conoció en un pub, sin llegar a experimentar un nivel de intimidad remotamente parecido al de ahora.

Lisa está junto a ellos y le dice a Rab que necesita respirar: «¿Te gustan los cócteles?»

«Sí…», dice Rab vacilando, pensando que la chica esta no tiene por qué invitarle a una copa, un cóctel prohibitivo…, además está en pleno subidón de éxtasis…

Lisa mira a Charlene y se ríe: «Ella podría contarte unos cuantos.»[58]

TAXI

«Tienes que reconocer, amigo, que en Escocia la gente es muy cordial», le dijo el joven de la barra. Franklin se metió la mano más adentro del bolsillo del pantalón. «¿Verdad que sí, amigo?»

«Sí», contestó nervioso.

«Somos distintos a los ingleses», subrayó el joven. Era delgado, llevaba el pelo corto, tenía una mala complexión, llevaba una sudadera larga que le colgaba como una tienda de campaña, y unos pantalones anchos con los extremos raídos. El último par de pubs había estado más animado que los anteriores, pero seguía sin haber ni rastro de Kathryn.

«Puedo conseguirte lo que quieras, colega, no tienes más que decirlo. ¿Quieres un poco de

brown

«No, no quiero nada, gracias», replicó Franklin secamente. Apretó con más fuerza los billetes que llevaba en el bolsillo.

«Puedo conseguirte speed del bueno. O unos éxtasis. MDMA en estado puro, tío. Perica. Recién sacada de la piedra, la mejor que hayas probado nunca», dijo el joven rascándose el brazo. Las dos marcas blancas que tenía a cada uno de los lados de la boca le proporcionaban a su mandíbula inferior aspecto de marioneta.

Franklin rechinó los dientes. «No quiero nada, gracias.»

«Te puedo conseguir unas gelatinas. El tío está aquí enfrente. Me das veinte libras y vuelvo en un minuto.»

Franklin se limitó a mirar al joven fijamente.

El muchacho extendió las palmas. «De acuerdo, puedes subir a su casa conmigo. Pruebas el género. ¿Qué te parece?»

«Te estoy diciendo que no me interesa.»

Había un grupo de hombres robustos que andaban por la cincuentena jugando a los dardos. Uno de ellos se aproximó. «El tío te lo ha dicho, yonqui de mierda, no le interesa. ¡Ahora vete a tomar por culo de aquí!»

El jovencito se encogió y se encaminó hacia la puerta. Mientras salía, se volvió y le gritó a Franklin: «¡Te voy a rajar, puto cabrón yanqui!»

Los jugadores de dardos se rieron. Uno de ellos se acercó a Franklin. «Yo que tú me largaría de aquí, colega. Si quieres beber en Leith, más te vale irte a la zona del muelle. Por aquí tienen que conocer tu cara o a algún capullo te dará la brasa. Puede que sea eso lo que quieras o no, pero eso es lo que pasará.»

Franklin aceptó agradecido el consejo de aquel hombre, puesto que su propia experiencia no contradecía precisamente aquella proposición. Se dirigió hacia los muelles y se tomó un par de copas solitarias y sensibleras. No había signo alguno de Kathryn y allí había montones de pubs y de restaurantes. Era inútil. Había llamado a los recepcionistas del hotel, pero ella no había regresado a su habitación. A pesar de ello, sintiéndose ya derrotado, tenía intención de irse a dormir. Cogió otro taxi para volver a Edimburgo.

«Americano, ¿eh?», le preguntó el taxista mientras subían a toda velocidad por el Walk.

«Sí.»

«¿Ha venido por el festival?»

«Sí.»

«Es curioso, porque usted es el segundo americano que sube a mi taxi esta noche. Nunca se imaginaría quién era el primero, la cantante esa, Kathryn Joyner.»

Franklin se quedó de una pieza. «¿Adónde…», preguntó con calma, tratando de no perder el control, «la llevó usted?»

ESTRELLAS Y CIGARRILLOS

Terry y Johnny, ambos pendientes de su propia agenda, estaban un poco irritados porque no paraba de acercarse gente a Kathryn. La fraternidad inducida por el éxtasis estaba bien, pero ellos tenían negocios que atender. Por tanto, Terry se mostró de acuerdo con Catarrh cuando Johnny le dijo a Rab Birrell: «Volvamos a tu casa.»

«Eh, vale», dijo Rab, «un momento.» Quiso asegurarse, echándole una mirada a Charlene y a Lisa. Rab estaba decidido a no ir a ninguna parte sin Charlene. Ellas estaban a favor, pero fue Kathryn quien se mostró renuente en un principio. «¡Terry, me lo estoy pasando de cine!»

Como de costumbre, Terry tenía una respuesta. «Ya, pero ahora es precisamente cuando hay que moverse. Cuando te lo estás pasando de cine. Porque si esperas a estar pasándolo de culo antes de irte, no harás más que llevarte el mal rollo contigo al sitio siguiente.»

Kathryn meditó al respecto y le dio la razón. Aquella noche había comenzado de forma extraña, pero poco a poco se había convertido en algo maravilloso. Y Terry no le había fallado hasta ahora, así que estaba contenta de seguirle la corriente. Terry, por su parte, estaba sorprendido de ver que dos de las chicas que había visto antes estaban con Rab Birrell. Eran las que estaban con la chavala a la que había insultado.

Lisa le miró y señaló: «¡Eso estuvo cojonudo! ¡Que un pit bull se comiera el coño de su madre!»

Rab parecía desconcertado mientras Charlene y Lisa se partían de risa. Terry también lo hizo y luego dijo a modo de semidisculpa: «Siento haberle tomado el pelo a vuestra amiga…»

«Nah, estuvo guay», sonrió Lisa, «es una vacaburra creída. No iba con nosotras. Simplemente nos la encontramos, ¿eh, Char?»

«Sí» corroboró Charlene. Rab le había dado un chicle y estaba masticando a toda pastilla.

«Estupendo», asintió Terry, consciente en todo momento de que jamás se le habría pasado por la cabeza disculparse de haber creído que las chicas estaban ofendidas de verdad.

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