Cola

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4. Aproximadamente 2000: Ambiente festival » Edimburgo, Escocia: 8.26 de la mañana

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NUESTROS HUÉSPEDES DE PRO

A Lisa le sorprendió agradablemente comprobar que Terry tenía un polvo estupendo. Habían estado follando la mayor parte de la noche, pero como se habían metido un montón de perica, fueron incapaces de disfrutar de excesiva armonía poscoito, retorciéndose y sudando uno en brazos del otro, con el corazón bombeando. Pero el tal Terry desde luego sabía lo que se hacía, y cuando se hartaba de mostrarse imaginativo, podía aporrearte con aquel pollón hasta sacarte sangre por las orejas.

Ahora ella estaba encima de él, y sí, era un poco el tipo del gordo retorcido, siempre iba a por su culo; conocía el tipo, pero de ninguna manera iba a meterse aquella cosa por el ojete. Ella le hincó el dedo por el suyo, para ver cómo reaccionaba. Se lo hacía a la mayor parte de tíos que intentaban encularla; pronto lograba que se comportaran y la trataran como a una dama.

Terry soltó un chillido desesperado, más allá del deseo o de la euforia, y su erección se deshizo al apartar a Lisa con una expresión de dolor grabada en la cara.

«Nunca te habría tomado por un remilgado. Me parecías bien guarrete. La cosa cambia cuando el ojete es tuyo, ¿verdad, chaval?»

Terry respiraba con dificultad; los ojos le lagrimeaban.

«Vaya, no mola, ¿a que no?», comentó Lisa.

«No es eso», jadeó con los dientes apretados, «son las

Rockford,[60] llevan días dándome guerra.» Terry tuvo que levantarse y encontrar algo que echarle a las almorranas. Tras un rato, se decidió por la crema de manos Nivea de Lisa. Ayudó, pero no podía calmarse. Se metieron otra raya de coca.

Terry empezó a revolver por ahí, como solía hacer en casa ajena. Como por lo general entraba sin invitación y acompañado por Post Alec, estaba condicionado para comportarse del mismo modo en las ocasiones en las que lo hacía como huésped de pro. Para gran alborozo suyo, encontró un ensayo universitario de Rab Birrell. Empezó a leerlo. Aquello era tal pasada que había que compartirlo con los demás. Terry decidió llamar a todas las puertas diciendo que era imprescindible que la gente se levantara enseguida, ofreciendo el incentivo falso del desayuno.

Primero aporreó la puerta de Johnny y Kathryn. «¡John Boy! ¡Kath! ¡Venid a ver esto!»

Johnny se sintió irritado y agradecido a la vez por la intervención de Terry. Sí, acababa de dormirse y estaba maldiciendo a aquel incordiante gordo cabrón. Pero por otra parte, Kathryn no le había dejado en paz durante toda la noche, y se sentía incapaz de follársela otra vez. Tomó aire mientras ella se estiraba y se volvía hacia él, con los ojos abiertos y los labios húmedos.

«Johnny… eres la hostia…», dijo ella, rodeándole la polla fláccida con la mano.

«Eh, tendríamos que ir moviendo…»

«¿Qué tal uno rapidito?», inquirió ella, exhibiendo una sonrisa.

Un haz de luz iluminaba su figura casi transparente y esquelética. Johnny se contrajo, sobrecogido por el horror, y tragó algo de mucosas. Había muchas, y no podía escupirlas, así que tuvo que tragar. Bajaron por su garganta como un guijarro, haciendo que le lloraran los ojos y revolviéndole el estómago. «Uno rapidito…, esa palabra no está en mi diccionario», dijo, armándose de valor. «Las cosas o se hacen bien o no se hacen.»

Concediéndose a sí misma una sonrisa de ánimo, Kathryn miró el reloj y preguntó: «Es tan temprano…, ¿qué querrá Terry?»

Terry rebuscó con el pie por el fondo de la cama. Encontró sus calzoncillos, se levantó de la cama de un salto y se los puso. «Tratándose de Terry, se traerá algún chanchullo entre manos.»

A Kathryn no le importaba levantarse. Estaba deseosa de seguir con la aventura. Aquella cama de mierda estaba llena de migas y saturada del sudor y los fluidos corporales de ambos. Se vistió lentamente, pensando en preguntar por la ducha, pero pensó que quizá fuera poco diplomático. ¿Se lavaba la gente en Escocia? Algo había oído, pero respecto a Glasgow. Quizá Edimburgo fuera diferente. «Sabes, este viaje me ha abierto los ojos, Johnny. He aprendido que vivís en vuestro propio mundo. Es como si… lo que le sucediera a ti y a tus amigos fuera más importante y mereciera más atención que lo que le sucede a la gente como…» Sintió cómo la palabra «yo» se le quedaba en los labios.

Johnny pensó que debería reírse para quitarle importancia o bien ofenderse. No hizo ninguna de las dos cosas, mirándola con la boca abierta mientras se enfundaba los vaqueros.

«Es sólo que cuando has hecho lo que yo, cuando has dedicado tu vida a…, bueno, resulta bastante difícil de asimilar…», dijo Kathryn de forma distraída.

«Sólo quiero facilitarte las cosas todo lo posible, Kathryn», dijo Johnny, tranquilizándose al pensar en la insulsa sinceridad de su tono.

«Eso es lo más agradable que nadie me ha dicho», dijo ella sonriendo y besándole en la boca. Johnny hizo caso omiso de su incipiente erección y se alegró de la segunda e insistente llamada de Terry aporreando la puerta con los nudillos.

Rab y Charlene estaban entrelazados, plenamente vestidos, sobre la cama, cuando entró Terry, sobreexcitado. «¡Arriba, arriba!», gritó, «¡el desayuno está listo!» Terry no pudo ocultar su euforia al ver que Birrell seguía vestido. ¡El muy capullo no había logrado mojar! Probablemente había aburrido a la chica con sus historietas universitarias hasta que se quedó dormida. El equivalente auditivo de la puta droga esa que emplean los tíos para violar a las tías durante una cita, ¡aunque seguro que se habría despertado enseguida si Birrell hubiera intentado bajarle las bragas! Atacado por el hormigueo de la coca, Terry se metió la mano en los vaqueros y los calzoncillos para inspeccionar su propio paquete sudoroso, el cual, consideró, ni siquiera había menguado por efecto de una sesión de perica al completo. ¡No es la mismo, Birrell, no es lo mismo!

La primera cara que Rab quería ver al abrir los ojos era la de una Charlene dormida. Era preciosa. La última cara que quería ver era la que tenía al lado, la jeta de Juice Terry, que le aguardaba mientras gritaba: «¡Arriba, arriba!»

Terry se pavoneaba por el pasillo como un actor ensayando el diálogo, mientras Lisa se reía y se frotaba las manos a la expectativa, e iban apareciendo los demás.

«¿Aquí qué pasa?», preguntó Johnny.

Terry esperó hasta que todos se congregaron a su alrededor, confusos y adormilados; entonces sacó el ensayo y empezó a leerlo en voz alta.

«Escuchad esto. Universidad Stevenson, Estudios Mediáticos y Culturales, Robert S. Birrell.

Ma, He’s Making Eyes at Me, de Lena Zavaroni, discutido desde una perspectiva neofeminista. Ja ja ja ja… escuchad este trozo de aquí…

a pesar de su excitación en aumento ante las atenciones de su aspirante a pretendiente, la señorita Zavaroni conserva a su madre como curioso punto de referencia.

Cada minuto que pasa es más atrevido

Ahora se apoya en mi hombro

¡Mamá! ¡Me está besando!

Esta declaración constituye una muestra excepcional de solidaridad femenina, ejemplificando unos lazos que van mucho más allá de la relación intergeneracional madre-hija. En este punto averiguamos que el personaje de Zavaroni, o mejor dicho su

voz, confía en su madre como confidente en circun…»

«Déjalo ya, Terry.» Rab le arrancó los papeles de la mano. Lisa se reía, entre alegre y asqueada, mientras observaba cómo los adoradores ojos de Charlene se posaban sobre Rab. Era repulsivo.

«¡Matrícula y todo! ¡Fua!», se burló Terry. «¡Una estrellita dorada para Rab!»

«De todos modos ese trozo estaba muy bien», le dijo Charlene a Rab. «Supongo que nunca había pensado mucho en el contenido de la letra de esa canción», dijo Kathryn. No pretendía parecer sarcástica, pero la risa de Terry y la expresión irritada de Rab le mostraron que indudablemente había sido interpretada de ese modo.

Rab cambió rápidamente de tema, sonriéndole a Charlene entre avergonzado y agradecido y sugiriendo que fueran todos a un café a desayunar y después a tomar una cerveza. Terry ya había llevado a cabo una auditoría sistemática del contenido de la nevera y los armarios de la cocina de Rab. «El único sitio en el que conseguiremos algo de papeo es el café. He estado echando un vistazo a algunas de las cosas que tienes por aquí. Parece la alacena de una lesbiana, Rab, hay que decirlo. ¿Dos tíos compartiendo piso y comiendo así? Fua.»

«¿Vas a pasarte todo el día diciendo chorradas o vamos a ir al café?», saltó Rab.

«Supongo que Terry podría hacer las dos cosas», bromeó Kathryn, provocando la risa de Johnny.

«A la mierda con el café, Birrell, las pastillas y la perica me han destrozado el apetito. Vamos a echarnos unas cuantas cervezas», dijo Terry, sonriéndole con frialdad a Kathryn. Esa puta yanqui descarada se estaba poniendo socarrona. Pues más le valía no hacerlo demasiado a sus expensas o se las iba a devolver con creces. Aquí no había trato de estrella para nadie.

Lisa y Charlene asintieron, mostrándose de acuerdo, y Kathryn y Johnny también. Terry se embebió de aquellos gestos de asentimiento.

«Beicon, huevos, salchicha, tomates, champiñones…», protestó Rab.

«Vete a la mierda, Birrell», se burló Terry, «estamos hasta el culo, al menos los pesos pesados, ¿eh, Liz…?», dijo guiñándole un ojo a Lisa, que le lanzó una mirada dura a Rab, «… pasarán meses hasta que estemos listos para ingerir sólidos.»

Kathryn estaba particularmente contenta de seguir bebiendo. Rodeó con un brazo a Johnny. Aquel chico sabía follar. Cada vez que le había puesto la mano encima a aquella polla durante la noche, se había puesto firme. Después ella había ido directamente a por él, envolviéndole, introduciéndole en su interior y él le daba como si su futuro dependiera de ello.

«Eh, esta noche tienes el bolo, a lo mejor tendrías que sobar, en el hotel y eso», se aventuró Johnny.

Kathryn se estremeció por dentro. Quería continuar. «Tengo tiempo de sobra para ir a tomarme una maldita cerveza primero. No seas tan plasta, Johnny», dijo, tomándole el pelo.

«Sólo era un comentario», dijo éste con gesto alicaído. Tenía que reconocer que debería recargar las pilas antes de volver a meterse al catre con ella. La puta guarra salida no me dejó en paz durante toda la noche, reflexionó. Si quería ese nivel de sexo siempre, bueno, además de cualquier otra cosa, no habría manera de que él mantuviera el tipo con la guitarra. Habría que firmar contratos raudo, antes de que desapareciera a polvos.

«Eso, Johnny, no seas un puto mamón. La chica tiene derecho a beber estando en Escocia, ¿verdad, Kath?» Terry sentía deseos de añadir «Sobre todo después de pasar la noche con un capullín empanao como tú», pero se mordió la lengua. Además, a él le había ido bien. Lisa se levantó y le cogió de la mano. «Venga, sexy», se rió. Terry se pavoneó como un gallo y se acercó a la mesa del café.

Rab Birrell se sentía casi físicamente enfermo. Parecía que aquel borrachín apestoso y gordo siempre conseguía mojar. Se acordaba de Joanne, su antigua novia, contándole que su amiga Alison Brogan le había dicho que el mejor polvo que había echado en su vida fue con Terry. ¡El puto Juice Terry! Aquello era imposible de creer. «Tenía una erección como una lata de Irn Bru encima de otra», le había dicho Alison a Joanne, quien le había transmitido la noticia alegremente a Rab. El caso es que, en su momento, Rab recordaba haberse alegrado por su amigo. Ahora no se alegraba una mierda.

«El caso es, Rab», dijo Terry sonriendo, enarcando una ceja y dándole un apretón a la mano de Lisa, «que tengo que decirle a Alec que no puedo trabajar con él en el hotel. Lo de las ventanas y tal. ¿Te queda alguna cerveza?»

«Sí…» Rab tenía planes para aquel lote, pero supuso que sería inútil mentirle a Terry, puesto que ya habría registrado todos los armarios del piso. «Pero es, eh…, de Andrew…»

«La repondremos, joder, Rab. ¡Kath tiene guita!», saltó Terry con una indignación excesivamente teatral.

«Sí, no hay problema. Puedo pagártelas», se ofreció Kathryn.

«Nah, no quería decir…», protestó Rab en vano. El muy hijo de puta le había vuelto a pillar, haciéndole pasar por mezquino. Rab Birrell se volvió a tiempo para guipar la alegre y sádica sonrisa de Terry. Había tenido verdaderas ganas de ir a un café o pillar algo de comida de la gasolinera y preparar una fritanga. Él tampoco tenía hambre, pero su estómago tenía tendencia a devolver lo que bebía si no lo forraba de comida. Ahora se iban de pedo, dirigiéndose directamente a casa de Post Alec y utilizando su cerveza. Intentaría hacerse con un bollo por el camino. Pero esta idea se desvaneció en cuanto se metió una de las rayas asesinas de blanca que había preparado Terry.

Kathryn se sintió aliviada. Su trastorno alimentario, ayudado por las pastillas y los polvos, se había reafirmado y no soportaba la idea de los alimentos fritos. Los intentos de Rab Birrell por tentarla con su descripción del desayuno escocés no habían hecho más que restaurar su terror a los alimentos sólidos.

«A Alec no le va a hacer mucha gracia. Despertarle a estas horas para decirle que va a currar solo…», razonó Johnny mientras las cervezas tintineaban dentro de la bolsa de basura que llevaba, «sobre todo cuando no llevamos Tennent’s de lata morada. A Alec no le molará toda esta mierda continental.»

«¡Comprada por cierto mariquita estudiantil llamado Robert S. Birrell!», se rió Terry, esforzándose por recuperar la seriedad mientras paraban a dos taxis de un grupo que se aproximaba.

«Llevamos un lote, Terry, eso es lo único que le preocupará», dijo Rab, casi para sus adentros.

Había pasado mucho tiempo desde que Terry no iba por el centro. Normalmente nunca llegaba más allá de Haymarket, y sólo cuando estaba medio adormilado. La

gentrification[61] y comercialización de su ciudad le estaba volviendo loco. Echó una mirada al nuevo distrito financiero y a Earl Grey Street. «¿Qué cojones ha sido de Tollcross?»

Nadie respondió y pronto se encontraron en casa de Alec, en Dalry.

«Jambolandia», dijo Rab al bajar del taxi.

«Estupendo», contestó Kathryn.

«No creas.»

Terry le lanzó una mirada de desaprobación a Rab. «Cierra la puta boca con el fútbol por un minuto, capullo aburrido. Siempre estás que si los Hibees esto, y los Jambos lo otro. A Kathryn no le interesa.»

«¿Tú cómo lo sabes? No puedes hablar por ella.»

Terry dejó escapar una larga y exasperada exhalación y a continuación sacudió la cabeza. A aquel capullo de Birrell le encantaba sufrir. Nunca sabía cuándo abandonar. Pues bien, no importaba, porque Juice Terry estaba dispuesto a bajarle los humos todo el día si hacía falta. Paladeando un vestigio de afecto retorcido y paternalista, Terry miró primero a Rab y después a Kathryn. Cuando habló por fin, lo hizo en un tono altivo pero indulgente. «Vale, Kath. Hibernian Football Club. Heart of Midlothian Football Club. ¿Qué significan esos nombres para ti?», preguntó.

«No sé…», empezó ella.

«Nada», dijo él de modo tajante, volviéndose hacia Rab, que se encontraba ahora visiblemente incómodo. «Así que cierra la puta boca, Rab. Si no es mucho pedir.»

Rab Birrell se sintió destrozado. ¡Aquel cabrón de Terry! Aquel puto…

«Bueno, sí que me fijé en que en el emblema de Rab pone Hibernian», dijo ella, señalando el escudo de la elástica de Birrell.

Rab vio un ápice de luz y se precipitó irreflexivamente. «Lo ves», dijo. Así funcionaba el genio incordiante de Terry. Si le hacías caso omiso, te pisoteaba por todas partes. Si entrabas al trapo, te rebajabas poniéndote a su nivel. Y él siempre sobresalía en el arte de disfrazar su mezquindad como algo más elevado.

«Permíteme que te presente mis disculpas, Roberto. Lo cierto es que Kathryn se fijó en el emblema de esa colorista, si no precisamente elegante elástica que llevas toda la noche luciendo, así que, por favor, no dudes en sentirte libre de ofrecernos un, ¿cómo lo llamaríais vosotros los estudiantes?…, un análisis retrospectivo de la temporada liguera de 1991. O quizá, como alternativa», dijo, exhibiendo una expresión exageradamente alegre, «podríamos limitarnos a subir a ver a Alec y tomarnos una copita.»

Subieron las escaleras hasta el piso de Alec, y Terry llamó a la puerta, con un Rab aturdido y silencioso a sus espaldas.

Kathryn seguía un poco colocada. La comida, la bebida, las pastillas, la perica y los polvos que se había echado con Catarrh la habían dejado en un estado dislocado y levemente desquiciado. Ahora se abría una puerta al final de unas escaleras y aparecía ante ellos un hombre de rostro colorado. Kathryn era más o menos consciente de que era el mismo que ayer había estado limpiando sus ventanas con Terry. Llevaba una camiseta amarilla con un marchito dibujo plastificado de un hombre que llevaba gafas oscuras e iba en un cochazo con una mujer de pecho inverosímilmente grande acurrucada bajo uno de sus brazos. En una de las manos llevaba un vaso de cerveza que desbordaba espuma y en la otra el volante. Debajo podía leerse un eslogan descolorido: ME GUSTAN LOS COCHES RÁPIDOS, LAS TÍAS CALIENTES Y LA CERVEZA FRÍA. Post Alec miró con incredulidad a la concurrencia, dejando escapar un sonido gutural e incomprensible. «Ahy… yay…» Kathryn no podía discernir si se trataba de un saludo o de una amenaza.

«Cierra la puta boca, bolinga refunfuñón, hemos traído un lote de cervezas.» Terry hizo tintinear las botellas delante de Alec. Hizo un gesto con la cabeza indicando a Kathryn. «¡Kathryn Joyner, so capullo!»

Alec miró a Kathryn, y aquellos ojos azules hicieron chiribitas en aquel rostro colorado y destruido por el plomo de la pintura. Después miró a los demás…, el conjunto habitual de jóvenes perdidos y chiquillas bobas que solían llevar a remolque. ¿Qué cojones querrían? Sus ojos se posaron sobre las bolsas de basura tintineantes. Los cabrones llevaban bebida…

«Alec», dijo tímidamente Catarrh, antes de escupir unos mocos por la galería.

Post Alec no le hizo caso a Johnny; no le hizo caso a ninguno de ellos. Sabía que había que ir a la raíz de cualquier problema, y sabía exactamente dónde estaba aquella raíz. Mirando directamente a su amigo, argumentó con voz baja y quejumbrosa: «Esto no es de recibo, Terry», pero ya volvía a adentrarse en la casa y sacudía la cabeza mientras Terry le seguía, «a estas horas de la puta mañana. Mete la cerveza ahí», dijo, señalando el frigorífico.

«He dicho que dejaras de refunfuñar», se rió Terry, pasándole una cerveza. Empezó a repartir cervezas y a hacer presentaciones.

«Oye, ¿qué pasa con las ventanas?», preguntó Alec.

«Nos sobra tiempo. El tío aún va a estar una temporadita en el hospital, Alec. Podemos tomarnos el día libre de bolingueo.»

«Tenemos que hacer este curro, Terry. Te lo digo en serio.»

«Un día no va a cambiar nada, joder. Un día para la democracia, Alec, un día para el hombre de la calle.»

«¡Es el pan de Norrie!»

«Un día, Alec, y luego a currar a todo tren. ¡Nos empaparemos del ambiente del festival! ¡No seas tan gruñón! Métete un poco de cultura en el cuerpo, Alec, eso es lo que te hace falta. Estás demasiado atrapado por el mundo filisteo del comercio, ése es tu problema. ¡Un poquito de arte por el arte, hombre!»

Alec ya había abierto una cerveza sin molestarse en comprobar la etiqueta. Rab Birrell se sentó alrededor de la mesa grande, sentando a Charlene en su rodilla. Quería que Terry constatara que Alec ni siquiera se había dado cuenta de que las cervezas eran del continente, pero Terry no prestaba atención.

Lisa se sentó en una silla de cocina destartalada y observó a Charlene besuqueándose con Birrell. La tenía metida en el bote. A veces aquella chica no tenía dignidad alguna. El tal Rab era un marica. No como Terry. Terry era un animal. Era cojonudo. Tenía muchísima personalidad, además, no como algunos de los tíos jóvenes que una veía por ahí. Lisa se inclinó hacia delante y apretó con fuerza las piernas. Podía sentir el palpitar de la zona donde se la había follado. Grande y dura. Sí. Sí. Sí. Todavía notaba el cosquilleo de la coca mientras le daba sorbos a su cerveza y ponía cara de asco. Sólo era una copita, pero dejó que le sacara algunos restos de coca del fondo de la garganta. Lisa quería tomar unos cócteles y después volver con Terry para otra sesión. Aunque se veía que le iba la tal Kathryn Joyner; se notaba. Ella no estaba mal, pero era una vieja y flaca que te cagas. La delgadez no le sienta a una mujer de esa edad. Esmirriada.

Kathryn miró a las dos jóvenes escocesas y al principio se acordó de Marleen Watts, la animadora rubia del colegio, allá en Omaha. Entonces Marleen se convirtió no en una, sino en dos rubias, las que le miraron desde la cama a ambos lados de Lawrence Nettleworth, de

Love Syndicate. El hombre que era su prometido. Después esa imagen se desvaneció y en su imaginación las jóvenes de Edimburgo se convirtieron en una visión de lo que ella había perdido. Cuando iba de éxtasis, la noche anterior, había apreciado su juventud, ahora la codiciaba. Quería vomitar todo lo que había consumido. Y sin embargo

Y sin embargo la noche anterior había sido tan buena que en realidad todo aquello ya no parecía tener importancia. De repente, Kathryn lo vio claro: tenía que salir más.

Ahora hablaba con Lisa sobre algo acerca de lo cual nunca había hablado antes. La discusión había pasado de la música a los fans y de ahí a los fans obsesivos. «¿Así que tuviste un obseso, Kathryn? Eso debió resultar aterrador que te cagas», dijo Lisa.

«Sí, en su momento fue bastante espantoso, supongo.»

«Sería un desgraciao que te cagas», dijo Charlene con verdadera amargura.

«En cierto modo resulta triste, leí mucho sobre eso cuando lo del mío. Es una pena, de verdad que lo que les hace falta es terapia», dijo Kathryn.

Terry resopló despectivamente ante aquel comentario. «Ya, ya sé yo la clase de terapia que necesitan: que les partan la boca. Capullos lamentables. Ésa es la clase de terapia que les daría yo a esos cabrones.»

«No lo pueden remediar, Terry, se obsesionan», repitió Kathryn.

Terry rechazó aquello con un bufido. «Eso es un montón de mierda americana. Yo también me obsesiono con la gente», dijo golpeándose el pecho. «Todo dios lo hace. ¿Y qué? Te haces una paja pensando en ellos y luego te obsesionas con otra. ¿Qué clase de mamón de mierda es el que se queda a la puerta de las casas en medio del frío esperando a que salga alguien a quien no conoce? Contestadme a eso si podéis», dijo, mientras miraba desafiantemente alrededor de la mesa. «Por supuesto, no podéis. Lo que necesitan esos cabrones es buscarse la vida», dijo despectivamente mientras se echaba un lingotazo de cerveza. Se volvió hacia Alec, que le hablaba a Rab acerca de alguna pensión de invalidez a la que tenía derecho. «¿A ti te han seguido alguna vez, Alec?»

«No seas idiota», contestó éste con aire taciturno.

«Te habrán seguido unos cuantos dueños de pubs lo bastante bobos como para fiarte, ¿eh, Alec?», se aventuró Rab.

Alec sacudió la cabeza, agitando la botella para subrayar lo que iba a decir. «Todo ese rollo es muy americano», opinó, y a continuación, cayendo en la cuenta, se volvió hacia Kathryn y dijo: «Sin ánimo de ofender, cariño.»

Kathryn sonrió cautelosamente. «Descuida.»

Terry le daba vueltas a la propuesta. «Pero Alec no está equivocado, Kath, son los putos yanquis los que causan todos los problemas que hay en el mundo hoy. No quiero ponerte a parir ni nada de eso, pero hay que reconocer que es así. A ver si me explico: toda esa mierda de los asesinos en serie que tienen allí…, ¿qué forma de comportarse es ésa?», cuestionó Terry. «Unos cuantos capullos tristes que buscan hacerse famosos.»

Lisa sonrió y miró a Rab, que parecía a punto de decir algo, pero decidió después intentar sacarse una mancha de la elástica.

«Eso no pasaría en Escocia», sostuvo Terry.

«No, pero», comentó Rab, «el Dennis Nielsen ese era escocés, y fue el mayor asesino en serie que jamás hubo en Gran Bretaña.»

«Qué cojones iba a ser escocés…», empezó Terry, pero el tono de confianza de su voz refluyó a medida que se veía obligado a encajarlo.

«Sí que lo era, era de Aberdeen», expuso Rab.

Se miraron los unos a los otros. «Lo era», reconoció Johnny, y Charlene, Lisa y Alec confirmaron con la cabeza.

Terry no estaba dispuesto a que le superaran. «Vale, pues, pero tomad nota de que no se cargó a nadie en Escocia, todo eso empezó cuando se fue a vivir a Londres.»

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