Cobra

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COBRA I » ¿QUÉ TAL?

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¿QUÉ TAL?

En el aire estancado del túnel entra, lento, el metro. Aceitado giro de ruedas; esplenden los engranajes, imbricadas, las bielas. Orlas vegetales, los coches pasan en silencio, sin ángulos, los bordes como lianas. Las bocinas alinean aristas de aluminio.

Ya el tren se detiene. Tiemblan las vidriosas flores de las cerraduras. Retahila fañosa, de una hilera de cubos plateados brotan uno a uno los nombres de las estaciones; el eco los prolonga en el túnel.

Difusas, detrás de las ventanas empañadas van apareciendo figuras hundidas en sillones de fieltro negro, encogidas tras periódicos. Un abrigo, un sombrero de alas torcidas, una mano que traza en el cristal un signo, alguien que ríe, un guante, un saludo, se van dibujando en el ámbito gris del coche.

Las puertas se descorren. Aparecen dos niños bien peinados, envueltos en lanas, que saltan hacia el andén, los pies unidos, mirándose. Buscando la salida a tientas alguien avanza por el pasillo, sin rostro, en lo oscuro, filtrada luz de lámparas de cuarzo, en lo oscuro otra vez, amarillo.

Baja un indio.

Los altavoces se callan.

Cobra aparece al fondo del coche, de pie contra la pared de lata, pájaro clavado contra un espejo. Está maquillada con violencia, la boca de ramajes pintada. Las órbitas son negras y plateadas de alúmina, estrechas entre las cejas y luego prolongadas por otras volutas, pintura y metal pulverizados, hasta las sienes, hasta la base de la nariz, en anchas orlas y arabescos como de ojos de cisne, pero de colores más ricos y matizados; del borde de los párpados penden no cejas sino franjas de ínfimas piedras preciosas. Desde los pies hasta el cuello es mujer; arriba su cuerpo se transforma en una especie de animal heráldico de hocico barroco. Detrás, la curva del tabique multiplica sus follajes de cerámica, repetición de crisantemos pálidos.

Espera a que no quede nadie en el coche, el silbato de partida. Agarrándose a los retorcidos pasamanos, a las columnas niqueladas que se abren en corolas contra el plafón, tambaleando sobre sus tacones llega asustada, muda, hasta la puerta. Huye a lo largo del andén, entre rejas mohosas, por angostos corredores y escaleras de peldaños resbaladizos, húmedos.

Entre raíles y veletas, meciendo faroles de señales, bajo semáforos de cifras fluorescentes, grises —abrigos de pelambre—, de pie sobre los ramales la apuntan los de casquetas numeradas; se ríen de ella los mendigos; envolviéndola en sus alientos los borrachos la siguen. Va contra las paredes, envuelta en una capa negra, cubierta por un sombrero de cardenal, cabizbaja, como si acabara de perder un rubí, para que el pelo le encubra, como a Verónica Lake o a una leprosa, la cara.

Por el suelo duermen sobre sus vómitos los clochards; se despiertan para cantar un aria. Sobre sillas de lona blanca, altísimos, expuestos como juguetes de cuerda —cabecitas abrigadas con bonetes de hilo—, arietan sus acordeones carcomidos, del color de los muros, los ciegos.

La persiguen los cantos, el soplido aflautado de las cajas incrustadas de nácar que lo oscuro agranda.

Una pordiosera mugrienta, harapos ensartados de baratijas, se acerca por detrás, en puntillas, un grito, le raja la capa. Le arrancan el sombrero. Las carcajadas retumban en la bóveda, interrumpiendo la cantilena de los ciegos, interrumpidas por el golpe sucesivo de las puertas del metro.

Desaparece entre mapas mudos,

lumínicos fundidos,

puertas giratorias trabadas,

flechas al revés,

rampas que se derrumban,

pasajes sin salida,

urinarios encharcados,

distribuidores de pasteles rancios,

vendedores de periódicos roídos,

puestos de flores carnívoras,

ascensores sin cable,

teléfonos sin línea,

policías drogados,

limpiabotas locos.

//Detrás de la luz mortecina que ciernen conchas de cuarzo amarillo, dibujándose en el intervalo que dejan las capotas grises de los autos, la calle; entre ramajes de hierro y vidrio, su pelo anaranjado: Cobra con los jefes de estación // una M de neón, morada, parpadeante, que va creciendo // junto a mendigos descalzos —los pies calcinados, gibosos, ocupan el primer plano—, una luz naranja la dibuja, demasiado nítida, entre harapos de paño rojo y cestos de pan. En lo oscuro se distinguen apenas los perfiles, los objetos —una jarra de cristal llena de vino, un laúd—, los gestos // en la calle.

Es de noche. Llueve. Golpe del agua contra el asfalto. Detrás de la lluvia la gente pasa, desdibujada; bajo el halo rayado de los faroles, rectángulo azul, las vitrinas enmarcan fruteros llenos de manzanas, fuentes de hojaldre chorreando miel, pinches de almidonados gorros blancos, hornos de hierro donde dan vuelta, rellenos de almendras, rodeados de laureles, animales enteros.

Protegida por un dios nebuloso —el humo espeso que sale de las fondas— Cobra cruza la calle.

Atrás queda la abertura, en medio de la acera, la escalera hundiéndose, los tallos de cerámica que se alzan, se bifurcan, se incurvan, envuelven el letrero del METRO.

El vaho rancio de los bodegones, el tufo de la carne quemada, del alcohol agrio y la grasa: el ácido de la lluvia la va trabajando, royendo.

Se refugió en la marquesina de un teatro. En una esquina, entre pérgolas de estuco, paneles con balcones en relieve, almenas doradas y una góndola, funcionaba un fotógrafo automático. En el interior del aparato —corridas las cortinas negras el flash se había disparado solo—, ante un espejo relampagueante, pudo apreciar los desgastes: el severo andamiaje del peinado se desmoronaba por todas partes, los crespos —muelles vencidos— chorreaban tintura, sobre la frente caían lazos entripados, un manchón negro le rodaba desde los ojos, la sombra azul emergía alrededor de la boca.

Salió llorando.

Un niño la miró fijamente.

Un viejo recordó a Theda Bara.

La siguió un gato.

Un albañil portugués aspiró su perfume.

Irradiando un día de neón, de trecho en trecho avanzaban sobre las aceras los cubos transparentes de las vitrinas. Dentro de ellas, insertadas en el decorado fijo, en el teatro en penumbra de sus habitaciones, yacían, desnudas, las putas, entre cojines morados, sobre pieles de lince, acurrucadas en vastos sillones de mimbre cuyos espaldares formaban un círculo de estrellas mudéjares alrededor de sus cabezas; las rodeaban flores de papel, botellas de menta, revistas danesas y monitos. Sus criados —eunucos jamaicanos— frotaban con franelas los cristales humedecidos de las vitrinas; los marinos tocaban desde el exterior con nudillos.

Fueron ellos quienes vieron a Cobra.

La gente se fue agolpando a su alrededor.

Me siguieron.

Me hostigaron.

Me acosaron contra un muro.

Lentejuelas negras en las mejillas, anillos lujuriosos en los dedos, flecha de brillantes sobre el pompón de canas, del grupo surgió una octogenaria pintarrajeada. Se acercó contoneándose, cantando, gangosa, en falsete: —¿Qué tal?— me preguntó, imitándome.

El índice huesudo muy cerca de mis labios, gritó:

—Es él.

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