Cobra

Cobra


Cuarta parte: El veneno » Capítulo 15

Página 24 de 29

CAPÍTULO 15

Don Diego Esteban creía en tres cosas. Su Dios, su derecho a una inmensa riqueza y a una venganza terrible contra cualquiera que pusiera en duda las dos primeras.

Después de que decomisaran en Nogales los fardos de cocaína que se suponía que habían desaparecido de sus planeadoras en el Caribe, estaba seguro de que uno de sus principales clientes lo había estafado. El motivo era claro: la codicia.

Podía deducir la identidad del ladrón por el lugar y por el modo de apoderarse de la mercancía. Nogales es una ciudad fronteriza y el centro de una pequeña zona cuyo lado mexicano es territorio exclusivo del cártel de Sinaloa. Al otro lado de la frontera opera la banda de Arizona que se llaman a sí mismos los Wonderboys.

Don Diego estaba convencido, tal como había sido la intención de Cobra, de que el cártel de Sinaloa había robado su cocaína en el mar y que estaba duplicando sus beneficios a su costa. Su primera reacción fue decir a Alfredo Suárez que a partir de ese momento se cancelaban todos los pedidos de Sinaloa y que no se les enviaría ni un solo gramo. Esto causó una crisis en México, como si aquella desafortunada tierra ya no tuviese bastante.

Los jefes de Sinaloa sabían que ellos no habían robado nada al Don. En otros podría haber provocado una sensación de desconcierto, pero las bandas de cocaína solo tienen un sentimiento aparte de la satisfacción, y es la furia.

Cobra, a través de sus contactos en la DEA en el norte de México, hizo correr el rumor entre la policía mexicana de que había sido el cartel del Golfo y sus aliados de La Familia quienes habían informado a las autoridades norteamericanas del transporte de Nogales. La verdad era que Cobra se había inventado todo el episodio. La mitad de la policía trabajaba para las bandas, así que les comunicaron esa mentira.

Para los de Sinaloa aquello era una declaración de guerra y respondieron en consecuencia. La gente del Golfo y sus amigos de La Familia no sabían qué ocurría, dado que no habían negociado con nadie, pero no les quedó otra alternativa que luchar. Así que contrataron a los Zetas, una banda que se alquilaba para cometer los más terribles asesinatos.

Para enero de 2012 los matones de Sinaloa morían asesinados por docenas. Lo único que podían hacer las autoridades mexicanas, el ejército y la policía, era mantenerse al margen y recoger los centenares de cadáveres.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Cal Dexter a Cobra.

—Una demostración del poder de la desinformación intencionada —respondió Paul Devereaux—. Algunos de nosotros lo aprendimos con sangre durante cuarenta años de guerra fría.

Durante aquellos años, todos los servicios de inteligencia comprendieron que la más potente arma contra una agencia enemiga, a menos que realmente tuviesen infiltrado a un topo, era que creyesen tener uno. Durante años, la obsesión del predecesor de Cobra, James Angleton, de que los soviéticos tenían un topo dentro de la CIA, casi había aniquilado a la agencia.

Al otro lado del Atlántico, los británicos dedicaron años de infructuosos esfuerzos para identificar al «quinto hombre» (después de Burgess, Philby, Maclean y Blunt). Muchas carreras quedaron destrozadas cuando las sospechas recayeron en el hombre equivocado.

Devereaux, que durante aquellos años era un chico universitario que se abría paso para convertirse en un hombre clave de la CIA, había observado y aprendido. Y lo que había aprendido a lo largo del año anterior, y la única razón por la que creía que acabar con la industria de la cocaína era factible cuando los demás ya habían renunciado a ello, eran las notables similitudes entre los cárteles y las bandas por un lado y las agencias de espionaje por el otro.

—Ambas son hermandades cerradas —comentó a Dexter—. Tienen complejos y secretos rituales de iniciación. Se alimentan de la sospecha rayana en la paranoia. Son leales con los leales, pero despiadados con los traidores. Los extraños son sospechosos por el solo hecho de ser de fuera. Puede que ni siquiera confíen en sus propias esposas e hijos, y mucho menos en sus amigos. Así que tienden a relacionarse solo los unos con los otros. La consecuencia es que los rumores se propagan como el fuego. La buena información es vital, la desinformación accidental lamentable, pero la desinformación premeditada es letal.

Desde sus primeros estudios sobre este caso, Cobra había comprendido que las situaciones de Estados Unidos y Europa eran diferentes en un aspecto vital. Los puntos de entrada de la droga en Europa eran numerosos, pero el noventa por ciento del suministro norteamericano llegaba a través de México, un país que no producía ni un solo gramo.

A medida que los tres gigantes de México y varios cárteles menores se peleaban entre ellos, debían competir por cantidades cada vez más pequeñas y hacer continuos ajustes de cuentas provocados por las nuevas matanzas de cada bando; de tal modo que la escasez de mercancía al norte de la frontera se convirtió en sequía. Hasta aquel invierno había sido un alivio para las autoridades norteamericanas que la locura al sur de la frontera se quedase allí. Pero aquel enero la violencia cruzó la frontera.

Para desinformar a las bandas de México, Cobra únicamente había tenido que contar una mentira a la policía mexicana. Ellos se encargarían del resto. Sin embargo, al norte de la frontera no era tan fácil. Pero en Estados Unidos hay otros dos medios para propagar desinformación. Una es la red de millares de emisoras de radio, algunas tan turbias que en realidad sirven al hampa, y otras con locutores jóvenes y tremendamente ambiciosos, desesperados por ser ricos y famosos. Estos últimos tienen muy poco interés por la veracidad, pero sí un insaciable apetito por las exclusivas sensacionalistas.

Otro vehículo es internet y su curioso retoño, el blog. Con el genio informático de Jeremy Bishop, Cobra creó un blog cuya fuente no podía ser rastreada. El autor se presentaba como un veterano de las numerosas bandas a todo lo largo y ancho de Estados Unidos. Proclamaba tener contactos en la mayoría de ellas y fuentes incluso entre las fuerzas de la ley y el orden.

Con la información recogida de la DEA, la CIA, el FBI y otras docenas de agencias que la orden presidencial le había facilitado, el autor podía incluir informaciones verdaderas que bastaban para asombrar a las principales bandas del continente. Algunas de estas perlas eran sobre ellos mismos, pero otras eran sobre sus rivales y sus delitos. Entre el material real incluía las mentiras que provocaron la segunda guerra civil: entre las bandas en las cárceles, las bandas de las calles y las bandas de moteros, ya que entre todos controlaban la cocaína desde Río Grande a Canadá.

Para final de mes, los jóvenes locutores leían el blog cada día; convertían esos artículos en verdades evangélicas y las transmitían de estado en estado.

En una rara muestra de sentido del humor, Paul Devereaux bautizó al autor del blog como Cobra. Comenzó hablando de la mayor y más violenta de las bandas callejeras, los salvadoreños de la MS-13, la Mara Salvatrucha.

Esta gigantesca banda había comenzado como un residuo de la terrible guerra civil en El Salvador. Inmunes a la piedad o al remordimiento, los jóvenes terroristas, que se encontraron sin empleo ni nadie que los necesitase, crearon una banda a la que llamaron la Mara, que era el nombre de una calle en la capital, San Salvador. Cuando sus crímenes aumentaron y su país les quedó pequeño se expandieron a la vecina Honduras, donde reclutaron a más de treinta mil miembros.

Después de que Honduras aprobara unas leyes draconianas y mandara a la cárcel a millares de estos jóvenes, los líderes se marcharon a México, pero se encontraron con que aquel país estaba demasiado ocupado, así que pasaron a Los Ángeles y añadieron Calle 13 a su nombre.

Cobra los había estudiado a fondo: sus tatuajes, sus prendas azul claro y blanco, como los colores de la bandera salvadoreña, su afición a descuartizar a sus víctimas con machetes. Su reputación era tal que incluso en el gran abanico de bandas norteamericanas no tenían amigos o aliados. Todos les temían y odiaban, así que Cobra comenzó con la MS-13.

Volvió a citar la confiscación de Nogales y les dijo a los salvadoreños que la carga iba destinada a ellos hasta que fue requisada por las autoridades. Luego insertó dos noticias: una era verdad y la otra falsa.

La primera era que a los conductores del camión se les había permitido escapar; la segunda, que la cocaína confiscada había desaparecido entre Nogales y la capital local, Flagstaff, donde sería incinerada. La mentira era que los Latin King la habían «rescatado», y por lo tanto se la habían robado a la MS-13.

Como la MS-13 tenía ramas en un centenar de ciudades en veinte estados era imposible que no se enterasen, aunque la noticia solo se transmitió en Arizona. Al cabo de una semana, la MS-13 había declarado la guerra a la otra gigantesca banda latina de Estados Unidos.

Para principios de febrero las bandas de moteros habían acabado una larga tregua: los Ángeles del Infierno se habían vuelto en contra de los Bandidos y sus aliados los Outlaws.

Una semana más tarde, los derramamientos de sangre y el caos se habían adueñado de Atlanta, el nuevo centro de la cocaína en Estados Unidos. Atlanta está controlada por los mexicanos; los cubanos y los puertorriqueños trabajan a su lado pero a sus órdenes.

Una red de grandes carreteras interestatales llevan desde la frontera entre Norteamérica y México al nordeste hasta Atlanta, y otra red corre hacia el sur hasta Florida, donde el acceso por mar había sido prácticamente anulado por las operaciones de la DEA desde Key West, y al norte hasta Baltimore, Washington, Nueva York y Detroit.

Engañados por la desinformación, los cubanos se volvieron contra los mexicanos, porque estaban convencidos de que les estaban estafando con los cada vez más pequeños envíos que llegaban desde la zona de la frontera.

Los Ángeles del Infierno, tras haber sufrido numerosas bajas a manos de los Bandidos y los Outlaws, pidieron ayuda a sus amigos de la Hermandad Aria e iniciaron una matanza en las cárceles de todo el país donde mandaban los arios. Esto hizo que entrasen las bandas negras Crips y Bloods.

Cal Dexter había visto correr la sangre en otras ocasiones y no tenía remilgos. Pero cuando vio cómo aumentaba el número de muertos preguntó una vez más a Cobra qué estaba haciendo. Como respetaba a su oficial ejecutivo, Paul Devereaux, que por lo general no confiaba en nadie, lo invitó a cenar a Alexandria.

—Calvin, hay unas cuatrocientas ciudades, grandes y pequeñas, en nuestro país. Y al menos trescientas de ellas tienen un grave problema con los narcóticos. Una parte se debe a la marihuana, a la resina de cannabis, a la heroína, a las metanfetaminas y a la cocaína. Se me pidió que acabase con el tráfico de cocaína porque era el vicio que se estaba escapando más al control. La mayor parte del problema deriva de que, en nuestro país, solo la cocaína da unos beneficios de cuarenta mil millones de dólares al año, casi el doble que en el resto del mundo.

—He leído las cifras —murmuró Dexter.

—Excelente, pero me ha pedido una explicación.

Paul Devereaux comía como hacía la mayoría de las cosas, con moderación, y su cocina favorita era la italiana. Su cena era una delgada piccata al limone, una ensalada y un plato de aceitunas, acompañados de un Frascati frío. Dexter pensó que debería haber pasado por su casa para comer un filete a la plancha y patatas fritas.

—Por lo tanto, estos increíbles fondos atraen a todo tipo de tiburones. Tenemos alrededor de mil bandas que compran la droga y un número de delincuentes en toda la nación que llega a los setecientos cincuenta mil; la mitad de ellos participan en el narcotráfico. Así que volvamos a su pregunta inicial: ¿qué estoy haciendo y cómo?

Llenó las dos copas con el vino amarillo claro y bebió un sorbo mientras escogía las palabras.

—Solo hay una fuerza en este país que puede destruir la doble tiranía de las bandas y las drogas. No usted, ni yo, ni tampoco la DEA, el FBI o ninguna de nuestras numerosas y carísimas agencias. Ni siquiera el mismo presidente. Y desde luego tampoco la policía local, que me recuerda a aquel chico holandés que intentaba contener la marea poniendo el dedo en el dique.

—Entonces, ¿cuál es esta única fuerza?

—Ellos mismos. Cada uno de ellos. Calvin, ¿qué cree que estuvimos haciendo el año pasado? Primero creamos, con un gran coste, escasez de cocaína. Aquello fue deliberado, pero no se podía mantener para siempre. Aquel piloto de caza en las islas de Cabo Verde. Aquellos buques Q en el mar. No pueden seguir para siempre, o ni siquiera mucho más.

»En el instante en que desaparezcan, el tráfico volverá. Nada puede detener esta cantidad de beneficios durante mucho tiempo. Todo lo que pudimos hacer fue reducir el suministro a la mitad, y provocar un hambre desesperada entre los clientes. Y cuando las fieras tienen hambre se vuelven las unas contra las otras.

»Segundo, creamos un suministro como cebo y ahora estamos utilizándolo para provocar a las fieras, que descargan su violencia no contra los buenos ciudadanos sino las unas contra las otras.

—Pero el derramamiento de sangre está alterando el país. Nos estamos convirtiendo en el norte de México. ¿Cuánto tiempo va a durar la guerra de bandas? —preguntó Dexter.

—Calvin, la violencia siempre estuvo ahí. Pero estaba oculta. Nos engañamos a nosotros mismos creyendo que solo está en la televisión o en las pantallas de cine. Bien, ahora ha salido a la luz. Durante un tiempo. Si me dejan provocar a las bandas para que se destruyan las unas a las otras, su poder desaparecerá durante una generación.

—Pero ¿y a corto plazo?

—Ah, tendrán que suceder muchas cosas terribles. Hemos llevado estas cosas a Irak y a Afganistán. ¿Cree que nuestros gobernantes y nuestro pueblo tienen la fortaleza para aceptarlo aquí?

Cal Dexter pensó en lo que había visto en Vietnam cuarenta años atrás.

—Lo dudo —respondió—. El extranjero es un lugar más conveniente para la violencia.

En todo Estados Unidos, los miembros de los Latin King morían asesinados mientras las bandas locales de la MS-13 se lanzaban sobre ellos, convencidos de que los estaban atacando; pretendían quedarse con los almacenes y la clientela de los King. Pero estos, una vez recuperados de la sorpresa inicial, respondieron de la única manera que sabían.

La matanza entre los Bandidos y los Outlaws por un lado, y los Ángeles del Infierno con la Hermandad Aria por el otro, dejaba cadáveres de una costa a la otra de Estados Unidos.

Los transeúntes, asombrados, veían la palabra ADIOS[4] pintada en las paredes y los puentes. Las cuatro bandas tenían ramificaciones en las cárceles más vigiladas de Estados Unidos, así que la matanza se propagó en ellas como las llamas. En Europa la venganza del Don acababa de comenzar.

Los colombianos enviaron al otro lado del Atlántico a cuarenta asesinos escogidos. Se suponía que iban a hacer una visita de buena voluntad a los gallegos, pero pidieron al arsenal de los Caneos una variedad de armas automáticas. La petición fue satisfecha.

Los colombianos fueron llegando por vía aérea en diversos vuelos a lo largo de tres días y un pequeño grupo de avanzada les facilitó una flota de furgonetas y caravanas. Con estos vehículos los vengadores se dirigieron al noroeste, a Galicia, azotada por las habituales lluvias y tormentas de febrero.

No faltaba mucho para el día de San Valentín y el encuentro entre los emisarios del Don y sus anfitriones, que nada sospechaban, tuvo lugar en un almacén en la bonita e histórica ciudad de El Ferrol. Los visitantes inspeccionaron el arsenal que se les proporcionó, montaron los cargadores, dieron media vuelta y abrieron fuego.

Cuando la última descarga dejó de resonar en los muros del almacén, habían eliminado a la mayor parte de la banda gallega. Un hombre pequeño, con rostro de niño, conocido en su país como el Animal, el líder colombiano, se acercó a un gallego todavía vivo y lo miró.

—No es nada personal —dijo en voz baja—, pero no podéis tratar al Don de esta manera.

Después le voló la tapa de los sesos.

No había ninguna necesidad de quedarse. El grupo de asesinos subió a sus vehículos y cruzó la frontera a Francia en Hendaya. Tanto España como Francia firmaron el acuerdo de Schengen, que estableció las fronteras abiertas sin controles.

Los colombianos, que se turnaban al volante, fueron al este por las estribaciones de los Pirineos, a través de las llanuras de Languedoc, cruzaron la Riviera francesa y entraron en Italia. Nadie detuvo los vehículos con matrículas españolas. Tardaron treinta y seis horas en llegar a Milán.

Al ver que los inconfundibles números de registro en la cocaína enviada a través del Atlántico a bordo del Belleza del Mar habían aparecido en los pantanos de Essex, don Diego no tardó en descubrir que todo el cargamento había llegado a Essex vía los Países Bajos, pero lo había enviado la ‘Ndrangheta, que proveía a la banda de Essex. Por lo tanto los calabreses, a quienes les había entregado la principal franquicia para Europa, también se habían vuelto en su contra. El castigo era inevitable.

El grupo enviado para ajustar las cuentas con los culpables había pasado horas en la ruta estudiando el mapa de Milán y las notas enviadas por el enlace del equipo de Bogotá que vivía allí.

Sabían muy bien cómo encontrar los tres suburbios del sur: Buccinasco, Corsico y Assago que los calabreses habían colonizado. Estos suburbios son para los inmigrantes del sur profundo de Italia como Brighton Beach en Nueva York para los rusos: el hogar dentro del hogar.

Los inmigrantes se han llevado Calabria con ellos. Los carteles, los bares, los restaurantes, los cafés, casi todos llevan nombres y sirven comidas del sur. La Comisión Antimafia italiana calcula que el ochenta por ciento de la cocaína colombiana entra en Europa por Calabria, pero el centro de distribución es Milán y el centro de mando está en estos tres barrios. Los asesinos llegaron de noche.

No se hacían falsas ilusiones sobre la brutalidad de los calabreses. Nadie les había atacado nunca. Cuando peleaban, lo hacían entre ellos. La llamada segunda guerra en la ‘Ndrangheta, entre 1985 y 1999, había dejado setecientos cadáveres en las calles de Calabria y Milán.

La historia de Italia es una larga serie de guerras y derramamientos de sangre; detrás de la cocina y la cultura, los viejos adoquines se han cubierto de rojo muchas veces. Los italianos consideran temibles a la Mano Negra de Nápoles y a la Mafia de Sicilia, pero nadie discute con los calabreses. Hasta aquella noche, cuando llegaron los colombianos.

Tenían las direcciones de diecisiete casas. Sus órdenes eran destruir la cabeza de la serpiente y marcharse antes de que los centenares de soldados de infantería pudiesen movilizarse.

Por la mañana, el canal Naviglio estaba teñido de rojo. A quince de los diecisiete jefes los pillaron en casa y murieron allí. Seis colombianos se ocuparon del Ortomercato, donde estaba King, el club nocturno favorito de la joven generación. Los colombianos pasaron tranquilamente junto a los Ferrari y Lamborghini aparcados delante de la entrada, abatieron a los cuatro guardias de la puerta, entraron y abrieron fuego en una serie de largas ráfagas que acabaron con todos aquellos que bebían en la barra y con los comensales de cuatro mesas.

Los colombianos sufrieron una baja. El encargado de la barra, en un gesto de heroísmo, sacó un arma de debajo del mostrador y respondió al fuego antes de morir. Le disparó a un hombre pequeño que parecía ser quien dirigía el ataque y le metió una bala en su boca de pimpollo. Luego, él mismo fue abatido por tres proyectiles de una metralleta MAC-10.

Antes del alba, el Grupo de Operaciones Especiales de los carabinieri en vía Lamarmora estaba en alerta y los ciudadanos de la capital del comercio y la moda de Italia despertaron con los aullidos de las ambulancias y las sirenas de la policía.

Es una ley de la selva y del hampa: a rey muerto, rey puesto. Pero la Honorable Sociedad no estaba muerta y, a su debido tiempo, la guerra con el cártel provocaría una terrible venganza contra los colombianos, ya fuesen culpables o inocentes. Sin embargo, el cártel de Bogotá tenía un as en la manga: aunque la cantidad de cocaína disponible se hubiese reducido a un miserable goteo, ese goteo continuaba siendo propiedad de don Diego Esteban.

Las bandas norteamericanas, mexicanas y europeas podían intentar buscar nuevas fuentes en Perú o Bolivia, pero al oeste de Venezuela el Don era el único hombre con quien tratar. Aquel que él designase como receptor de su producto cuando se reanudasen los envíos, lo recibiría. Todas las bandas de Europa y de Estados Unidos querían ser ese alguien. Y la única manera de demostrar su valor y convertirse en el nuevo monarca era eliminar a los otros príncipes.

Los otros seis gigantes eran los rusos, los serbios, los turcos, los albaneses, los napolitanos y los sicilianos. Los letones, los lituanos, los jamaicanos y los nigerianos eran violentos y estaban muy bien dispuestos, pero eran más pequeños. Tendrían que esperar una alianza con el nuevo monarca. Las bandas alemanas, francesas, holandesas y británicas eran clientes, no gigantes.

Incluso después de la matanza milanesa, los restantes narcotraficantes europeos podrían haber decidido cesar el fuego, pero internet es internacional y se lee en todo el mundo. La anónima y secreta fuente de la aparentemente veraz información sobre el mundo de la cocaína, que Cobra había inventado, publicó una supuesta filtración de Colombia.

Afirmaba haber recibido un soplo de alguien de la División de Inteligencia de la Policía Antidroga. El soplón decía que don Diego Esteban había admitido en una reunión privada que su futuro receptor sería el ganador claro de cualquiera de los ajustes de cuentas en el hampa europea. Era pura desinformación. No había dicho tal cosa. Pero desató una guerra de bandas que barrió el continente.

Los eslavos, es decir las tres bandas rusas principales y los serbios, formaban una alianza. Pero eran odiados por los bálticos de Letonia y Lituania, que se aliaron para ayudar a los enemigos de los rusos.

Los albaneses eran musulmanes y se habían aliado con los chechenos y los turcos. Los jamaicanos y los nigerianos son negros y pueden trabajar juntos. En Italia los sicilianos y los napolitanos, siempre antagonistas, formaron una sociedad temporal contra los extranjeros y comenzó el derramamiento de sangre.

La guerra barrió Europa como estaba barriendo Estados Unidos. Ningún país en la Unión Europea se salvó, ni siquiera los más grandes y, por lo tanto, los mercados más ricos soportaron la peor carga.

Los medios intentaban explicar a sus lectores, oyentes y telespectadores lo que estaba pasando. Había matanzas entre bandas desde Dublín a Varsovia. Los turistas se tiraban al suelo gritando en los bares y restaurantes, mientras las metralletas ajustaban las cuentas por encima de las mesas de las cenas y las fiestas.

En Londres, la niñera del hijo del ministro del Interior, que estaba dando un paseo por Primrose Hill, encontró un cadáver entre los setos. No tenía cabeza. En Hamburgo, Frankfurt y Darmstadt los cadáveres se amontonaban en las calles cada noche. Se sacaron catorce cadáveres de los ríos franceses en una sola mañana. Dos de ellos eran negros y por las dentaduras identificaron que el resto no eran franceses sino del Este.

Pero no todos morían en los tiroteos. Las ambulancias y los quirófanos de emergencia estaban colapsados. Cualquier información sobre Afganistán, los piratas somalíes, los gases de efecto invernadero y los banqueros desaparecieron de las primeras planas mientras los titulares expresaban una rabia impotente.

A los jefes de policía les llamaron, les gritaron y les despacharon para que fuesen a gritar a sus subordinados. Los políticos de veintisiete parlamentos en Europa y el Congreso en Washington y los cincuenta estados de la Unión intentaron mostrar una postura de firmeza, pero fracasaron a medida que su total impotencia quedaba cada vez más clara a sus electores.

El rechazo a los políticos comenzó en Estados Unidos, pero Europa no se quedó muy atrás. Los teléfonos de todos los alcaldes, representantes y senadores de Estados Unidos no daban abasto con las llamadas, ya fueran de protesta o de miedo. Los medios presentaban expertos de cara solemne veinte veces al día y todos estaban en desacuerdo.

Jefes de policía de rostros pétreos se enfrentaban a conferencias de prensa que les obligaban a esconderse detrás de las cortinas. Las fuerzas policiales estaban abrumadas, y esto también se aplicaba a las ambulancias, a los depósitos de cadáveres y a los forenses. En tres ciudades hubo que utilizar las cámaras de los frigoríficos para guardar los cadáveres que retiraban de las calles, de los coches acribillados y de los ríos helados.

Nadie parecía haberse dado cuenta hasta entonces del poder del hampa para sorprender, asustar y asquear a las personas de dos continentes que detestaban los riesgos, cuando esos delincuentes se volvían locos con la violencia desencadenada por la codicia.

La suma de cadáveres superó los quinientos, en cada continente. A los mafiosos apenas les lloraban sus familias y parientes, pero los civiles inocentes se veían atrapados en el fuego cruzado. Entre estos se incluía a los niños, lo que obligaba a los periódicos sensacionalistas a buscar en los diccionarios nuevos adjetivos para la rabia.

Un académico y criminólogo de voz suave explicó en la televisión la causa de la guerra civil que parecía haberse desatado en treinta naciones. «Hay una absoluta escasez de cocaína —dijo con calma—, así que los lobos de la sociedad están luchando por los pocos suministros que quedan.»

Las alternativas —marihuana, metanfetamina y heroína— no podían llenar esa carencia. Durante mucho tiempo había sido demasiado fácil conseguir cocaína, explicó el viejo profesor. Había dejado de ser un placer para convertirse en una necesidad para grandes capas de la sociedad. Había convertido en millonarios a muchos, y prometía muchos más. Una industria de cincuenta mil millones de dólares al año en cada continente occidental estaba muriendo y estábamos siendo testigos de los estertores extremadamente violentos de un monstruo que había vivido entre nosotros sin problemas durante muchos años. Un asombrado presentador dio las gracias al profesor y este salió del estudio.

Después de estas palabras, el mensaje del pueblo hacia los gobernantes cambió. Se volvió menos confuso. Decía: aclaren esto o renuncien.

Las crisis pueden darse en las sociedades a diversos niveles, pero no hay nivel más catastrófico que aquel en el que los políticos quizá deban renunciar a sus muy bien recompensados empleos. A principios de marzo el teléfono sonó en una elegante casa en Alexandria.

—No cuelgue —gritó el jefe de Gabinete en la Casa Blanca.

—Nunca se me ocurriría hacerlo, señor Silver —replicó Paul Devereaux.

Los dos hombres conservaban el hábito de utilizar el formal «señor» cuando se dirigían el uno al otro, algo que ya casi no se oía en Washington. Ninguno de los dos eran hombres de trato fácil, así que ¿para qué fingir?

—¿Podría hacer el favor —a cualquier otro subordinado Jonathan Silver le hubiera dicho que moviera el culo— de presentarse esta tarde en la Casa Blanca a las seis? Hablo en nombre de quien ya sabe.

—Será un placer, señor Silver —dijo Cobra.

Colgó. No sería un placer. Lo sabía. Pero también supuso que aquello era inevitable.

Ir a la siguiente página

Report Page