Cobra

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Primera parte: El despliegue » Capítulo 2

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El hombre que buscaba el presidente se llamaba Paul Devereaux y cuando por fin le encontraron estaba rezando. Consideraba que la oración era algo muy importante.

Devereaux era descendiente de una larga tradición de familias que casi se veían como aristócratas desde la creación de la Commonwealth de Massachusetts en 1776. Desde siempre había contado con medios propios, pero lo que le había hecho destacar en un principio había sido su intelecto.

Asistió al Boston College High School, el principal proveedor de alumnos para una de las mejores universidades jesuitas de Estados Unidos. Allí le tenían por alguien de altos vuelos. Era tan devoto como erudito y consideró muy a fondo entrar en el sacerdocio. En cambio, aceptó la invitación para unirse a otra comunidad exclusiva, la CIA.

Para ese joven de veinte años que había superado todos los exámenes que sus tutores le presentaban y que hablaba diversos idiomas como un nativo, se trataba de servir a su Dios y a su país luchando contra el comunismo y el ateísmo. Se decidió por la vía secular y no por la clerical.

Ascendió deprisa en la Compañía; era imparable, y aunque su actitud distante e intelectual no le hacía muy popular en Langley, parecía no importarle. Sirvió en las tres divisiones principales: Operaciones, Inteligencia (Análisis) y Contrainteligencia (Seguridad Interior). Vio el final de la guerra fría en 1991, tras el hundimiento de la Unión Soviética, una meta a la que había dedicado veinte años de esfuerzos, y permaneció en su cargo hasta 1998, cuando Al Qaeda voló por los aires dos embajadas norteamericanas, en Nairobi y Dar es Salaam.

Devereaux, que ya se había convertido en un arabista experto, sostenía que la División Soviética contaba con demasiado personal y era demasiado obvia. Puesto que dominaba varios de los distintos dialectos del árabe, la Compañía decidió que era el hombre indicado para encargarse de la unidad de Servicios Especiales que se ocuparía de la nueva amenaza: el fundamentalismo islámico y el terrorismo global que generaría.

Su retirada en 2008 planteó la vieja y eterna pregunta: ¿se había ido o le habían echado? Él, como es lógico, afirmaría lo primero. Un observador equitativo diría que fue de común acuerdo. Devereaux pertenecía a la vieja escuela. Era capaz de recitar el Corán mejor que la mayoría de los eruditos islámicos y había aprendido por lo menos un millar de los principales comentarios. Pero estaba rodeado de jóvenes brillantes cuyas orejas parecían estar soldadas a sus BlackBerry, un artefacto que detestaba.

Odiaba la corrección política y prefería los viejos modales distinguidos que practicaba con todos, salvo con aquellos que eran enemigos declarados del único Dios verdadero o de Estados Unidos. A estos les destruía sin reparos. Su marcha definitiva de Langley se produjo cuando el nuevo director de la Agencia Central de Inteligencia manifestó con absoluta firmeza que en el mundo moderno los reparos eran de obligado cumplimiento.

Por lo tanto se marchó tras un discreto y nada sincero cóctel de despedida —otra convención que no podía soportar— y se retiró a su preciosa casa en la histórica ciudad de Alexandria. Allí se sumergiría en su formidable biblioteca y su colección de obras de arte islámicas.

No era homosexual y tampoco estaba casado; las especulaciones sobre ello habían dado para muchas charlas alrededor de los dispensadores de agua en los pasillos del edificio viejo de Langley; él se había negado de plano a trasladarse al edificio nuevo. Por fin todos se vieron obligados a aceptar lo que era obvio: el intelectual formado en los jesuitas y ascético erudito de Boston no estaba interesado. Fue entonces cuando algunos de los jóvenes listillos comentaron que tenía el encanto de una cobra. El apodo cuajó.

El joven que habían enviado de la Casa Blanca fue primero a la residencia situada en la esquina de South Lee con South Fairfax. El ama de llaves, la sonriente Maisie, le dijo que su patrón estaba en la iglesia y le indicó cómo llegar. Cuando el joven volvió a su coche aparcado junto al bordillo, miró a su alrededor y tuvo la sensación de haber viajado doscientos años atrás.

No iba demasiado equivocado. Alexandria fue fundada por los comerciantes ingleses en 1749. Era «anterior a la guerra», pero no solo de la guerra de Secesión sino de la guerra de Independencia. En otro tiempo fue un puerto fluvial en el Potomac, y había prosperado con el azúcar y los esclavos. Los barcos azucareros, que navegaban río arriba desde la bahía de Chesapeake y el indomable Atlántico, utilizaban como lastre ladrillos ingleses viejos, y fue con esos ladrillos que los comerciantes construyeron sus magníficas casas. Su aspecto seguía siendo más de la Vieja Europa que del Nuevo Mundo.

El hombre de la Casa Blanca se sentó junto al conductor y le dio instrucciones de cómo llegar a South Royal Street, donde estaba la iglesia de Santa María. Abrió la puerta de entrada y cambió el rumor de la calle por la silenciosa calma de la nave. Miró a un lado y a otro y vio una solitaria figura arrodillada delante del altar.

Sus pies no hicieron ningún ruido mientras caminaba a lo largo de la nave alumbrada por la luz que se filtraba por los ochos vitrales de colores. El joven, que era baptista, percibió el débil olor del incienso y la cera de las velas votivas a medida que se aproximaba al hombre canoso que oraba arrodillado delante del altar cubierto con una tela blanca y coronado con una sencilla cruz de oro.

Aunque creía que se movía en silencio, la figura alzó una mano para advertirle que no hiciese ningún ruido. Cuando el hombre acabó sus oraciones se levantó, inclinó la cabeza, se persignó y se volvió. El enviado de la avenida Pensilvania intentó hablar pero vio que se alzaba otra mano, así que juntos caminaron lentamente por la nave hasta el vestíbulo. Solo entonces el hombre mayor se volvió y le sonrió. Abrió la puerta principal y vio la limusina al otro lado de la calle.

—Vengo de la Casa Blanca, señor —explicó el enviado.

—Muchas cosas han cambiado, mi joven amigo, pero desde luego no lo han hecho los cortes de pelo ni los coches —manifestó Devereaux. Si el joven creía que las palabras «Casa Blanca», que le encantaba emplear, tendrían el efecto habitual, estaba muy equivocado—. ¿Qué desea la Casa Blanca de un viejo retirado?

El enviado se quedó perplejo. En una sociedad obsesionada con la juventud nadie se llamaba a sí mismo viejo, aunque tuviese setenta años. Pero él no sabía que en el mundo árabe se reverencia la edad.

—Señor, el presidente de Estados Unidos desea verle.

Devereaux permaneció en silencio, como si se lo estuviese pensando.

—Ahora mismo, señor.

—Entonces creo que lo más adecuado será un traje oscuro y una corbata, si es que podemos pasar por mi casa. No conduzco, así que no tengo coche. ¿Puedo confiar en que usted me lleve y me traiga de vuelta?

—Sí, señor. Por supuesto.

—En ese caso, vamos. Su chófer ya sabe dónde vivo. Habrán tenido que ir allí para ver a Maisie.

En el Ala Oeste el encuentro fue breve y tuvo lugar en la oficina del jefe de Gabinete, un rudo congresista por Illinois que llevaba años con el primer mandatario.

El presidente le estrechó la mano y le presentó a su mejor aliado en Washington.

—Quiero hacerle una proposición, señor Devereaux —dijo el jefe del Ejecutivo—. En cierto modo es una petición. No, en realidad, en todos los sentidos es una petición. Ahora mismo tengo una reunión que me es imposible evitar. Pero no importa, Jonathan Silver se lo explicará todo. Le estaré muy agradecido por su respuesta cuando crea que pueda dármela.

Dicho esto, se despidió con una sonrisa y otro apretón de manos. El señor Silver no sonrió. No era habitual en él, salvo en contadas ocasiones cuando se enteraba de que algún rival del presidente tenía problemas graves. Cogió una carpeta de encima de la mesa y se la ofreció.

—El presidente le estaría agradecido si lee esto. Aquí. Ahora. —Señaló una de las butacas de cuero al fondo de la habitación.

Paul Devereaux cogió la carpeta, tomó asiento, cruzó las piernas, se arregló la raya del pantalón y leyó el Informe Berrigan. Cuando acabó la lectura, al cabo de diez minutos, alzó la mirada.

Jonathan Silver estaba trabajando con unos documentos. Captó la mirada del viejo agente y dejó la estilográfica.

—¿Qué opina?

—Interesante, aunque no es ninguna novedad. ¿Qué quieren de mí?

—El presidente desea saber si sería posible, con nuestra tecnología y las fuerzas especiales, destruir la industria de la cocaína.

Devereaux miró al techo.

—Una respuesta de cinco segundos no tendría ningún valor. Ambos lo sabemos. Necesitaré tiempo para realizar lo que los franceses llaman un

projet d’étude.

—Me importa una mierda cómo lo llamen los franceses —fue la respuesta. Jonathan Silver casi nunca salía de Estados Unidos excepto para ir a su amado Israel, y cuando estaba ausente detestaba cada minuto del viaje, sobre todo en Europa y particularmente en Francia—. Necesita tiempo para estudiarlo, ¿correcto? ¿Cuánto?

—Dos semanas como mínimo. También necesitaré una carta de cumplimiento que obligue a todas las autoridades del estado a responder a mis preguntas con la verdad y sin rodeos. De lo contrario, la respuesta continuará siendo inútil. Supongo que ni el presidente ni usted desean desperdiciar tiempo y dinero en un proyecto destinado al fracaso, ¿verdad?

El jefe de Gabinete lo miró durante unos segundos; después se levantó y salió de la habitación. Volvió al cabo de cinco minutos con una carta. Devereaux le echó una ojeada. Asintió con calma. La carta que llevaba en la mano sería suficiente para superar cualquier barrera burocrática en el país. Silver también le entregó una tarjeta.

—Mis números privados: mi casa, el despacho y el móvil. Todos cifrados. Absolutamente seguros. Llame a cualquier hora pero solo por un motivo serio. A partir de ahora el presidente está fuera de esto. ¿Necesita quedarse con el Informe Berrigan?

—No —respondió Devereaux, en tono suave—. Lo he memorizado. Y también sus tres números.

Devolvió la tarjeta. Se burló para sus adentros de la afirmación «absolutamente seguros». Unos pocos años atrás un colgado de la informática con un autismo leve había superado todos los cortafuegos de las bases de datos de la NASA y el Pentágono como un cuchillo caliente que corta la mantequilla. Y lo hizo con un ordenador barato desde su dormitorio en el norte de Londres. Cobra sabía qué era realmente un secreto: solo podías mantener un secreto entre tres hombres si dos de ellos estaban muertos; y el único truco es entrar y salir antes de que despierten los malos.

Una semana después de la reunión entre Devereaux y Silver, el presidente se encontraba en Londres. No se trataba de una visita de Estado sino a un escalafón más abajo, pero una visita oficial. De todos modos, él y la primera dama fueron recibidos por la reina en el castillo de Windsor y se fortaleció una anterior y sincera amistad.

Aparte de esta, se celebraron varias reuniones de trabajo centradas en los actuales problemas en Afganistán, las dos economías, la Unión Europea, el calentamiento global, el cambio climático y el comercio. Para el fin de semana, el presidente y su esposa habían aceptado disfrutar de dos días de descanso con el nuevo primer ministro británico en la residencia campestre oficial, una magnífica mansión Tudor llamada Chequers. El sábado, acabada la cena, las dos parejas se sentaron a tomar el café en la Long Gallery. Como el aire era fresco, un buen fuego proyectaba la luz de sus llamas sobre las paredes de libros antiguos encuadernados en tafilete.

Saber si dos jefes de Gobierno se llevarán bien o establecerán las bases de una verdadera amistad es completamente imposible. Algunos lo hacen, otros no. La historia nos ha descubierto que Franklin D. Roosevelt y Winston Churchill, aunque tenían sus diferencias, se caían bien. Ronald Reagan y Margaret Thatcher eran buenos amigos, a pesar del abismo que existía entre las firmes convicciones de la inglesa y el humor campechano del californiano.

Entre los mandatarios británicos y los europeos casi nunca, por no decir jamás, se ha ido más allá de la cortesía formal, y a menudo ni siquiera se ha llegado a tanto. En una ocasión el canciller alemán Helmut Schmidt se presentó acompañado por su esposa, una mujer tan formidable que Harold Wilson, mientras se dirigía hacia la cena, dio salida a una de sus escasas muestras de humor al comentar a sus ayudantes: «Descartado el intercambio de esposas».

Harold Macmillan no podía soportar a Charles de Gaulle (era algo mutuo); en cambio sentía afecto por el mucho más joven John F. Kennedy. Quizá se deba a que tenían el idioma en común, pero no necesariamente.

Si se consideraba la brecha existente entre los antecedentes de los dos hombres que compartían el calor del fuego aquel anochecer de otoño, mientras las sombras se alargaban y los agentes del Servicio Secreto junto con los SAS británicos vigilaban el exterior de la casa, era sorprendente que en tan solo tres reuniones —una en Washington, otra en Naciones Unidas y ahora en Chequers— hubiesen desarrollado una amistad.

El norteamericano había tenido que salvar muchos escollos: de padre keniata y madre nacida en Kansas, había sido criado en Hawai e Indonesia, y había luchado contra la intolerancia. El inglés era un privilegiado: hijo de un agente de bolsa casado con una magistrada comarcal, había tenido una niñera en la infancia y una educación en dos de los colegios privados más caros y prestigiosos del país. Estos antecedentes pueden dotar de un encanto que a menudo enmascara un interior de acero. En algunos casos lo hace, en otros no.

Sin embargo, en un nivel más superficial tenían mucho en común. Ambos aún no habían cumplido los cincuenta, estaban casados con mujeres hermosas, eran padres de hijos en edad escolar, ambos se habían graduado en la universidad con honores y en su vida adulta se dedicaban a la política. Además, ambos tenían la misma preocupación casi obsesiva por el cambio climático, la pobreza en el Tercer Mundo, la seguridad nacional y el sufrimiento, incluso en sus respectivos países, de aquellos que Frantz Fanon llamaba «los condenados de la tierra».

Mientras la esposa del primer ministro mostraba a la primera dama algunos de los magníficos libros de la biblioteca, el presidente murmuró a su colega británico:

—¿Ha tenido tiempo para echarle una ojeada al informe que le di?

—Desde luego. Impresionante… y preocupante. Aquí tenemos un problema enorme. Este país es el mayor consumidor de cocaína de Europa. Hace dos meses mantuve una reunión con la SOCA, nuestra agencia que se ocupa de los delitos graves, sobre todo de los delitos relacionados con el narcotráfico. ¿Por qué?

El presidente miró el fuego y escogió cuidadosamente las palabras.

—Tengo a un hombre que en este momento está considerando la viabilidad de una idea. ¿Sería posible, con nuestra tecnología y la capacidad de nuestras fuerzas especiales, destruir dicha industria?

El primer ministro no ocultó su sorpresa. Miró al norteamericano con los ojos muy abiertos.

—¿Ya tiene la opinión de ese hombre?

—No. Espero su veredicto en cualquier momento.

—¿Aceptará su recomendación?

—Creo que sí.

—¿Qué pasará si juzga que es viable?

—En ese caso, creo que Estados Unidos seguirá adelante con la idea.

—Ambos invertimos grandes sumas en la lucha contra el narcotráfico. Todos mis expertos afirman que es imposible destruirlo totalmente. Interceptamos los cargamentos, detenemos a los contrabandistas y a los gángsteres, los enviamos a la cárcel con condenas muy largas, pero nada cambia. Las drogas continúan llegando. Nuevos voluntarios reemplazan a los que están encarcelados. El número de adictos va en aumento.

—Pero si mi hombre dice que puede hacerse, ¿Gran Bretaña se uniría a nosotros?

A ningún político le gusta encajar un golpe bajo, aunque sea de un amigo. Incluso del presidente de Estados Unidos. Intentó ganar tiempo.

—Tendría que haber un plan firme. Debería estar bien financiado.

—Si seguimos adelante, habrá un plan. Y fondos. Pero me gustaría contar con sus fuerzas especiales. Con sus agencias contra el crimen. Con la capacidad de sus servicios de inteligencia.

—Tendré que consultarlo con mi gente —dijo el primer ministro.

—Hágalo —insistió el presidente—. Le avisaré cuando mi hombre diga lo que tenga que decir y sepa si seguiremos adelante.

Los cuatro se prepararon para irse a dormir. Por la mañana asistirían a una misa en la iglesia románica. A lo largo de la noche los guardias harían rondas, vigilarían, comprobarían, inspeccionarían y volverían a comprobar. Llevarían armas y chalecos antibalas, gafas de visión nocturna, escáneres de rayos infrarrojos, sensores de movimiento y detectores de calor. Sería muy arriesgado para un zorro aparecer por la zona. Incluso las limusinas transportadas para la ocasión desde Estados Unidos estarían vigiladas toda la noche para que nadie se les acercase.

La pareja norteamericana, como era habitual cuando les visitaban jefes de Estado, se alojaba en el dormitorio Lee, el nombre del filántropo que había donado Chequers al patrimonio nacional después de una restauración completa en 1917. El dormitorio aún tenía la enorme cama con dosel que databa, quizá no muy apropiadamente, del reinado de Jorge III. Durante la Segunda Guerra Mundial, el ministro de Asuntos Exteriores soviético, Molotov, había dormido en aquella cama con una pistola debajo de la almohada. Aquella noche de 2010 no había ninguna pistola.

A treinta y dos kilómetros al sur del puerto y de la ciudad colombiana de Cartagena está el golfo de Urabá, una costa de pantanos y manglares impenetrable e infestada de mosquitos de la malaria. En el mismo momento en que el

Air Force One, que llevaba a la pareja presidencial de regreso de Londres, enfilaba la pista en la aproximación final, dos extrañas embarcaciones salieron de una ensenada invisible y pusieron rumbo al sudoeste.

Eran de aluminio, delgadas como lápices, de veinte metros de eslora, como agujas en el agua, pero en la popa de cada una había cuatro motores fuera borda Yamaha 200 instalados el uno junto al otro. En los círculos de la cocaína las llaman planeadoras; su diseño y potencia les permiten aventajar a cualquier otra embarcación en el agua.

No obstante su longitud, había muy poco espacio a bordo. Los enormes tanques de combustible ocupaban la mayor parte del espacio. Cada una transportaba seiscientos kilos de cocaína repartidos en diez grandes bidones de plástico blanco sellados herméticamente para protegerlos del agua salada. Para facilitar los desplazamientos, cada bidón estaba envuelto en una red de polietileno azul.

Entre los bidones y los tanques de combustible se acomodaba como podía una tripulación de cuatro hombres. Pero no se pretendía que estuviesen cómodos. Uno de ellos era el timonel, un marinero muy experto que podía pilotar la planeadora sin problemas a una velocidad de crucero de cuarenta nudos y acelerar hasta los sesenta si el mar lo permitía o si los perseguían. Los otros tres eran unos tipos forzudos y cobrarían lo que para ellos era una fortuna por setenta y dos horas de incomodidades y riesgos. En realidad, entre todos tan solo cobrarían una minúscula fracción del uno por ciento del valor de lo que contenían aquellos veinte bidones.

En cuanto salieron de los bajíos, los patrones iniciaron la larga travesía acelerando a cuarenta nudos en un mar sin olas. Su destino era un punto en el océano a setenta millas de Colón, en la república de Panamá. Allí se encontrarían con el carguero

Virgen de Valme, que navegaba con rumbo oeste desde el Caribe hacia el canal de Panamá.

Las planeadoras tenían que recorrer trescientas millas para llegar al lugar de la cita e, incluso a una velocidad de cuarenta nudos, no llegarían allí antes del amanecer. Por lo tanto, pasarían todo el día siguiente inmóviles, meciéndose en el calor sofocante y cubiertos con una lona azul, hasta que la oscuridad les permitiese reanudar el viaje. Realizarían el transbordo de la carga a medianoche. Era el plazo límite.

El carguero estaba en el lugar indicado cuando se acercaron las planeadoras, con la secuencia de luces correctas en el orden convenido. La identificación se llevó a cabo con frases preestablecidas, que no tenían ningún sentido, dichas a voz en cuello a través de la oscuridad. Las planeadoras se amuraron. Unas manos voluntariosas trasladaron los veinte bidones a la cubierta. También subieron los tanques de combustible vacíos, que no tardaron en bajar llenos hasta los topes. Con unas pocas palabras de despedida en español, el

Virgen de Valme continuó su viaje hacia Colón y las planeadoras emprendieron el regreso a casa. Tras otro día flotando camuflados en el océano, llegarían a los pantanos y manglares antes del amanecer del tercer día, transcurridas sesenta horas desde la partida.

Los cinco mil dólares que recibieron los tripulantes y los diez mil dólares para los patrones les parecían el rescate de un rey. La carga que habían transportado pasaría de manos del distribuidor a las del consumidor en Estados Unidos por unos ochenta y cuatro millones de dólares.

El

Virgen de Valme era un carguero más que esperaba su turno para entrar en el canal de Panamá, a menos que alguien se hubiese aventurado a bajar a la sentina debajo del suelo de la bodega más baja. Pero nadie lo hizo. Un hombre necesitaría un equipo de respiración autónoma para sobrevivir allá abajo y la tripulación había declarado que el suyo formaba parte del equipo contra incendios.

En cuanto salió del canal y entró en el Pacífico, el carguero viró hacia el norte. Navegó por delante de las costas de América Central, México y California. Por fin, a la altura de la costa de Oregón, subieron los veinte bidones a cubierta, los prepararon y los ocultaron debajo de las lonas. En una noche sin luna, el

Virgen de Valme dejó atrás el cabo Flattery y continuó por el estrecho de Juan de Fuca, con su carga de café de Brasil destinada a Seattle, la capital del café en Estados Unidos, y a los exigentes paladares de sus consumidores.

Antes de virar, la tripulación lanzó los veinte bidones por la borda, lastrados con cadenas, con el peso suficiente para que se hundiesen hasta el fondo a una profundidad de treinta metros. Después, el capitán hizo una única llamada con el móvil. Incluso si los operadores de la Agencia de Seguridad Nacional en Fort Meade, Maryland, estaban escuchando (y lo estaban), las palabras eran de lo más inocentes: algo acerca de un marinero solitario que vería a su novia al cabo de unas pocas horas.

Los veinte bidones estaban señalados con unas pequeñas boyas de colores brillantes que se mecían en el agua gris a la luz del alba. Allí las encontraron los cuatro hombres de una barca langostera, idénticas a las boyas que señalaban las jaulas para langostas. Nadie les vio sacar los bidones de las profundidades. Si su radar hubiese indicado la presencia de alguna patrullera en un radio de millas, no se hubiesen acercado. Pero la posición de la cocaína que marcaba el GPS era tan exacta que podían escoger el momento.

Desde el estrecho de Fuca los contrabandistas fueron al laberinto de islas al norte de Seattle y amarraron en un punto de tierra firme donde un sendero de pescadores bajaba hasta el agua. Allí les esperaba un gran camión de cerveza. Después de descargarlos, los bidones se llevarían tierra adentro para convertirse en parte de las trescientas toneladas que llegaban a Estados Unidos cada año. Posteriormente, todos los participantes recibirían los pagos acordados. Los hombres de la barca nunca sabrían el nombre del carguero ni del dueño del camión de cerveza. No necesitaban saberlo.

Tras desembarcar en suelo norteamericano la propiedad de la droga había cambiado de manos. Hasta entonces había pertenecido al cártel y todos los implicados cobrarían de esa organización. Pero una vez en el camión de cerveza pertenecía al importador norteamericano, que ahora debía al cártel una impresionante cantidad de dinero que debía ser abonada.

El precio de 1,2 toneladas métricas de cocaína pura ya se había negociado. Los pequeños distribuidores debían pagar el importe total en el momento de hacer el pedido. Los grandes pagaban el cincuenta por ciento por adelantado y el resto a la entrega. El importador conseguiría unos márgenes enormes entre el camión de cerveza y la nariz de un consumidor de Spokane o de Milwaukee.

Pagaría de su bolsillo a los múltiples intermediarios que le mantenían a salvo de las garras del FBI o la DEA. Todos los pagos se harían en metálico. Pero incluso después de pagar al cártel el cincuenta por ciento restante, los gángsteres norteamericanos aún tendrían que blanquear una inmensa cantidad de dólares. Este dinero saldría de sus manos para ser invertido en otro centenar de empresas ilegales.

En todo Estados Unidos muchas vidas acabarían destrozadas por el aparentemente inofensivo polvo blanco.

Paul Devereaux necesitó cuatro semanas para completar su estudio. Jonathan Silver lo llamó dos veces, pero él no se dejó presionar. Cuando acabó se reunió de nuevo con el jefe de Gabinete en el Ala Oeste. Llevaba una carpeta poco abultada. Como despreciaba los ordenadores, que juzgaba muy inseguros, lo memorizaba casi todo y, si tenía que tratar con alguien corto de entendederas, escribía informes muy concisos en un inglés elegante aunque anticuado.

—¿Bien? —preguntó Silver, que se vanagloriaba de lo que él llamaba un enfoque directo y una actitud de tipo duro, pero que otros calificaban de abierta grosería—. ¿Ha llegado a alguna conclusión?

—Así es —respondió Devereaux—. Siempre que se cumplan al pie de la letra ciertas condiciones, la industria de la cocaína puede quedar totalmente destruida.

—¿Cómo?

—Primero, lo que no se puede hacer. Los creadores en origen están fuera de alcance. Millares de pobres campesinos, los cocaleros, cultivan esa planta en miles de parcelas debajo del follaje de la selva, y algunas parcelas no alcanzan ni media hectárea. Por lo tanto, mientras exista un cártel dispuesto a comprarles su maldita pasta, seguirán produciéndola y llevándola a los compradores en Colombia.

—Por lo tanto, ¿eliminar a los campesinos queda descartado?

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