Cobra

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Segunda parte: El silbido » Capítulo 6

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Cuando acabó de comer fue al baño; hizo sus necesidades, se afeitó y se duchó. Había un frasco de loción para después del afeitado. La usó en abundancia. Que ellos la pagasen. Le habían educado en la falsa creencia de que todos los norteamericanos eran ricos.

Volvió al dormitorio y se encontró con un hombre; maduro, con el pelo gris, de estatura mediana, nervudo. El desconocido le dirigió una sonrisa amigable, muy norteamericana. Hablaba español.

—Hola, Juan. ¿Cómo estás? Me llamo Cal. ¿Qué te parece si hablamos?

Una treta, por supuesto. La tortura llegaría después. Así que se sentaron en sendas butacas y el norteamericano le contó todo lo sucedido. Le habló del secuestro, del Ford incendiado, del cadáver sentado al volante. Le dijo que habían identificado el cuerpo gracias al billetero, el reloj, el anillo y el medallón.

—¿Qué hay de mi esposa y mi hijo? —preguntó Cortez.

—Ah, están desconsolados. Creen que han estado en tu funeral. Queremos traerles para que se reúnan contigo.

—¿Reunirse conmigo? ¿Aquí?

—Juan, amigo mío, acepta la realidad. No puedes volver. El cártel nunca creería ni una palabra de lo que dijeras. Sabes lo que les hacen a las personas que creen que se han pasado a nuestro bando. A sus familias. En estas situaciones son como animales.

Cortez comenzó a temblar. Lo sabía muy bien. Nunca había visto en persona esas cosas, pero las había oído. Y cuando las había oído había temblado. Lenguas cortadas, una muerte lenta, el asesinato de familias enteras. Se estremeció por Irina y Pedro. El norteamericano se inclinó hacia delante.

—Acepta la realidad. Ahora estás aquí. Si lo que hicimos está bien o mal, y es probable que estuviese mal, ya no importa. Estás aquí con vida. Pero el cártel está convencido de que has muerto. Incluso enviaron a un observador al funeral.

Dexter sacó un DVD del bolsillo de la chaqueta, encendió la pantalla de plasma panorámica, colocó el disco y pulsó el «play» en el mando a distancia. Un cámara lo había filmado desde un tejado a quinientos metros del cementerio. La definición era excelente y habían ampliado las imágenes.

Juan Cortez contempló su propio funeral. Los montadores se habían centrado en Irina llorando, apoyada en una vecina. En su hijo Pedro. En el padre Isidro. En el hombre que estaba al fondo con traje y corbata negra y gafas oscuras, con el rostro grave; era el observador enviado por orden del Don. El vídeo se acabó.

—¿Lo ves? —dijo el norteamericano y arrojó el mando a distancia sobre la cama—. No puedes volver. Pero tampoco ellos irán a por ti. Ni ahora ni nunca. Juan Cortez murió en aquel coche incendiado. Punto. Ahora tienes que quedarte con nosotros, aquí en Estados Unidos. Nosotros cuidaremos de ti. No te haremos daño. Te doy mi palabra, y la cumpliré. Cambiarás de nombre, por supuesto, y quizá haya que hacer algunos retoques en tus facciones. Tenemos algo llamado Programa de Protección de Testigos. Te incluiremos en él. Serás un hombre nuevo, Juan Cortez, con una vida nueva en un lugar nuevo; un trabajo nuevo, un nuevo hogar, nuevos amigos. Todo nuevo.

—¡Pero yo no quiero nada nuevo! —gritó Cortez, desesperado—. Quiero mi vida anterior.

—No puedes volver atrás, Juan. Tu vida anterior se acabó.

—¿Qué pasa con mi esposa y mi hijo?

—¿Por qué no puedes tenerlos contigo en tu nueva vida? Hay muchos lugares en este país donde brilla el sol como en Cartagena. Aquí hay centenares de miles de colombianos, inmigrantes legales que están instalados y son felices.

—Pero ¿cómo podrían ellos…?

—Podemos traerles. Criarías a Pedro aquí. En Cartagena ¿qué sería? ¿Un soldador como tú? ¿Iría a sudar cada día a los astilleros? Aquí, en veinte años podría ser lo que quisiese. Médico, abogado, incluso senador.

El soldador colombiano lo miró boquiabierto.

—¿Mi hijo Pedro un senador?

—¿Por qué no? Aquí cualquier chico puede convertirse en cualquier cosa. Lo llamamos el sueño americano. Pero para hacerte este favor necesitaremos tu ayuda.

—Pero, si yo no tengo nada que ofrecer…

—Oh, sí que lo tienes, Juan, amigo mío. Aquí, en mi país, el polvo blanco está destruyendo las vidas de jóvenes como tu Pedro. Llega en barcos, oculto en lugares que nunca conseguimos descubrir. Juan, recuerda aquellos barcos en los que trabajaste. Ahora tengo que marcharme. —Cal Dexter se levantó y dio una palmada en el hombro de Cortez—. Piénsalo. Mira otra vez el vídeo. Irina llora por ti. Pedro llora a su padre muerto. Sería muy bueno para ti si los trajéramos, para que se reúnan contigo. Solo necesito unos pocos nombres. Volveré dentro de veinticuatro horas. Me temo que no podrás marcharte. Por tu propio bien. Por si alguien te viese. Es difícil, pero posible. Así que quédate aquí y piensa. Mi gente cuidará de ti.

El carguero

Sidi Abbas nunca ganaría un premio al barco más bonito y su valor como pequeño mercante era una miseria comparado con los ocho fardos que llevaba en su bodega.

Salió del golfo de Sirta, en la costa de Libia, y se dirigía a la provincia italiana de Calabria. Al contrario de lo que creen los turistas, el Mediterráneo puede ser un mar muy peligroso. Las fuertes olas castigaban el oxidado carguero mientras se abría paso con un jadeo asmático al este de Malta hacia la punta de la península italiana.

Los ocho fardos se habían desembarcado un mes atrás con el beneplácito de las autoridades portuarias de Conakry, la capital de la otra Guinea, de un carguero más grande llegado de Venezuela. Desde el África tropical la carga se había llevado en camión hacia el norte, fuera de la selva, a través de la sabana y las ardientes arenas del Sáhara. Aquel viaje era un desafío para cualquier conductor, pero los hombres curtidos que conducían las caravanas terrestres estaban acostumbrados a las dificultades.

Conducían los grandes camiones con los remolques una hora tras otra y un día tras otro por carreteras sembradas de baches y pistas de arena. En cada frontera y en cada puesto aduanero había manos que untar y barreras que levantar mientras los funcionarios sobornados volvían la espalda con un grueso fajo de euros en el bolsillo trasero.

Tardaron un mes, pero con cada metro de trayecto el valor de cada uno de los kilos en los ocho fardos se acercaba al astronómico precio europeo. Por fin la caravana se detuvo delante de un polvoriento cobertizo en las afueras de una ciudad que era su verdadero destino.

Unos camiones más pequeños, casi unas camionetas, llevaron los fardos por una carretera que rodeaba la ciudad hasta una fétida aldea de pescadores formada por un puñado de chozas de adobe junto a un mar casi sin peces; allí, un carguero como el

Sidi Abbas esperaba en un muelle ruinoso.

Aquel abril el carguero recorría la última etapa del viaje al puerto calabrés de Gioia, que estaba bajo el control absoluto de la mafia ‘Ndrangheta. En aquel lugar cambiaría de propietario. Alfredo Suárez, en la lejana Bogotá, habría cumplido con su trabajo; la autodenominada Honorable Sociedad se haría cargo. Se pagaría el cincuenta por ciento restante; una enorme fortuna blanqueada por la versión italiana del Banco Guzmán.

Desde Gioia, a unos pocos kilómetros del despacho del fiscal del Estado en la capital de Reggio Calabria, los ocho fardos convertidos ya en paquetes mucho más pequeños viajarían al norte, a Milán, la capital italiana de la cocaína.

Pero el capitán del

Sidi Abbas no lo sabía ni le importaba. Solo se alegró cuando pasó por el espigón de Gioia y dejó atrás las aguas tormentosas. Otras cuatro toneladas de cocaína habían llegado a Europa y, a muchos kilómetros de distancia, el Don se sentiría complacido.

En su cómoda pero solitaria celda, Juan Cortez puso el DVD del funeral muchas veces y cada vez que veía los rostros dolientes de su esposa y su hijo se echaba a llorar. Anhelaba verlos de nuevo, abrazar a su hijo, dormir con Irina. Pero sabía que el yanqui tenía razón; no podría volver nunca más. Incluso negarse a cooperar y enviar un mensaje sería condenarlos a muerte o a algo peor.

Cuando Cal Dexter volvió, el soldador dio su consentimiento.

—Pero yo también tengo mis condiciones. Cuando abrace a mi hijo, cuando bese a mi esposa, entonces recordaré los barcos. Hasta entonces, ni una palabra.

Dexter sonrió.

—No pido nada más —dijo—. Ahora tenemos trabajo que hacer.

Con la ayuda de un técnico de sonido grabaron una cinta. La tecnología era antigua, pero también lo era Cal Dexter, como solía bromear. Él prefería el viejo Pearlcorder, pequeño, fiable y con una cinta tan diminuta que podía esconderse en muchos lugares. Se hicieron fotos de Cortez, de cara a la cámara y con un ejemplar del

Miami Herald con la fecha bien visible, y de la marca de nacimiento del soldador, que parecía un brillante lagarto rosa en el muslo derecho. Cuando reunió todas las pruebas, Dexter se marchó.

Jonathan Silver comenzaba a impacientarse. Había reclamado informes de los progresos, pero Devereaux no le hacía caso. El jefe de Gabinete de la Casa Blanca lo atosigaba a todas horas.

En todas partes, las fuerzas de la ley y el orden continuaban como antes. Se destinaban enormes sumas del erario público, y sin embargo parecía que el problema solo hiciera que empeorar.

Se efectuaban capturas que se proclamaban a bombo y platillo; se interceptaban cargamentos y se citaban las toneladas y los precios; siempre el precio en la calle y no el precio en el mar, porque era más alto.

Pero en el Tercer Mundo los barcos confiscados soltaban amarras como por arte de magia y se desvanecían en el mar; las tripulaciones detenidas salían en libertad bajo fianza y desaparecían; todavía peor, los cargamentos de cocaína que se incautaban se perdían sin más cuando estaban bajo custodia, y el tráfico continuaba. Los frustrados agentes de la DEA creían que todo el mundo estaba sobornado. Esta era la principal queja de Silver.

El hombre que atendió la llamada en su casa de Alexandria, mientras la nación hacía las maletas para las vacaciones de Pascua, mostró una cortesía glacial y se negó a hacer cualquier concesión.

—Se me encomendó la tarea en octubre pasado —manifestó—. Dije que necesitaba nueve meses para prepararme. A su debido tiempo las cosas cambiarán. Feliz Pascua. —Y colgó el teléfono.

Silver se puso furioso. Nadie le colgaba el teléfono. Excepto, al parecer, Cobra.

Cal Dexter voló a Colombia una vez más pasando por la base aérea de Malambo. En esta ocasión, con la ayuda de Devereaux, había pedido viajar en el Grumman de la CIA. No era para su comodidad sino para facilitar una huida más rápida. Alquiló un coche en una ciudad cercana y fue a Cartagena. No llevaba ningún respaldo. Hay momentos y lugares donde solo con sigilo y velocidad se consigue el éxito. Recurrir a los músculos y a la potencia de fuego únicamente le aseguraría el fracaso.

Aunque él la había visto en el portal, cuando daba un beso de despedida a su marido, que se marchaba al trabajo, la señora Cortez nunca había visto a Dexter. Era Semana Santa y el barrio de Las Flores era un hervidero con los preparativos del Domingo de Pascua. Excepto en el número 17.

Recorrió la zona varias veces, esperando que oscureciera. No quería aparcar en la calle por miedo a que algún vecino curioso lo viera y lo interrogara. Pero quería comprobar que se encendían las luces antes de que cerrasen las cortinas. No había ningún coche en el camino de entrada, señal de que no tenían ninguna visita. En cuanto se encendieron las luces pudo ver el interior. La señora Cortez y su hijo; ningún visitante. Estaban solos. Se acercó a la puerta y tocó el timbre. Fue el hijo quien atendió, un chico serio al que reconoció de la filmación del funeral. Su rostro era triste. No sonrió.

Dexter sacó una placa de la policía, la mostró un momento y la guardó.

—Teniente Delgado, Policía Municipal —dijo al chico. En realidad, la placa era un duplicado de las de la policía de Miami, pero el chico no lo sabía—. ¿Puedo hablar con tu madre?

Sin esperar la respuesta pasó junto al chico y entró en el vestíbulo.

Pedro corrió al interior de la casa.

—¡Mamá, ha venido un oficial de la policía! —gritó.

La señora Cortez salió de la cocina secándose las manos. Tenía el rostro hinchado por el llanto. Dexter le sonrió con amabilidad y señaló hacia la sala de estar. Era tan obvio que él estaba al mando que la mujer obedeció sin rechistar. En cuanto estuvo sentada con su hijo a su lado, como si quisiera protegerla, Dexter se agachó para mostrarle un pasaporte. Un pasaporte norteamericano.

Le señaló el águila en la tapa, la insignia de Estados Unidos.

—No soy un oficial de la policía colombiana, señora. Como puede ver, soy norteamericano. Ahora quiero que se prepare. Tú también, hijo. Su marido, Juan. No está muerto; está con nosotros en Florida.

La mujer lo miró sin comprender durante unos segundos. Luego se llevó las manos a la boca, atónita.

—No puede ser —jadeó—. Vi el cuerpo…

—No, señora, vio el cuerpo de otro hombre debajo de una sábana, tan quemado que era irreconocible. Vio el reloj, el billetero, el medallón y el anillo de sello de Juan. Todo esto nos lo dio él. Pero el cuerpo no era el suyo, sino el de un pobre vagabundo. Juan está con nosotros en Florida. Me ha enviado a buscarla. A los dos. Ahora, por favor…

Sacó tres fotos de un bolsillo interior. Juan Cortez, evidentemente vivo, miraba a la cámara. En la segunda sostenía un ejemplar del

Miami Herald con la fecha perfectamente visible. La tercera mostraba la marca de nacimiento. La prueba definitiva. Nadie más podía saberlo.

Irina se echó a llorar de nuevo.

—No lo comprendo, no lo comprendo —repitió.

El chico se recuperó antes que su madre. Se echó a reír.

—¡Papá está vivo, papá está vivo! —gritó.

Dexter sacó el magnetófono y pulsó el «play». La voz del soldador «muerto» llenó la pequeña habitación.

—Mi querida Irina, amor mío. Pedro, hijo mío. Es verdad, soy yo.

La grabación terminaba con una súplica para que Irina y Pedro preparasen una maleta cada uno con sus posesiones más queridas, se despidiesen del número 17 y se marchasen con el norteamericano.

Les llevó una hora, entre lágrimas y risas, hacer las maletas, deshacerlas, volver a hacerlas, escoger, descartar, hacerlas por tercera vez. Es difícil meter toda una vida en una única maleta.

En cuanto estuvieron listos, Dexter insistió en que dejasen las luces encendidas y las cortinas cerradas, para ganar tiempo hasta que descubriesen su partida. La mujer escribió al dictado una nota para sus vecinos; la dejó debajo de un jarrón en la mesa del comedor. Decía que Pedro y ella habían decidido emigrar y comenzar una nueva vida.

A bordo del Grumman, de regreso a Florida, Dexter les explicó que sus vecinos más próximos recibirían una carta de ella, enviada desde Florida, en la que les contaría que había conseguido un trabajo de asistenta y que estaba bien. Si alguien investigaba, podrían mostrar las cartas. Verían el matasellos, pero no habría ninguna dirección del remitente. Nunca la encontrarían, porque ella no estaría allí. Finalmente llegaron a Homestead.

Fue una reunión muy larga, de nuevo entre risas y lágrimas, en la suite del club de oficiales. Se rezaron oraciones por aquella milagrosa resurrección. Después, como había prometido, Juan Cortez se sentó, cogió una pluma y papel y comenzó a escribir. Tal vez su formación era limitada pero tenía una memoria prodigiosa. Cerraba los ojos, pensaba en algunos años atrás y escribía un nombre. Otro. Y otro más.

Cuando acabó y le aseguró a Dexter que no había ni uno solo más en el que hubiese trabajado, la lista constaba de setenta y ocho nombres de barcos. Dado que lo habían llamado para que creara compartimientos secretos, en todos ellos se hacía contrabando de cocaína.

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